3

Si en algo notaba que había rebasado con creces la frontera de los cuarenta no era en su forma física, que continuaba siendo bastante decente, ni en su agilidad mental, de la que no tenía demasiadas quejas, todavía. Héctor Salgado sabía ya que la edad se manifestaba en él de una manera más sibilina, inyectándole una dosis sutil de pereza a la hora de emprender ciertas actividades que en algún momento del día, normalmente a primera hora de la mañana, cuando planeaba la jornada, se había propuesto llevar a cabo.

Sin embargo, esa vagancia repentina era algo contra lo que el inspector también había aprendido a luchar. Así que ese miércoles de mayo, al llegar a casa después del trabajo, y a pesar de que su cuerpo le ordenaba subir a la azotea, abrir una cerveza y fumarse tres o cuatro cigarrillos con toda la tranquilidad que concedía estar solo, un conato de rebeldía que él calificaba de juvenil acalló esas sugerencias y le decidió a cambiarse de ropa para salir a correr.

Eran casi las ocho y media, y Héctor comenzó a trotar despacio, con la intención de calentar la musculatura, eludiendo mirar a la gente que se había dejado vencer por la desidia y se relajaba en las terrazas, bebida en mano. Aunque había probado a ponerse cascos y escuchar música mientras hacía ejercicio, la verdad era que disfrutaba más del ruido natural de la calle, del ritmo de sus propios pasos que se aceleraban a medida que pasaban los minutos. Corriendo se abstraía de cuanto le rodeaba hasta niveles increíbles, concentrado únicamente en sentir cómo su cuerpo iba soltando la tensión con cada zancada, preparándose para alcanzar una velocidad con la que muchos de su edad sólo podían soñar. Orgullo tonto, tal vez, pero completamente inocuo. Cuando llegó al Passeig Marítim y notó aliviado la brisa que desprendía aquel domesticado mar de ciudad, casi sonrió, satisfecho de encontrarse allí, ejercitando el cuerpo, en lugar de haberse apoltronado en casa. Sus abdominales, esa parte de la anatomía masculina tan tímida que se resistía a dejarse ver, se lo agradecerían. Y Lola también.

Aceleró aún más la carrera al pensar en ella. Desde la noche de la nevada, cuatro meses atrás, la relación entre los dos había experimentado una especie de nuevo comienzo. Como si acabaran de conocerse y no quisieran comprometerse más de la cuenta, se habían visto de forma esporádica: una vez cada tres semanas más o menos. El lapso de tiempo no era casual, respondía a los viajes que Lola debía hacer a Barcelona, aunque Héctor sospechaba que la periodista aprovechaba cualquier excusa para desplazarse a la Ciudad Condal. Eso sí, jamás lo habría admitido: Lola se escudaba en el trabajo y él no estaba en posición de reprochárselo. Poco a poco, a partir de comentarios sueltos, de frases espontáneas, Héctor había empezado a hacerse a la idea de que su ruptura previa, la que decidió él de manera unilateral para permanecer al lado de su mujer y su hijo, había supuesto para Lola un revés mucho más duro de lo que él se había imaginado. Nada en ella lo había revelado entonces. Lola no era de las que lloraban delante de los hombres: la vida le había enseñado a enfrentarse con aplomo, quizá con dignidad, a las malas noticias. Como madame de Merteuil, la malvada y fría dama francesa que para Héctor siempre tendría los rasgos de Glenn Close, había aprendido a clavarse un cuchillo en la palma de la mano por debajo del mantel y sonreír al mismo tiempo. Pero a diferencia de aquélla, Lola no se merecía tener que hacerlo. Bajo su fachada de mujer dura, resolutiva e incluso un poco adusta, se escondía alguien mucho más frágil que Héctor no había descubierto antes.

