PRÓLOGO

Cadalso de Tyburn, Londres, 1613

Un viento cortante arremolinaba ráfagas de copos helados en torno a los tobillos de Shimon. Sus pies —desnudos, y ensangrentados por las pesadas cadenas— estaban tan congelados que ya ni siquiera le dolían. Ojalá el resto de mi cuerpo lo tuviera igual, pensó, un deseo que al instante se elevó a los cielos a lomos de una nieve errática, perdiéndose en remolinos sobre la multitud que, entre abucheos, zarandeaba a cada paso los barrotes de su carro. Un minuto después regresó en la forma de una manzana podrida que le golpeó de lleno en el pecho. Cayó de espaldas sobre las afiladas estacas de madera que bordeaban el carro. Con sumo dolor, trató de mantenerse en pie pese a las sacudidas del vehículo. La multitud le dedicaba los peores insultos, que se le clavaban en el alma como venablos envenenados:

—¡Espía! ¡Traidor! ¡Adorador del diablo!

El joven español cerró los ojos para no seguir viendo aquellos airados rostros ingleses, para no seguir viendo a la sonriente mujer que levantaba a su nieto en volandas para presenciar el espectáculo, para no ver el odio indiscriminado que rugía a lo largo de la calle.

Sabía que iba a morir. Lo había visto. Se le había conferido el don de poseer los ojos de Dios. Los Ojos de Dios. Había visto su cuerpo envuelto en llamas, y, con todo, había decidido no huir. Y ahora su secreto parecía flotar en el aire como un oasis, terriblemente lejos del alcance de su mano, su última esperanza antes de morir.

—¡Soy inocente! ¡Soy inocente! —gritó, pero su voz se perdió entre las carcajadas de la multitud y el chacoloteo de los cascos de los caballos. De pronto, el carro giró hacia un pequeño patio oculto tras unos altos muros: la guardia se apresuró a cerrar las puertas tras los dos nobles que lo escoltaban en sus monturas, evitando que la muchedumbre pudiese entrar allí.

Shimon, mirando aquello bajo sus largos mechones de cabello y ahora más atemorizado que nunca, se preguntó si habrían planeado ejecutarlo en secreto, y si era así, ¿cómo?

En el centro del patio se alzaba una silla de manos, lacada y ornamentada, a cuyos lados se erguían pacientemente dos lacayos uniformados. La cortina de la ventanilla estaba echada, pero la silla, esmaltada en negro y oro, era evidentemente el medio de transporte de un noble. Tras reconocer el escudo de armas que había en la portezuela, Shimon sintió que su corazón comenzaba a latir dolorosamente contra su descarnado esternón: una insensata esperanza invadió su torturado cuerpo cuando lo sacaron a empujones del carro y le obligaron a postrarse de hinojos en el suelo.

Los dos nobles desmontaron de sus caballos y se acercaron a la silla de manos. Uno descorrió la cortina, mientras que el otro se inclinaba profundamente: el penacho de plumas de su sombrero barría los adoquines en tanto el hombre que había en el interior del carro salía al exterior.

Se detuvo ante Shimon, embozado en un austero traje, completamente negro salvo por el emblema real del león y el unicornio bordado en el peto de su jubón y la sencilla cruz de plata, una declaración evidente de su naturaleza piadosa que colgaba sobre el acolchado satén. Una expresión mezclada de curiosidad y sospecha era el único atisbo de vida que podía adivinarse en sus bulbosos ojos. Shimon sabía que tenía ante sí al rey que había ordenado detener y ejecutar al hereje y pro-español Guido Fawkes, pero también sabía que el propio monarca era un padre de luto.

—¿El hechicero ha hablado?

El rey Jacobo se inclinó pesadamente sobre su bastón: tenía unas piernas tan delgadas como las de un grillo, revestidos los pliegues del pantalón de un material almohadillado al igual que su jubón, lo que le protegía contra el cuchillo del asesino. Apretando un ramillete de olorosas flores contra la nariz para eludir el desagradable hedor procedente del prisionero, se volvió hacia el más alto de los nobles, Henry Howard, el anciano conde de Northampton. El conde se disponía a traducir las palabras del rey cuando el prisionero, Shimon Ruiz de Luna, un judío español a quien los ingleses acusaban de espionaje, y, para la enorme frustración del conde, no tenía nada humilde en su porte salvo los harapos con que le habían cubierto sus vergüenzas, se inclinó ante él, haciendo que la cadena que atenazaba sus tobillos emitiese su oxidado repiqueteo.

