Ni siquiera notó que el coche se detenía. De hecho, lo último que recordaba era haber apoyado la cabeza en el asiento, agradecida por el suave calor del sol de la mañana que la alcanzaba a través del cristal. La voz de su compañero, tímida, la sacó de unos minutos de sueño reparador.
—Leire… Lo siento —murmuró Roger Fort—. Ya hemos llegado.
Leire parpadeó y por un momento no supo dónde estaba ni qué hacía allí, lo cual le provocó una sensación inmediata de irritación consigo misma y con el mundo en general. Fort debió de notarlo porque sin decir nada más salió del coche, como si quisiera regalarle unos segundos a solas para que regresara del todo al presente. Y ella pensó, aún de mal humor, que en circunstancias normales se habría sentido avergonzada, pero el cansancio acumulado, las noches enteras en vela, le quitaban cualquier atisbo de remordimiento.
Se observó en el retrovisor. Unos círculos oscuros y delatores habían aparecido bajo sus ojos; primero fueron una sombra leve, fácil de maquillar, pero tres meses después se habían hecho oscuros e imborrables. Si seguía así, pronto formarían parte de su cara para siempre, pruebas indelebles de los sacrificios de la maternidad. Sonrió al pensar en Abel y lo echó de menos con una fuerza que casi la sorprendió. Eran las contradicciones en las que vivía inmersa desde hacía cuatro meses: la necesidad física de verlo, tocarlo, sentirlo, unida a la desesperación de las noches cuando el niño decidía, de manera unilateral, llorar como si no hubiera un mañana; como si quisiera acelerar la llegada del día a golpe de berrinche. El médico decía que eran cólicos y que no tardarían en desaparecer, pero Leire empezaba a dudarlo.
Al descender del coche la luz la golpeó en los ojos, impidiéndole ver claramente lo que tenía delante. Una nube acudió en su ayuda y aquella casa abandonada, perdida en los alrededores de la terminal del aeropuerto, apareció ante ella como si alguien acabara de dibujarla. Recordó la llamada, recibida en comisaría a primera hora de la mañana, justo cuando se sentaba a su mesa, y las palabras de su compañero: «Han encontrado dos cadáveres en una casa okupa a las afueras del Prat».
Recuperándose aún de la improvisada siesta, Leire se percató de que Fort charlaba con uno de los policías municipales, y ambos dirigían la mirada hacia el edificio. A sus oídos llegaron palabras como «punkis» y «desalojar» o «hallazgo»; sin embargo, antes de unirse a ellos siguió observando la construcción que se alzaba a pocos metros de distancia. Le costaba creer que alguien, por marginal que fuera, se hubiera atrevido a adentrarse en esa ruina. Lo que se alzaba ante ellos, la obra rectangular de adobe rematada por un tejado que podría haber sufrido los efectos de un bombardeo, era a todas luces inhabitable. La puerta de tablones de madera, carcomidos por los años y la desidia, parecía haber menguado con relación al hueco original, y las ventanas, una a cada lado, tenían un aire siniestro, ya que alguien, esos «tarados» probablemente, las había cubierto con dos parches de la misma tela, negra y raída, para evitar que entrara la luz. Uno de ellos seguía bien sujeto, cegando el hueco; el otro se había soltado y ondeaba al aire, como la bandera de un barco pirata. Extrañamente, sólo los coches de la policía local y los hombres vestidos de uniforme situados delante de la puerta daban al entorno un aire de normalidad.
«Lo que es innegable es que el antro este tiene un terreno enorme», pensó Leire mientras caminaba hacia su compañero. Aunque dicho terreno fuera un campo devorado por arbustos y malas hierbas que se extendía hasta confundirse con el paisaje de fondo.
—Ella es la agente Leire Castro. Leire, el sargento Torres. Él y sus hombres encontraron los cuerpos.
Leire estrechó la mano del sargento, un individuo en la cuarentena que la saludó con una sonrisa nerviosa.
—Los de la científica han llegado hace poco —aclaró—. Están dentro ya.
Miró hacia la carretera antes de añadir:
—Estamos esperando al juez de instrucción.
Justo entonces una sombra enorme se cernió sobre ellos y el suelo vibró bajo sus pies. Torres amplió su sonrisa.
—Dan miedo, ¿eh? El aeropuerto está muy cerca y esos malditos trastos vuelan bajo. —Hizo una pausa—. ¿Saben lo que hay en la casa?
—Dos cadáveres, ¿no? —dijo Leire, en un tono que le salió innecesariamente brusco.