En su relación anterior, aquella infidelidad que para él fue sobre todo un desahogo sexual ante la inapetencia habitual de Ruth, la verdadera Lola no había salido a la luz. Se habían visto con tanta frecuencia como les fue posible, habían follado sin hablar y habían hablado sin decir demasiado, porque en esa situación las palabras tendían a deslizarse hacia lugares comunes que ambos detestaban: ni él quería criticar a su mujer delante de Lola, ni ella era tan hipócrita como para dar consejos matrimoniales al hombre con quien acababa de acostarse. Por eso, cuando él decretó el fin, nunca pensó que fuera a afectarle demasiado; como todos los casados que mantenían aventuras con mujeres solteras, estaba casi seguro de que existían otros amantes, una impresión que Lola se había empeñado en reforzar aunque, él lo sabía ahora, se correspondía poco con la verdad.

La brisa se transformaba en aire, y en el paseo ya sólo quedaban otros corredores que también se esforzaban por llegar a una meta que únicamente estaba en sus cabezas. Por superarse. Por ganarle segundos al tiempo. O quizá, como a veces le sucedía a él, esas carreras nocturnas se convertían en un simulacro de huida, la posibilidad remota de alejarse de la rutina, dejarlo todo atrás en busca de un nuevo camino, un final distinto.

Era imposible, lo sabía bien, porque antes o después las piernas se negaban a seguirle; daban media vuelta y regresaban al punto de partida, como si alguien tirara de una correa invisible y le marcara los límites. A los cuarenta y pico no se podía permitir hacer lo mismo que a los diecinueve: emprender el vuelo, huir sin miedo hacia un futuro que, teñido por la ilusión y la inmadurez, se antojaba mejor, más atractivo. Escapar a otra ciudad, al otro lado del mar, dando la espalda a una infancia no demasiado feliz y a un padre demasiado aficionado a levantar la mano. A los cuarenta y pico lo que pesaba era el presente, que actuaba como un ancla, manteniéndole sujeto a una tierra, una casa, una vida. «Importa el momento —se dijo—, las posibilidades inmediatas y reales. Correr al límite de las fuerzas, volver a casa con paso relajado, cenar con Guillermo, llamar a Lola». Y luego, cumplidas ya todas las obligaciones, acudir a una cita que tenía prevista.

Las piernas obedecieron una orden deliberada y aceleraron de manera firme y sostenida. Era completamente de noche cuando, extenuado, casi sin aliento, Héctor emprendió el regreso. A un lado, mar y cielo se confundían ya en un todo negro ribeteado de espuma sucia. Entonces, mientras corría a paso más sosegado, los acontecimientos del día fueron desfilando por su mente, mucho más despierta y nítida que antes de iniciar la carrera.

Las fotos diseminadas sobre su mesa ponían la nota gráfica al relato verbal que sus agentes le ofrecían. Una casa abandonada, ocupada por unos desconocidos que se habían dedicado a decorar las paredes con las imágenes que ahora él tenía ante sí capturadas en fotografías. Un sótano transformado en mausoleo. Un macabro hule estampado a modo de mortaja, como si la tumba fuera un lecho de flores. La fuerte sensación de que los muertos habían sido amantes y de que alguien, probablemente su asesino, había querido que estuvieran juntos.

—¿Sabemos algo más de los cadáveres? —preguntó Héctor.

—Por ahora no —respondió Roger Fort—. Los documentos de identidad están intactos y los nombres coinciden con los de una denuncia por desaparición puesta en 2004. Estamos esperando a que nos llegue el expediente del caso.

Héctor sabía que el expediente tenía que llegar de la unidad que dirigía el inspector Bellver. Todas las denuncias de desapariciones pasaban por su departamento. «Incluida la de Ruth», pensó.

—Crucemos los dedos para que no tarden mucho —dijo secamente.

Leire sonrió. Las relaciones entre su jefe y Dídac Bellver nunca habían sido precisamente fluidas.

—¿Y la mochila? ¿Qué más había dentro? —preguntó Héctor.

El contenido de la mochila estaba cuidadosamente clasificado en bolsas precintadas. Héctor fue revisándolas, una tras otra. Una caja de preservativos. Un par de mudas de ropa interior, masculina y femenina. Un neceser con dos cepillos de dientes y una pequeña botella de gel. Todo eso entraba dentro de lo normal. Lo sorprendente era el resto.

—¿Qué es esto?

Héctor señaló unas hojas de papel, arrugadas y casi ilegibles.

Leire se acercó a la mesa. Había dejado que su compañero se ocupara del resumen oral porque, en el fondo, no terminaba de sentirse centrada en el trabajo.