—Majestad, no soy un hechicero, ni un espía, ni siquiera un alquimista. Soy médico —croó en inglés, haciendo brotar un fétido aliento producido por el hambre—. Vengo como amigo de Inglaterra, para avisaros de una guerra inminente. Una guerra que aún no ha tenido lugar, una guerra que levantará a cristianos contra cristianos, hermanos contra hermanos, y envenenará Europa durante treinta años, si no más…

—¡Basta! ¡No voy a perder el tiempo con tamaña estupidez! ¡No eres más que un vulgar agitador! —le interrumpió el rey.

—Majestad… —El conde dio un paso al frente: su enjuto cuerpo pugnaba por mantener la calma, al igual que sus trémulas manos—. El español nos ha hecho saber un buen número de sucesos que aún no han sucedido, y que el tiempo ha permitido ver que eran correctos. No puedo deciros cómo es posible, pero el alquimista tiene el poder de un vidente: debéis tomar sus palabras en serio.

—¡Una guerra! ¿Y una guerra de treinta años? ¿Cómo puedo impedir algo así?

—Encontramos entre sus pertenencias unos mapas: quizá se trate de pistas para desentrañar el futuro, majestad. Imaginad lo que significaría para vos y para Inglaterra poseer tal información, imaginad cuán beneficioso sería tal conocimiento para defenderos de vuestros enemigos.

El rey Jacobo se volvió de nuevo al prisionero. Tras enfundarse los guantes para evitar que su piel se viera contaminada al contacto con el español, levantó una de las apestosas manos de Shimon y, volviéndola, examinó tanto la palma como los dedos. Sus cortesanos, el conde y el juez Humphrey Winch, se limitaron a observar aquello, a sabiendas de que no tenían más opción que permitir al monarca hacer otra demostración de su supuesta habilidad para reconocer a un hechicero.

—¿Le habéis interrogado como brujo? —preguntó finalmente el monarca.

—Exhaustivamente, majestad —replicó el juez Winch—. Como las marcas y señales de su cuerpo probarán, pero una vez y otra se ha negado a revelar los métodos por los cuales ha atesorado el conocimiento de las cosas por venir.

—¿Y los mapas?

—Extraños jardines, cuevas y montañas; quizá escenarios de futuras batallas, ninguna de las cuales parece librarse en suelo inglés, majestad.

—Entonces no deben preocuparnos. Ejecutadlo por brujería —declaró el rey, antes de dedicar un gesto al guardia para hacerle saber que deseaba marcharse.

El conde y el juez Winch intercambiaron una mirada a espaldas del rey.

—Majestad, hemos estado reflexionando acerca de este asunto… y resultaría más diplomático que el cargo sea el de espía —se atrevió a decir Winch—. La gente empieza a cansarse de las quemas de brujas y hechiceros. El cargo de espía es mucho mejor aceptado. También serviría para mandar al rey Felipe otro mensaje más de que no es conveniente jugar con nosotros.

—¿Acaso debo escuchar al pueblo? Soy el rey. Tengo potestad divina.

El juez Winch codeó bruscamente al conde en las costillas. A regañadientes, este dio un paso al frente.

—Dada la popularidad de vuestro querido hijo, el difunto Enrique, príncipe de Gales, sería más que prudente hacerlo.

El rey Jacobo suspiró.

—Que sea espía, entonces. —Volvió a mirar al prisionero, que levantó la vista hacia él—. Qué pena, no deja de tener cierta belleza, para ser un judío —observó, antes de dar media vuelta.

Shimon, forcejeando con sus cadenas, se arrojó a los pies del monarca.

—¡Pero os he dado un gran regalo, el regalo del futuro! ¡Debéis escuchar! ¡Majestad!

El rey Jacobo se volvió:

—Podría quizá concederte el perdón si me dices cómo has conseguido hacerte con esos mapas mágicos y esas historias sobre batallas y muertes por venir.

Northampton casi se abalanzó sobre el prisionero; tomándole de la cabellera de su estrecha cabeza, le hizo estirar el cuello de un tirón:

—Sálvate, judío, dile al rey el método por el cual conseguiste este conocimiento y vivirás.

—No puedo. ¡Si lo hiciera, nada de esto sucedería!

—¿Entonces para qué has venido a nuestra tierra y te atreves a exigir una audiencia con su majestad… si no es porque eres un espía?

