August decidió reservar un compartimento de primera clase hasta Barcelona, pues entendía que de esa manera iban a encontrar menos complicaciones. El viaje se prolongó dos días, y planeaban cambiar de tren en Valencia, y desde allí tomar otro hasta Alicante; una vez en la ciudad, viajarían a Córdoba cruzando la península. Las cosas resultarían mucho más sencillas si se hacían pasar por españoles en los trenes de baja categoría, los cuales, además, apenas tendrían presencia policial.
August condujo a Izarra por el vestíbulo de la estación de Cornavin, dirigiéndose a ella en francés de la manera en que un campesino lleno de energía y autoridad hablaría a su joven y confundida esposa. En la oficina donde se despachaban los billetes August reparó en un cartel colgado de la pared donde asomaban los rostros de los individuos buscados por la Interpol. Su fotografía tenía al menos diez años, y parecía haber sido suministrada desde los despachos del Servicio de Operaciones Especiales. Gracias, MI5, pensó August con acritud, reflexionando de nuevo en lo poco digno de confianza que era Malcolm Hully. Pero la fotografía estaba tan desfasada que, sin saberlo, le habían hecho un favor. En el perfil entregado por la Interpol tenía el pelo rubio y un aspecto mucho más juvenil; con su actual disfraz resultaba irreconocible. No vio ninguna fotografía de Izarra, pero advirtió la presencia de un papel aparte donde se adjuntaba la descripción de una mujer rubia y «potencialmente asesina», que había creado «el tumulto» en el edificio de las Naciones Unidas. Al ver que la persona encargada de vender los billetes, una mujer de mediana edad y aspecto amistoso, se disponía a comparar sus pasaportes con los perfiles enviados por la Interpol, August propinó un fuerte codazo en las costillas a Izarra, que lanzó un terrible gruñido.
—Por favor —rogó a la inspectora—, mi esposa… —Señaló el avanzado estado de gestación de Izarra—. No creo que vaya a aguantar mucho más. ¿No podría agilizar el proceso, por favor?
Lanzó su más seductora sonrisa a la mujer, que se ablandó de inmediato.
—Por supuesto, monsieur —replicó, sellando los billetes y tendiéndoselos junto con los pasaportes—. Recuerdo muy bien cómo me sentía yo cuando estaba como ella —añadió, sonriendo—. Esperemos que no dé a luz en el tren.
—Esperemos —replicó August, aunque mucho más serio ahora, y luego se persignó piadosamente, como para asegurarse de que tal cosa no sucedería.
Había dos policías en el control de billetes. Al aproximarse a ellos, August podía sentir la mano de Izarra apretando con fuerza la suya propia.
—No digas nada —murmuró.
Llegaron hasta el control y August les tendió los dos pasaportes. El gendarme de más edad los inspeccionó detenidamente, mirando a August, luego la fotografía y luego a Izarra. Se los tendió a su colega, bastante más joven que él.
—¿No están casados?
Miró a August, sorprendido sin duda al advertir la diferencia entre ambos apellidos.
—Es mi cuñada.
El más joven de los dos agentes desgranó una sonrisa lasciva.
—¿Su cuñada? Sí, claro…
August, frío como un témpano, se encogió de hombros, y luego se inclinó hacia delante, con aire de conspirador:
—Bueno, si quiere que le diga la verdad, planeamos casarnos en cuanto lleguemos a casa, a España.
Dijo aquello haciendo gala del acento más provinciano que fue capaz de elaborar.
El policía de más edad, imitando desagradablemente los modales agrestes de August, se inclinó también hacia delante:
—Entonces será mejor que se dé prisa y coja el tren, o de otro modo el niño será ilegítimo.
Le entregó los pasaportes con semblante serio. Cuando August e Izarra se alejaron de allí, pudieron escuchar a los dos agentes estallando en carcajadas.
Los Alpes dieron paso a la escarpada línea costera de Francia y el azul del Mediterráneo. Viendo cómo aquel escenario quedaba atrás, August se preguntó por cuánto tiempo podrían seguir huyendo hasta que las autoridades o el propio Tyson diesen con ellos. Miró el perfil aquilino de Izarra, que, al igual que él, también miraba por la ventana, y no pudo por menos que cuestionar la moralidad de haberla involucrado en aquello. Por un lado, su encuentro había sido algo inevitable, pues el libro se había encargado de enhebrar sus vidas a través de una serie de conexiones interrelacionadas, y, de hecho, la propia Izarra era el último vestigio viviente que remontaba el río de los siglos hasta la figura de Shimon Ruiz de Luna. De no ser el escéptico que era, August hubiera pensado que el destino había determinado que Izarra fuera uno de los últimos testigos del milagro, la única persona, aparte de él, que estaría allí cuando el código que unía los cuatro laberintos entre sí fuese por fin descifrado.
August sacó sus notas y las colocó sobre la mesita plegable, tras lo cual desparramó sobre la superficie de la mesa los ramilletes de hierbas secas que había arrancado de los sefiroth. Aquellos esquejes, colocados sobre un montón de páginas cubiertas con su ilegible caligrafía, parecían las excéntricas anotaciones de un botánico demente, y August se sintió ciertamente aliviado de ocupar un compartimento privado, a salvo de miradas indiscretas.
—Las hierbas cultivadas en los laberintos y las cuatro flores que aparecen como encabezamiento de cada capítulo tienen un significado. Son otras tantas pistas, al igual que el contenido del texto. La pregunta es, ¿qué simboliza cada una de ellas?
Izarra cogió el primer ramillete de hierbas, el que August había arrancado del sefiroth Malkuth, en el laberinto de Irumendi. Un lirio ajado con algunas hojas de verbena enredadas en su tallo. Izarra olfateó sus pétalos.
—Bien, cada hierba tiene propiedades mágicas. Mi abuela solía colocar la verbena bajo nuestras camas para evitar que los demonios se apoderasen de nosotros mientras dormíamos, pero también decía que nos brindarían felices sueños. —Cogió el siguiente ramillete, el que había tomado August del sefiroth Yesod en el laberinto de Avignon: una marchita raíz de mandrágora y un puñado de anís—. Mi abuela también acostumbraba a colgar la raíz de la mandrágora en la puerta de atrás de la casa para protegerla y atraer la buena suerte… Esta otra… ¿Cómo la has llamado?
—Anís.
—Sobre esta planta nos decía que permitía soñar con tu propio futuro, pero que quizá no lo reconocieras al hacerlo. —Izarra cogió el último ramillete de hierbas secas, las bayas y las hojas de laurel que August había encontrado en el centro del sefiroth Tiphareth—. Se dice de las bayas que también proporcionan poderes psíquicos y sueños proféticos.
—¿Pero cuál es su significado, en el contexto de la crónica? ¿Qué relación guardan con el tesoro de Yehuda? —preguntó August, aunque hablando en voz alta—. Si el tesoro del alquimista es de naturaleza metafísica, quizá tenga algo que ver con poderes psíquicos, o psicológicos. El texto de la crónica puede ser interpretado en ese sentido. En cuyo caso, ¿qué representarían las flores que encabezan cada capítulo? ¿Y por qué nuestros perseguidores las han utilizado como tarjeta de visita?
—¿Porque están relacionadas con el último laberinto?
—¿Dónde pueden encontrarse un lirio rojo, un clavel, una rosa blanca y una gardenia, todos juntos?