—Yo diría que son letras de canciones con los acordes de guitarra.

—¿También sabe de música, Fort?

—Bueno, ¿quién no ha tocado en un grupo?

Héctor asintió, educadamente.

—Vale, pueden servirnos de algo. —Cogió un sobre grande, alargado, el típico del correo bancario. Era el último objeto hallado en la mochila.

—Esto es lo más curioso de todo, señor —dijo Fort—. Está claro que quien los mató no buscaba robarles.

Eso era cierto. Porque ningún ladrón, profesional o aficionado, habría pasado por alto el contenido de aquel sobre abultado. Billetes de quinientos euros, perfectamente doblados, y en una cantidad en absoluto desdeñable.

—¿Cuánto hay?

—Veinte billetes idénticos, señor. Diez mil euros, nada menos.

Héctor permaneció pensativo unos instantes, intentando imaginar en qué supuesto alguien podía haber ignorado la existencia de esa cantidad de dinero. Un alguien que había golpeado a aquellas dos personas hasta matarlas y luego las había dispuesto en una especie de rito funerario. Alguien capaz de asesinar pero no de robar a un muerto. De matar y después honrar, a su manera, a sus víctimas.

—Bien. Esperemos a que llegue el informe y a que los forenses hagan su trabajo… —Se interrumpió—. Aunque si existe una denuncia por desaparición, veo improbable que la mochila acabara ahí por casualidad. De todos modos, no se lo comunicaremos a las familias hasta mañana, cuando sepamos más. ¿Algo que destacar en la casa? —preguntó Héctor—. Aparte de los cuadros, claro.

—Un perro —dijo Leire, sonriendo al percatarse cómo enrojecía su compañero. Y al ver la cara de su jefe, añadió en tono más serio—: Están tratando de identificar las huellas dejadas por los ocupantes. A ver si por ahí encontramos algo.

—De acuerdo. Manténganme informado. Y, Leire, intente averiguar algo sobre esos dibujos. Luego los miraré con calma. Ahora debo asistir a una…

Héctor iba a terminar la frase cuando una llamada le informó de que el comisario Savall le esperaba en su despacho.

Oyó entreabrirse la puerta del piso de su casera y se detuvo; hacía días que no coincidía con ella. La mujer salió al rellano y Héctor no dejó de asombrarse de su buen aspecto. Aunque su edad exacta era uno de los secretos mejor guardados del universo, Carmen debía de rondar los setenta años, y sin embargo siempre iba arreglada, incluso en casa. Alguna vez se lo había comentado y ella le había explicado, con una sonrisa, que la vejez era ya suficiente desgracia para añadirle encima el desaliño. Las batas y las zapatillas no estaban pensadas para Carmen, que vestía en todo momento igual que en la calle: de manera cómoda pero formal, como si siempre esperara visitas.

—¡Mira qué cara traes! —le regañó, medio en broma—. Cualquier día esas carreras te darán un disgusto.

—Hay que poner el cuerpo a punto o se oxida —repuso él con una voz más ronca de lo que esperaba.

—Yo diría que últimamente lo estás ejercitando bastante. —Carmen sonrió—. Y me alegro, no creas.

Él enrojeció aunque su cara de cansancio disimuló en parte el apuro. Aprovechando que Guillermo había estado de viaje de final de curso, Lola había pasado un fin de semana en su casa. A Carmen, casera por casualidad y curiosa por vocación, no se le había escapado la estancia de aquella mujer, la primera que pisaba la casa desde que Ruth se marchó.

Héctor iba a despedirse y subir a su piso, dos plantas más arriba, pero ella no le dejó.

—Espera, no te vayas tan deprisa. Pasa un ratito.

—Huelo a rayos…

La mujer hizo un gesto desdeñoso y cerró la puerta a su espalda.

—Ven a la cocina, tengo algo para ti.

No hizo falta que le dijera de qué se trataba: el olor a empanadas recién horneadas, ese aroma casi crujiente, llegó hasta él y le inundó de recuerdos y de apetito.

