August supo que algo iba mal desde el mismo instante en que entró en el búnker: la escotilla de entrada al submarino se había quedado abierta, y todas las luces del sumergible estaban encendidas. Bajó por la escalerilla de la nave tan rápido como pudo.
—¡Izarra! —gritó, deseando que ella estuviera allí, aguardándolo, quizá incluso se precipitaría por aquel estrecho pasillo, jalonado de vigas, para recibirlo. Pero no: su voz regresó a él reverberando en aquel ominoso silencio: Izarra ni siquiera respondió a su llamada. El corazón comenzó a latirle con fuerza. ¿Había cometido un terrible error al dejarla sola? ¿Era posible que el mismo hombre que le había seguido hubiese estado allí antes? August se precipitó hacia las dependencias del capitán. La puerta del camarote estaba abierta de par en par. La cama en la que habían hecho el amor tenía las mantas arrebujadas y las sábanas arrugadas, como si Izarra acabara de abandonar el lecho, pero no había rastro de sus ropas ni de su bolsa. August no se atrevía a pensar en lo que tal cosa podía significar, de modo que se abalanzó hacia el escritorio y levantó la cubierta que daba a una de las bisagras. Se abrió, revelando su interior hueco. August introdujo la mano por dentro del escritorio, y se vio inundado por una oleada de alivio al palpar el envoltorio del manuscrito. ¿Pero dónde estaba Izarra? Volvió a mirar a la cama, a la huella que el cuerpo de la mujer había dejado en el colchón. Lo primero que pensó fue que la habían secuestrado. Maldiciéndose por haberse marchado, se sentó en la cama y golpeó con los puños la almohada, presa de la frustración. Fue entonces cuando vio la nota, escrita en español. Sintiendo que el estómago se le encogía, la tomó entre sus dedos:
Querido August, fui a la estafeta central y recogí un telegrama de Jacob. Está en Ginebra. Dice que Tyson se encuentra allí, y que el acuerdo entre los Estados Unidos y Franco es inminente. Me voy con él. Estoy segura de que esta es la única manera de atrapar a Tyson y sabotear el pacto.
Izarra.
Furioso, August arrugó el papel en un puño.
—¿El pájaro ha volado del nido? —la voz de Karl resonó entre las paredes, y August se volvió en redondo, asustado.
—Jesús, qué susto me has dado. Pensaba que no había nadie más aquí.
—Lo siento, en la cárcel tuve que aprender a moverme sin hacer ruido. La invisibilidad era la mejor manera de sobrevivir, y yo la he perfeccionado. —Miró la camisa de August—. ¿Estás sangrando?
Sorprendido, August se subió la manga. Estaba empapada de sangre, la sangre de Olivia, al haber sostenido su cuerpo moribundo.
—No es mi sangre, alguien intentó salvarme. Me han disparado, aunque lo más extraño es que lo han hecho con un arco, en el Blankenese.
—Bueno, las flechas también matan. ¿No te siguieron hasta aquí?
—Los despisté en el Speicherstadt.
—Bien. Agradecería que no dejases demasiados cadáveres a tu paso. Puedo explicar uno, dos es ya un poco más complicado. —Echó una mirada a la carta que August seguía sosteniendo entre los dedos—. ¿Así que la vasca se ha marchado, amigo mío?
—A Ginebra. No puedo culparla, probablemente sea la mejor estrategia.
Karl observó con desaprobación la cama deshecha:
—Y supongo que vuestra relación ya ha dejado atrás el platonismo, ¿no?
August sonrió, aunque a regañadientes:
—Es una gran mujer, Karl: valiente, decidida.
—Y testaruda. La verdad, las mujeres que no puedes controlar son las mejores. ¿Qué hay en Ginebra, aparte de las Naciones Unidas y algunos bancos suizos?
—Las Naciones Unidas van a pasar una resolución para aceptar el pacto de defensa entre los Estados Unidos y Franco. Le prometí a Izarra que haría lo que estuviese en mi mano.
Karl se volvió hacia la mesa, reparando en que la cubierta del escritorio colgaba como una bisagra rota.
—Te traigo malas noticias. He hecho unas cuantas averiguaciones, y me he enterado de que la Interpol y los americanos están tras tu pista. Pero lo más preocupante de todo es que sus pesquisas son de carácter extraoficial.
—Eso explicaría la profesionalidad de mi perseguidor. —August se acercó al escritorio y sacó la crónica. Karl le dedicó una sonrisa cómplice.
—Por lo visto, tienes algo que mucha gente desespera por obtener.
August apretó el libro contra su pecho.
—O quizá tenga algo que no quieren que salga a la luz.
—Gus, ¿quién es ese hombre al que persigues?
August apartó la mirada. No era que desconfiase del alemán: simplemente, no podría soportar una muerte más, y menos la de un individuo que había arrostrado tantas suertes adversas, un luchador con una aptitud casi sobrenatural para la supervivencia.
—Si te lo dijera, te matarían, como mataron a Jimmy y a Edouard.
Karl suspiró:
—Comprendo, pero me hubiera gustado ayudarte. Las cosas han estado demasiado tranquilas por aquí desde la liberación. Por supuesto, siempre estarán Alemania Occidental y Berlín: creo que la situación va a ponerse de lo más interesante, una vez Stalin ha muerto. Todo el mundo está de los nervios. Va a ser de lo más divertido, Gus.
Sonrió abiertamente y dio una palmada en el hombro de August.
—Ya me has ayudado mucho, Karl, pero, mientras tanto —August señaló la Rolleiflex que había dejado en la cama—, hay unas fotos que me gustaría revelar.
El papel fotográfico flotaba en la cubeta, desvelando progresivamente una imagen en grises y negros a medida que los productos químicos liberaban su magia. Por fin, el cabalístico diseño del Árbol de la Vida surgió como una enrevesada matriz. Era más pequeño que los otros dos laberintos, y estaba circundado por una pared de piedra, pero los setos del dédalo de Blankenese no dejaban por ello de evidenciar su trazado. August sacó la fotografía empapada de químicos con un par de pinzas, y la colgó junto con las otras dos fotos que había sacado. Al otro lado de la puerta podía escuchar a Karl y al joven comunista que llevaba el establecimiento discutiendo a gritos, en un alemán gutural, sobre quién iba a ser el siguiente líder soviético.
Reconcentrándose en su labor, August observó la imagen que se secaba en el cordel, donde se reproducía el sefiroth central. El tercer círculo, comenzando desde la base del diseño, resultaba espectacular comparándolo al resto: era de follaje oscuro, y resaltaba entre los yermos círculos que le rodeaban, ese puñado de esferas blancas que parecían proteger a la negra. Era como un mensaje en código morse, una cifra que revelaba el lugar donde se asentaban los otros sefiroths que, al igual que este, habían sido cultivados. August se sentó en el pequeño banco enclavado bajo la luz infrarroja y examinó las imágenes de los otros dos laberintos. Un anagrama, le había dicho Olivia Henries, a punto de morir. Había traducido lo suficiente como para saber que Shimon mencionaba la existencia de otro laberinto más, pero las páginas del último capítulo habían sido arrancadas del libro. Con todo, los tres laberintos que había conseguido fijar en la placa fotográfica constituían una hilera de sefiroths cultivados: esa debía de ser la pista principal. La línea que trazaban podía ser una manera simbólica de alcanzar la iluminación, supuso August, recordando las palabras de Jacob. Quizá Shimon había descubierto la ruta más rápida y directa para lograr la iluminación, a juzgar por el profundo significado que tanto los cabalistas como los ocultistas atribuían a los treinta y dos senderos que podían seguirse para alcanzar el plano espiritual más elevado.
Hasta el momento, aquella línea había pasado directamente de la base Malkuth/Reino —el primer sefiroth que había sido cultivado en el laberinto hallado en el País Vasco— al siguiente sefiroth ubicado en el tronco central, Yesod/Fundación —cultivado en el laberinto de Avignon—, y ahora el de Tiphareth/Belleza, la tercera base del mencionado tronco. Era demasiado simple, demasiado fácil. Pero a menos que obtuviera una fotografía aérea del cuarto laberinto, era imposible saber qué camino seguiría la línea a partir de Tiphareth. Podía seguir el camino de la derecha —en dirección a Chesed/Bondad, hacia arriba, o Netzach/Victoria, hacia abajo—, o podía seguir el de la izquierda —en dirección a Geburah/Severidad, hacia arriba, o Hod/Esplendor, hacia abajo—. ¿Era posible que las letras hebreas con que comenzaban los nombres de cada sefiroth pudieran componer un anagrama que, una vez traducido, reprodujese otro mensaje? Aun así, August no comprendía el significado de las plantas que tan cuidadosamente habían sido acicaladas y sembradas en cada uno de los correspondientes sefiroth. También ellas tenían su propio significado de naturaleza mística: ¿podría ser que sus nombres constituyeran el anagrama? ¿Y qué quiso decir Olivia al asegurar que los laberintos eran enclaves sagrados? Fuera cual fuese su poder, se trataba obviamente de un poder sagrado, secreto, por el que ella no había vacilado en sacrificar su vida. ¿Pero por qué quiso salvarle a él? La idea de que había estado representando un papel previamente asignado tomaba forma en el fondo de su mente. ¿Hasta qué punto controlaba August cuanto sucedía? ¿Estaba siendo víctima de la misma obsesión que arrastraría a Shimon y, probablemente, al joven monje Baptise, a una muerte prematura? ¿Era Tyson quien movía los hilos? ¿Lo estaban manipulando de alguna manera que él desconocía? August examinó atentamente la fotografía del laberinto alemán. Las ennegrecidas ramas de un árbol que se recortaba allá al fondo le recordaron al cabello de Izarra, desparramado la noche anterior sobre la almohada. La idea de que, sin saberlo, podía haberla atraído a un terrible peligro le hacía sentir odiosamente culpable. ¿Pero qué podía hacer? ¿Seguir el viaje emprendido por Shimon Ruiz de Luna hasta el cuarto laberinto, y obtener así la siguiente pista que le permitiría conocer el lugar donde se ocultaba el tesoro de Elazar ibn Yehuda, o cambiar roles con Tyson y perseguirlo hasta Ginebra, y reunirse así con Izarra y Jacob?