Allá afuera, el manto del crepúsculo había descendido sobre el horizonte y ya alcanzaba a verse el resplandor del mar, según avanzaba el tren hacia la línea costera que continuaba en España. Habían bajado los asientos para convertirlos en sendas camas, cuyos cabeceros daban a la ventana. August, echado sobre una de ellas, miraba boca abajo el horizonte que comenzaba a mudar su color, en una inmensa explosión de púrpuras y azules que solo remitían ante el carmesí del sol poniente. Asistía a la impronunciable belleza de lo eterno, y, por un instante, también él formaba parte de todo aquello: surcaba el aire, impulsado por el viento nocturno que sostenía sus alas y acariciaba la piel de sus mejillas. Ojalá… Se puso de lado. Las tinieblas del atardecer llenaban su visión por completo, y pensó entonces en Charlie, en las tres ocasiones en que se le había aparecido en sendos laberintos, tratando de unir las piezas de aquellos momentos ya perdidos en el tiempo: «Charlie, ¿sabías que recibí la orden de eliminarte? ¿Era eso lo que intentabas decirme en tus últimos instantes de vida, allá en el bosque? ¿Pero quién disparó? ¿Fui yo o lo hiciste tú?». Por primera vez desde aquel fatídico momento, August se preguntó si fue él quien acabó con la vida de su mejor amigo.
—¿Te importa si me acerco un poquito?
Izarra, vestida únicamente con una camiseta, descolgó sus largas y bronceadas piernas de la cama que ocupaba. Los pechos parecían aún más duros y turgentes bajo el algodón blanco.
En vez de responder, August retiró las mantas e Izarra se introdujo con él en la cama. Se abrazaron con fuerza, y el cuerpo de Izarra se apretó contra el de August en toda su cálida y suave extensión. Se volvió para mirarla: su sexo rozó el vientre de Izarra, y los pezones de esta, repentinamente duros, se clavaron en su pecho. Se sonrieron, mirándose a los ojos, y el resto del mundo desapareció con la misma ligera presteza con la que el polen es arrastrado por la brisa. El tren dio un brinco, provocando que aquel abrazo se estrechara aún más: fue todo cuanto necesitaron para besarse. Los labios de Izarra recorrieron la boca de August, que rindió el envite de su lengua. Izarra, entonces, se montó en sus caderas, atenazándolo por las muñecas. Se quedaron así un momento: la humedad que brotaba del sexo de Izarra empapando el glande de August, sus bocas unidas, la geografía de sus cuerpos entrelazada, confundida en una urdimbre de miembros, ondulante como las aguas de dos ríos. Era delicioso dejarse someter así, y August permitió que su cuerpo fuera tomado, utilizado, invadido, hasta que se quedase sin fuerzas. El tren aceleró de pronto, y, como contagiada por su velocidad, Izarra comenzó a moverse hacia arriba y hacia abajo lentamente, profundamente, deliciosamente; comenzó a cabalgar a August cada vez más rápido, con la cabeza echada hacia atrás en un indisimulable gesto de placer, la melena derramada a su espalda como las crines de un caballo salvaje, hasta que August ya no pudo soportarlo por más tiempo. En el mismo instante en que el tren se adentraba por un túnel, August se incorporó y, aferrando con sus anchas manos las nalgas de Izarra, la embistió con todas sus fuerzas, envuelto por aquellas largas piernas que parecían incitarlo a aumentar la velocidad de sus envites. El compartimento estaba sumido en la más absoluta oscuridad, interrumpida únicamente por el staccato de brillantes luces que jalonaban a intervalos el túnel. August e Izarra se refregaban y forcejeaban como si no hubiera un mañana: la humedad de ella embadurnándolo más y más, su boca resollando en el oído de August, convirtiendo el ritmo del tren en el suyo, más rápido, más rápido, más rápido, hasta que ambos se fundieron con el tren y sus jadeos eran ya el rugido de una locomotora encabritada que amenazaba con derribar la muralla de la razón y de los sentidos, investidos ambos del vapor plateado de la luz que envolvía Navarra, y entonces, solo entonces, abrazados y extenuados, ambos se corrieron con un grito unánime, justo en el momento en que el tren se detenía bruscamente.
August abrió los ojos, y lo primero que vio fue el hombro sonrosado, oliváceo, de Izarra. Después, se dio cuenta de que era verdad que el tren se había detenido.
—August… la ventana. —Izarra hablaba con una curiosa voz reflexiva.
Se apartó de ella y lo siguiente que vio fue el rebujo de rostros estupefactos de un grupito de jóvenes monjas que se arracimaban en el andén de una pequeña estación de provincias.
—Vaya por Dios —dijo August, cerrando la persiana.
—Ahora sí que sé que me voy de cabeza al infierno —murmuró Izarra, y ambos estallaron en carcajadas.
Permanecieron allí tumbados, arrellanándose en los últimos rescoldos del placer: Izarra apoyaba la cabeza contra el hombro de August mientras este la acariciaba, y, poco a poco, el mundo comenzaba otra vez a conformar sus relieves en torno a ambos. ¿Qué haría August si finalmente descubría el secreto que encerraba el libro? ¿Qué ocurriría con Izarra y Gabriel? No podía concebir siquiera la idea de regresar a su vida anterior: demasiadas cosas habían cambiado. Pensaba que Izarra dormía, pero, abruptamente, su voz resonó en el compartimento.
—Creo que contigo ya no tengo el control.
August entendió de inmediato lo que quería decir. En lugar de responder, la abrazó con más fuerza, sintiendo que el miedo de siempre atenazaba su garganta.
Izarra no tardó en interpretar a qué se debía aquella vacilación, y le tomó de la mano; todavía no se atrevía a mirarla.
—No te preocupes, esto me da tanto miedo como a ti —le dijo en español—. Si no amo es porque, para mí, amar siempre supone una nueva pérdida, y tú y yo hemos perdido lo suficiente como para llenar diez vidas.
Haciendo acopio de valor, y sintiendo el incómodo repique de su corazón, August alzó suavemente la barbilla de Izarra:
—No habrá más pérdidas, te lo prometo —dijo por fin, y la besó.
A la mañana siguiente se prepararon para cambiar de tren en Barcelona. Mientras recogían sus cosas, August escuchó un pequeño alboroto en el otro extremo del vagón de primera. Con suma cautela, abrió ligeramente la puerta y asomó al pasillo, y vio a un hombre discutiendo con una pareja de oficiales con el rostro inflamado por la ira.
—Me importa un bledo quiénes son ustedes, ya he mostrado mi pasaporte en la frontera. Me niego a despertar a mi esposa y permitir ese absurdo registro.
August reparó en que el más alto de los dos oficiales tenía ese aspecto acicalado y pulcro que enseguida identificaba a los agentes de la Interpol. Antes de que pudieran verle, August volvió a introducir la cabeza en el compartimento.
—Despréndete de la almohada. —Le lanzó la peluca rubia—. Toma, disfrázate como puedas, están a solo unos compartimentos de aquí.
En cuestión de segundos, Izarra se despojó de la almohada con la que simulaba su embarazo y se calzó la peluca rubia y unas gafas de sol, mientras August se embutía una boina hasta las orejas.
Se colgaron sus bolsas de un hombro y aguardaron a que los dos oficiales entraran en el siguiente compartimento y dejasen libre el pasillo.
—Rápido, dirígete al final del tren, pero no corras, es mejor no llamar la atención.