—Para impedir una guerra… pero no para traicionar al tiempo.

Las consecuencias de su odisea se alzaban sobre Shimon, así como la ciega tenacidad con la que había perseguido aquella única esperanza: encontrar a un hombre con el poder y la inteligencia necesarias para comprender y hacer uso de cuanto él había descubierto. Pensó que el rey Jacobo era dicho hombre; ahora lo había perdido todo, pero aún le quedaba el mapa que había realizado: grabado en paisajes que alguien en los años, las décadas, los siglos futuros, sin duda descubriría para seguirlo.

—¿Qué dice el prisionero?

Disgustaba al rey Jacobo aquellos murmullos en una lengua extranjera, aquella histeria que se le antojaba tan poco cristiana. El conde se incorporó y bajó la cabeza.

—No quiere revelar sus métodos, majestad.

—Entonces que arda.

—¿Que arda, majestad? Los espías no van a la hoguera —replicó el juez Winch.

—Este lo hará —anunció el rey, antes de subir a la silla de manos y echar las cortinas. Unos instantes después, Shimon fue introducido nuevamente en el carro.

Afuera, la muchedumbre seguía a la espera, y el carro que transportaba al prisionero salió pesadamente a encontrarse una vez más con los gritos de los alborotadores. Al acceder a la callejuela, Shimon alcanzó a ver a una mujer que se mantenía al margen del gentío, con sus largos cabellos rojizos ocultos bajo una casulla. Sorprendido, clavó su vista en ella. La hubiera reconocido en cualquier parte, y, por primera vez aquel día, sintió su cuerpo sacudido por el terror. Era la tutora de su hermana, una inglesa que había hecho llegar a la Inquisición acusaciones contra la familia de Shimon, mucho tiempo atrás; pero era también una de las razones por las que Shimon se había visto obligado a huir de España.

—¡Maldita seas! —exclamó—. Te maldigo con mi muerte y la de mis padres, mi hermano y mi hermana.

El conde, de nuevo subido a su montura detrás del carro, reparó en la repentina agitación del prisionero. Se volvió hacia el juez Winch.

—Sigo pensando que es una ejecución un tanto extraña para tratarse de un espía.

Winch, cuyo rostro alargado parecía moldeado a partes iguales por el resentimiento y la avaricia, lanzó un esputo a los adoquines. Luego, murmurando para sí su aborrecimiento hacia los católicos —lo fueran en secreto o abiertamente—, se volvió hacia Northampton, aunque sus facciones ahora aparecían suavizadas por la ecuanimidad.

—Ya sabes lo impenitente que es el rey en lo que a perseguir ocultistas se refiere. Sea como fuere, al quemarle nos aseguramos de que sus poderes, sean como mago o como espía, se fundirán en las llamas.

El conde echó una mirada al tembloroso prisionero. Pese a las señales de tortura que mostraban sus manos, sus pies y su rostro, y pese al aluvión de fruta podrida e insultos que le llovía de todas partes, el español se había mantenido firme, incólume, y hasta su endeble osamenta mostraba esa dignidad que Northampton asociaba por lo general a los mártires religiosos, y no a los herejes de tierras foráneas. La ejecución de hechiceros y todas las otras fórmulas para acabar con las brujas eran prácticas que el conde solo defendía en público y para satisfacer al rey Jacobo, que había hecho de tales persecuciones un asunto personal desde sus tiempos como gobernador de Escocia, donde incluso escribió un libro al respecto: Daemonologie. Fue a causa de la presión política como el conde, que ahora era un anciano estadista de setenta y cinco años, había aceptado representar al rey durante las ejecuciones.

—Aun así, juez Winch, es una lástima que no hayáis conseguido extraerle la información acerca del paradero de ese gran «tesoro» mencionado por el español durante los interrogatorios. Tengo razones para creer que el rey quería hacerse con ese tesoro para entregarlo como regalo al rey Felipe de España.

Esta vez el juez no se molestó en mirar al conde a la cara; simplemente, se limitó a clavar los ojos en el oscilante prisionero.

—Si es que, por supuesto, tal maravilla existe… Aparte, mi querido Northampton, ¿no veis que ha sido por obra de las artes hechiceras de Ruiz de Luna para eludir el dolor que he sido incapaz de arrancarle la información que necesitabais? Si en tan grande tesoro está envuelta la magia, buena cosa será que su secreto muera con él. Cuando Inglaterra lucha, lo hace con Cristo de su lado.