Aquella tarde, tras desprenderse del bigote falso y ponerse unas gafas, cogió el tren expreso a Ginebra.
Tyson contempló el lago Ginebra, de pie ante un grupo de bañistas que tomaban el sol en el embarcadero de madera de Bains des Pâquis. Se recreó en observar la variedad de cuerpos que se desmadejaban en las tumbonas, desde el robusto hombre de mediana edad a las esbeltas bellezas de piernas alargadas, tanto de un sexo como de otro, que ignoraban deliciosamente el poder que tenían sobre el resto. Era todo tan humano, tan animal. Eso le gustaba; le gustaba observar los fallos, los cambiantes flujos y reflujos de atracción y repulsión que, como la electricidad, unían a observadores y observados. Quizá era así como funcionaba en verdad el mundo, caviló Tyson; quizá era el modo en que la gente percibía a sus semejantes lo que definía la existencia de un hombre. Si las cosas sucedían así, ¿quién era entonces él? Una presencia imponente, le gustaba pensar, imaginando con sumo placer el aspecto que Olivia debió ofrecer cuando la flecha de Vinko alcanzó su cuerpo. Casi se podía decir de él que era un dios, con similar poder para dar o quitar la vida. Consultó su reloj: le quedaban dos horas para reunirse con el general español, dos horas para jugar un nuevo juego de estrategia. La conferencia que al día siguiente tendría lugar en las Naciones Unidas prometía ser el cenit de sus complicadas y trabajosas maniobras, todas las negociaciones que había puesto cuidadosamente en liza. No le gustaba la idea de que una pasión pudiera amenazar con destruir otra. El libro no tenía que entrometerse en sus planes de alianza con España. Si salían a la luz sus intereses personales, tendría que enfrentarse a un juicio sumarísimo, si es que antes no lo cesaban de su cargo. Que jodiesen a Winthrop, la verdad es que tenía que haberlo matado en el laberinto. Al menos podía haber salvado a Vinko. Pero no era capaz de quitarse de la cabeza las palabras del vendedor de antigüedades. «Ángeles buenos y malos». Se adentró en el laberinto después de que August se hubiera marchado, y no encontró nada salvo un puñado de arriates circulares, todos ellos sin cultivar, salvo uno, y en el centro de uno de los senderos descubrió esas extrañas huellas horadadas en la piedra. ¿Qué estaba pasando por alto? Quizá no debía haber ordenado la muerte de Olivia, después de todo: ella hubiera podido responder a todas sus preguntas. Bueno, daba igual: la paciencia era la mejor aliada del cazador, se recordó Tyson. Se sentó en una de las tumbonas, no sin antes darle al encargado un franco más de propina, y se tendió allí, sin importarle lo incongruente que resultaba su corpachón envainado en un traje confeccionado a medida en la Quinta Avenida entre aquellos adoradores del sol que le rodeaban. Observó distraídamente el ferry que surcaba las aguas en dirección a la orilla izquierda del lago. No tenía ninguna prisa. Consultó de nuevo su reloj: el tren de la noche procedente de Hamburgo llegaría a las nueve y media, y poco antes había recibido en la base británica de Hamburgo el cable de un amigo, por el cual se le informaba de que Winthrop había sido visto embarcando en el tren. Dejando escapar un bostezo, Tyson se relajó en la tumbona y se ofreció a que los rayos de sol calentasen su rostro, cubierto por unas gafas de sol. La verdad es que el profesor no podía ser más predecible. Había llegado el momento de hacer una llamadita a Winthrop padre.
August aguardaba ante la puerta de Gare de Cornavin. Las calles de Ginebra, intocadas por la guerra, hervían de lo que podría considerarse una opulencia típica del viejo mundo, de modo que no resultaba difícil sentir allí, más que en ninguna otra parte, los efectos del choque cultural. El viaje en tren había inundado a August de tensión e inquietud, y ahora se sentía aliviado al descubrir que el pasaporte falso que Edouard le había entregado no parecía haber pasado por el radar de la Interpol. La policía de la frontera suiza había actuado con eficiencia, educación e indolencia. Examinaron la fotografía que aparecía en el pasaporte y sonrieron cuando, haciendo un chiste, August se despojó de las gafas para dejar claro que el hombre de la imagen era él. Y ahora con el libro en la bolsa, y la bolsa apretada bajo su brazo, se sentía extrañamente invencible, como si la suerte que debía acompañarle se viera aumentada cada vez que conseguía burlar a las autoridades. Era una sensación tan irreal como peligrosa, que ya conocía demasiado bien desde su época en las trincheras: «la suerte de los tocados por la gracia, los tocados por la gracia que nunca mueren», eran los nombres que le daban a aquello en la brigada.
En Ginebra hacía más calor que en Hamburgo, y los primeros barruntos del verano se dejaban ver en los capullos en flor que cabeceaban en los arriates dispuestos frente a la estación. Tras rodear la manzana, examinando cuidadosamente a los peatones, August procedió a caminar en dirección al barrio de Les Pâquis, una zona famosa por sus hostales para inmigrantes, los clubes nocturnos y las casas de putas. También estaba convenientemente cerca del Palais des Nations y el edificio de las Naciones Unidas. Si Izarra se había alojado en algún sitio, tenía que ser allí, decidió.
Les Pâquis era una madriguera de apartamentos baratos y casas de huéspedes para los trabajadores italianos y demás refugiados sumidos en la miseria que buscaban en Suiza una segunda oportunidad. August probó en diversos hostales, pero ninguna mujer española que respondiese a la descripción de Izarra se había registrado en ninguno de ellos durante los últimos días. Todavía convencido de que Izarra tenía que estar allí, August decidió regresar más tarde, pero al alejarse de uno de los hostales vio su propio reflejo en el escaparate de una tienda. Estaba sin afeitar y llevaba los pantalones arrugados, aparte de que esas mismas prendas las vestía desde que abandonó París, con lo cual su aspecto no distaba mucho del que tendría el inevitable albañil sin empleo o el inmigrante más pobre. Tenía que disfrazarse. Echó un vistazo a la calle; allá lejos pudo ver un cartel de neón que anunciaba una sauna exclusiva para caballeros. Era una treta que ya había usado antes: no era demasiado ético, pero resultaba efectivo. Enderezando la espalda, August comenzó a caminar.
Aparte de August, había otros dos individuos en el vestuario: un hombre de negocios, algo fornido, que acababa de quitarse los pantalones, y un rollizo hindú que, desnudo, se secaba escrupulosamente su húmeda espalda. El lugar olía a desinfectante barato. August miró furtivamente en derredor; a través de una puerta de cristal pudo ver unos baños flanqueados de bancos de madera, en los cuales varios hombres desnudos reposaban lánguidamente. Estaba claro que se trataba de un lugar de encuentros. Frente a la puerta de los baños había otras puertas que parecían conducir a nuevas salas: eso le permitiría ganar tiempo. August se desabotonó la camisa y la dejó caer al suelo. «Mírame, mírame». Esperaba que el hombre de negocios se volviese hacia él. «Eso es, muerde el anzuelo».
El hombre, que no debía tener más de cuarenta años, miró valorativamente a August, que a su vez aquilató las dimensiones físicas del individuo en cuestión de segundos. Más o menos tendría las hechuras de August, y el traje, ahora doblado en el banco, parecía muy caro. August le devolvió la sonrisa, un gesto sutil para animarle a dar el siguiente paso. Vestido únicamente con una toalla alrededor de la cintura, y visiblemente excitado, el hombre asintió discretamente e hizo un ademán con la cabeza hacia una de las puertas. August asintió y con otro gesto le indicó que estaría allí en un minuto. Tras echar otra mirada a August, el hombre de negocios se introdujo en una de las habitaciones. Al marcharse, el indio regresó a los baños, dejando a August solo en el vestuario.
En un minuto, se puso el traje del hombre de negocios, se anudó la corbata y se marchó de allí.
A una manzana de donde se encontraba la sauna, August se internó en una tienda de segunda mano y compró una vieja maleta, en la cual guardó todas sus pertenencias: el toque final con el que rematar su disfraz.
El edificio de las Naciones Unidas era enorme. Resultaba difícil no sentirse intimidado por sus impresionantes dimensiones: construido en el estilo de un templo griego, sus columnas jónicas se perdían en lo alto de un cielo perfectamente azul. Había sido construido para impresionar a todo aquel que lo viese, y convertir al apabullado transeúnte en un simple soldado de infantería del que se esperaba que sirviese a un ideal mayor que su mera mortalidad. Para envalentonarse, August recordó la ineptitud de la Liga de las Naciones, de infausta memoria, que sembró el camino para la Segunda Guerra Mundial, y avivó el paso al subir las escaleras, simulando la naturalidad de quien ha hecho el mismo camino cientos de veces. Adentrándose en las sombras proyectadas por las columnas y por entre las enormes puertas de cristal, se acercó a la mesa de recepción.
—Bonjour, madame, he venido a ver al señor Clarence Winthrop. Creo que puede encontrarlo en las dependencias de la delegación americana.
La recepcionista, una mujer rígida, de unos cincuenta o sesenta años, consultó la lista que tenía ante sí.