August pasó delante de Izarra y, tan rápido como podían caminar, sin dar la impresión de estar corriendo, llegaron hasta el último vagón del tren. Había comenzado a ralentizar su paso, pues la locomotora acababa de arribar en la estación central de Barcelona.
Una vez en la cola del tren, August abrió la puerta: el perfil industrial de la ciudad se desplegaba ante ellos, aunque solo tenían ojos para descender con sumo cuidado al riel que se anclaba en uno de los costados del tren. August se cuidó de cerrar la puerta antes de unirse a Izarra. Asidos a las barras que había en el lateral, aguardaron a que el tren se detuviese en la estación, tras lo cual saltaron sobre un trecho de vías hasta el andén opuesto. Unos minutos después, ambos se confundían con el reguero de viajeros que anegaban a aquella hora de la mañana la estación de Barcelona.
Tomaron entonces un tren a Valencia, luego otro más a Alicante y después a Albacete, y por último subieron a un nuevo ferrocarril que les conduciría hasta Córdoba. Durante aquel largo viaje, August reparó en que Izarra había hecho lo posible por disfrazar su acento vasco, de manera que ahora parecía oriunda de Madrid o sus alrededores. Decidió imitarla, aunque estaba seguro de que el suyo no resultaría ni la mitad de auténtico. Solo cuando por fin se apoltronó en el tren que los dejaría en Córdoba consiguió relajarse, convencido de que habían logrado despistar a los tipos que les perseguían.
Llegaron a Córdoba casi al mediodía del día siguiente. La estación de ferrocarril, ubicada en las afueras de una antigua ciudad y erigida en los años treinta, parecía el único edificio moderno de toda la zona. Al desembarcar del vagón, un grupo de jóvenes soldados, vestidos con los uniformes azul marino que los identificaba como guardias civiles —las cabezas trasquiladas, los rifles colgados del hombro, la piel curtida, olivácea—, rondaban por el andén, esperando sin duda a subir al siguiente tren. Izarra se volvió hacia August, con el rostro inflamado por el pánico.
—No puedo —musitó.
—Claro que puedes. Te tengo cogida de la mano, camina con los ojos bajos y la cabeza alta. Para ellos somos una pareja de lo más normal, pero tienes que mantener la calma.
Caminaron aprisa hacia la salida, pero el pelo rubio de Izarra llamó la atención de uno de los soldados, que le lanzó un silbido lobuno.
—¡Oye, guapa!
Izarra se volvió en redondo. El chico no parecía rebasar los diecisiete años, y tenía la cara llena de granos. La sonrió de oreja a oreja, e Izarra vio que le faltaba un diente. August se envaró. «No te inquietes, no te inquietes», rogó, consciente de lo aterrada que debía estar Izarra en ese momento. Al otro lado del control de billetes, aguardando a cierta distancia, había varios policías. Uno de ellos se había girado al oír el silbido.
—Compórtate —replicó Izarra, con un perfecto acento madrileño—. ¡Tengo edad suficiente para ser tu madre!
El chico bajó la cabeza y algunos de sus compañeros estallaron en carcajadas. August, sin dejar de mirar al frente, hizo pasar a Izarra por el control de billetes en dirección opuesta a donde se encontraban los policías, enfilando sus pasos hacia la salida señalada con un cartel que rezaba «Casco Antiguo». Se hallaban solo a unos metros de distancia cuando August reparó en que el policía que se había vuelto para mirar a Izarra lo estaba mirando ahora a él.
—Me han visto, acelera el paso. Pero no corras… todavía —le dijo. Avivaron el paso y se dirigieron a la salida. A su espalda, August podía escuchar el sonido letal del silbato de la policía. Miró por encima del hombro; el policía corría hacia ellos. Justo entonces, un enorme grupo de turistas americanos pasaban junto a la salida. Más allá de ellos un tranvía iniciaba su marcha.
—¡Rápido!
August arrastró a Izarra por entre los turistas, y ambos se abrieron paso a codazos y empellones hasta alcanzar el otro lado; una vez allí, August saltó al rodapié del tranvía y, cogiendo a Izarra del otro brazo, tiró de ella para subirla al interior del vehículo. Agachándose tras una de las ventanillas, vieron que los tres policías emergían de la salida, obstaculizados por el revuelo de turistas. Sin poder hacer nada, los policías otearon entre la multitud en busca de August e Izarra, en tanto el tranvía se alejaba lentamente de allí.
Se sentaron en uno de los asientos libres: había una anciana sentada en el banco de enfrente, con un pañuelo anudado en la cabeza, una toca sobre los hombros y una cesta de fruta a sus pies, que les observaba con curiosidad. Se quitó el pañuelo, luego se inclinó hacia delante y se lo puso a Izarra sobre la cabeza, atándoselo en la barbilla.
—Así está mejor —le dijo la mujer en voz baja—. De este modo desaparecerás cuando quieras, lo cual es infinitamente mejor a que ellos te hagan desaparecer.
Izarra le apretó la mano:
—Gracias, señora. —Luego se volvió hacia August—. ¿Qué hacemos ahora?
—Iremos al Barrio Judío del casco antiguo, que es donde se crio Shimon Ruiz de Luna y el centro neurálgico de la cábala medieval. Seguro que allí encontraremos alguna pista para llegar al siguiente laberinto.
El tranvía los condujo hasta una enorme entrada de piedra que se abría a la ciudad amurallada, al final de una corta calle de piedra llamada Puerta Almodóvar, una de las puertas principales del casco antiguo. Tan pronto traspusieron la muralla, las calles se transformaron en un laberinto de callejuelas estrechas flanqueadas por altas paredes enjalbegadas, interrumpida su blancura únicamente por el rojo ardiente de un macetero rebosante de geranios bajo alguna ventana cerrada. Cada casa se hallaba prácticamente encastrada a la del vecino: villas, templos y centros sociales quedaban ocultos por aquellos enormes muros. Las calles estaban repletas de turistas, principalmente americanos, algunos ingleses y solo unos pocos italianos. August se internó entre la multitud, impulsado como por un presentimiento. Sentía que era la intuición lo que le empujaba hacia delante, guiando sus pasos, como si supiera adónde iba, casi como si hubiera estado allí antes. Reparando en lo convencido que August se mostraba, Izarra le siguió sin hacer preguntas.
—Perfecto, pasaremos desapercibidos —le dijo August, mientras se mezclaban con un nuevo grupo de turistas, y enseguida se desviaron hacia una callejuela llamada Almanzor Romero. Dejaron atrás una sinagoga, antigua y muy pequeña, con la Estrella de David labrada en la piedra, algo más arriba de la enorme verja metálica que servía de entrada. Una niña de unos seis años, con un pañuelo en la cabeza, piel morena y enormes ojos negros, salió de la sinagoga, lo que permitió ver por un momento el patio interior en toda su extensión: el suelo estaba empedrado de grava y cada flanco se hallaba recubierto por una hilera de naranjos, salvo por el acceso a una ornamentada puerta que permitía la entrada al templo. «Sé que estoy en el lugar correcto, es casi como si pudiera ver a Shimon cuando era un niño, corriendo por estas mismas callejuelas, llevando las mercancías de su padre. Puedo sentir su alegría, la felicidad que le embarga por regresar a casa», pensó August. Siguieron caminando hasta que de pronto llamó la atención de August un viejo escudo de armas de madera que colgaba sobre el dintel de una antigua puerta. Había cuatro flores grabadas en él. August cogió a Izarra del brazo.
