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—¿Seguro que no quieres tomar nada?

Leire Castro ya sabía que el chico que tenía delante rechazaría el ofrecimiento y añadiría que «sólo había pasado un momento a veros». Así fue, y Leire sonrió mientras le acompañaba hasta la habitación de Abel, que dormía en su cuna bajo un móvil de estrellas que el propio Guillermo había pintado y montado para él, y al que, por ahora, el bebé no hacía el menor caso.

—No quiero despertarlo —susurró Guillermo, sin atreverse a cruzar el umbral.

—Tranquilo. Es su mejor hora. Está cenado, limpio, y con un poco de suerte seguirá durmiendo hasta que vuelva a tener hambre. —Suspiró al pensar en la noche, en los episodios de llanto desgarrado, pero intentó no adelantarse a los acontecimientos—. Ven, acércate.

Guillermo lo hizo, aunque sólo permaneció junto a la cuna unos instantes. A Leire le hacía gracia que, en la familia atípica que rodeaba a su hijo, estuviera esa especie de «hermano mayor», que se sentía así desde el día en que por puro azar había tenido que acompañarla al hospital, cuatro meses atrás. Desde entonces, Guillermo Salgado solía dejarse caer por su casa, una vez por semana más o menos, y a ella le resultaba curioso que un chaval que aún no tenía quince años quisiera pasar un rato con una madre y su bebé. A veces le preocupaba que el chico fuera hijo de su jefe, pero lo cierto era que él apenas mencionaba a su padre a no ser que ella le preguntara. Y Leire se abstenía de hacerlo.

Durante los meses de baja maternal, las visitas de Guillermo habían sido una extraña pero agradable forma de romper la rutina. Una rutina a la que se había adaptado con una mezcla de temor y entusiasmo. Al principio se había sentido atada, como si una cadena invisible pero de eslabones indestructibles la uniera a ese cuerpecillo prematuro e indefenso, incapaz de sobrevivir sin ella. Ese miedo de ser la responsable única de la vida de aquel bebé la había abrumado al volver del hospital. Preguntas que nunca se había formulado la asediaban a todas horas. ¿Qué sucedería si a Leire le pasaba algo? O bien, ¿sería capaz ella, que jamás había querido tener ni un periquito, de ocuparse como era debido de alguien que estaba totalmente a su cargo? Luego, poco a poco, la realidad fue demostrando que, se llamara instinto maternal o sensatez pura y dura, ella, la agente Leire Castro, parecía saber qué debía hacer en cada momento y eso la tranquilizó.

También ayudaba que, en líneas generales, Abel —el «Gremlin», como lo llamaba Tomás— progresara adecuadamente. Es decir, comía, dormía y engordaba con la serenidad de un pequeño buda, y cuando estaba despierto durante el día contemplaba el mundo con similar paz de espíritu: aquellos ojos grandes, del mismo color miel que los de su padre, evaluaban su entorno con algo parecido a la resignación. Como si se dijera que, en conjunto, no había tenido excesiva mala suerte con el lugar donde había nacido o los padres que le habían tocado. Eso sí, quizá por hacer honor al apodo impuesto por su padre, a partir del primer mes Abel empezó a despertarse a medianoche atacado por un llanto inconsolable y ella pasaba horas paseándolo en brazos por el apartamento. Su perpetua sensación de fatiga la había llevado a prohibirle a Tomás, con una seriedad digna de mejor causa, que volviera a llamarlo «Gremlin».

—Como quieras —le había respondido él—. De hecho, ahora mismo tiene más pinta de cerdito. Un cerdito limpio y feliz —se apresuró a añadir ante la mirada incendiaria que ella le lanzó.

«Y sí —pensó Leire sonriente mientras lo veía dormir, tranquilo y sonrosado, con unas piernas que eran bolas unidas por pliegues—, Abel tenía aspecto de cerdito satisfecho».

Guillermo y ella fueron al comedor y se sentaron en el sofá, delante de una tele puesta sin sonido y de un intercomunicador de última generación, con una pantalla nítida que mostraba a Abel dormido, un instrumento al que se había vuelto tan adicta como otros al teléfono móvil.

—Bueno, cuéntame, ¿cómo va todo? El curso debe de estar acabando, ¿no?

—Aún queda un poco —dijo él—. Exámenes. Lo peor. ¿Y tú qué tal? Es tu primera semana, ¿verdad?