—No sólo, agente Castro. No son sólo dos cuerpos. Dejen que se lo cuente.
Y ella habría jurado que el sargento se estremecía al decirlo.
Torres les contó que habían llegado alrededor de las nueve de la mañana ya que, según su propia teoría, quienes ocupaban casas vacías eran en el mejor de los casos unos vagos por naturaleza, holgazanes inadaptados que no ponían un pie en el mundo antes del mediodía. Aunque en otros asuntos se consideraba un individuo de mentalidad abierta para sus cuarenta y seis años de edad, en lo que atañía a la propiedad privada su juicio era inflexible: no se podía permitir que una cuadrilla de mastuerzos que no habían dado un palo al agua en su vida, y que para colmo arrastraban a una jauría de perros roñosos, se apropiaran de un espacio ajeno. «Hatajo de mugrientos», los llamaba él, y el adjetivo englobaba tanto a los humanos como a esos canes famélicos que los seguían con una devoción tan ciega como incomprensible.
Una semana atrás, cuando le llegó la primera noticia de que unos individuos con pintas raras rondaban por la playa y habían sido vistos caminando en aquella dirección, el sargento se puso a investigar a quién pertenecía la propiedad y llegó a la incómoda conclusión de que, a efectos prácticos, no existía dueño conocido. La última propietaria que constaba como tal era la señora Francisca Maldonado, difunta desde hacía veinte años. Teniendo en cuenta que la susodicha había fallecido a una edad provecta, y que los impuestos correspondientes estaban sin pagar desde antes de que la mujer pasara a mejor vida, la propiedad no era de nadie, técnicamente hablando. Cabía sospechar que el terreno no había sido expropiado por el ayuntamiento y vendido como solar para construir nuevas viviendas porque, años después de que se edificara esa casa, la zona quedó afectada por los planos de obra de la nueva terminal del aeropuerto del Prat. Al final, contra los pronósticos iniciales, la casa y los campos adyacentes habían logrado salvarse y tanto las autoridades como los constructores parecían haberse olvidado de ellos, ya que ni a unos ni a otros les servían de nada: la proximidad del aeropuerto y el tráfico constante de aviones los inutilizaban para cualquier propósito.
En resumidas cuentas, el sargento no estaba dispuesto a aguantar que unos descerebrados y un par de perros, según los testigos, se instalaran en su municipio así, por las buenas, y estaba seguro de que una visita enérgica de las fuerzas del orden los persuadiría de que se largaran. No le importaba adónde fueran ni tenía la menor intención de detenerlos, a no ser que opusieran resistencia o encontrara algo manifiestamente delictivo en el interior, en cuyo caso estaría encantado de enchironarlos a todos. Sí, lo más práctico era plantarse en la casa, hacerlos salir de manera firme aunque no violenta, encargarse de tapiar la puerta y las ventanas y zanjar el tema. El sargento era un fiel seguidor de la máxima de «más vale prevenir que curar» y estaba seguro de que, más pronto o más tarde, una cuadrilla de okupas acabaría dándole problemas. Así que, veinticuatro horas antes, tras varias reuniones y una vez evaluada la información con sus superiores, había sido autorizado a actuar.
Y eso era exactamente lo que había hecho a las 8.30 horas del miércoles 11 de mayo: desplazarse hasta la casa con algunos de sus hombres. Tras tirar el cigarrillo al suelo y pisarlo con saña, Torres indicó al agente Gómez que procediera a golpear la puerta. Un gesto inútil, porque en ese preciso instante el rugido de un avión que despegaba sofocó cualquier otro sonido y la ráfaga de aire que provocó hizo temblar aquellas tablas de madera con más ímpetu que cualquier puño humano. La improvisada cortina negra de la ventana inició un aleteo frenético, como si fuera un cuervo tullido incapaz de emprender el vuelo, y otro de los agentes, uno de los más jóvenes, agachó la cabeza sobresaltado mientras soltaba un «joder» que, aunque dicho a voz en grito, también resultó inaudible para el resto. Lo cierto era que impresionaba ver aquellos bichos de acero tan de cerca, y por unos segundos las miradas de todos, Torres incluido, siguieron el rastro blanco que el pájaro mecánico dejaba en el cielo con la misma fascinación con que los niños contemplan los globos cuando se les escapan de las manos.
El agente Gómez fue el primero en volver la cabeza, y carraspeó al tiempo que se encogía ligeramente de hombros, como si pidiera permiso antes de llamar a la puerta de nuevo. Esa vez sus golpes sí sonaron, pero al igual que antes, nadie respondió.