—¡Ahí está! ¡La magnolia, el clavel, el jazmín y la rosa blanca!
Ambos contemplaron el escudo, fascinados: las cuatro flores habían sido pintadas en el centro de una guirnalda de bayas y hojas de laurel, bajo la cual aparecía el nombre de la familia.
Traspusieron el umbral y accedieron al vestíbulo de mármol de lo que en otro tiempo, sin duda muchos siglos atrás, debió de ser una mansión palaciega, aunque la decoración pertenecía al siglo XVII. Una mujer morena, cuya melena azabache se recogía en una tersa coleta, y con un ralo bigote despuntando sobre las comisuras de los labios, se sentaba tras una mesa alfombrada de mapas y guías turísticas.
—¿Les interesa dar un paseo por la casa? —les preguntó en español. Izarra se acercó a ella.
—Pues si pudiera ayudarme, me gustaría que me informase acerca del escudo de armas que hay a la entrada. ¿Pertenecía a la familia que vivió en esta casa?
—Sí, es el escudo de los Ruiz de Luna.
Izarra palideció, y August tuvo que acudir en su ayuda.
—¿Está usted segura?
La chica le dedicó una sonrisa condescendiente.
—Por supuesto. Se trata de una familia muy conocida en el lugar, que durante muchos siglos ha guardado una estrecha relación con la Alhambra de Granada antes de que esta región fuera convertida al cristianismo. Se cree, sin embargo, que se trataba de una familia de conversos, es decir, que en puridad se trataba de judíos. Desaparecieron cuando la Inquisición ya daba sus últimos coletazos. Existe la leyenda de que uno de los antepasados de los Ruiz de Luna, una mujer, era la favorita del harén del califa, y que este le legó la casa como regalo tras su muerte. Después, la casa fue entregada al Marqués de Carmona, un aristócrata católico, por el rey Felipe, como prenda por su participación en las guerras contra Holanda.
August luchó por reprimir su excitación:
—¿Hay algún jardín en este edificio?
—No, a excepción del pequeño patio interior que tienen ante ustedes. Pero sí hay una finca que formaba parte de la hacienda de los Ruiz de Luna, y que también fue legada a los descendientes del Marqués de Carmona. Está a las afueras de Córdoba, al sur de la ciudad.
Izarra aferró con todas sus fuerzas el brazo de August. Este la miró subrepticiamente, solo por confortarla, y luego se volvió hacia la joven.
—¿Me podría indicar cómo llegar?
El taxi dejó atrás la muralla de la ciudad, y se encaminó hacia las colinas y oteros que despuntaban en la lejanía: las calles de la ciudad desaparecían para dar paso a granjas destartaladas —en realidad, meras alquerías de adobe enjalbegado y techos de teja roja— e hileras de achaparrados olivos, que alzaban los brazos al cielo desde la tierra labrada como si trataran de pedir cuentas por su destino a alguna deidad invisible. La última vez que August vio un olivar fue en marzo de 1937, cuando marchaba hacia el Jarama. De pronto, se dio cuenta de que no podía evitar buscar entre los árboles alguna trinchera o algún agujero horadado en la tierra donde un hombre podría arrojarse en caso de que un avión alemán bombardease el lugar. Era un impulso que siempre había asociado a aquellos terrenos. Luchando contra los recuerdos, observó al taxista, que había aceptado llevarles hasta allí a cambio de una suma bastante cuantiosa. Parecía un hombre estoico, calmado: algunas canas salpicaban su cabello negro, reluciente por obra de algún ungüento con olor a limón que levantaba su flequillo en un armonioso tupé, como un monumento a su ya extinta juventud. Llevaban quince minutos de recorrido, y por primera se dirigió a ellos a través del espejo retrovisor.
—¿Tienen amigos? —le preguntó a August, indicando el camino que iba quedando atrás. August miró por la ventanilla. No vio nada hasta que el coche superó una nueva curva: un minuto después, August alcanzó a ver un coche negro que les seguía a cierta distancia.
—Tenemos compañía —le dijo a Izarra, que se volvió para mirar aquel coche.
—Ese tipo nos ha estado siguiendo desde que salimos de la ciudad —intervino el taxista, dirigiéndose a August a través del retrovisor—. Y para que lo sepan, si se trata de la Guardia Militar, amigos míos no son.
—¿Puede despistarlos?
—Será un placer, camarada.
El taxi aceleró al enfilar una curva flanqueada por árboles. Un poco más adelante había un burro tirando de un carro lleno de paja, guiado por un joven granjero que se sentaba en lo alto del carruaje, golpeando ociosamente las ancas del animal con una vara. Justo antes de que el camino se estrechase sobre los barrancos que se extendían a cada lado, el taxi consiguió adelantar al carro, tras lo cual el conductor dio un nuevo acelerón. El Mercedes intentó seguirlo, pero se quedó atrapado tras el carro. August se volvió hacia el taxista, lleno de alivio.
—Gracias, amigo.
—No hay por qué darlas.
La hacienda estaba a solo unos kilómetros de allí, siguiendo un camino que llevaba hasta las colinas de Sierra Nevada. Se extendía frente a un trigal recién segado. El taxista convino en aguardarles, pero, ante la insistencia de August, aparcó el vehículo tras una enorme pila de heno que se alzaba en la cuneta, lo que impediría que pudiera ser visto desde la carretera. Se acomodó tras el volante con uno de los Lucky Strike de August. August e Izarra abandonaron el vehículo y cruzaron la carretera, inquietante de tan desierta. El ruido de los grillos y las cigarras emanaba de los olivos más próximos a la carretera, al tiempo que se escuchaba el zumbido de las abejas procedente del otro lado del muro que rodeaba la hacienda. Caminaron hacia la pared menos elevada, más allá de la cual podía verse un patio rodeado de naranjos que servían de preámbulo a una impresionante vivienda. Alcanzaron a ver una gran puerta de roble presidiendo su fachada, cerrada a cal y canto tras unos barrotes, y el arco de piedra que se desplegaba sobre su dintel, del cual colgaba una placa pintada con la divisa de la familia. Junto a una enorme aldaba de metal, e incongruentemente moderno, había un timbre eléctrico bajo el cual se leía un nombre escrito en un papel blanco y pegado con celo. Izarra examinó la placa.
—Creo que estamos en el lugar correcto.
Asomó por encima del muro para ver mejor el patio. Los naranjos tenían las ramas nudosas, y no parecían haber sido podados en mucho tiempo; de hecho, a sus pies podían verse algunas frutas podridas, dispersas entre el polvo y algunas hojas secas. La vivienda, de dos plantas, necesitaba de una buena rehabilitación, pese a su majestuosidad, e incluso desde tan lejos Izarra pudo ver que le faltaban algunas tejas. Varios gatos famélicos rondaban al sol, mientras que en una esquina del patio se alineaban algunas colmenas: era de allí de donde procedía el zumbido de las abejas.
—Parece que no hay nadie —observó Izarra.
—Salvo el apicultor.
August presionó el timbre. Silencio. Ambos asomaron por encima del muro, sin poder evitar preguntarse si acaso la campanilla había sonado en el interior de la mansión. Unos segundos después un individuo alto, enjuto, de cabellos blancos, vestido con una chaqueta de pana, salió de la entrada de la hacienda.