—Que así sea —añadió el conde, por mor de aclarar en qué extremo se encontraban sus propias ideas políticas.

Ante ellos, la estrecha callejuela se abrió repentinamente a la plaza del mercado local. Junto al cadalso se había construido una enorme pira de madera, en cuya mitad se alzaba un poste similar al mástil de un barco. La multitud ya aguardaba en torno a la pira, insensible a la nieve que revestía sus cabezas y hombros; sus rostros únicamente mostraban la impaciencia que sentían ante lo que se avecinaba.

Inclinándose hacia delante, para evitar ser escuchado por los guardias del rey, que cabalgaban junto a ellos, Northampton susurró al oído del juez:

—Solo recordad, Winch, que tal magia puede ser confundida con el valor. Si de veras nos encontramos ante un caso de alta traición, os prometo que lo averiguaré. Y si no lo hago yo, lo hará la historia. A fin de cuentas, esta nos juzgará a ambos, y ese día, querido amigo, no nos queda tan lejos.

Los guardias ya habían sacado al prisionero del carro y lo llevaban hacia la pira, todavía apagada. Trastabillándose y al borde del desmayo, Shimon fue de este modo abriéndose paso entre la multitud que, de pronto, se había sumido en un sobrecogido silencio, pues, pese a todo, no podían dejar de sentirse turbados ante la proximidad de la muerte. Algunos incluso alargaban un brazo y le tocaban como para desearle suerte: aquellos brazos extendidos parecían un bosque de extraño afecto, aunque otros no cesaban de escupirle y mascullar rezos para su sayo. No era aquello lo que Shimon se había imaginado. Había visto una gloria mucho mayor, en la que su confesión postrera había sido escuchada alto y claro, incluso desafiante, por toda la plaza. Llegó a la plataforma. Un verdugo enmascarado se alzaba junto al montón de madera: era un individuo enorme, nudoso de músculos y siniestro de porte.

Al acercarse a la estaca, Shimon tropezó. Casi en el mismo instante el verdugo le tomó de un brazo, ayudándole a levantarse.

—Mantente firme, muchacho —le susurró mientras le ataba al poste, con una voz tan dulce que no parecía proceder de tan amenazadora presencia.

Un sacerdote encapuchado se acercó hasta él para darle la extremaunción. Shimon negó con la cabeza. De inmediato, la multitud lanzó un murmullo de desagrado: aquella negativa demostraba que el alquimista era culpable. Un hombre gritó: «¡Eres un adorador de Satanás!». Ignorándoles, Shimon levantó la vista hacia aquel cielo de peltre que se extendía sobre su cabeza, tan diferente del divino azur de su tierra natal, y comenzó a murmurar sus oraciones en hebreo. Tan intensa era su conversación con Dios, que apenas reparó en los chasquidos de la antorcha recién prendida que ya acarreaba el verdugo.

Volviendo la vista a Northampton, el verdugo aguardaba la señal. El aristócrata asintió con escueta solemnidad. En un gesto extrañamente florido, el corpulento individuo se inclinó y prendió la pira. En cuestión de segundos, aquello se transformó en un sol ardiente que resaltaba ante la grisura de la plaza local.

—Los ojos de Dios, los ojos de Dios —dijo Shimon una vez y otra para sí, cuando las llamas empezaban ya a lamer sus pies. Recorrió con la mirada a la embelesada multitud, buscando un rostro, aquel último solaz que la vida podía presentarle.

Por fin la encontró, allá al fondo de la plaza, su grávida silueta oculta bajo una túnica y sus facciones puramente vascas ensombrecidas por una capucha para evitar las miradas de los ingleses. Uxue. Sus miradas se encontraron, y Shimon vio que, aunque las lágrimas embargaban sus ojos, también sonreía. ¿O era producto de su imaginación? Entonces, la mujer levantó un colgante para que Shimon pudiera verlo, y este reconoció aquel símbolo al instante. Su secreto estaba a salvo. Por fin, Shimon se rindió a aquel lancinante dolor que comenzaba a corroer sus piernas, antes de perder la consciencia.

El conde se santiguó, dando gracias porque aquella retorcida silueta hubiera dejado de convulsionarse y yaciera ya inerte. Se volvió hacia la multitud, buscando con los ojos a la mujer de piel bruna con la que el espía, según pudo ver, había intercambiado más de una mirada, pero había desaparecido.