—No sé si me habrán quedado bien —dijo ella, mientras sacaba una docena del horno y las colocaba sobre un papel de aluminio, para envolverlas—. Ya sabes que me gusta mezclar recetas.

—Seguro que están ricas. A Guillermo le encantan, ya lo sabe.

—Ese niño tiene que comer más. Ayer lo vi y está un poco más alto, pero flaco como un palillo.

Era verdad. El chico había salido a su madre: huesos finos, extremidades largas, talento para dibujar. Lo único que había sacado de Héctor era lo que éste hubiera preferido no legarle: una seriedad impropia de los catorce años, una madurez temprana que a veces resultaba difícil de tratar. Aunque no todo podía achacarse a la genética. El último año no había sido fácil para nadie, y menos para su hijo.

La mujer hizo un paquete con las empanadas y en el último momento añadió un par más. Luego lo metió todo en una bolsa de plástico, pero no se la dio. La dejó sobre la mesa de la cocina y miró a Héctor con expresión súbitamente triste. Él intuyó de qué se trataba: a Carmen sólo podía inquietarla una persona.

—¿Pasa algo con Carlos? —preguntó.

Carlos, Charly para los amigos, era el hijo de Carmen y una cruz que la mujer no merecía. A sus treinta y pocos años, el prenda se había metido en casi todos los líos imaginables, aunque hasta entonces había logrado salir más o menos bien parado de ellos. Desde su primer arresto a los dieciocho por robar un descapotable y luego estrellarlo, la biografía de Charly era un rosario de delitos de poca monta, juergas eternas y malas compañías. Si tuviera que enviar un currículo para solicitar un empleo, su «experiencia profesional» dejaría boquiabierto a cualquier seleccionador de personal. Por suerte o por desgracia, Charly no se habría visto en esa tesitura; Héctor estaba seguro de que nunca había tenido la menor intención de encontrar un trabajo normal. Cada vez que pensaba en él le venía a la cabeza la letra de un viejo tango, cuyo título desconocía, pero que decía más o menos algo así: «No vayas al puerto, ¡te puede tentar! Hay mucho laburo, te rompés el lomo, y no es de hombre pierna ir a trabajar».

Diez años atrás, cuando Charly estaba en el punto álgido de sus adicciones varias, Héctor le había oído amenazar a su madre y había intervenido de forma tan contundente que el chaval, que entonces tenía apenas veinte años, se había largado de casa y tardado una década en volver. Carmen nunca se lo reprochó abiertamente, aunque el inspector estaba seguro de que en más de una ocasión le había culpado por la ausencia de su único hijo. Una ausencia prolongada, con apariciones puntuales en busca de fondos, que había terminado hacía poco tiempo.

El pasado enero, cual oveja descarriada, Charly había vuelto al redil y se había instalado en el piso que quedaba entre el de Carmen y el suyo propio y que la mujer siempre había mantenido vacío con la esperanza de que su chico regresara. En esos cuatro meses Héctor se lo había cruzado alguna vez por la escalera, aunque ninguno de los dos se había molestado en saludar más que con un gesto vago. Había experiencias difíciles de olvidar, y quienes habían visto a Héctor Salgado furioso tendían a recordar esa imagen con aprensiva nitidez.

Ella suspiró.

—Pasa y no pasa, Héctor. —Se dejó caer en una de las sillas y sus dedos acariciaron un paño de cocina que estaba primorosamente doblado sobre la mesa—. Da igual, vete a cenar. Guillermo te espera. Ya hablaremos en otro momento.

—Ni hablar. No voy a dejarla así. —Su tono de voz dejó traslucir un atisbo de ira al decir—: ¿Le ha causado problemas?

—No.

Él la miraba con incredulidad y ella reforzó la negativa.

—De verdad que no, Héctor. En este aspecto no tengo nada que reprocharle. Está más tranquilo y, hasta donde yo sé, ha dejado las drogas.