—El señor Winthrop se encuentra en el edificio. ¿Le está esperando?
La mirada de la mujer se detuvo por unos instantes en la chaqueta que August vestía. Este bajó la vista y se dio cuenta de que había olvidado ponerse uno de los botones.
—Por supuesto. —August miró el enorme reloj que colgaba de la entrada al vestíbulo principal—. De hecho, me espera desde hace cinco minutos, y el senador Winthrop es un hombre sumamente puntual.
Aquella presión subliminal funcionó. Es la clase de cosas que los suizos cuidan hasta la náusea, pensó August, agradecido, sin embargo, cuando la recepcionista alargó el brazo para coger el auricular del teléfono.
—¿Su nombre cuál es?
—Monsieur Tubbs —respondió sin inmutar una ceja, consciente de que su padre reconocería aquel nombre.
Tres minutos después, la mujer le condujo hasta las oficinas de las Naciones Unidas que había tras la enorme sala de reuniones.
El senador Clarence Winthrop estaba sentado tras una enorme mesa de roble, la cual resultaba más notable por su superficie inmaculada, vacía, que por la inmensidad de su tamaño. Un único documento yacía en ella, aparte de un enorme cenicero de cristal, situado a su lado, en el cual un puro —cubano, sin duda—, se consumía con parsimonia. Tenía la cabeza doblada, enfrascado como se encontraba en la lectura del documento, y su cabello, espeso y negro en el pasado, empezaba ahora a clarear, y August observó con sorpresa que lo tenía completamente blanco. Era un amargo recordatorio de los años que habían pasado desde la última vez que se vieron cara a cara. El diplomático levantó la vista cuando August cerró la puerta. Sus ojos se encontraron, y August sintió que el estómago le daba un vuelco pese a toda su resolución. «¿Cómo puedo haber sido hijo tuyo, cuando no compartimos nada salvo nuestra frialdad de corazón?».
Su padre, un hombre alto de imponente presencia, no había perdido nada de su aire patricio, presidencial. Miraba a su hijo con semblante inexpresivo, y este pudo reparar en que su tez rubicunda tenía las manchas propias de la edad. Sin pronunciar palabra, el diplomático se llevó el puro a la boca, aspiró y exhaló con los ojos cerrados, y August vio también que las anchas manos que recordaba desde que era un niño estaban sembradas de pecas, recorridas por unas venas hinchadas, azules. «Así que el patriarca es mortal», pensó amargamente para sí, «larga vida al patriarca». El silencio que se extendía entre ellos le producía una insoportable tensión. Sin saber qué hacer, August optó por avanzar hacia el centro de la sala, y reparó en que, encima de un montón de periódicos y revistas apilados descuidadamente sobre una mesilla situada contra la pared, había un pase de las Naciones Unidas. Su padre se frotó los ojos.
—¿Así que monsieur Tubbs? Estaba seguro de que solo podía tratarse de ti —señaló Clarence Winthrop, sin ninguna inflexión en la voz—. De modo que todos esos años leyendo Moby Dick al final sí que sirvieron de algo. ¿Y a qué se debe este honor? El hijo pródigo regresa para inquietar a su moribundo padre.
August retiró una silla que había frente a la mesa. La última vez que vio a su padre fue a finales de 1938, coincidiendo con su regreso a Londres procedente de España. Su padre visitaba en esos días a su buen amigo el senador Joseph Kennedy, quien por entonces ocupaba el cargo de embajador de los Estados Unidos en la capital británica. Tanto Kennedy como Winthrop se deshacían en elogios hacia el canciller alemán Herr Hitler, una opinión que Clarence Winthrop había defendido alto y claro en una cena en la embajada, para espanto de August. Padre e hijo habían discutido públicamente y luego continuaron sus disensiones en privado, y aquello concluyó con el rechazo de August por seguir los deseos de su padre para que regresara a Boston y comenzara allí una carrera militar o política, que, por supuesto, el senador no vacilaría en facilitar. La discusión terminó violentamente en tablas, y desde entonces los dos hombres no se habían dirigido la palabra. Ahora, August recordaba esas manías y opiniones de su padre que él aborrecía con todas sus fuerzas. Observándole, August reparó con un silencioso estremecimiento que su padre sostenía el puro exactamente de la misma manera en que él sostenía sus cigarrillos: parecían los mismos dedos alargados, las mismas manos ahusadas. Pese a su repugnancia, luchó contra el impulso de encender un cigarrillo.
—¿Te estás muriendo? —preguntó August, intentando que sus palabras no sonasen demasiado esperanzadas.
—No. Pero tú morirás muy pronto, si no te andas con cuidado. Pareces un viva la vida del montón. Supongo que eso es lo que los espías calificáis de «disfraz».
Podía decirse que el senador había escupido aquella palabra, y August supuso que estaba mejor informado de lo que pretendía aparentar.
—Oh, vamos, senador, soy demasiado ingenuo como para ser un espía. Sin duda recordarás esa característica mía, ¿verdad?
Era un riesgo calculado. Remejiéndose en la silla, August fingió una displicencia divertida, típica del diletante. Esa era la forma en que siempre había imaginado que su padre lo recordaría al pensar en él. El senador Winthrop lo examinó atentamente a través del humo de su habano.
—Cierto, trabajabas como investigador por cuenta propia, ¿no?… Un escritor, o comoquiera que se llame ahora a un agitador. Pero la pregunta, August, es —se inclinó hacia delante—, ¿a qué viene esta visita, después de quince años, y en Ginebra, en las Naciones Unidas?
—Ya sabes el motivo.
Clarence dejó caer la ceniza en el enorme cenicero que descansaba sobre la mesa, fraguado con la forma de un aeroplano, cuya inscripción, en la base de madera, indicaba que se trataba de un regalo de la Primera División de Infantería, 1917-1919. La ceniza cayó en una suave cascada de polvo gris.
—Puede que sí, puede que no. Quizá solo quiera escuchar tus ruegos, por una vez en la vida.
—Eso no va a ocurrir.
—Entonces imagino que no podré ayudarte.
Hubo una breve pausa en la que los dos hombres se midieron con la mirada. En una oficina cercana sonó un teléfono, pero la llamada se cortó enseguida.
—¿Qué tal está mi madre?
—Ya sabes cómo está, hijo. Sé que os escribís.
La mano de Clarence gravitó peligrosamente sobre el teléfono. De un momento a otro, August sabía que levantaría el auricular y llamaría a seguridad.
—Senador, si he venido aquí es porque sé que va a haber un nuevo intento por parte del ejecutivo americano para que Franco sea aceptado por las Naciones Unidas, y sé también que Truman planea firmar un pacto de defensa con el dictador en el mes de septiembre.
No era un ruego, ni una disculpa, sino una afirmación contundente, que no admitía réplicas, pero, con todo, tan pronto dijo aquello, August sintió que el miedo a decepcionar a su padre comenzaba una vez más a hurgar en la boca de su estómago. «El muy cabrón todavía tiene ese poder sobre mí». August intentó reprimir sus deseos de levantarse y marcharse.
—Por Dios, August, ¿cuándo vas a empezar a sorprenderme un poquito? ¿No sabes quién acaba de morirse? ¡Stalin! ¿Tienes alguna idea de lo que eso significa para la seguridad de los Estados Unidos? Puede que estemos al borde de una nueva guerra mundial, y sabemos que los soviéticos disponen de armas nucleares. Washington podría ser la próxima Hiroshima a menos que tengamos bases militares lo bastante cerca de los rusos como para que podamos atacar primero. Necesitamos las bases españolas.
—Franco es un fascista. Doscientos veintiséis millones de dólares podrán financiar su régimen durante décadas. Y hablamos de alguien que ha matado a cientos de miles de personas… su propio pueblo.
—Y los soviéticos nos matarán a nosotros si les damos la más mínima oportunidad. Yo veo el escenario completo, August. Tú, como siempre, solo ves las cosas a través de la estrechez de miras típica del idealista. Supongo que estarás confabulado con ese demente inglés. —Bajó la vista al informe que tenía ante él—. Ese tal Jacob Cohen. —Frunció las cejas, disgustado—. Probablemente se trate de un sionista.
Jacob. La mente de August empezó a dar vueltas, valorando todas las posibilidades que aquello podía implicar.
—¿Qué pasa con él?
—Se infiltró ayer en la conferencia y organizó una protesta.
—¿Lo han arrestado?
—Es ciudadano británico. Pero los suizos lo han puesto bajo custodia. ¿Es amigo tuyo?
August prefirió cambiar de tema.
—¿Así que no vas a ayudarme, no?
—Claro que sí. Te ayudaré ahora mismo de la siguiente manera: yo no levantaré el auricular del teléfono para llamar a seguridad. Y tú tendrás, digamos, unas doce horas para largarte de Ginebra, tras lo cual alertaré a la Interpol y a los tipos de mi propia agencia acerca de tu presencia en la ciudad. Creo que es lo justo, ¿no te parece?
August se levantó de la silla.
—Sabía que era una mala idea venir aquí.
—Pues, por si en algún momento de tu vida sientes cierta atracción por los bienes materiales, también habrás de saber que ya no estás en mi testamento. Para mí no existes.
August contempló el semblante de su padre, buscando el menor atisbo de empatía, la más pequeña señal de que en aquella maquinaria que tenía dentro había indicios de alguna emoción. Nada. Su rostro era tan expresivo como un trozo de corcho, y lo único que le delataba era el ligero estertor que hacía palpitar una esquina de su mandíbula de granito.
—¿Tanto te he decepcionado? —le preguntó apenas con un hilo de voz.
—Bah, solo agradezco haber tenido dos hijos.