—No me lo recuerdes —repuso Leire con un suspiro, aunque, en el fondo, en los días previos a su reincorporación le habían entrado unas sorprendentes ganas de regresar a la comisaría—. Se está haciendo interminable.

—¿Y Abel?

—Hasta septiembre se quedará en casa, con una canguro. Y luego a la guardería. Es la dura vida de los bebés de padres trabajadores.

Le había costado encontrar a la persona adecuada, y había realizado un proceso de selección que tenía más de intuitivo que de racional, pero al final había encontrado a una mujer mayor que le había inspirado la confianza necesaria para dejar a su hijo en sus manos. Leire nunca había sido la jefa de nadie y se sorprendió al descubrir lo precavida y exigente que podía llegar a ser. Teresa Costa, la señora por quien se había decidido, contaba con un largo currículo como comadrona y manejaba al bebé con más soltura que cualquiera de las otras candidatas, chicas jóvenes con más buena voluntad que experiencia.

—Por cierto, le he hablado de ti —añadió ella—. A Teresa, la señora que cuida de Abel. Por si vienes a verlo algún día.

—Claro.

Él asintió, sonriente, pero Leire no podía dejar de pensar que bajo aquella tranquilidad existía una corriente de tristeza, difícil de definir pero presente en una mirada que nunca llegaba a ser del todo alegre. Igual que la de su padre, razonó Leire, pero aun así mucho más descorazonadora en un chaval de catorce años y medio que en un hombre de más de cuarenta.

—¿Estás bien? —preguntó sin poder evitarlo.

Guillermo se encogió de hombros.

—Sí. Como siempre.

Y en ese momento, tal y como le había sucedido en algunos instantes fugaces, la cara de aquel chico se mezcló en su memoria con la foto que guardaba de su madre. Leire no quería sacar el tema: sabía que no había ningún avance y que, pese a sus propios esfuerzos, los hechos que rodeaban la desaparición de Ruth Valldaura, la ex mujer de Héctor y madre de Guillermo, seguían siendo un misterio indescifrable.

—¿Alguna vez te han pedido un favor que puede meterte en un lío? Un amigo, por ejemplo.

La pregunta había salido a bocajarro y Leire se tomó su tiempo antes de responder.

—Del cero al diez, ¿qué puntuación le darías a ese lío?

Guillermo esbozó una sonrisa.

—Tirando a veinte.

—Vaya. ¿Y el amigo merece la pena? Quiero decir, ¿haría lo mismo por ti?

—Supongo que no.

El chico parecía incómodo, como si se arrepintiera de haber sacado ese tema y Leire notó que buscaba algo que decir, un asunto que desviara la atención.

—Creo que papá tiene novia —dijo él por fin. Y si perseguía captar su interés, lo consiguió.

—¿Estás seguro?

—Bueno, habla con alguien por teléfono durante un buen rato después de cenar. Y sonríe.

Leire se rió, aunque ella no había sido nunca demasiado aficionada al teléfono; a lo sumo, algunos mensajes cortos, entre cariñosos y picantes. Pero Héctor pertenecía a otra generación.

—Sí. Ésa suele ser una buena pista. Oye, no quiero meterme en esto, pero es normal, ¿no te parece? Tus padres estaban separados desde hacía tiempo, tu madre ya estaba con Carol. Él también tiene que rehacer su vida.

Él volvió a encogerse de hombros y Leire reprimió las ganas de abrazarlo. «Dichoso instinto maternal», maldijo entre dientes.

—Ya lo sé —murmuró Guillermo bajando la cabeza—. No me parece mal y está más contento. Es sólo que…

—¿Temes que se olvide de Ruth? ¿Que deje de buscarla? —preguntó ella en voz muy baja, apoyando una mano en su rodilla—. Mírame. Yo no conocí a tu madre, aunque daría lo que fuera por haber tenido esa suerte. No creo que sea una persona a la que se pueda olvidar fácilmente. Me consta que tu padre no ha dejado de investigar y que, en el fondo, sufre por no obtener resultados. —Hizo una pausa e intentó escoger las palabras adecuadas—. Pero la vida sigue. Para él, para ti, para Carol. Vivir en el pasado no os ayudará en nada, no podéis quedaros inmóviles. Ella no lo habría querido así, y en este caso no es una frase hecha. Tú lo sabes mejor que yo.