Héctor asintió, porque de hecho había tenido la misma impresión en las pocas ocasiones en que lo había visto. Charly era un tipo delgado, de aspecto juvenil, y de lejos, o mejor dicho, de espaldas, uno habría podido confundirlo con un amigo de Guillermo. La cara, sin embargo, no conseguía ocultar del todo los años y la mala vida: mirada huidiza, ojos oscuros incapaces de quedarse quietos un instante; ojeras profundas y perennes; pómulos rígidos que parecían querer horadar una piel fina y pálida, y boca pequeña, condenada por la costumbre a un gesto entre la rebeldía y la desgana. Ruth siempre decía que el muchacho tenía cara de hurón, recordó Héctor, aunque estaba bastante seguro de que su ex mujer se refería a otro animal porque los hurones se le antojaban simpáticos. Charly no.

—¿Entonces?

—Se ha ido —anunció Carmen con voz no demasiado firme—. Hacía tres días que no sabía nada de él y esta mañana he entrado en el piso. Se ha llevado sus cosas.

Héctor no pudo disimular un gesto de fastidio. Carmen no se merecía esos disgustos. ¿Costaba tanto despedirse, dar una explicación aunque fuera mentira y dejar a la pobre mujer tranquila? Su cabeza empezó a enumerar las posibles razones de esa partida improvisada, y se le ocurrieron tantas posibilidades que desistió.

—No me engaño, Héctor —prosiguió ella—. Sé cómo es aunque te juro que nunca he llegado a entender el porqué. Ya de pequeño su mente siempre estaba trajinando la manera de meterse en líos. Pero esta vez estaba más tranquilo. Nada hacía pensar que tuviera en la cabeza marcharse.

—Salía poco de casa, ¿verdad?

Ella apoyó la palma de la mano en el paño, como si fuera a incorporarse.

—¿Tú también te fijaste en eso? No salía casi nunca. Alguna noche le había oído bajar, pero regresaba poco después, en tan poco rato que sólo había podido dar una vuelta a la manzana. No quería alejarse de aquí. También creo que no le apetecía que le vieran demasiado. Me consta que no le quedan ya demasiados amigos en el barrio, pero alguno hay. Y sin embargo nadie, ni una sola persona, ha venido a verlo. Al menos que yo sepa.

Se interrumpió. Desplegó despacio el paño de cocina, como si no estuviera satisfecha de su aspecto, y luego volvió a doblarlo hasta dejarlo exactamente igual que antes. Levantó la vista, aquellos ojos de un azul profundo que la edad no había conseguido atenuar, y dijo, sopesando las palabras con cuidado:

—Tengo miedo, Héctor. Y, para variar, no temo lo que él pueda hacer, sino lo que pueda pasarle. Hay algo más.

—¿Sí?

—Charly tenía una pistola. Lo sé, debería habértelo dicho. Pero te juro que no lo descubrí hasta hace poco.

—¿Y por qué me lo dice ahora? —inquirió Héctor, aunque sabía la respuesta.

—Ya no está. Se la ha llevado. Héctor, tengo miedo. De verdad.

La miró a los ojos. Dios, las madres podían llegar a hacer tantas tonterías. Pero Carmen no necesitaba una reprimenda sino soluciones. Y él sabía cómo tranquilizarla, al menos de momento.

—Intentaré averiguar algo, se lo prometo. ¿Sabe por dónde ha andado en los últimos tiempos?

—No hablaba del pasado. —Esbozó una sonrisa sarcástica—. Ni del futuro tampoco, la verdad. El domingo comimos juntos, aquí, y se me ocurrió preguntarle qué pensaba hacer, cuáles eran sus planes.

—¿Y qué le dijo?

—Me contestó que el futuro es un espejismo. Que parece bonito de lejos hasta que uno se acerca y ve que es la misma mierda que el presente.

Le costó pronunciar la última frase. Carmen pertenecía a una generación en la que las señoras no decían palabras malsonantes. Casi avergonzada por haberlo hecho, se puso de pie y le tendió la bolsa con las empanadas.

—Venga, vete a casa a cenar o estarán heladas. No quiero darte más trabajo del que ya tienes.

—A cambio de esto puede darme todo el trabajo que quiera. —Se paró un momento antes de salir. Lamentaba no poder quedarse más, pero se le hacía tarde—. Carmen —añadió—, no se preocupe. Me ocuparé de esto.

—Siempre he dicho que tener un poli en la escalera no estaba de más —dijo ella, y sonrió—. Aunque sea argentino…