Como si con aquello pusieran punto final a su relación, Clarence le dio la espalda y asomó por el enorme ventanal que había tras él, proporcionándole una magnífica vista del césped perfectamente acicalado de la Corte de Honor. Tratando de sobreponerse a sus propios sentimientos, August procedió a abandonar la sala, no sin antes hacerse con el pase que había sobre la mesilla.
—¿Que los suizos han hecho qué? —gritó Malcolm por el auricular del teléfono al asesor del embajador—. Cohen está bajo nuestra jurisdicción: es objeto de una investigación del MI5, y no tiene nada que pueda importarle a los suizos.
—Ha cometido un delito en territorio suizo, y en las propias Naciones Unidas.
—¿Cuánto tiempo pueden retenerlo?
—Otras doce horas más.
El asesor parecía joven, nervioso y prácticamente recién salido de alguna escuela privada de bajo perfil al oeste de Kent, pensó Malcolm, nada generoso con aquel individuo. Por el amor de Dios, cuánto aborrecía tratar con principiantes.
—Asegúrese de que los suizos reciben nuestro más profundo agradecimiento —replicó, con la voz cargada de ironía, y luego colgó con violencia. Centró entonces su atención en el agente que aguardaba en el pequeño sofá situado bajo la ventana estilo Regencia que asomaba al lago Lemán.
—Bonita suite. Debes gustarle mucho a Upstairs. ¿Tiene también mini bar?
—Pura apariencia. Solo soy un hombre de negocios de visita en la ciudad, ¿recuerdas? —saltó Malcolm. Intentaba recuperar cierto terreno para establecer su estrategia: la situación al completo se le estaba escapando de las manos, y si no detenía a August ahora, su trabajo pendería de un hilo. Estaba convencido de que August se encontraba en algún lugar de Ginebra, y lo último que necesitaba justo ahora era verse distraído por las artimañas de algún disidente independiente como Jacob Cohen. Se volvió hacia su homólogo suizo, un operativo enormemente ambicioso que habían reclutado en Monte Carlo, Roger de Pestre, hijo de un antiguo diplomático belga y madre inglesa. De Pestre había recibido con los brazos abiertos tanto aquella intriga como los medios financieros que le permitían mantenerse en el circuito de los cócteles de alto copete. De hecho, en aquel momento se estaba sirviendo champán.
—Roger, quiero que te dirijas al edificio de las Naciones Unidas y hables con el secretario de Clarence Winthrop. Averigua si ha tenido recientemente alguna visita inusual. Y si alguna de ellas encaja con la descripción de August, házmelo saber. Una vez cumplas ese cometido, te enviaremos a la comisaría de policía de Le Havre para un asunto que concierne a la seguridad británica. Haz que Cohen cante, en una palabra. No me importa cómo y tampoco necesito conocer los detalles. Si no canta, siléncialo. Y que parezca que ha sido por su propia mano.
De Pestre sonrió. Malcolm siempre había sospechado que el tipo era un sádico.
—Será un placer. —De Pestre levantó la copa de champán—. Chin-chin.
August aguardaba en una de las oficinas de Le Havre, la comisaría de policía de Ginebra, a la espera de ver a Jacob Cohen. En recepción había dicho, haciendo gala de su mejor acento británico, que era un periodista del diario The Times y que, a menos que le permitieran escuchar de labios del señor Cohen su versión de la historia, August no dudaría en publicar las más sabrosas revelaciones acerca de la falta de libertad de prensa de que disfrutaban en la muy democrática suiza. La treta terminó por funcionar: después de que en un principio se negasen a recibirlo, August amenazó con telefonear al embajador británico, viejo amigo suyo, quien, afirmó, iba a tomar buena nota del hecho de que un inglés no pudiera hablar con otro ciudadano británico. En realidad, August conocía al asesor del embajador —habían estudiado juntos en Oxford—, pero dudaba que se acordase de él, salvo por la circunstancia de que se había acostado con su hermana.
Condujeron pues a August hasta una habitación vacía, donde únicamente había una mesa y una ventana cruzada por seis barrotes, bajo la cual aguardó maletín en mano. Tras unos minutos, un guardia llevó a Jacob a la sala. Apenas se molestó en levantar la vista hacia August: se mostraba apático, vencido. «Oh, Dios, ¿qué te han hecho?». Jacob se sentó ante la mesa, y August hizo lo propio frente a él. Tenía un ojo morado y una muñeca vendada: lo cierto es que no parecía reconocer al americano, aunque solo estaba aguardando a que el vigilante abandonase la sala y cerrase la puerta a su espalda.
—Así que, después de todo, sí que has venido.
Jacob levantó la vista, luchando por reprimir sus emociones.
August abrió el maletín y sacó las tres fotografías de los laberintos, junto con un cuaderno. Señaló la muñeca de Jacob.
—¿Te lo han hecho los guardias?
—No, aquí me tratan muy bien. Fue un miembro de la seguridad de las Naciones Unidas. Hubo una refriega en la sala de prensa.
—Sí, algo he oído de que montaste una buena.
—Él estaba allí, August. Tyson. Tan petulante como el que más, y sentado entre la legación americana como si no fuera un criminal, como si fuera humano. No pude evitarlo, perdí el control. ¿Has ido a ver a tu padre?
—Fue él quien me dijo que podía encontrarte aquí. Aparte de eso, la visita fue una absoluta pérdida de tiempo, salvo por el hecho de que ahora solo tengo —consultó su reloj— unas once horas antes de que me entregue a la CIA y la Interpol.
—¿Tu propio padre?
August no necesitaba responder a aquello: su cara lo decía todo. Jacob se inclinó hacia delante.
—Tyson está en el Beau Rivage, habitación treinta y nueve —dijo, con una voz baja y apremiante—. Y él no es el único. Uno de los miembros de la delegación española está también allí. Un general llamado Molivio.
August palideció.
—¿César Molivio? ¿Estás seguro?
—Completamente. ¿Has oído hablar de él?
El sonido de la voz del general resonó en la mente de August, sus inflexiones tranquilas, que no trataban siquiera de imponerse a los gritos del americano: «El problema que tenéis los jóvenes es vuestro idealismo. ¿Crees de veras que tus amigos comunistas apoyarán al pueblo si alcanzan el poder? Mi querido amigo, estás completamente loco. Serán peores que Franco. Dime quiénes son y podrás salvarte».
—Me torturó en España. Pero por entonces no pasaba de ser un mero oficial.
—Parece el tipo de individuo que se llevaría muy bien con Tyson.
—¿Dónde está Izarra? Te siguió a Ginebra dos días atrás. ¿La has visto?
—Justo antes de que me introdujese en el edificio de las Naciones Unidas.
—¿Se encuentra bien? ¿Dónde se aloja?
—En alguna parte del barrio de Les Pâquis, no sé dónde con exactitud. Escucha, tienes que sacarme de aquí lo antes posible. Tyson me matará si los ingleses no me reclaman, y, francamente, hay pocas posibilidades de que lo hagan.
—Te prometo que te sacaremos de aquí.
—Otra cosa, August, por si acaso me sucede algo… —Arrastró el cuadernillo hacia sí y garabateó algo en una hoja—. Este es el número y el código de una de las taquillas de la estación de Cornavin. En su interior hay un documento del FBI que logré robarle a Tyson. Todo cuanto necesitas para denunciar sus maniobras se encuentra ahí.
Se oyó un golpe en la puerta y el vigilante asomó la cabeza al interior de la sala.
—Dix minutes! —ladró, y luego cerró de nuevo.
—Necesito que me ayudes en algo. —August señaló las tres fotografías, que colocó en paralelo sobre la mesa—. Este es el tercer laberinto. —Mostró a Jacob la fotografía del laberinto de Blankenese—. Como puedes ver, en este laberinto es Tiphareth, el tercer sefiroth a contar desde la base, el que ha sido cultivado, en este caso con bayas y hojas de laurel. Malkuth tenía lirios y flores de verbena, mientras que Yesod albergaba anís y raíces de mandrágora. ¿Crees que esto puede conformar un anagrama?
Jacob examinó los laberintos, pensativo.
—Si lo hay, no estará oculto bajo los nombres de las hierbas, sino más bien en el orden de los sefiroth que han sido cultivados: la «M» de Malkuth, la «Y» de Yesod y la «T» de Tiphareth. Eso por sí mismo no tiene ningún sentido, pero si le añades una «D» al final… —Tomó la pluma de manos de August y trazó un nuevo círculo entre el sefiroth superior, Kether, y Tiphareth en el medio—… la cual se referiría a Da’ath, obtienes «MYTD». He visto antes las letras hebreas que se corresponden con esa palabra, en la fotografía de una vieja estatua de bronce que Tyson adquirió, creo que se trataba de un icono de naturaleza mística. Lo recuerdo porque era muy extraño. Eran un par de pies alados. Esas letras estaban escritas a lo largo de la base. Significan «Los ojos de Dios». El nombre lo adoptó un culto cabalístico instaurado durante las últimas décadas del siglo XVII, y posteriormente fue tomado por un culto disidente de la magia negra creado en los años veinte, en Inglaterra, y liderado por una seguidora de Aleister Crowley: una tal Olivia Henries.
August le dedicó una mirada llena de entendimiento. Ahora, el enigma comenzaba a tener algo de lógica.
—Estaba conmigo en el laberinto. Murió en mis brazos, cuando intentaba protegerme.
—¿Olivia Henries? ¿Estás seguro?
—La conocía, Jacob. De hecho, la traté años atrás, cuando estudiaba en Oxford. Olivia Henries trabajaba en el museo en el que yo solía estudiar. ¿Pero cómo encaja ese «culto» en la desaparición de Baptise?
