Era casi la una de la madrugada cuando Héctor volvió a salir. Guillermo ya dormía, pero aun así cerró la puerta del piso con cuidado, para no despertarle, y bajó por la escalera despacio, como si en lugar de un inspector de policía fuera un ladrón.
Le recibió una calle casi desierta. Los primeros cinco minutos sólo se cruzó con un tipo que paseaba a un perro ridículamente pequeño y con otro hombre, más joven y extranjero, que rebuscaba en el interior de un contenedor de basura mientras su esposa, menuda y embarazada, le esperaba junto a un carrito de supermercado al que le faltaba una rueda. Era una imagen que se estaba volviendo habitual. Ésa y los carteles que anunciaban locales en traspaso, negocios que cerraban, espacios vacíos. Durante el día uno no se fijaba tanto, pero de noche, sin nada con lo que distraerse, esos letreros colgados sobre persianas sucias, definitivamente bajadas, llamaban la atención y daban al paisaje urbano un aire de ciudad en venta.
Fue andando por su calle con paso rápido hasta el cruce con Marina, y luego giró a la izquierda. Tres bocacalles más abajo estaba el parque donde había quedado con Ginés Caldeiro. Sus encuentros iban variando de ubicación, pero no era la primera vez que se veían allí. A Caldeiro le gustaba aquel espacio porque por las noches nunca había nadie y porque en él había una sugerente escultura de un culo, «maravillosamente redondo», que le ponía de buen humor.
Cuando Héctor llegó, a la hora en punto, Ginés ya estaba allí, aunque no precisamente admirando el trasero de piedra: hablaba en voz baja por el móvil, sentado en un banco. En cuanto vio a Héctor cortó la llamada.
—¿Negocios a estas horas? —preguntó Salgado.
El otro sonrió.
—Mis negocios no tienen horario. Ya lo sabe.
Héctor lo sabía y no preguntaba. Lo conocía desde hacía años, los suficientes para saber que la mayoría de ellos eran ilegales aunque no inmorales. Era una diferencia difícilmente defendible pero importante para Salgado. Caldeiro llevaba años metido en el contrabando de tabaco, antes había estado liado con temas de drogas y había acabado en la cárcel. Otros negocios de Ginés incluían lo que él llamaba «atención turística de alto standing», es decir, proporcionar chicas amables y pequeñas cantidades de coca a ejecutivos que pasaban una o dos noches en Barcelona y querían celebrar sus negocios con una fiesta privada. Ginés tenía contactos en las recepciones de la mayoría de los hoteles de lujo de la ciudad, que confiaban en él porque era un tipo serio y porque, invariablemente, los clientes quedaban satisfechos, las chicas también y los encargados de recepción recibían una propina doble.
Corpulento y ya rozando los sesenta, Caldeiro llevaba sus negocios con la misma diligencia que cualquier otro empresario. Estaba separado y, según él, no pensaba volver a complicarse la vida con líos de pareja. Héctor lo había conocido años atrás, para ser exactos había sido quien lo había encarcelado, algo que, según Ginés, le había hecho «cambiar de vida». Como quien tiene una revelación repentina, él había visto la luz en la pared de la celda y se había comprometido a evitar los líos gordos en el futuro. La visión no había sido tan intensa para que intentara encontrar un empleo honrado; de hecho, al final había optado por una fórmula que no le obligaba a madrugar o a aguantar a un jefe, ni tampoco le generaba excesivos problemas. Además, para atenuar esos posibles contratiempos, colaboraba con Héctor cuando éste se lo pedía, consciente de que los favores, como el cielo, hay que ganárselos.
Aunque en el cuerpo de mossos no estaba bien visto tratar con confidentes, el hombretón que tenía delante le había demostrado su utilidad en más de una ocasión. Gracias al tema del tabaco, que llegaba a todas partes, Caldeiro conocía a casi todo el mundo en la ciudad, y era el primero que no quería que la delincuencia descontrolada o violenta se instalara en Barcelona, básicamente porque perjudicaba sus otros negocios turísticos. En realidad, él y los alcaldes sucesivos de la Ciudad Condal tenían más objetivos en común de los que nadie podía pensar.
—¿Cómo andamos, jefe? —le preguntó.
—Andamos, que ya es mucho. ¿Y tú?