Pero a su mente regresó aquella frase que había encontrado anotada en uno de los dibujos de Ruth. «El amor genera deudas eternas».

Leire no supo qué más añadir y ambos se sumieron en un silencio cómodo hasta que, de repente, sobresaltándolos a los dos, se abrió la puerta y Tomás apareció en el salón.

—¿Se puede saber qué hacéis aquí a oscuras?

Entonces tanto Leire como Guillermo se dieron cuenta de que era cierto, se había hecho de noche. Las torres de la Sagrada Familia aportaban destellos tenues a través del balcón, pero ellos estaban sentados, ante una pantalla diminuta y contemplando a un bebé dormido, tan absortos en sus pensamientos que se habían olvidado de encender la luz.

Fue más tarde, después de cenar y de que Tomás se marchara a su piso, cuando, tras entrar por enésima vez a comprobar que Abel seguía dormido, Leire se acostó y sacó de la mesita de noche la foto de Ruth que había encontrado en una de las carpetas de dibujos, en el piso donde vivía cuando desapareció.

En realidad, uno de los hechos más extraños de todo aquel caso era que el loft hubiera aparecido intacto. Ni una sola señal de violencia, nada fuera de lugar. Los platos del desayuno, la última comida que tomó Ruth en casa, estaban limpios y colocados en el escurreplatos. Faltaba su bolsa de viaje pequeña y cuatro prendas, las imprescindibles para pasar un fin de semana en un apartamento en la playa. Según todos los indicios, aquel viernes de julio Ruth había abandonado el piso y cerrado la puerta con llave, pero por alguna razón nunca había llegado hasta su coche, que por lo que Leire sabía aún permanecía a una manzana de distancia, en un aparcamiento cercano. En algún punto del camino, Ruth Valldaura Martorell, diseñadora de treinta y nueve años de edad, separada y unida sentimentalmente a su socia, Carolina Mestre, había desaparecido para siempre.

Leire había prometido dejar el caso cuando tuvo a Abel. No sólo a sí misma sino también a sus superiores; aún temía que, tras volver de la baja, el comisario Savall le dijera algo al respecto, cosa que de momento no había sucedido. Pero, lo más importante, se lo había prometido a su jefe directo. Recordaba la conversación con Héctor como si lo tuviera delante. Aquella mirada que dudaba entre la reprimenda y el agradecimiento, y que denotaba una pizca de frustración. La decepción de que Leire, a pesar de haber avanzado en el caso, tampoco había alcanzado ninguna conclusión definitiva sobre unos hechos cuya resolución chocaba siempre con los mismos interrogantes.

Durante los meses anteriores a que Leire se uniera al equipo de Salgado, éste había colaborado en el desmantelamiento de una red de prostitución de chicas africanas, algunas casi niñas, que vivían esclavizadas y atemorizadas por creencias tan arraigadas como perversas. Los traficantes no usaban la violencia, al menos no en exceso, porque no les hacía falta. Ya se encargaba uno de ellos, el viejo conocido como doctor Omar, de meter a las chicas en vereda con ritos y amenazas en los que ellas creían a pies juntillas. En realidad, la única que se había atrevido a mencionar su nombre, una chiquilla nigeriana llamada Kira, había terminado muerta por su propia mano, aterrada ante las consecuencias que podía conllevar su traición. Y a partir de ahí, todo se había descontrolado. «Bueno —pensó Leire—, para ser exactos, Héctor Salgado se descontroló y le propinó una dura paliza al doctor». Ése había sido, con toda probabilidad, el inicio de todo.

Leire volvió a mirar la imagen de Ruth. ¿Cómo se le había ocurrido a esa mujer morena, atractiva e independiente pensar que podía actuar por su cuenta e ir a ver al viejo Omar para intentar persuadirle de que se olvidara de lo que su ex marido le había hecho? Seguramente por ese aire aristocrático, copiado de su familia; ese aplomo que la hacía creerse inmune a amenazas difusas.

—Lo hiciste, Ruth. Tu imagen quedó grabada en las cintas visitando a ese hijo de puta. No podemos saber qué te dijo, pero tuvo que ser algo perverso porque en tu cara ya no había confianza, sino sorpresa. Y asco. Claro que tú no podías saber a qué te enfrentabas y pensaste que tu intervención, tu encanto, allanarían el camino para tu ex. Si el amor genera deudas eternas, tú le debías algo a Héctor porque te amó y lo amaste. Sí. No puedo reñirte por eso. Y no sé si en algún momento creíste en las maldiciones que el doctor lanzó contra vosotros, si llegaste a tomártelas en serio.