—A eso no puedo responder. Soy un racionalista: nada de cuanto he vivido me ha llevado a creer en Dios o en milagros. Por lo que a mí respecta, nunca parece andar cerca cuando lo necesitas.
Oyeron entonces que el vigilante quitaba el cerrojo a la puerta. Jacob aferró a August por la muñeca:
—La razón por la que sé todo esto es porque manejo cierta información acerca de que en los años treinta Tyson celebró varias reuniones de ese culto antes de la guerra. Todo está relacionado —concluyó, apremiante, cuando el vigilante ya entraba a la sala.
—No se preocupe, señor Cohen, me encargaré de que le pongan en libertad lo antes posible —dijo August, mientras guardaba sus cosas en el maletín. Se despidió del guardia con una inclinación de cabeza y abandonó la sala.
August apoyó la espalda en la chaise longue y levantó la vista al mirador que se alzaba sobre el vestíbulo del Beau Rivage. El hotel, de tres plantas, era famoso por el número de celebridades, políticos y aristócratas que se habían alojado en sus habitaciones a lo largo de las pasadas décadas, y August no podía por menos que encontrar divertido verse en un lugar así bajo aquellas circunstancias. El Beau Rivage tenía para su madre un cariz legendario, y más aún al tratarse de una de esas damas eurófilas y trepas sociales que abundaban en su época; allí se alojó tiempo atrás, junto con su inseparable mamá, a sus atolondrados dieciocho años, en ese viaje obligado que las jóvenes recién presentadas en sociedad solían hacer a la vieja Europa. ¿Qué pensaría ahora de su hijo? August no podía evitar preguntarse aquello, y se veía tal y como era ahora: como un fugitivo que perseguía a su peor enemigo vestido con un traje robado. Pobre mamá, pensó: teniendo en cuenta que siempre se había jactado de que sus antepasados se remontaban hasta el propio Mayflower, seguramente jamás le hubiera perdonado aquella afrenta.
El elegante mirador estaba construido alrededor de un patio cerrado, en el cual borboteaba su murmullo argentino una fuente de mármol rosa, creando un acogedor paisaje sonoro a aquella atmósfera que era opulenta y discreta a partes iguales, de esa forma que solo los suizos podían conseguir. Hileras de columnas cuadrangulares, también de mármol rosa, enmarcaban el patio, sobre el cual se alcanzaba a ver los balcones abiertos de los pisos superiores. August advirtió que las suites privadas estaban situadas en esas plantas, y se detuvo a observarlas sentado en el bar del hotel, con un cóctel en la mano, tratando mientras tanto de hacer ver que solo esperaba a un amigo. Miró a la mesa de recepción. El maître, un tipo guapo y profesional, se afanaba en brindar las mejores atenciones a un jeque árabe y su séquito, compuesto por dos esposas y cinco niños, vestidos con sendos trajes de marinerito y acompañados por sus correspondientes niñeras. La conmoción que había supuesto la llegada del clan árabe le había permitido a August examinar a placer el vestíbulo y los pisos que se abrían al mirador. El hotel era extremadamente exclusivo: solo contaba con treinta suites, y August sabía que la de Tyson estaba ubicada en la primera planta. Tomó un sorbo de su cóctel —un vodka mezclado con ginebra y lima—, agradecido de vestir aquel traje tan caro. De pronto, se dio cuenta de que le estaban observando. Miró a su derecha y divisó a una morena elegantemente vestida, de unos cuarenta años. No podía decirse que no fuera atractiva, y al desflorar una sonrisa coqueta, esperando a que August la invitase a unirse a él, este se sintió enormemente tentado. Qué difícil era sacudirse de encima los viejos hábitos. Tras reprenderse a sí mismo por su flaqueza, cogió un ejemplar de Der Spiegel, que reposaba en un lado de la mesa, y se enfrascó en sus páginas. Unos segundos después la mujer se marchó, bastante molesta, dejando a su paso una fragancia floral que envolvió a August cuando cruzó por su lado.
De pronto, August se vio distraído al percibir un movimiento en la primera planta. Un tipo corpulento, de tez morena, acababa de salir de una de las suites y se apoyaba en el pasamanos del balcón del primer piso, aguardando a que alguien, fuera quien fuese, saliese de la suite. Un segundo después emergió de entre los visillos el general Molivio, que se unió a su guardaespaldas mientras encendía un cigarrillo, barriendo con ojos rapaces el mirador y el vestíbulo en el que August se hallaba sentado.
August no desvió la vista, paralizado al ver tan cerca al general español. Este parecía flotar ante él, como la figura grabada a fuego que August conservaba en los más oscuros rincones de su memoria. Lo hubiera reconocido en cualquier parte. Había entrado en años, pero era él, de eso no cabía la menor duda; aquellos ojos castaños y falsamente amables, las hermosas facciones peninsulares de su rostro, aunque ahora tenía la piel un poco colgante; pero, sobre todo, el porte de astucia e inteligencia que lo acompañaban, gracias al cual había conseguido engañar a August y a muchos otros antes que él.
Incapaz de moverse, August estaba seguro de que Molivio lo había reconocido, pero para su sorpresa el general se limitó a dar la espalda al vestíbulo y apoyarla en el pasamanos, ajeno por completo a que allí había un hombre al que había torturado casi hasta la muerte, sentado a pocos metros de él. August cerró los ojos. La mera presencia del general le hacía retrotraerse a los cuatro días de terror que pasó en sus manos: el hedor de su orina y su vómito, el ruido de la taladradora bajo el rítmico siseo del ventilador del techo, la terrible humillación de tener que rogar a quien ejercía de dueño de su vida y su muerte, y por fin las extrañas circunstancias de su rescate, la incredulidad que lo asaltó al ver a Jimmy van Peters ante la puerta de su celda. Obligándose a regresar a la realidad, August volvió a levantar la vista, y vio que el general terminaba en ese momento su cigarrillo; hecho lo cual, consultó su reloj y se encogió de hombros, como si esperase a alguien.
Allá en el primer piso, otro individuo emergió por la puerta de una nueva habitación, algo distanciada del lugar en el que Molivio aguardaba. Al acercarse al general sus facciones se hicieron claramente visibles. Tyson era más alto de lo que parecía en la foto que Jacob había mostrado a August, y mucho más ancho de hombros. Bajo su traje azul oscuro daba la impresión de guardar un peligroso contingente de músculos, cultivados para su empleo en circunstancias especiales. August reconoció la postura del cuerpo: era el porte típico de quien siempre estaba en alerta y nunca bajaba la guardia. Pero, para sorpresa de August, Tyson era muy diferente del hombre que le había disparado en Hamburgo. Aquel hombre era bastante más alto, más fornido. Debía de trabajar para Tyson: ¿sería de la CIA, quizá? ¿O era un miembro del MI6?
Damien Tyson se reunió con el general Molivio junto a la balaustrada y los dos hombres se estrecharon las manos. August observó, helado de espanto: le causaba una profunda inquietud ver cómo su pasado colisionaba con su presente, su verdugo con su perseguidor. Tuvo la desasosegante sensación de que le habían arrastrado hasta aquel lugar para vivir aquel momento: como si el destino, en una palabra, lo hubiera orquestado todo para que los actores principales de aquel drama se reuniesen allí. Apenas podía respirar. Un camarero se acercó hasta él y le preguntó si deseaba tomar otro cóctel. August, soltando el aire que se acumulaba en su pecho, recuperó la compostura y le pidió la misma bebida, con toda la resolución de que pudo hacer acopio. Tan pronto como el camarero se hubo marchado, trató de escuchar la conversación que tenía lugar allá arriba. Los dos hombres hablaban en español: la voz de Tyson, bronca y casi inexpresiva, se imponía a la de Molivio, más gutural y profunda. August, sin embargo, solo escuchaba retazos de la charla: algo concerniente a la noche anterior, Molivio jactándose de algo indescifrable, Tyson replicándole con un chiste acerca de la hospitalidad americana… Finalmente, Tyson formuló una pregunta a Molivio, tras lo cual ambos enfilaron sus pasos hacia el ascensor. Sin darse cuenta, pasaron junto a August, que había ocultado su rostro detrás del periódico.
Cuando pasaron de largo, August los vio abandonar el hotel a través de las puertas giratorias, y ya en la calle los recogió una limusina con la bandera de las Naciones Unidas adherida a la antena. August dejó una buena propina al camarero y marchó tras ellos.
Molivio examinaba atentamente al americano que se sentaba junto a él en la limusina. Tyson, contra todo pronóstico, parecía nervioso. No dejaba de mover la pierna impacientemente, y miraba sin parar por la ventanilla de atrás. Malinterpretando su ansiedad, el general se inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en el hombro. Tyson se volvió, casi con un respingo.
—Amigo mío, acudir a las Naciones Unidas es una mera formalidad. Independientemente de cómo respondan, nuestros gobiernos tienen un acuerdo, ¿no?
—Por supuesto, el trato está cerrado.
—¿Entonces por qué estás tan nervioso? No es habitual en ti, Tyson. ¿Tienes un mal pálpito o qué?
El general parecía verdaderamente preocupado, pero Tyson lo conocía muy bien. ¿Nos han traicionado?, se preguntaba, mientras las alarmas resonaban en su cabeza.
—Alguien ha puesto mi nombre en una lápida —respondió Tyson en español, utilizando un proverbio que no dudaba Molivio comprendería. El general lanzó una carcajada; cualquier otro hombre hubiera pensado que estaba ridiculizando a Tyson.
—Vamos, Damien, los hombres como tú y como yo nos crecemos ante trivialidades como esa. Buscamos la muerte como otros buscan sexo.
Pero Tyson apenas si le oyó. Acababa de ver a un hombre abandonando el hotel que le resultaba turbadoramente familiar.