Ginés se encogió de hombros.
—Más o menos como siempre. Los tíos con pasta siguen queriendo diversión y chicas, pero empiezan a regatear el precio. —Sonrió—. Inútilmente, claro. De todos modos, estoy pensando en jubilarme.
Héctor debió de poner cara de sorpresa porque su interlocutor replicó:
—¿Qué pasa? Voy a cumplir sesenta años y llevo más de cuarenta y cinco trabajando. —Se paró—. Iba a añadir «honradamente», pero tampoco hay que pasarse. En cualquier caso, no tengo cuerpo ni edad para otra crisis.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Retirarte al campo a contemplar la naturaleza?
—¿Por qué no? Hace años me compré un terrenito, allá en mi tierra, y poco a poco me he hecho una casa que, le soy sincero, está de puta madre. Al principio odiaba aquel silencio, me daba hasta miedo, y el sonsonete de los grillos se me metía en la cabeza y no me dejaba dormir. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que cuando estoy aquí los echo de menos. ¿Puede creérselo? —Meneó la cabeza—. Así que estoy a punto de decidirme. A ver si me largo, después del verano.
—Vas a acabar montando un chiringuito por allí —apuntó Héctor.
El otro se rió.
—Cómo me conoce. —Le guiñó un ojo y dijo—: En realidad le tengo echado el ojo a un puticlub. De los decentes, ¿eh? De los de toda la vida. Chicas profesionales y del país. Clientes de los pueblos que tienen que desahogarse en algún lugar. Cero problemas y pocos beneficios, pero constantes. Ya no nos vamos a hacer ricos, jefe. Eso sí, hay que asegurarse una vejez digna, y en eso yo lo tengo más crudo. No quiero acabar mendigando durante mis últimos años de vida.
Héctor asintió. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio, mientras pensaba en lo parecidos que eran los miedos en el género humano: miedo al dolor, a la enfermedad. Miedo a la vejez, a la pobreza y, sobre todo, a las dos cosas juntas.
—¿Aún fuma? —Ginés estaba orgulloso de haber dejado el hábito. Como él decía, tenía más mérito considerando que el tabaco le salía gratis.
—¿Hay algo nuevo, Ginés? —preguntó Héctor bruscamente.
En el fondo sabía la respuesta. Ginés no habría tardado en darle la noticia de haber averiguado algo, sabía que era demasiado importante.
—Jefe… —Ginés apoyó sus manazas sobre las rodillas—. Se lo dije la última vez que nos vimos. Y la anterior. Nunca había oído nada igual. Su ex desapareció como si se la hubiera tragado la tierra, y le juro que nadie tiene la menor idea de lo que le pasó. Al menos en mi lado del mundo.
Héctor siguió sin decir nada, mientras intentaba controlar esa decepción que le nacía del estómago y le agriaba el sabor del cigarrillo. Harto, lo tiró al suelo y vio cómo la colilla se extinguía. Su acompañante desvió la mirada y, tras pensarlo un momento, añadió:
—Lo único que dicen todos es lo de siempre: que aquel Omar era un mal bicho, capaz de cualquier cosa. Que sus negocios iban más allá de la trata de mujeres y los acertijos. Y que tenía sus propios métodos para hacer daño. Todo eso ya lo sabíamos. Sin embargo, de su Ruth nadie sabe nada. Si ese viejo loco planeó algo contra ella, no se puso en contacto con nadie para que lo llevara a cabo. Al menos con nadie que siga en la ciudad. Eso se lo aseguro. Y él ya no está entre los vivos para contarlo.
Era un consuelo mínimo. Y aunque era obvio que el mundo estaba mucho mejor sin un personaje como Omar, Héctor habría dado lo que fuera por poder meterse a solas con él en un cuarto cerrado, durante un par de horas. Esta vez nadie podría reprocharle que le sacara la verdad a palos. Una verdad que sin aquel tipejo se había convertido en una pared contra la que darse cabezazos. «La peor de las condenas», había dicho el viejo cabrón.
Héctor encendió otro cigarrillo. Ginés estaba acostumbrado a que su amigo se quedara absorto en sus pensamientos y normalmente respetaba el silencio, como si quisiera concederle espacio para pensar. Esa noche, en cambio, apoyó una de sus grandes manos en el hombro del inspector.