—¡Hola! —exclamó, envuelto por la sombra que arrojaba el dintel.
—¡Hola! Estamos en la puerta de entrada —replicó August con otro grito, y entonces el hombre emergió a la brillante luz que enjabonaba el patio. Lo cruzó vigorosamente, apartando bruscamente a los gatos al pasar junto a ellos. August reparó en que unas zapatillas de andar por casa asomaban bajo el dobladillo del pantalón.
Regresaron educadamente a la puerta principal cuando vieron que el hombre ya llegaba a ella; se abrió entonces un pequeño ventanuco de madera en el portón. Su rostro, salpicado de manchas, apareció por el hueco.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó hoscamente.
—Buenos días, señor. Verá, lo cierto es que tenemos un enorme interés histórico hacia su propiedad.
August intentó conferir a su voz un tono amistoso y educado.
—Oh, claro, cómo no. Bien, pues la casa no está a la venta, y menos se la vendería a unos extraños.
Estaba a punto de cerrar el ventanuco, pero Izarra se adelantó y, sonriéndole, poco menos que deshaciéndose en reverencias, para asombro de August, se aventuró a hablar:
—Por favor, marqués, no somos turistas, y mi amigo es un historiador muy importante. Está escribiendo un artículo de gran enjundia sobre las haciendas más antiguas del sur de España, y le encantaría entrevistarle y ver las ilustres tierras de su familia.
—¿Se refiere a una tesis?
—Más bien se trata de un ensayo histórico que aparecerá en inglés y español.
—¡Maravilloso! —graznó. Tres minutos después, la pesada puerta de madera se abrió de par en par—. Ya era hora de que se reconozca todo cuanto hemos hecho por este país. Pasen, pasen.
Les invitó a entrar al patio.
—Como pueden ver, la propiedad no se encuentra en las mejores condiciones. Me niego a abrirla al público, aunque supongo que tarde o temprano me veré obligado a ello, por los ingresos, ¿saben? Qué pesadez… Tanto la casa como las tierras que la rodean permanecen tal y como eran en el siglo XVI, aunque mi familia no tomó posesión del lugar hasta 1613.
—Veo que cría abejas —dijo Izarra con una enorme sonrisa, decidida a resultar encantadora.
—La miel que produzco es famosa en los alrededores. Está hecha con las flores y hierbas del lugar, y al menos sirve para hacer un dinero. Aparte, querida, las abejas son más trabajadoras que las personas, y mucho más dignas de confianza.
Tenía una energía sorprendente para su edad, y August tuvo que emplearse a fondo para seguir su zancada.
—En particular, me interesa conocer si la hacienda tuvo en el pasado un laberinto —dijo al anciano aristócrata.
—¿Un laberinto? Me temo que no, pero sí hay un viejo mosaico que, por lo visto, tiene un enorme valor histórico. Parece que de pronto ha despertado un enorme interés: hace solo escasas semanas, una inglesa me pidió verlo, una mujer que… Bueno, no era tan hermosa como usted, señorita —le dijo a Izarra, con un guiño insinuante—. Pero no por ello dejaba de ser una mujer.
—¿Medía un metro setenta, y era pelirroja? —preguntó August.
El viejo aristócrata sonrió de oreja a oreja.
—La misma. ¿La conoce? —Sin aguardar una respuesta, se volvió a Izarra—. ¡Parece que su amigo ha perdido toda ventaja ante un rival! —Se giró de nuevo hacia August—. Quizá haya llegado tarde, amigo mío.
—¿Y el mosaico? —le interrumpió August. Resultaba evidente que el hombre estaba un poco senil.
—¡Ah, sí, por aquí, por aquí!
Los condujo al interior de la villa. En el vestíbulo, el suelo de mármol estaba lleno de polvo y bastante agrietado. Un viejo retrato de familia colgaba de una de las paredes, frente a una hilera de variadas cornamentas —desde la del antílope a la del ciervo— y demás trofeos de caza. Al otro lado del vestíbulo de entrada se alzaba una puerta de vidrio que conducía a un nuevo patio exterior, cercado igualmente por diversas paredes escalonadas. El patio estaba alfombrado por un mosaico extremadamente antiguo, probablemente elaborado en la época de los romanos. August reconoció el motivo inmediatamente.
—El Árbol de la Vida —murmuró en inglés.
—¿Qué, qué es lo que ha dicho? —ladró el viejo aristócrata, en español.
—Nada, es solo que mi amigo está abrumado por tanta belleza —le respondió Izarra, tratando de espantar sus sospechas.
August, impaciente, se dirigió al aristócrata.
—¿Puedo verlo? Su antigüedad es extraordinaria.
El marqués, pacificado por el sobrecogido respeto que se evidenciaba en August, abrió la puerta de cristal.
August recorrió el mosaico de un extremo a otro. Era casi un sacrilegio pisar sus teselas. Los diez sefiroth eran claramente visibles, al igual que las tres líneas verticales que componían el trazado del Árbol. Todavía más increíble era que en los tres sefiroth de los laberintos que August había visitado ya había algunas pequeñas teselas de colores que representaban con total claridad la forma de las plantas que había encontrado en ellos. La verbena y el lirio en la base de Malkuth, la raíz de mandrágora y el anís en Yesod, las bayas y las hojas de laurel en el sefiroth central, Tiphareth. Pero lo que a August se le antojó increíblemente extraordinario era la presencia de un sefiroth que no se hallaba en ninguno de los otros laberintos. Se situaba sobre Kether, el sefiroth que coronaba el mosaico. Esta es la clave, esto es lo que desentraña el misterio. Izarra, reparando en la excitación de August, se volvió hacia el anciano.
—¿Sabe? Me encantaría probar la miel que hace…
El anciano pareció encantado.
—Haremos algo mejor que eso. Le diré a mi doncella, María, que prepare café y lo tomaremos con la miel mientras tu amigo me entrevista. Puedo decir sin pecar de inmodesto que conozco muchas anécdotas que darán lustre a cualquier relato histórico. De hecho, allá por los años veinte escribí uno yo mismo.
—¿De veras? Me encantaría leerlo algún día —mintió August, que sentía que el corazón se le iba a salir por la boca de la emoción. «Venga, lárgate de una vez, déjame solo con el mosaico, con la clave… ¡Lárgate ya!». El anciano aristócrata sonrió como un niño, encantado al sentirse una vez más el centro del universo.
—Volveré en un minuto, amigos —anunció, y se apresuró a trasponer la puerta, en un rumor de pasos que se perdió al enfilar las escaleras.
Tan pronto el hombre desapareció de la vista, August se precipitó sobre el mosaico y se arrodilló en el sendero que se extendía entre Tiphareth y Kether, dejando caer las manos reverenciosamente sobre el nuevo sefiroth. Al contrario de lo que sucedía en los otros, el fondo del círculo era de color negro, aunque las teselas lanzaban tímidos destellos, procedentes de algunos fragmentos metálicos que recibían de lleno la luz de la mañana. Era tan hermoso que daba miedo. Sin saber bien por qué, August recordó de pronto la huella que los pies de Dominic Baptise habían dejado en la roca de Hamburgo. «¿Llegó Baptise a ver esto? ¿Alcanzó a ver con sus propios ojos el verdadero portal?».
—Izarra, esto es el Da’ath, el sefiroth escondido que tan importante es en el ocultismo. Esto tiene que ser la última pista, tiene que serlo.