La cámara del consejo de las Naciones Unidas era un auditorio cuadrado con capacidad para albergar a unas quinientas personas. Comparado con la gigantesca sala de reuniones, aquel se antojaba un lugar íntimo, y ahora, completamente lleno, la atmósfera que se respiraba era de tensa expectación. August encontró un asiento en la galería pública, sobre el auditorio. Había entrado en el edificio usando el pase que había robado en la oficina de su padre. El vigilante de la puerta le había hecho una indicación para que ingresara en las dependencias tras examinar el pase, por lo cual supuso que su padre todavía no había advertido su desaparición.
Al enfilar August los pasillos de la cámara, echó un vistazo alrededor. Los delegados de los países de las Naciones Unidas se sentaban en un enorme estrado que daba a la sala, cada uno con un micrófono y el nombre de su país correspondiente en la mesa curvada: la Unión Soviética, Inglaterra, China, Francia, Estados Unidos… Al reconocer a su padre, August se agachó tras la persona que se sentaba en la hilera que había frente a él. Clarence Winthrop hablaba con otro delegado, ajeno a cuanto sucedía en la galería pública, para alivio de August.
Se sentó entonces, asegurándose de que desde donde se encontraba veía el lugar con absoluta claridad. El resto de la sala se hallaba atestada de delegados de naciones más pequeñas y otros representantes. Momentáneamente distraído por los enormes murales que decoraban las tres paredes, August levantó la vista hacia el techo y reconoció con sorpresa la obra del gran pintor español Josep María Sert. El interior de la cámara estaba decorado con murales dramáticamente monocromáticos: cinco colosos henchidos de músculos levantaban los brazos para unir las manos en el centro del techo, representando con ello la solidez de lazos entre naciones, mientras que en los tres paneles contiguos del estrado opuesto se libraba una batalla de proporciones épicas. El panel de la izquierda mostraba un ejército en plena marcha —«Los vencedores»—, un grupo de hombres musculosos y uniformados que tenían un aspecto sospechosamente fascista en opinión de August. En el panel de la derecha había una hueste de soldados andrajosos bajo el título de «Los vencidos», cinco tipos semidesnudos que parecían luchar en torno al mástil caído de una bandera, reducido a una lúgubre línea bajo un montón de cuerpos derrumbados sobre unas almenas, algunos de ellos todavía aferrados a un rifle. August no pudo evitar reparar en que todos ellos estaban vestidos de manera más variopinta, como si fueran un ejército de campesinos o insurgentes revolucionarios. Esa milicia August la conocía muy bien, y saltaba a la vista de dónde había sacado el pintor español la inspiración para producir aquella obra. Qué irónica yuxtaposición respecto al debate que iba a comenzar de un momento a otro.
Malcolm Hully cruzó las puertas correderas que conducían al auditorio. Frente a él se extendían las hileras de espectadores y delegados de toda índole que aguardaban sentados a que diese comienzo el debate. Sobre su cabeza se alzaba el balcón donde se arremolinaban los medios de prensa. ¿Dónde estaría August, si es que estaba allí? Malcolm miró atentamente la multitud, buscando a alguien que aproximadamente tuviera sus proporciones, hasta que comprendió que había un buen número de individuos que se ajustaban a la descripción. Tenía que estar muy atento, decidió. Los gestos serían los que los delatasen: es mucho más difícil alterar el modo en que uno se mueve, en especial cuando se encuentra con la guardia baja. Justo entonces Malcolm divisó a De Pestre, que se encontraba al lado de la salida opuesta. Le hizo una ligera indicación con la cabeza. Juntos procedieron a caminar por pasillos opuestos, mirando a un lado y otro de cada hilera a medida que se aproximaban al estrado.
Malcolm levantó la vista hacia el dramático mural que presidía la pared de atrás. Las musculosas proporciones de ambos ejércitos tenían una simplicidad casi poética: aquello era puramente español. Los versos de Lorca volvieron a resonar en su mente:
Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.
Malcolm se detuvo en seco, convencido de pronto del significado de los versos de Lorca: era un código tras el que se ocultaba un lugar de contacto. El lugar era España, y el objeto, alguna información interna que August conocía y que, en manos del KGB, serviría para sabotear el pacto. Sí, tenía que ser eso. Presintiendo que se avecinaba una gran catástrofe, Malcolm giró violentamente en redondo, tratando de absorber con la mirada el auditorio al completo. Varios de los asistentes le indicaron que debía sentarse, pero no se molestó en escucharlos. Se dirigió rápidamente hacia De Pestre.
Más arriba, en la galería, August recorrió con la mirada a los delegados hasta dar con Tyson y Molivio. Se sentaban a dos filas del estrado, junto a otros dos individuos que probablemente representaban a España. Estaban a unos diez metros y desde donde August se encontraba resultaban perfectamente visibles, además de que desde allí también podía vigilar las dos salidas más próximas. En el centro del estrado, el presidente de la cámara se inclinó hacia delante para iniciar con sus palabras la ronda de debates.
—El siguiente asunto a tratar en la agenda del día concierne a la propuesta de los Estados Unidos de establecer un pacto con el general Franco, por el que dicho país obtendría el derecho de emplazar bases militares en territorio español, y las acciones que las Naciones Unidas deberían emprender de alcanzarse tal acuerdo, habida cuenta de los embargos comerciales que pesan sobre el régimen de Franco. Procedemos por tanto a escuchar las palabras que el representante americano, el senador Winthrop, quiere dirigir a la cámara en relación a este asunto.
La voz amplificada del presidente de la cámara reverberó por todo el auditorio, mezclada al eco de los traductores franceses, alemanes y japoneses, como fantasmas que recorriesen la vasta sala. August observó, presa de la fascinación y el horror, que Tyson y Molivio se inclinaban hacia delante en sus asientos al ver que su padre se levantaba del suyo y se acercaba al micrófono.
—Damas y caballeros, tras muchos debates, el gobierno de mi país ha decidido que es de vital importancia…
August reparó entonces en una rubia, tocada con unas gafas y un pañuelo anudado a la cabeza, sentada en la fila que había delante de la suya, a solo unas butacas de distancia. Parecía extrañamente nerviosa, y de algún modo se le antojaba familiar.
—… Que nosotros, los Estados Unidos, prioricemos la seguridad de nuestra nación y de Europa Occidental por encima de las políticas locales. Hemos decidido, por tanto…
La mujer rubia pareció buscar algo en su bolso. August se tensó. Algo iba mal, terriblemente mal. La voz de su padre resonó sobre los frenéticos pensamientos que de pronto le embargaban.
—… Que los Estados Unidos firmarán un pacto de defensa con el general Franco.
El caos pareció apoderarse de la sala ante el anuncio del senador, de modo que el resto de su comparecencia se vio ahogado por gritos de desaprobación, algún que otro aplauso y no pocos abucheos.
Allá abajo, Tyson y Molivio se habían puesto en pie. En aquel mismo instante se dio cuenta de que la mujer del pañuelo y las gafas era Izarra. A oídos de August, todo pareció enmudecer cuando Izarra sacó el revólver de su bolso y apuntó directamente a la cabeza de Tyson. Saltó hacia delante, arrojándose sobre los asientos que tenía ante sí, y se abalanzó sobre ella, precipitándola al suelo del pasillo. A su alrededor estallaron los gritos.
—¡Izarra, soy yo! —consiguió decirle, mientras forcejeaba por inmovilizar su cuerpo. Eso pareció servir para contenerla—. ¡No digas nada!
Levantándola bruscamente del suelo, y aferrando con una mano su cintura, alzó sobre sus cabezas el pase de seguridad.
—¡La tengo! ¡Seguridad! ¡Abran paso!
Empujando a Izarra hacia la salida y obrando como si fuera un alto rango, consiguió abrirse paso entre los miembros de seguridad que se habían precipitado entre los miembros del auditorio y las butacas para llegar hasta ellos. Era una jugada ciertamente audaz, y August pudo ver que unos y otros intercambiaban miradas confusas, sin saber qué hacer.
—¡Seguridad de los Estados Unidos, abran paso! —añadió en francés y alemán para dar mayor énfasis a sus palabras, y luego se precipitó empujando a Izarra hacia la salida más próxima.
El vestíbulo de la cámara del consejo estaba desierto; en su interior, los representantes seguían mostrando todo tipo de reacciones a las palabras del senador americano. Advirtiendo la presencia de una puerta encastrada en la pared, August se apresuró a conducir a Izarra hasta allí y de un empellón hizo que pasase al cuarto vecino. Era un pequeño despacho, lleno de sillas sobrantes y cortinas. Casi de un zarpazo, August le quitó la peluca y el pañuelo.
—Dame tu abrigo —le ordenó.
—¡Estaba tan cerca! ¡Estaba a punto de conseguirlo!, ¿por qué tuviste que detenerme?
Izarra forcejeó con él. Ignorándola, le arrancó el abrigo de los hombros.
—Quítate la chaqueta y arréglate el pelo.
—¡No, no me importa si me atrapan!
—¡Hazlo!
A regañadientes, Izarra se arregló el pelo y alisó los pliegues de su falda. Sin la peluca rubia y el abrigo, resultaba irreconocible. August se quitó las gafas.
—Bien, ahora saldremos por esa puerta con toda calma. Si alguien nos para, yo hablaré por los dos, ¿de acuerdo?
—August, yo…
—¿De acuerdo?
Izarra asintió sin decir palabra. August entreabrió la puerta de servicio y asomó al vestíbulo. Cuatro miembros de seguridad corrían por los pasillos en dirección a la cámara del consejo, dejando el vestíbulo desierto.
—¡Vamos!