—Tiene que dejar de darle vueltas a esto, jefe. Se lo digo de verdad.
—Decirlo es fácil —repuso Héctor—. Hacerlo ya es otra cosa. Consigo concentrarme en mi trabajo, en mi vida. En mi hijo. Pero al mismo tiempo no puedo dejar de buscarla. Ella se merece que alguien la busque.
Ginés suspiró. Su corpachón parecía contener una inmensa cantidad de aire y Héctor sonrió.
—Gracias por todo, Ginés.
—Gracias por nada, dirá. De verdad que me gustaría ayudarle más.
El hombre meneó la cabeza en un gesto que estaba entre la solidaridad y la desesperanza, y Héctor aprovechó el momento.
—Hay otra cosa. Quería que preguntaras por ahí por un tal Carlos Valle. Charly Valle. Volvió a Barcelona hace unos meses y ahora parece ser que se ha marchado.
—El nombre me suena. ¿A qué se dedica?
—Ahora mismo a nada, o eso parece. Es un tema personal, el hijo de una vecina, así que sé discreto.
—Si no lo fuera no tendría negocio. Descuide, en cuanto sepa algo le llamaré. —Le crujieron las rodillas cuando se levantó del banco—. Tengo que irme. De verdad que mi cuerpo ya no aguanta este trajín.
—No te metas en muchos líos —le dijo Héctor a modo de despedida.
—Ya le digo yo que no, jefe. Una vida tranquila, a eso aspiro ya nada más. Oír a los putos grillos. Y a tomarme una viagra para follarme un culo firme como el de la estatua de vez en cuando —añadió antes de irse.
Salgado lo vio alejarse. También él debía volver a casa, aunque se sentía absolutamente desvelado. La noche era su territorio natural, como el de los lobos. «Y las lechuzas», se dijo para bajarse los humos. Aguzó el oído, pero Ginés tenía razón: en Barcelona no había grillos. «Ni tampoco muchas estrellas», pensó mirando al cielo. Y sin embargo no se imaginaba ya la vida en otro lado. Con lo bueno y lo malo, ésa se había convertido en su ciudad, por pretenciosa que la encontrara a veces. «Barcelona es como la madrastra de Blancanieves», le había dicho Lola un día mientras paseaban por las callejuelas del Born. «Se ve a sí misma tan guapa que se olvida de que no es la única, de que el tiempo pasa y de que pronto, si no tiene cuidado, le saldrá competencia en alguien más joven y menos autocomplaciente». Lola y sus frases. Por algo era periodista.
—Bueno —había replicado él, asumiendo la defensa de su ciudad adoptiva—, personalmente, yo prefiero a las malas maduras que a las jovencitas pelotudas que muerden lo que no deben.
—¿Me estás llamando vieja? —repuso ella—. ¿Mala? ¿O ambas cosas?
Dadas ambas opciones, Salgado había aprendido que la mejor respuesta, o quizá la única, era darle un beso. Pero ella se vengó con un mordisco rápido.
—Cuidado con las malas maduras, inspector. También sabemos morder.
Héctor sonrió mientras caminaba hacia su casa. Sabía que no vería a Lola hasta dentro de dos semanas como mínimo, y se percató de que empezaba a echarla de menos. No obstante, era mejor así. Despacio. La historia ya había tenido un principio y un final, no hacía falta repetir todos los pasos de la versión anterior. Odiaba admitirlo: en parte, las visitas de Lola suponían un alivio ante la perspectiva de pasar dos días festivos solo con su hijo.
Meneó la cabeza al pensar en esos padres de película americana que se llevan a sus vástagos a pescar al río o a un partido de béisbol; sacar a Guillermo de su cuarto ya era una proeza, conseguida a base de coacciones. «Si quieres, chateamos por Skype», le había dicho él un día en que su hijo se había pasado tantas horas delante del ordenador que había sentido la tentación de desenchufar la máquina y pisotear aquella dichosa pantalla hasta reducirla a un amasijo de cables rotos. El chaval lo había mirado como si la edad empezara a afectarle el cerebro y le había contestado, con lógica aplastante, que pocas broncas podía echarle él que había invertido las mismas horas viendo películas en DVD. Sin embargo, un rato después había abandonado su madriguera y le había sugerido la posibilidad de ir al cine o a dar un paseo, oferta que él, sintiéndose de repente como si le hubiera tocado el trofeo de padre del año, se había apresurado a aceptar.