Lo que ni Ruth ni nadie podían haber sospechado fue que el caso daría un vuelco definitivo e inesperado cuando Omar, a quien se le daban mejor las maldiciones ajenas que las predicciones sobre sí mismo, fue asesinado por su propio abogado, un tipo mediocre que, espoleado por la codicia, encontró el valor para matarlo. En medio de todo eso, cuando la investigación sobre la muerte de Omar aún estaba a medias, Ruth desapareció. Se había esfumado después de haber hablado por teléfono con su madre, con su ex marido y con el hijo de ambos, Guillermo, para decirles que pensaba pasar el fin de semana en Sitges. Sola. Tranquila. Antes de irse había enviado un mensaje más: a su pareja de entonces, Carolina Mestre. Resultaba tan propio de Ruth el desear alejarse de todos durante unos días como informarlos de sus planes. La sensatez y la independencia eran compatibles, y Ruth era una buena prueba de ello.

Las investigaciones de Leire, que en las últimas semanas de su embarazo casi se había obsesionado con el caso, sólo habían aportado, aparte de esas macabras cintas de vídeo, un dato más. Algo que pertenecía al pasado de Ruth, algo que probablemente ni ella misma sabía y que, tal vez, de saberlo, habría optado por no hacer público. Pero los muertos ya no tienen derecho a secretos, ni a que se respete su intimidad. Y los desaparecidos tampoco.

—Tuve que contárselo a Héctor. Lo comprendes, ¿verdad?

Leire había desgranado el relato de los días previos al parto ante un atónito inspector Salgado. Ya estaba todo en comisaría: la copia del expediente de Ruth y las cintas que había encontrado. Su investigación paralela, sin permiso de nadie, no había aportado nada más, al menos oficialmente.

Había recibido a Héctor en su casa, al salir del hospital y, como era costumbre en su jefe, éste la había dejado explayarse sin interrumpirla. Sin embargo, Leire no era capaz de predecir cuál sería su reacción final y se sintió nerviosa, intranquila, cuando él no dijo nada y siguió ensimismado, procesando una información que, ella era consciente, volvía a relacionarle directamente con el caso de su ex mujer. Si Ruth había ido a ver a Omar para defenderle, si se había metido por él en la boca del lobo, sobre Héctor recaía una responsabilidad difícil de eludir.

—Hay algo más —había añadido Leire al final en voz muy baja.

Se levantó y se dirigió al mueble donde había guardado los otros papeles, los que no eran estrictamente policiales, antes de devolver el expediente. Se lo entregó a Héctor, que lo leyó por encima y la miró sin comprender.

Ella carraspeó.

—Creo que Ruth no era hija de los Valldaura. Y también que fue adoptada al nacer, de una forma bastante irregular.

—¿Qué?

—Prometí que no revelaría la fuente, pero esto es un extracto de cuentas de un convento de monjas de Tarragona. Hay una donación a nombre de Ernest Valldaura que coincide con la fecha de la partida de nacimiento de su hija Ruth. Podría ser una casualidad, pero ese sitio, que ya está cerrado, ha sido denunciado por varias mujeres que afirman que dieron a luz allí, y a las que, según ellas, les robaron los bebés.

Héctor acusó la noticia. Sus ojos oscuros se volvieron más negros, llenos de preguntas para las que ella tampoco tenía respuestas. El tema de los bebés robados, no sólo durante la dictadura sino también después, en plena transición política e incluso ya avanzada la democracia, era un escándalo que en esos momentos ocupaba titulares y programas de televisión. Fueran o no ciertas todas las denuncias, el efecto era estremecedor y denotaba una ausencia absoluta de principios. Un mercadeo infame de seres inocentes y una red más indecente aún de culpables: los que callaban, los que entregaban, los que cobraban por ello. Los que convencían a madres consternadas por la muerte de sus bebés y se lucraban, involucrando a otra familia, tan inocente como la original, en sus turbios manejos. El asunto estaba levantando mucho revuelo, al menos en los medios, aunque la prescripción de los delitos y la dificultad de hallar evidencias claras complicaban mucho que se hiciera justicia.

—No creo que tenga nada que ver con su desaparición, por eso no lo incluí en el expediente cuando lo devolví. Es… un tema familiar. —Tomó aire—. Pero opino que debes saberlo. Por si acaso.