Empujó a Izarra hacia el rellano y ambos se apresuraron a alejarse de allí, hecho lo cual, y caminando con total naturalidad, enfilaron sus pasos en dirección al vestíbulo de la sala de reuniones y de allí a la sala de recepción. Diez minutos después, se encontraban sanos y salvos en la Avenue de la Paix.
August asomó por entre los barrotes de la ventana que daba a un estrecho callejón. Era muy entrada la tarde, y allá abajo la calle estaba desierta, salvo por un solitario barrendero que, metódicamente, empujaba su cepillo a lo largo del arcén. August cerró las persianas, pues no quería asumir más riesgos. Miró a Izarra, que estaba sentada en una silla, con la mirada perdida en el edredón barato que cubría la cama de armazón metálico. Un calendario de algún centro turístico especializado en la práctica del esquí colgaba de la pared, y, aunque estaba fechado dos años atrás, esa era toda la decoración que había en la habitación, excepción hecha de una biblia y una radio antigua que descansaba sobre el vestidor que había junto a la cama.
—¿En qué diablos estabas pensando? Podían haberte matado de un tiro allí mismo, ¿y todo para qué?
Furioso con ella, y con esa pasividad como de trance en la que se había sumido desde que llegaron a su escondite —un hostal de mala muerte para inmigrantes, situado en el barrio de Les Pâquis—, August medía la habitación a zancadas, haciendo crujir las viejas tarimas que alfombraban el suelo. Se detuvo y se inclinó sobre ella, para que Izarra no pudiera evitar el contacto visual.
—Izarra, ¿es que no lo entiendes? ¡Podía haberte perdido!
Había bajado la voz, para intentar llamar la atención de esos ojos negros, inexpresivos. De pronto, los ojos parecieron relampaguear e Izarra se puso en pie de un salto.
—¡No lo entiendes! ¡Nada de esto tiene la menor importancia! Nosotros no importamos nada. ¡Lo único que importa es vengar a mi hermana! ¡La traición a mi gente! —Sus palabras, llenas de rabia acumulada, barbotaron en euskera, que sonaba como una explosión en sus labios. Cogió a August por el hombro y lo sacudió con fuerza—. ¡Has destrozado la posibilidad que tenía de acabar con él! ¡Quizá la única!
Su cuerpo temblaba de pura cólera.
—Izarra, atraparemos a Tyson, pero lo haremos a mi manera.
—¡A tu manera! Esa es la manera burguesa, ¡la manera de un cobarde!
August la apartó de un empellón.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Yo luché por tu independencia! ¡Vi morir a todos mis amigos!
Sus palabras surgieron con mayor acritud de la que pretendía, e Izarra se dispuso a responder a aquella exhibición de ira. Pero de pronto pareció recuperar la lucidez. Alargando un brazo, dejó caer una mano suavemente entre las suyas.
—Lo siento. Eso ha sido muy injusto, pero tienes que entender que de buena gana hubiera dado la vida por Andere. Es lo que todos hubiéramos hecho. Era algo más que mi hermana. Nos sentimos traicionadas, terriblemente traicionadas, y ahora esto… este pacto con el diablo. Ahora ya nada nos librará de Franco —terminó, casi irrumpiendo en lágrimas.
August buscó una respuesta a aquellas palabras; había una profunda verdad en todo cuanto había dicho. Izarra interpretó su silencio como una forma de expresar su aquiescencia con ella.
—¿De veras crees que, aun si conseguimos detener a Tyson y hacer que lo juzguen por crímenes de guerra, tendría un juicio justo? Forma parte del Gobierno americano, los Estados Unidos lo protegerán. ¿Cuántos alemanes salieron indemnes de los crímenes que habían cometido? ¡La mayoría de los nazis fueron sometidos al veredicto de los jueces de su propio régimen!
—Ahora es diferente, en la Haya…
—Nada cambia, August, y lo sabes. ¡Nada! —Se derrumbó contra el pecho de August, sin fuerzas—. Si no atrapamos a Tyson ahora, mi hermana habrá muerto en vano.
—Izarra, te prometo por mi vida que veremos a Damien Tyson juzgado y castigado como el criminal de guerra que es.
La miró a los ojos: la fatiga, el desconcierto y la rabia la hacían más vulnerable y poderosa, y el arrobo que despuntaba en sus mejillas tornaba sus facciones más nobles y brutalmente hermosas. Sin pensarlo, la atrajo hacia sí, y sus lenguas se confundieron, sumergiéndose en la boca del otro, buscando un solaz en aquel deseo abrumador. Las manos de August buscaron las de ella, y ambos cayeron sobre la cama, August medio esperando un combate por imponerse el uno al otro, una nueva lucha por dominar el cuerpo ajeno, pero en vez de eso vio que Izarra se le entregaba con el alma rendida, preparada para aceptar la rabia, el sexo, el deseo y el miedo. Hicieron el amor como soldados que esperasen la muerte al día siguiente.
Tras aquello, se dejaron arrellanar por el silencio, que parecía multiplicarse con el tictac del reloj que presidía la mesilla, mientras las sombras de la tarde se arrastraban sobre las tarimas. August, incapaz de dormir, envolvía el cuerpo de Izarra con sus miembros, tratando de no quebrantar la tregua que suponía aquel instante de calma: dos amantes que se deleitaban en guarecerse en el santuario de los brazos del otro, despojados del peso de la historia, de la política o incluso de la experiencia, envueltos en la misteriosa intimidad que creaba para ellos el olor del sudor y del semen. Y August se sorprendió deseando que solo fueran dos personas normales con vidas corrientes, y un amor tan sencillo y tan puro como ese. Tras aquello, se vio sumido en un profundo sueño.
Una hora después despertó al escuchar un suave murmullo. Izarra estaba desnuda frente a la ventana abierta; la brisa empujaba los visillos, envolviendo su cuerpo como una neblina del más allá. En una mano sostenía un trapo rasgado, y en la otra un encendedor, mientras entonaba un cántico en euskera. August la observó, sin saber si seguía dormido o si estaba despierto. Al tiempo que mascullaba aquel cántico, Izarra levantó el encendedor y sostuvo el trapo sobre la llamita, y luego, tras abrir la cortina de par en par, dejó que el viento arrastrase aquella ascua parpadeante.
—Que sus miembros sean arrastrados hasta las cuatro esquinas del mundo —dijo. August entendió solo algunas palabras.
Una sirena de la policía aulló a lo lejos, asustando a Izarra. Giró sobre sus talones y vio que August la estaba observando.
—Era un trozo de la chaqueta de Tyson. Lo he guardado todos estos años. Necesitaba estar en la misma ciudad que él: solo ahora he podido lanzarle mi maldición.
Su rostro se veía iluminado por la fe más absoluta; no había nada que él pudiera decir. No soy yo quien puede sacarle eso de la cabeza, pensó; todo cuanto había aprendido en Oxford, la filosofía de Descartes, la deconstrucción de los mitos y la magia ritual, se antojaban ahora terriblemente irrelevantes. Cogerá sus fuerzas de donde pueda; déjala, dijo para sí. Así que no dijo nada. Simplemente, se incorporó y se acercó a ella; el calor de su cuerpo envolvió la fría piel de Izarra, y aprovechó para cerrar la ventana.
—Vas a resfriarte así —le dijo, abrazándola con ternura.
—Lo mataré. Voy a hacerlo. —Su voz, apenas audible, reverberó contra su hombro.
Alargando un brazo hacia el testero, August encendió la radio. Un boletín de noticias en francés atronó en la habitación.
—Acabamos de recibir el siguiente cable: el joven inglés Jacob Cohen, que fue arrestado a principios de esta semana por manifestarse en la sala de reuniones del Palais des Nations, ha sido hallado muerto en su celda esta misma tarde. Las autoridades no descartan un posible asesinato y la policía se ha hecho cargo de las investigaciones. El Gobierno británico ha exigido una explicación.
August, petrificado al escuchar la noticia, subió el volumen de la radio.
—¿August? ¿He oído lo que creo que he oído? —preguntó Izarra, pálida como la cera.
—Jacob ha sido asesinado. Sabía que iban a matarle, intentó decírmelo.
—¡Pobre Jacob, tan joven!
—Tiene que haber sido obra de Tyson. Debí haber hecho algo. Debí intentar detenerle cuanto antes.
—No había nada que pudieras hacer, también tú estás en busca y captura.
August se puso los pantalones.
—¿Adónde vas?
—Si pueden matarlo con tanta facilidad, también nos matarán a nosotros. Tengo que buscar pruebas.
—¿De qué estás hablando?
—Jacob robó cierto informe de la CIA. Me dijo dónde podía encontrarlo.
Se puso la camisa y la chaqueta. Izarra se apresuró a buscar sus ropas:
—Iré contigo.
—No, iré solo. Seguro que tras lo ocurrido esta mañana habrá carteles con tu descripción por todas partes.
—Pero no puedes ir así, te reconocerán. Espera. —Cogió su bolso y se dirigió a él: sus pechos oscilaban a cada paso que daba. Sacó del interior un tubo de maquillaje.
—Toma, lo compré en el mismo sitio donde adquirí la peluca. Esto te oscurecerá la piel y parecerás mucho más moreno. Si te pones esto y los pantalones que llevabas en París, parecerás un inmigrante. Aquí nadie los considera siquiera humanos.
August sonrió:
—Veo que estás aprendiendo.
