«Para sobrevivir al sistema hay que engañar al sistema». Sin saber por qué, esta frase se ha convertido en un mantra en los últimos días. Ni siquiera está seguro de dónde la ha sacado, si la ha oído en alguna película o se trata de un lema que alguien ha soltado por ahí en estos tiempos de indignación pacífica, pero se ajusta como un guante a su situación y, a falta de otro mejor o más original, Héctor lo ha adoptado como síntesis perfecta: la única oración que es capaz de pronunciar, la tesis que justifica lo que está a punto de llevar a cabo.
Sentado en una silla incómoda, en un cuarto insultantemente vacío, su mente no tiene con qué distraerse salvo el reloj de la pared. De plástico barato, tan blanco como las paredes, las manecillas se mueven con lentitud ofensiva. Sabe que la espera forma parte del juego. Él mismo ha estado al otro lado de una puerta parecida a la que ve ahora en el extremo izquierdo de esa habitación y ha aplazado el interrogatorio del sospechoso muchos minutos más de los necesarios. La espera provoca irritación, la irritación da pie al nerviosismo, el nerviosismo engendra descuidos y en ellos, a veces, despunta la verdad.
Eso es precisamente lo que no puede permitirse hoy. Lo que va a contar podría ser cierto. De hecho, lo será siempre y cuando le crean. De eso depende: de su firmeza, de lo convincente de su actuación, del aplomo que aporte como narrador a la historia. Porque la verdad no es un valor absoluto. Lo fue en un pasado reciente; ya no. Quiere persuadirse de que la única verdad que importa es la que es creída, porque los pecadores no pueden permitirse el lujo de aspirar a otra cosa. Sonríe, ignorando por qué le ha venido a la cabeza esa palabra, «pecadores», cuando jamás ha sido un hombre creyente. Si ha tenido fe en algo a lo largo de su vida es precisamente en lo que va a traicionar dentro de un rato. En la necesidad de llegar al fondo de las cosas, de desenterrar los hechos y someterlos a la fría luz de la intemperie. Desea que quienes van a interrogarlo no se parezcan a él, al inspector que ha repetido en múltiples ocasiones que, dado que la justicia es imperfecta, el único consuelo real es sacar los hechos a la luz.
No es que haya renunciado a sus principios. Ahora sabe, sin embargo, que a veces esa catarsis puede traer algo muy distinto al consuelo. Puede conllevar una condena, una maldición. Y sobre todo puede ser, en su esencia, mucho más injusta que una mentira útil.
Carraspea y de nuevo mira, sin querer, el reloj, que sigue avanzando a su ritmo, ajeno a deseos y presiones. Así debería ser el trabajo policial, piensa: automático, coherente en su ejecución, constante y pausado. Aséptico y yermo de emociones. La realidad, en cambio, no puede ser más distinta. Avanza a ráfagas, por corazonadas que a veces suponen un retroceso o desembocan en una vía muerta; después se retoma despacio, intentando aprender la lección, pero el frenesí de la investigación acaba imponiéndose y el paso se acelera otra vez. En ocasiones, con suerte, se llega a la meta después de ese sprint, y se rebasa con el cuerpo dolorido y la cabeza embotada por el esfuerzo.
Por eso pasa lo que pasa. Por eso muere alguien. Por eso él está donde está.
«Engañar al sistema es la única forma de sobrevivir». Héctor toma aire y lo retiene en sus pulmones con el fin de darse el coraje necesario para enfrentarse a lo que le espera. Nunca ha sido un buen mentiroso, pero ahora debe intentarlo. Lo peor de todo es que jamás ha creído en la venganza: todo sería mucho más sencillo si estuviera convencido de que el asesino de Ruth merece la muerte. No es así, no lo piensa, nunca defendería esa tesis que reivindica el «ojo por ojo» porque le parece simplista, irracional, impropia de un sistema civilizado. Por supuesto que la rabia jugó su papel, pero la ira no da derecho a la venganza, sólo a la justicia.
Tampoco lamenta que ese hombre haya muerto, aunque sí se arrepiente, y mucho, de no haber previsto que eso podía suceder, de no haberse adelantado a los acontecimientos, de no haber intuido el desastre antes de que éste tuviera lugar.
Por todo ello y por varias cosas más, su castigo está claro. Debe mentir y cargar con la soledad que acompaña a los embustes. El desahogo, esa catarsis liberadora, le está vedado. Sólo una persona le acompañará en ese viaje, aunque sea a distancia. Sí, eso también está claro, y sin duda le duele más que su propio destino. Respira hondo al pensar en Leire Castro, en su decisión inquebrantable, en una obstinación que al final ha sido contagiosa, y se esfuerza por apartar de su mente otros momentos compartidos. Es vital, tristemente imprescindible, ahuyentar el mínimo indicio de que por unos días él dejó de ser sólo su jefe, y para ello hay que olvidar: alejar de la voz esa nota tierna que surge sin querer y revela los sentimientos. No lo han hablado, no ha hecho falta; no obstante, está seguro de que ella ha llegado a la misma conclusión. Quizá sea lo mejor de todos modos. Quizá lo que pasó se debiera al influjo de la primavera, o al caso que investigaron en los últimos tiempos, tan marcado por gente que, en cierto sentido, transgredió las reglas no escritas del amor hasta más allá de lo razonable. Ahora ya da lo mismo. El primer castigo por la mentira es precisamente ése: olvidarse de Leire.