—¿Está seguro de que hay alguien aquí, sargento? —preguntó—. Es raro que ni siquiera ladren los perros.
Torres estaba pensando lo mismo cuando oyó un gruñido seco detrás de ellos. Al volverse, se encontró con un bicho delgado como un galgo que los observaba con más curiosidad que otra cosa. Por si acaso, el sargento se llevó la mano a la porra y entonces el perro sí ladró, aunque siguió inmóvil, expectante.
—Maldito chucho —rezongó el sargento. Y, dirigiéndose al resto, ordenó—: A la mierda. Entremos de una vez.
Bajo la atenta mirada del animal, Gómez empujó la puerta y, linterna en mano, entró en la casa seguido por los demás. Luego, cuando lo contaron, formalmente en el atestado policial o en un tono más desenfadado en la intimidad de su círculo de parientes y amigos, alguno dijo que nada más entrar presintió que aquel desalojo no iba a ser como los otros, pero lo cierto es que al principio lo único que les extrañó del interior fue el orden y la limpieza que imperaban en el espacio. Una mesa, cuatro sillas, un sofá viejo y dos butacas, un espejo roto. Entonces alguno enfocó las paredes y sí, en ese momento sí se percataron de que la gente que se había instalado en aquella casa no eran okupas corrientes.
—Ahora lo verán —terminó el sargento, ya a las puertas de la casa—. Todo es de lo más raro. A nadie se le habría ocurrido que pudiera haber un sótano en una casa de esta zona; por aquí todo son marismas. Bueno, llamarlo «sótano» es excesivo: vendría a ser una bodega.
El perro, tumbado a unos metros de distancia, levantó la cabeza al oírlos llegar sin dar muestras de querer acercarse a ellos. Ladró casi por compromiso y luego volvió a echarse, resignado ya a ver su territorio invadido por extraños.
—Es inofensivo —comentó Torres al ver que Roger Fort lo miraba de reojo—. No sé qué haremos con él.
—¿Entramos ya, sargento? —preguntó Leire.
Tanto ella como su compañero habían escuchado educadamente el relato minucioso del sargento; sin embargo, Leire tenía la sensación de que, de algún modo, Torres los estaba reteniendo en el umbral, como si quisiera retrasar su acceso al interior y sembrar en ellos un sentimiento de expectación ante lo que iban a encontrarse allí. Algo que, en el caso de Leire Castro, estaba empezando a generar una incontenible impaciencia.
—Claro. Síganme.
Había poca luz, sólo la que entraba por el hueco de la puerta, de manera que las paredes estaban engullidas por la oscuridad. Torres les dio una linterna a cada uno para que examinaran el espacio. Leire no pudo evitar una exclamación de sorpresa al ver lo que el sargento, reconvertido en una especie de guía, enfocaba con la suya.
Los habitantes de la casa habían cubierto las paredes con lienzos blancos, piezas enormes que iban del suelo al techo. Fort y Leire tardaron un poco en comprender que aquellas telas iban formando una especie de retablo, que se iniciaba en el lado izquierdo de la puerta, con un dibujo de la casa vista desde el exterior. Desde el primer vistazo no les cupo la menor duda de que el artista no era ningún aficionado, ya que no sólo había representado el edificio de forma que resultaba completamente reconocible, sino que también había conseguido transmitir la idea de soledad y abandono que emanaba de él al trazar a su alrededor unos pájaros de alas rígidas que conferían al conjunto un aire macabro. Los pájaros negros se repetían en otro de los cuadros: un fondo color yema salpicado de animales de alas extendidas y picos abiertos, como si gritaran. En realidad, ese color, el amarillo en distintos tonos, era una constante en la obra, aunque no siempre adoptaba la misma forma: a veces se utilizaba para pintar manchas gruesas y dispersas, como si el sol hubiera estallado, otras para dar la impresión de una lluvia sucia y caliente. En otros cuadros, pasaba a la parte inferior del lienzo —arbustos quemados, perros siguiendo un rastro, serpientes secas, o la propia tierra parcheada—, y en uno de ellos, el más impresionante, el que hizo que los tres se detuvieran y lo apuntaran con sus linternas como si quisieran acribillarlo de luz, aquel color lo invadía casi todo. Conformaba un tapiz de flores, delicadamente delineadas en la parte inferior, que iban difuminándose a medida que ascendían, como si el artista estuviera agachado a los pies de un lecho imaginario y desde allí contemplara a sus ocupantes, que aparecían en la parte superior del cuadro. Dos calaveras negras, carbonizadas, dos brazos descarnados, dos manos decrépitas entrelazadas sobre el fondo floral.