En el centro del círculo había un diminuto mosaico donde se reproducía un solitario ojo —festoneado de pestañas doradas hechas con piezas de oro—, bajo el cual, escrito en un azul pálido que contrastaba con aquel negro alquitranado, podía leerse una palabra hebrea.
—Aquí está, es el ojo de Dios —susurró August, más para sí que para Izarra, y con el tono de quien estuviera en una iglesia. ¿Por qué sentía de pronto aquel impulso casi sagrado, como si se hallara en presencia de una fuerza superior? ¿Era debido a la antigüedad del mosaico o a la adrenalina del descubrimiento?
—¿Pero qué significa? —Izarra señaló la palabra hebrea.
—Adonai, el nombre impronunciable de Dios. —Se echó a un lado y recorrió el mosaico con la punta de los dedos, trazando minuciosamente el diseño del sefiroth. Estaba encajado en el suelo. No había nada que lo diferenciase del resto del mosaico, ninguna trampilla secreta ni compartimentos ocultos—. Tiene que haber una clave por algún sitio —murmuró August.
Oyeron un zumbido tras ellos. August e Izarra reconocieron el sonido de inmediato. Horrorizados, levantaron la vista del mosaico. Se escuchó entonces un fuerte golpe, y luego el rumor de unas pisadas al alejarse a la carrera. Vieron al anciano tambalearse por un momento ante la ventana del segundo piso, todavía con la bandeja cargada de cafés y miel en las manos, convertido su rostro en un mapa en blanco de sorpresa al ver que la sangre comenzaba a manar de su camisa. Cayó entonces, desapareciendo de su vista.
En cuestión de segundos, August e Izarra se habían parapetado tras las columnas que cercaban el patio, con las pistolas desenfundadas. Aguardaron, conteniendo la respiración. Un instante después, el rostro de Damien Tyson apareció tras la puerta que había en el otro extremo de la planta baja. Izarra se agachó y disparó, pero la bala no le alcanzó por milímetros, y rebotó en un pilar que había delante de él. Tyson se agachó.
—¡Que me maten si no es la hermanita de Andere! —gritó—. ¡Me preguntaba quién era tu pequeña ayudante, August!
—¡Ríndete! ¡Te prometo que tendrás un juicio justo! —gritó August a su vez, intentando distraerle.
Una bala se incrustó en la columna tras la que August se escondía.
—¿Que me rinda? Vaya, debes haber perdido el juicio. La Interpol no tardará en llegar, y el MI5 cree que eres un espía soviético: te habrán atrapado antes de la hora de comer, ¿y todavía quieres que me rinda?
Una nueva bala desconchó la columna que protegía a Izarra, pero esta ya se había dirigido a la siguiente, rodeando la esquina del patio y acercándose así un poco más a Tyson.
—¡Izarra! ¡Deberías haber visto a tu hermana rogando porque no la matase! ¡La gran leona postrada de rodillas, pidiendo clemencia! —exclamó Tyson.
—¡Le mataré! —susurró Izarra entre dientes.
—¡Izarra! —siseó August, inquieto, y le hizo una señal para que mantuviese la posición y le cubriese, mientras avanzaba en la dirección opuesta para rodear a Tyson.
—Menuda puta era en la cama, una auténtica puta, a juicio de Jimmy. Ya sabes que pude habérmela tirado, ¿no?
Tyson siguió provocando a Izarra, que respondió disparando una vez más hacia la columna que había junto a la puerta. August aprovechó la oportunidad para escabullirse hacia la esquina opuesta del patio. Una bala pasó junto a su cabeza, justo cuando se ocultaba tras la columna, a pocos pasos de Tyson. Miró en dirección a Izarra, que le hizo una indicación para que supiera que ella tomaría ahora la siguiente posición. August sacudió la cabeza con furia, mientras Tyson proseguía con su arenga:
—Me ofreció su cuerpo, ¿sabes, Izarra? Pero le dije que prefería follarte a ti. ¿Estás preparada para recibirme entre las piernas?
El rostro de Izarra era la expresión misma de la furia, pero se limitó a asentir con la cabeza hacia August y salió de su escondite para recorrer la escasa distancia que había hasta la siguiente esquina, la más próxima a Tyson. Mientras corría, no dejó de disparar a la columna en la que este se ocultaba.
August descargó también dos balas, para evitar que Tyson asomase la cabeza, pero entonces observó horrorizado que Izarra no se detuvo, sino que rodeó la esquina y avanzó entre las columnas con el brazo extendido, disparando hasta en tres ocasiones hacia Tyson, a quien le ofrecía un blanco inmejorable en aquella posición. Cuando ya había recorrido la mitad del patio, August escuchó el chasquido del cargador al vomitar la pequeña pistola Walther su última bala, y, rezando porque al menos una de ellas hubiera alcanzado su objetivo, salió también él al patio.
Por un segundo, un silencio terrible anegó el lugar, y luego, como si el tiempo se hubiera magnificado, August alcanzó a ver una abeja orbitando alrededor de un rayo de sol que separaba a Izarra de la columna en la que Tyson seguía escondido. El estruendo de un nuevo disparo desgarró aquella quietud, e Izarra se sacudió en el aire al recibir la bala en mitad del pecho, un instante antes de desmadejarse en el suelo con una lentitud de pesadilla.
—¡No!
August corrió hacia ella, y sintió entonces el aguijonazo de una bala en el brazo derecho, y escuchó el ruido de su propia pistola, que salió volando de su mano ante la violencia del impacto, al caer sobre el mosaico a unos metros de él. Antes siquiera de que pudiese tener una oportunidad de cogerla, Tyson salió de la columna y apuntó con la pistola a August.
—No te muevas.
De una patada, Tyson alejó la Mauser de su alcance.
Ignorándole, August se agachó junto a Izarra, y le pasó el brazo que no tenía herido bajo el cuerpo. Su cabeza cayó hacia atrás, blanda, sin fuerza, y una vez más, quizá la última, su cabello se derramó en retazos de noche sobre el brazo de August. Bajó los ojos. Era imposible asimilar lo que acababa de suceder; le parecía que la vida había tomado una bifurcación inexplicable en el momento en que el anciano había ido a buscar el café, pero, si así era, tal vez en alguna parte Izarra seguía viva, y ambos examinaban las teselas de aquel mosaico. «Estoy en shock. Tengo que volver al presente. Tengo que sobrevivir».
—Qué pena, era bastante guapa. No tanto como su hermana, pero estaba bastante bien. ¡Levanta!
Tyson hociqueó con su pistola en la espalda de August.
Suavemente, August dejó de nuevo sobre el suelo el cuerpo inerte de Izarra, y luego se incorporó con las manos en alto. Visto de cerca, Tyson tenía un aspecto bonachón, diríase que campechano, y sus facciones, por simétricas y amables que fueran, resultaban cualquier cosa excepto inolvidables. No había nada en su persona que pudiera recibir el calificativo de maligno, y, sin embargo, había algo en él que resultaba profundamente inquietante. Cuídate del asesino que sonríe. Aquella frase la había escuchado August más de una vez durante su instrucción en el Servicio de Operaciones Especiales, pero nunca imaginó que sería en época de paz cuando se toparía con alguien que encajase en la descripción.
—Yo he matado, pero nunca he asesinado. ¿Qué se siente, Tyson?