La puerta se abre y, aunque lo aguardaba, no puede evitar un leve sobresalto. Las manecillas del reloj parecen detenerse también. Él se levanta, despacio, fingiendo la tranquilidad necesaria para que el público que le espera al otro lado se crea su actuación. No va a ser fácil. Pero de eso se trata: de engañar al sistema.
De sobrevivir.
Aunque el sol de verano suele molestarle, hoy lo necesita. No ha podido quedarse en el piso, las paredes la oprimían y, dado que su madre está pasando unos días en casa y puede cuidar de Abel, Leire ha optado por salir. Una vez en la calle tampoco se ha sentido con ánimos para pasear, de manera que ha buscado una mesa libre en una terraza cercana y lleva un rato mirando a la gente sin verla realmente. Lo único que le interesa, lo único en lo que Leire puede pensar ahora, es en Héctor enfrentándose a las preguntas, como hizo ella ayer. Capciosas, insinuantes, exhaustivas. La misma cuestión formulada desde ángulos diversos hasta que pierdes cualquier noción de tiempo y todo parece un déjà-vu. Sus interrogantes y tus respuestas forman una especie de sinfonía monocorde, casi amable, con súbitas notas disonantes para las que, afortunadamente, crees estar preparada. O no. ¿Quién puede saberlo?
La gente pasea por la avenida y la Sagrada Familia se interpone entre ellos y el sol. Leire ha pedido un café que no ha llegado aún y, por un instante, siente la tentación de marcharse. Pero no sólo de esa terraza, sino de la ciudad. Contra lo que es habitual en ella, la invade la urgencia de rodearse de su familia, de sus padres, de refugiarse en ellos como una niña pequeña que ha despertado en mitad de la noche asediada por la peor de las pesadillas. Qué absurdo. Ella no había sufrido terrores nocturnos y siempre se había reído de su hermano que, a pesar de ser dos años mayor, corría a cobijarse en la cama de sus padres a media noche. Ella no: nunca había mirado debajo de la cama en busca de posibles monstruos, ni temido al hombre del saco, ni imaginado fantasmas en la oscuridad. Tampoco ha cambiado tanto; es la realidad lo que la inquieta. Lo que han hecho. Lo que contó ayer. Lo que Héctor debe de estar exponiendo en este momento. Lo que ambos tendrán que repetir, juntos y por separado, hasta que se cierre el caso de una vez. Y sin embargo no siente remordimiento alguno. Está convencida de que hizo lo que debía, y eso aleja de su mente cualquier temor que no sea el de algo real. Tangible. De este mundo.
«Lo hice por ti, Ruth», murmura casi en voz alta y, aunque jamás había creído en espíritus ni influencias sobrenaturales, ahora está segura de que esa mujer le da su bendición. Empieza a notar el calor y entrecierra los ojos. Inspira. Ojalá pudiera relajarse, aunque el yoga o la meditación siempre le han parecido bobadas para neuróticos. Daría lo que fuera por visualizar un arroyo, un cielo azul o una fuente, pero a su cabeza sólo llegan imágenes de aquella casa donde encontraron los cuerpos. Han pasado semanas y no ha conseguido olvidarla, y ahora se esfuerza por sumergirse en ella. Por recordar cada detalle, cada instante. Porque cualquier cosa es mejor que pensar en lo otro: en el disparo venido de la nada, como una bomba; en la sangre, esa mancha roja tan pequeña que parecía incapaz de contener la vida de alguien, manchando el suelo de una forma casi impertinente.
Como su mente desdeña los amaneceres y los riachuelos, tiene que conformarse con recurrir a los otros muertos. «Los amantes de Hiroshima», los llamó alguien en la prensa, y aunque la palabra «amante» se le antoja anticuada, debe reconocer que es bonita y que ella misma la usó no hace mucho, en forma de pregunta irónica. «¿Somos amantes?», inquirió. Y Héctor se encogió de hombros, con esa media sonrisa, sin responder enseguida.
No. Debe controlar esos pensamientos que se escapan a la voluntad y se agitan, rebeldes, contra lo que ya está decidido. Debe volver a concentrarse en los amantes muertos, en aquellos que ya se encuentran más allá del desamor o la nostalgia, en los que hallaron una mañana de mayo en el sótano de una casa abandonada, juntos, abrazados, como si hubieran muerto después de hacer el amor.