Un roce en las piernas hizo que Roger Fort se sobresaltara y dejara caer la linterna al suelo. Era el perro, que lo observaba sin moverse de su lado aun cuando el agente hizo ademán de apartarlo, más por el susto que le había dado que con intención de hacerle daño. Otro animal callejero le habría enseñado los dientes, o habría huido escamado por palizas anteriores; éste se limitó a mirarlo con paciencia, como si ya estuviera acostumbrado a esas reacciones iniciales y no les diera mayor importancia.
El incidente tuvo la virtud de romper el hechizo y devolverlos a todos a su papel de agentes de la ley y no de visitantes improvisados de un museo secreto. Por unos minutos, Leire alumbró con la linterna el resto de la sala. Contra lo que cabía esperar, no estaba demasiado sucia: distinguió latas de comida en un estante, todas sin abrir; una bolsa de basura a medio llenar, un suéter viejo tirado en un rincón y ceniceros llenos de colillas que no eran de tabaco precisamente. Reconoció el olor a hierba que flotaba en el ambiente cerrado de la casa.
—¿Y no hay ningún rastro de los okupas? —preguntó Fort.
El sargento negó con la cabeza.
—Se han esfumado. Hay testigos que los vieron durante el fin de semana, así que no pueden andar muy lejos. Por otro lado, tampoco disponemos de una descripción detallada. Ya saben, las pintas habituales.
Leire caminó hacia la mesa, que estaba apoyada en una de las paredes de la sala y luego se dirigió hacia la cocina, si es que podía llamársele así a aquel cuarto diminuto cuyas paredes habían perdido azulejos con el tiempo y ahora parecían un álbum de cromos incompleto, lleno de huecos blancos que contrastaban con las escasas baldosas azul celeste.
—¿Okupas que friegan los platos antes de irse? —exclamó, irónica—. Sí que han cambiado las cosas.
Era verdad. En la pila de cerámica, rajada por la mitad, se veían varios platos y una olla desconchada, todo perfectamente limpio y seco. El perro se acercó a ella y husmeó en uno de los armarios bajos. Leire intuyó que dentro tenía que estar su comida.
—¿Tienes hambre? —susurró.
Abrió el armario y, efectivamente, encontró un saco de pienso. Buscó un bol, o un recipiente, pero no vio ninguno. El animal, ilusionado ante la perspectiva de alimentarse, soltó un ladrido seco y con el hocico cerró la puerta de la cocina. Allí estaba: un comedero de plástico amarillo. Leire le puso comida y se reunió con su compañero en la sala.
—¿Y los cadáveres? —preguntaba en ese momento Roger Fort.
—Abajo. En el sótano. Después de ver los cuadros, tuve la impresión de que la casa ocultaba algo más de lo que se veía a simple vista. —El sargento carraspeó—. El pintor había plasmado motivos reales: la casa, los perros. Los aviones. Lo único que parecía haber imaginado eran los muertos. Así que decidí inspeccionar la vivienda a fondo. Y los encontré.
»Síganme, por favor, aunque no cabremos todos.
Al cruzar la sala, Leire se fijó en un objeto que no había visto antes. Junto al catre que hacía las veces de cama había un espejo. Linterna en mano vio su cara proyectada en el cristal roto y se estremeció sin querer ante aquella especie de cuadro cubista. Recordó las salas de espejos de los parques de atracciones que deformaban los cuerpos; nunca le habían gustado. El perro, que se había acercado a ella de nuevo tan silenciosamente como si perteneciera al mundo felino, ladró de nuevo. A él tampoco le gustaba su reflejo fragmentado.
Leire sacudió la cabeza y siguió a Fort y a Torres hasta el fondo de la sala. Allí nacía una escalera que subía a la planta superior; detrás quedaba oculta una trampilla que descendía hacia el sótano. Se oía ruido abajo: los de la científica estaban haciendo su trabajo.
Bajaba despacio, detrás de los dos hombres, y aunque ya tenía una idea más o menos clara de lo que le esperaba, no pudo reprimir un gesto de disgusto al dirigir el haz de luz hacia aquella tumba recién profanada. Sabía lo que se encontrarían desde que vio el cuadro en la pared, pero aun así le sorprendió ver el plástico, una especie de hule estampado con flores amarillas arropando los dos cuerpos, que, descompuestos, apenas reducidos a piel y huesos, seguían fundidos en un abrazo eterno.