—Omnipotencia. Un concepto muy interesante, ¿no crees? Matar es un arte, como también lo es morir. Esto… —hizo un gesto displicente hacia Izarra— era un recurso necesario. La verdad es que la chica hubiera merecido una muerte más lenta, más grandiosa. Pero mientes. En realidad, sí has asesinado a alguien. ¿Qué pasó con Charlie, August?
«¿Charlie? ¿Qué sabía él de Charlie?». Los últimos segundos que pasó en aquel claro del bosque revivieron bruscamente en su mente y su cuerpo, como si Tyson ya lo hubiera matado; Charlie se volvió, y algo brillaba en su mano. Charlie sonrió, como si supiera algo… «¿Fui yo quien mató a Charlie, o fue Charlie el que se quitó la vida?». August miró fijamente a Tyson, preguntándose si podría abalanzarse sobre él, y cuánto tardaría Tyson en horadar su corazón con una bala humeante. «Engáñalo, desvía su atención, eso te dará algo de tiempo. ¿Tiempo para qué?».
—Eso queda entre Charlie y yo… y nuestros dioses.
—Bueno, uno busca excusas donde puede. Personalmente, prefiero la realidad pura y dura. Debería agradecerte el trabajo que has hecho al traducir la crónica del alquimista. Aun cuando tu motivación fuera lo cándida que ha demostrado ser, al final has logrado descifrar el críptico mapa de Shimon Ruiz de Luna, superando a tantos otros que fracasaron en el pasado. Lo cual, dicho sea de paso, me ha servido en bandeja las últimas piezas del enigma, aquellas que me han eludido a lo largo de todos estos años, por más que hayas pasado por alto la que proporciona un sentido a todo esto.
Tyson sacó algo del interior de su chaqueta. Lo sostuvo en alto.
—Esta es la última página de la crónica, August, la última pieza del rompecabezas que Shimon Ruiz de Luna proporcionó a sus lectores, la última letra de su mensaje para el futuro. Pero supongo que ya te diste cuenta de su falta.
August miró la página: en ella se reproducía el dibujo de una hierba que nunca antes había visto. «¿Por esto, por esto ha sido por lo que Izarra ha muerto?». La constatación ineludible de la muerte de Izarra empezaba a sedimentar en su corazón, anegando su pecho, sus ojos. «Céntrate. Debes derrotarle, por ella, por todos». Tyson agitó la página, como incitándole, y luego volvió a guardarla, antes de que August tuviera ocasión de leerla.
—¡Pon las manos sobre la cabeza y date la vuelta!
Tratando de ignorar el cosquilleo que le producía la sangre al resbalar por su muñeca rota, y apretando los dientes para reprimir el dolor que le producía la herida de bala, August obedeció. Enseguida sintió el morro helado de la pistola de Tyson olfateándole la nuca.
—Ahora camina.
—¿Adónde?
—Afuera, hacia la verja.
Tyson clavó la pistola entre los omóplatos de August, empujándolo hacia la verja metálica que se alzaba en el otro extremo del patio, y que parecía desaguar en un terreno abierto, más allá de los límites de la hacienda.
—¿Lo ves, August? No has aprendido nada en este viaje. ¡Nada! Porque buscabas algo que podía verse y tocarse, algo tan poderoso que en tu cabecita imaginabas que reconocerías al instante. ¿En qué pensabas? ¿En un arma definitiva? ¿En un tesoro grandioso?
Tyson empujó a August para que atravesase la puerta, haciéndolo tropezar en el suelo de piedra. La mano le palpitaba de puro dolor, mientras, presa de la desesperación, trataba de concebir algún plan para coger desprevenido a Tyson; pero la pistola seguía allí, y ahora apoyaba el hocico en la parte posterior de su cabeza.
—¡Muévete! —le ordenó Tyson, conminando a August a que avanzase hacia un pequeño terreno, no mucho más grande que una huerta—. La razón por la que no has visto nada es porque el tesoro no era oro ni un arma extraordinaria, sino una simple planta… Una hierba muy rara, que solo se encuentra en una región particular de la península ibérica, y que fue cultivada por primera vez gracias a las artes de Elazar ibn Yehuda, el médico de la corte del califa Al-Walid, muchos siglos atrás. Ya en el siglo XVII, fue redescubierta por Shimon Ruiz de Luna.
Se aproximaban a un pequeño prado, un lugar absurdamente idílico dadas las circunstancias, y de un verdor casi luminiscente, bañado por la luz del sol. Parecía el mismísimo paraíso, pensó August en un rapto de enajenación, todavía consciente de que su mente empezaba a marchar por su cuenta debido a la pérdida de sangre. No desfallezcas, no te desmayes, si lo haces, morirás. A su espalda, la voz de Tyson prosiguió su cháchara, que ya comenzaba a asemejarse a un torno.
—Cuando Shimon redescubrió la planta, buscó la manera de cultivarla y proteger su secreto, pues la hierba tenía extraordinarias cualidades que se evidenciaban tras su ingesta; cualidades que, en las manos adecuadas, resultaría extremadamente poderosa.
Se detuvieron en mitad del prado. Tyson rodeó a August y volvió a mostrarle la página.
—Mira el dibujo, y luego echa un vistazo a tu alrededor —le ordenó Tyson.
August levantó los ojos hacia la página arrancada: el alabeado, similar a una pluma, de las hojas; la curiosa vaina que semejaba un diente de león con púas, solo que mucho más pesado… No, August nunca había visto algo como aquello. Se dio cuenta entonces de que en el prado donde se encontraban aquella planta crecía por todas partes.
—Quieres decir que fue aquí donde…
—Exacto. Este es el regalo de Shimon al mundo, lo quisiera así o no. Y todavía sobrevive, tantos siglos después. August, esta es la puerta que conduce a los ojos de Dios. Pero lamentablemente no es algo que podrás experimentar por ti mismo. ¡Arrodíllate!
August se arrodilló, preparado para morir. Si había que guiarse por la lógica abstrusa que ahora presidía sus pensamientos, tras la muerte de Izarra aquello casi resultaba un final redentor, como si hubiera una curiosa simetría moral en el hecho de ser asesinado en un hermoso prado por un hombre que había llevado a cabo una masacre, cuando el propio August, tiempo atrás, también había dado la orden de abrir fuego a un anónimo pelotón de fusilamiento. Deseaba destruir a Tyson, pero había perdido la voluntad de seguir viviendo. ¿Sentía miedo? Con aquella pistola apuntando a su cabeza, era consciente del terror de su cuerpo, el temblor incontrolable, la lasitud de sus vísceras, el inconmensurable vértigo de que la vida y el tiempo se escurrían de sus manos. August sentía miedo, sí, sentía la pérdida de la dignidad, pero estaba preparado. Cerró los ojos y aspiró el aroma de aquella planta extraordinaria, un olor curiosamente dulce —una ralladura de limón, por así decir, entreverada a almizcle—, y aguardó a que la muerte lo cubriese con su manto. Y de pronto allí estaba Charlie, arrodillado a su lado, como si acabara de trasponer aquel mismo manto y se hubiera materializado en esa realidad brusca, terriblemente inmediata, que le rodeaba.
—No fuiste tú —susurró Charlie, cuya proximidad resultaba tan física y tangible que August se olvidó de todo, de que estaba a punto de morir, de que Charlie estaba muerto, de Izarra, de su pasado, de la guerra, de todo excepto de que estaba arrodillado junto a su amigo y que volvían a estar juntos, como siempre había sido, los dos investidos de una juventud inocente, intemporal—. No fuiste tú, August. Me maté yo.