Miró el reloj y decidió fumarse un último cigarrillo, el último de verdad, en la azotea. Cada vez necesitaba menos horas de sueño, le bastaban cinco para descansar. Si las prolongaba más, su mente actuaba por su cuenta y le inundaba la cabeza de pesadillas, imágenes angustiosas e incoherentes. No, era mejor dormir poco, aunque eso significara seguir enredado en lo único que ocupaba su mente por las noches cuando se quedaba solo. Recordó, con cierto fastidio, que ese domingo había quedado con Carolina Mestre. «La novia de mi ex mujer». ¡Qué raro sonaba! Parecía el título de una comedia italiana con Virna Lisi. En realidad, no había nada de cómico en la cita; había que decidir qué hacían con el piso vacío de Ruth. Con su negocio. Con lo que su desaparición había dejado inconcluso.
La revelación de la agente Castro sobre el origen de Ruth había constituido una sorpresa difícil de asumir, pero otro callejón sin salida por lo que se refería a su caso. Montserrat Martorell, la madre de su ex mujer, se había mostrado firme a ese respecto: ciertamente habían adoptado a Ruth de recién nacida y habían realizado un donativo al «hogar» que les había facilitado las cosas. Eran otros tiempos y las cosas funcionaban así, pero la adopción había sido legal. La madre natural había renunciado al bebé desde que accedió a dar a luz allí y nunca había dado señales de querer saber nada más. Ni siquiera sabían su nombre ni nada de ella, aparte de que se trataba de una chica muy joven, soltera e incapaz de hacerse cargo de un hijo en la España de los primeros años setenta. Por una vez, la altiva señora le había pedido algo con lágrimas en los ojos: «Sólo nos queda Guillermo. No hagas que se sienta un extraño con nosotros. Por favor». Y sin que sirviera de precedente, él estuvo de acuerdo. No serviría de nada confundir aún más al chico por algo que, aun siendo cierto, en las actuales circunstancias tenía visos de ser irrelevante.
Por si acaso, antes de hacer efectiva la promesa, Héctor había recabado toda la información posible sobre el Hogar de la Concepción, sólo para constatar que, aunque sus muros pudieron albergar siniestros manejos, el tiempo había borrado sus huellas. El Hogar se había cerrado muchos años atrás y el periodista que informó a Leire, Andrés Moreno, se había negado de manera taxativa a darle el nombre de la antigua monja que se había convertido en su fuente de datos. No había logrado convencerle de lo contrario y, con sinceridad, tampoco tenía nada concreto en que apoyar su petición. La desaparición de Ruth difícilmente podía tener su origen en su nacimiento, acaecido treinta y nueve años antes. No cuando existían otras amenazas mucho más recientes.
Porque, por muchas vueltas que le diera, el peligro sólo podía haber llegado por un lado. A Héctor le resultaba imposible evitar un escalofrío cada vez que recordaba aquella grabación turbia que mostraba a Ruth en la consulta del doctor Omar. Al final, todo volvía hacia ese hombre. El mismo que le había amenazado; el mismo al que, era de suponer, Ruth había ido a ver en un intento descabellado de interceder por su ex marido. Aunque pareciera una locura, encajaba con el carácter de Ruth. Ella nunca se habría dejado amedrentar por un viejo loco, aunque la cinta, carente de voz, mostraba a una Ruth francamente impresionada escuchando las palabras que pronunciaba aquella serpiente. Como si estuviera recibiendo una maldición.
Héctor no creía en poderes oscuros, ni en cultos de ninguna clase. Por no creer, ni siquiera se concedía el consuelo de esperar que existiera algo después de la muerte, ni bueno ni malo. A veces había deseado tener esa fe: la convicción íntima de que Ruth estaba en un lugar distinto, un espacio desde donde los observaba con cariño y velaba por ellos. Pero cuando cerraba los ojos no era la imagen de un cielo inspirador lo que acudía a su mente, sino otras bien distintas.
Un agujero en la tierra. Un cuerpo sepultado. Una tumba sin flores.