Ya se había acostumbrado al constante trasiego de aviones y agradecía el sol que brillaba sin complejos a esas horas. Los de la científica seguían dentro de la casa, en plena actividad, y el juez de instrucción había llegado y ordenado el levantamiento de los cadáveres. Una tarea complicada debido al estado de los muertos y a lo empinado de la escalera. Leire se volvió hacia la puerta; no le apetecía nada volver a entrar en aquella casa, pero tuvo que hacerlo cuando Roger Fort se asomó a llamarla, con una sonrisa de satisfacción que se le antojó impropia, casi fuera de lugar. Habían comenzado a trabajar juntos hacía poco, desde que ella se había reincorporado después del permiso de maternidad, y a pesar de que él se mostraba amable y era a todas luces un tipo educado, ella no estaba aún segura de si le caía bien.
—Creo que hemos tenido suerte —le dijo él al verla entrar—. Debajo de los cuerpos había una especie de mochila. No —se corrigió—: una mochila. Dentro podría haber algún objeto que nos ayude a identificarlos.
El forense no había querido arriesgarse a hacer una estimación de cuánto tiempo llevaban muertos, aunque para todos era obvio que aquellos cuerpos hacía años que estaban allí. Leire sabía que el plástico con que los habían tapado podía entorpecer las posibilidades de fijar una fecha exacta. Lo que estaba claro, ya en un análisis preliminar, era que aquellos dos cadáveres —un hombre y una mujer— no habían muerto de forma natural. Una incisión en la base del cráneo de él indicaba que alguien le había golpeado con fuerza. El de ella estaba clara y cruelmente partido en dos.
Con los guantes puestos, Fort abrió la mochila e inspeccionó su contenido. Leire aguardaba, y mientras lo hacía se concentró en los lienzos, que estaban siendo descolgados uno por uno. Retuvo mentalmente el orden en que se encontraban, aunque luego se apreciaría en las fotografías. Sin saber por qué, tenía la sensación de que la disposición de esos lienzos era importante y que, sobre todo, quería contar algo.
—Bien —exclamó Fort, aunque su rostro se ensombreció poco después, al sacar los carnets de identidad que había en sendas billeteras—. Eran muy jóvenes.
Leire observó los documentos. Las caras de las víctimas la miraban con una sonrisa forzada y ojos asustados.
—Daniel Saavedra Domènech. Cristina Silva Aranda. —Leyó las fechas de nacimiento—. Joder, sí que eran jóvenes.
—Alguien tuvo que denunciar su desaparición. No tienen pinta de…
Leire entendió lo que Fort quería decir. Alguien tenía que haber echado de menos a aquellos chicos de nacionalidad española y rostro sonriente. En las siguientes horas, dos familias confirmarían lo que ya sospechaban o tendrían que asumir la muerte de sus esperanzas.
El sargento Torres se unió a ellos.
—¿Han encontrado alguna pista de su identidad?
Leire le mostró los carnets. El hombre asintió con la cabeza.
—Eso les facilitará las cosas. Nosotros seguiremos buscando a los okupas —dijo, y los dos agentes tuvieron la impresión de que le costaba separarse del caso—. Nos mantendremos en contacto.
—Claro —afirmó Leire, aunque no estaba muy convencida de que fuera a ser así—. Encontraremos huellas en la casa, seguro. Quisieran o no, tuvieron que dejar huellas. Si alguno está fichado, podremos identificarlo.
El sargento asintió. Sonrió, con algo parecido a la resignación, y se despidió de ellos.
—Examinaremos el resto del contenido en comisaría —dijo Leire, deseosa de marcharse de allí.
Salieron, y estaban a punto de meterse en el coche cuando un ladrido los detuvo. El perro los observaba desde el umbral y en su expresión, de animal mil veces abandonado, se adivinaba la desolación de quien es consciente de su mala fortuna. Leire suspiró y se dio media vuelta, pero entonces oyó, sorprendida, cómo su compañero silbaba con fuerza al tiempo que abría la puerta trasera del coche.
El perro dudó unos diez segundos. Luego corrió hacia su nuevo destino con la ilusión inocente de los animales. Cuando Leire miró a Fort, éste se había sonrojado ligeramente.
—Siempre he querido tener uno —dijo a modo de explicación.
Ella sonrió. El chico quizá empezaba a caerle bien.