Y August sintió que un enorme peso desaparecía de sus hombros. «¿Era esto la muerte?», se maravilló, mientras seguía esperando.
Oyó entonces que Tyson lanzaba un breve grito, y luego el ruido de un cuerpo al caer en el suelo.
August abrió los ojos. Tyson se retorcía agónicamente, aferrándose una herida que se abría en su costado, de la que manaba la sangre como de un grifo abierto. La pistola había caído a escasos centímetros de su cabeza. Gabriel se hallaba apostado muy cerca de ambos, con una guadaña ensangrentada a sus pies, y los ojos desencajados de ira y terror. El joven se abalanzó sobre la pistola de Tyson y le apuntó a la cabeza con ella, temblando de pies a cabeza.
—¡Gabriel!
Estupefacto al ver al chico, August se puso en pie, completamente incrédulo, pero los gruñidos de Tyson desde el suelo lo devolvieron a la realidad. Cogió el arma del puño de Gabriel, que seguía temblando violentamente, presa del shock.
—¿Cómo estás? ¿Cómo has sabido dónde encontrarme?
August lo sacudió por los hombros, intentando que la niebla desapareciese de sus enormes ojos.
Antes de que Gabriel pudiera explicarse, Tyson, pálido como la tiza y con una mano sobre la herida, habló desde el retazo de hierba sobre el que agonizaba:
—Sabía dónde encontrarte porque ingirió la hierba —dijo, lanzando una risita entrecortada—. ¡Díselo, Gabriel, dile que siempre has sido capaz de predecir el futuro!
August miró a Gabriel, que asintió solemnemente: su rostro era una máscara pétrea, impenetrable.
Tyson expectoró un nuevo gruñido, luchando por tomar aliento:
—Ese era el gran tesoro del alquimista, «los ojos de Dios»: el don de la predicción. Un don casi infalible. Elazar ibn Yehuda, el médico del califa, cultivó esa planta para salvar a la humanidad de sus continuos errores históricos…
Su voz se redujo a un inapreciable susurro. August se arrodilló junto a Tyson para escuchar lo que estaba diciendo.
—¿Errores históricos? —preguntó August. Tyson alargó un brazo y aferró a August por la chaqueta, atrayéndolo un poco más hacia él.
—Shimon Ruiz de Luna predijo la Guerra de los Treinta Años; marchó a Inglaterra bajo la convicción de que podría impedirla, pero terminaron quemándolo por espionaje. Yo tenía otros planes. Me disponía a liberar el mundo natural de la propia humanidad. Iba a crear una élite de adivinos… —Sus ojos empezaban a nublarse, y su voz flaqueaba— para guiarnos al abismo y más all…
La última palabra brotó incompleta de sus labios; ladeó entonces la cabeza y murió, con la mirada perdida en aquello que había buscado durante toda su vida.
August cerró los ojos al cadáver de Tyson y se puso en pie; arrancándose un trozo de tela de la camisa, hizo un torniquete y se lo anudó en el brazo herido.
—Izarra está…
Antes de que pudiera terminar la frase, Gabriel le tomó de la mano:
—Lo sé —replicó el joven en inglés, con la voz transida de dolor. Con la furia de un lunático, comenzó a patear las plantas que le rodeaban, agitando los brazos incontrolablemente. August trató de detenerlo.
—¡Gabriel, no puedes hacer eso!
Forcejearon hasta que August, inmovilizando al joven entre sus brazos, consiguió contener su furia.
—No lo entiendes. ¡Tengo que destruirlo, o de otro modo lo emplearán para hacer el mal! ¡Lo sé, lo sé!
—¿Cómo puedes saberlo?
—Aquel día de 1945, el día en que mi madre fue asesinada, me dirigí hacia el lugar de la masacre porque supe de antemano que ocurriría, pero lo que no sabía con exactitud era el cuándo, por eso llegué tarde. Este don no vale para nada. Las hierbas solo te conceden la gracia de ver cuanto va a suceder en el futuro, pero nadie puede saber en qué momento tendrá lugar. No es un don, sino una maldición.
Temblaba de pura cólera.
August pensó en su propia vida, en que, si hubiera sabido lo que iba a ocurrir en el futuro, tal vez no habría tenido el valor de ir a España, de haber amado y fracasado, de haber luchado y perdido. Soltó al joven.
—Entiendo.
Gabriel le miró, incrédulo, con el rostro surcado de amargas lágrimas.
—¿Ah, sí?
August cogió la guadaña ensangrentada y procedió a destrozar las plantas que crecían a su alrededor.
— § —
Shimon aguardaba. Aguardaba el sonido de los carros al detenerse, el repique de las herraduras, las órdenes voceadas a gritos y el estruendo de los golpes en la puerta. Un profundo dolor, así como la certeza de la separación, le habían anclado a la banqueta en la que se sentaba, al calor de un débil fuego que chisporroteaba ociosamente en aquella habitación oscura, de techo bajo. Hacía frío, pero aquel frío le era completamente ajeno: apestaba a hidromiel, a picadura de tabaco y a una urgencia brusca, mercenaria, que para ellos simbolizaba a la perfección la ciudad de Londres. Por un instante casi le hizo gracia llegar a esa conclusión, pero el llanto de Uxue, aun contra su voluntad, le había obligado a quedarse en la habitación, con el libro bien envuelto contra su pecho y los brazos insensibles, entumecidos, por haberlo sostenido así durante tantas horas.
—Por favor, esposo mío, te ruego que te vayas, para salvarte, para salvarnos a mí y a tu hijo, que aún no ha nacido… Por favor, Shimon… Hazlo mientras haya tiempo.
Estaba tendida en el suelo, con el rostro apoyado en las rodillas de él. Shimon apenas era consciente de las horas que llevaba sentada en esa incómoda postura, y si lo hizo fue al reparar en que sus lágrimas le habían empapado las medias.
—Uxue, sabes que mi destino es morir en sacrificio.
—¿Pero por qué?
Odiaba verla así, deshecha, precisamente ella, una mujer tan fuerte que siempre había demostrado más coraje que él: hasta ahora.
—Porque he visto mi propia muerte. Ahora tengo los ojos de Dios. He ingerido la planta de Elazar ibn Yehuda.
Allá afuera se escuchó el estruendo de los caballos al enfilar la pequeña callejuela donde se encontraba la casa de huéspedes. Shimon se puso en pie y ayudó a Uxue a incorporarse.
Le puso el libro en las manos.
—Debes proteger esto con tu vida, y con las vidas de todos aquellos que vertebrarán el futuro que hemos generado —concluyó, sonriendo, mientras posaba una mano sobre el vientre de su esposa. Uxue le miró a los ojos, consciente de que lo había perdido. Era demasiado tarde para la ira, demasiado tarde para los ruegos. Conocía muy bien a aquel hombre.
—Esposo mío, te prometo por el nombre de Ruiz de Luna que yo y mis descendientes protegeremos el libro.
Se escucharon entonces los golpes en la puerta del piso inferior, y las despavoridas pisadas del posadero que se apresuraba a contestar.
—Ahora debes irte, aprisa… Hay un jinete esperándote en la puerta de atrás.
—Que Dios se apiade de tu alma —le susurró en euskera, y luego se abrazaron por última vez.