Él asintió, pensativo.

—No cuentes nada de esto —repuso por fin—. Al menos de momento. Guillermo apenas tiene otra familia, aparte de los padres de Ruth. Mi hermano y los suyos están en Buenos Aires, casi ni se conocen. No quiero añadir más sorpresas a su vida si no es estrictamente necesario.

—Claro.

Héctor se levantó, dispuesto a marcharse, aunque Leire intuía que la conversación no había terminado aún. No se equivocaba.

—Leire —le dijo él, mirándola fijamente a los ojos—. Gracias.

—¿Pero…? —añadió ella, segura de que el agradecimiento no era lo único que quería transmitirle.

El inspector sonrió, con esa misma media sonrisa que ella empezaba a reconocer.

—A partir de ahora déjalo en mis manos. Dedícate a tu hijo. Esto es asunto mío.

—El trabajo en equipo da mejores resultados que ir por libre. Usted —y recalcó el tratamiento que usaba sólo en comisaría—, usted lo repite siempre.

—Es verdad. Pero en los equipos hay un jefe. Y en éste soy yo.

El tono era ligero, y sin embargo contenía una nota de advertencia que ella no podía pasar por alto.

—Escucha —prosiguió él—, como inspector, parte de mi trabajo es evitar que os metáis en líos. Y, como Héctor, creo que debo ocuparme de este tema personalmente.

Ella asintió, aunque no quiso dar su brazo a torcer del todo.

—Usted manda. Sobre todo porque no creo que tenga mucho tiempo para nada ahora… —Sonrió. Abel había empezado a lloriquear.

—¿Lo ves? —repuso él—. Estos meses con tu hijo pueden ser fantásticos, Leire. No los estropees con cosas feas. Te prometo que si necesito tu ayuda, te la pediré.

—Trato hecho, jefe. Y ahora, si me disculpa…

El llanto de Abel reclamando comida se hacía más fuerte y ella lo cogió en brazos. El bebé se calmó por un momento y luego, al percibir que el preludio a la alimentación se prolongaba más de lo habitual, retomó su protesta con más impaciencia.

—Creo que definitivamente tiene otras obligaciones urgentes que atender, agente Castro. Olvídese de la comisaría, de los jefes y de los casos abiertos. No quiero verla hasta dentro de cuatro meses, ¿entendido?

Ella asintió, casi ruborizada ante el tono regañón que, mezclado con aquel suave acento argentino, casi inapreciable, resultaba una combinación bastante sexy. «Lárgate ya», pensó. Tener un jefe atractivo no era nada cómodo, la verdad.

«Pues los cuatro meses ya han terminado», murmuró Leire para sus adentros. Respiró hondo, comprobó la hora y se dijo que era mejor aguantar despierta un poco más, ya que la próxima toma de Abel sería dentro de cuarenta y cinco minutos. «Soy una vaca con temporizador», pensó mirándose los pechos.

—¿Sabes una cosa? —susurró dirigiéndose de nuevo a la foto de Ruth—. Creo que estoy aprendiendo a hacer las cosas bien. Sin precipitarme, con honestidad y sin hacer daño a nadie. Al menos de forma voluntaria.

Después de algunas deliberaciones, ella y Tomás Gallego, el padre de su hijo, habían decidido seguir el plan previsto y él se había instalado en un estudio cercano a principios de febrero. Cierto era que su trabajo, asesor financiero en una consultoría de ámbito internacional, le obligaba a viajar constantemente, pero a Leire eso no le importaba. Abel Gallego Castro tenía un padre que, aunque no viviera en su mismo hogar, lo visitaba siempre que podía. A diario si se encontraba en Barcelona, y con el mismo entusiasmo que cualquier otro progenitor primerizo. El sexo seguía sucediendo, esporádicamente, aunque no podía decirse que la mayoría de las visitas acabaran con un revolcón de mamá y papá; en realidad, cada vez se parecían más a dos amigos. De momento habían obviado otra clase de promesas. Tomás y ella se gustaban, se entendían bien y el tiempo diría si su relación pasaba a mayores o se quedaba en lo que ya compartían. Un hijo, algo único. El primero para ambos.

Abel se quejó unos veinte minutos después y ella corrió a cogerlo, rezando para que esa noche no se repitiera el llanto que duraba hasta el amanecer.