August cogió su kit de brochas y cremas y sacó el maquillaje escénico de color más oscuro, mirándose al hacerlo en el espejo roto que había sobre el desportillado aguamanil. Levantó la barbilla hacia la luz para comprobar si se había extendido correctamente el maquillaje que le había dado Izarra, tras lo cual oscureció sus mejillas, párpados y ojeras con ligeros toques de sombra. Aquello le confirió el aspecto típico de los individuos oprimidos: parecía exhausto, descarnado y mal afeitado. El mayor desafío era el color azul de sus ojos. Volvió a rebuscar en su bolsa y sacó unas gafas, una de cuyas patillas había sido pegada con celo. Eso serviría para ocultar el color del iris. Era casi imposible adivinar por su porte que se trataba de un anglosajón.
—¿Qué tal?
Izarra le examinó atentamente, rebuscó en su bolso y sacó una vieja boina negra.
—Ponte esto.
August obedeció, calándose el tocado hasta las orejas.
—Muy bien, así pareces un obrero, y de los más pobres.
—Quédate aquí. No dejes pasar a nadie. Si no he regresado en un par de horas, coge el libro y regresa a Irumendi.
—Volverás, lo sé.
En vez de responder, August la besó.
Las taquillas de la Gare de Cornavin se alojaban en una discreta sala lateral, apartada de la zona principal de la estación. El lugar seguía lleno de gente, y un gendarme suizo colocaba un cartel para alertar de la presencia del americano de cabellos rubios cuya fotografía le había sido entregada por algún superior. El policía se distrajo un momento para admirar a una atractiva mujer que acababa de romperse el tacón del zapato justo enfrente de él. Al tropezar esta, el agente se precipitó a ayudarla, sin darse cuenta de la presencia de un tipo de cabello oscuro y piel cetrina que renqueaba a su lado, tirando de una maleta bastante maltrecha, como cualquier otro obrero sin posibles de los muchos que congestionaban la estación cada día.
August presionó las teclas que conformaban el código y la taquilla se abrió al instante. En su interior, envuelto en una bolsa de papel marrón, se hallaba el informe. Grabado en su parte superior podía leerse el siguiente texto: «PROPIEDAD DE LA CIA. CLASIFICADO». August lo introdujo en su maleta y se dirigió con premura al lavabo de caballeros. Se encerró en uno de los cubículos y sacó el dossier.
Bajo el título «Perfil del agente Jester y la Operación Lagarto, 31 de octubre de 1945», se reunían todas las pruebas de que Tyson no había recibido la orden de ejecutar a los soldados que tenía bajo su mando en el pueblo de Irumendi, sino que únicamente se le había ordenado que cesase su instrucción y regresase a París, y de ahí a los Estados Unidos, lo antes posible. El informe contenía declaraciones juradas de cuatro de los oficiales que se encontraban bajo la férula de Tyson, en las que afirmaban que actuaron bajo la convicción de que las órdenes procedían directamente del cuartel general. El dossier también señalaba que los cuatro oficiales murieron en el transcurso de un año, y que ninguna de esas muertes había sido el resultado de directiva alguna de la propia Agencia. El informe sugería que Tyson estaba implicado en todas las muertes. Pero el párrafo que remataba el documento fue el que llamó la atención de August:
El agente Jester es un sujeto despiadado y perfectamente entrenado capaz de llevar a cabo las órdenes más exigentes, y en concreto aquellas que requieren de un tipo operativo determinado. Si tiene algún talón de Aquiles, es su involucración en los temas ocultos, en especial los que tienen que ver con reliquias asociadas a las prácticas y rituales ocultistas, de las cuales es un coleccionista tenaz. La Agencia y otras organizaciones han explotado en el pasado esta vulnerabilidad para su propio provecho, pero debe señalarse que tal debilidad también puede ser aprovechada por los enemigos del estado. Sea como sea, y a modo de conclusión, hay que decir que, si bien el agente Jester puede considerarse un disidente con una pronunciada tendencia a apartarse de las órdenes recibidas, y sin duda alguna se preocupa más de servirse a sí mismo antes que a la nación, no deja de ser cierto que se trata de un activo terriblemente valioso dada su relación con el régimen español y el propio general Franco. Este estatus puede cambiar en el futuro.
* * *
Izarra se colgó del cuello de August, y tiró de él hacia sí incluso antes de que este tuviera tiempo de despojarse de su abrigo.
—La información de Jacob no tiene precio.
Levantó Izarra la vista hacia August, con los ojos abiertos de par en par:
—¿Tienes algo?
August alzó el informe:
—Todo cuanto necesitamos para condenar a Tyson se encuentra aquí: pruebas de que se hallaba detrás de la masacre, declaraciones juradas, y lo mejor de todo es que él probablemente ni sepa que esto existe.
Izarra cogió el archivo de sus manos y se sentó en la cama; allí lo abrió:
—Izarra, antes de que lo leas, creo que has de saber que hay un problema.
La mujer le miró con expresión interrogante.
—La CIA no lo va a entregar tan fácilmente.
—¿Saben la clase de individuo que es y no les importa?
La voz de Izarra estaba llena de rabia y desesperación. August recogió el dossier de su regazo y lo dejó sobre la mesa.
—Te prometo que esto va a resultarnos de una inmensa importancia. Aquí dice muy claro que la mayor debilidad de Tyson es su obsesión hacia el ocultismo. Es hora de que seamos nosotros quienes empecemos a mover las piezas del tablero.
Sacó la crónica de su maletín, se puso los guantes y procedió a recorrer sus páginas.
—Jacob me dijo que Olivia Henries, la mujer de Hamburgo, formaba parte de un culto llamado Los ojos de Dios, y que Tyson había estado relacionado con dicho culto en los años treinta. Lo que desconozco todavía es si Olivia estaba asociada con Tyson u operaban por separado en busca del mismo objetivo. Olivia Henries me alertó de que Tyson era un gran Magus, ¿sabes lo que eso significa?
—Significa que es el Mal personificado.
—Lo siento, pero yo no creo en ese concepto: para un ateo como yo, el diablo no existe. Está la amoralidad, la sociopatía, ¿pero el mal? Sé que Magus significa «sabio» o «mago», pero a menos que siga el mismo sistema de creencias que Tyson, este no tiene ningún poder en absoluto sobre mí.
—Claro que tiene poder. Olvidas que yo lo conocí.
August abrió el libro:
—¿Y Shimon Ruiz de Luna era también parte del culto cabalístico original, el que tenía ese mismo nombre, los Ojos de Dios? ¿O acaso ese nombre era una metáfora que describía algo mucho más poderoso, y de manera literal?
Izarra se incorporó:
—¿Quieres decir que el nombre se traduce como «los Ojos de Dios»?
—Eso es lo que las iniciales de los cuatro sefiroth conforman cuando se juntan.
Izarra se alejó de la cama y caminó hacia el escritorio.
—¿Puedo verlo?
August dibujó las cuatro iniciales.
—El libro parece inacabado, pero tiene que haber una última pista que determine dónde se encuentra el tesoro, sea este lo que sea… Una pista que indique su ubicación exacta.
Izarra observó detenidamente las cuatro letras.
—Los ojos de Dios… Los ojos de Dios. ¡August! ¿Cómo he podido olvidarlo? Mi madre me hizo prometer en su lecho de muerte que nunca debía olvidarlo: ¡Los ojos de Dios están en Córdoba! Cuando me dijo aquello, pensé que deliraba.
—¿Córdoba? Tiene sentido. Córdoba era uno de los centros neurálgicos para los cabalistas judíos: allí realizaban sus prácticas a principios del siglo XII. Sospecho que ese culto debe remontarse hasta la época de Elazar ibn Yehuda, cuyos viajes Shimon se dedicó a rehacer. Yehuda era el médico personal del califa Al-Walid.
—La mayor parte de los palacios árabes se encuentran en Sevilla, o en Granada, como es el caso de la Alhambra, pero no en Córdoba.
—Pero Shimon era originario de Córdoba.
August abrió el libro por las últimas páginas del capítulo inacabado. El dibujo de una gardenia se hallaba sobre el título. En silencio, August procedió a entintar el texto, y luego, empleando un diminuto espejo, tradujo las palabras invertidas del original, leyéndolas en voz alta. La voz de Shimon resonaba a través de él, como si August no fuera sino un portal abierto a otro tiempo.
Escribo en lo que sin duda son los últimos días de mi vida; aunque aún no he cumplido los treinta y cinco años, sé que no llegaré a ver otro invierno, lo cual sin duda es una bendición en esta prisión inglesa.
Puede que esté mirando cara a cara a la Muerte, pero, con todo, ya no habito el tiempo actual sino el pasado y el futuro que se extiende hasta el infinito como la luz ardiente de una estrella moribunda. Estoy con Ein Sof y por tanto nada habré de temer.
El último de los santuarios que he erigido se encuentra en el reino de mis antepasados, la tierra de las granadas y las naranjas: es allí donde está el crisol, la última clave que abre la ventana de la iluminación, el relámpago por el cual puedo ascender y descender a voluntad. Pero aunque mi espíritu ya no está ligado por lazos terrestres, mi cuerpo sigue siendo mortal, y confieso que temo el potro de tortura que sé que me aguarda.
Pero ya basta de estas tenebrosas divagaciones: mañana me ejecutarán, pero todavía creo que el rey Jacobo habrá de visitarme, y cuando su majestad conozca la existencia del increíble tesoro que le he prometido, el cual hará reposar el peso de la responsabilidad y la nueva urdimbre de la historia futura sobre sus reales hombros, seré perdonado. Espero que tan digno sea el monarca como que a mí no me falte valor.
En este punto el texto se interrumpía, y la página se hallaba cubierta de una mancha similar al óxido que a Izarra y a August les hizo pensar inevitablemente en sangre. August volvió a posar los ojos sobre aquella frase: el reino de mis antepasados, la tierra de las granadas y las naranjas. Tenía que ser en el sur, en Córdoba.
Partieron a primeras horas de la mañana siguiente. August consideró que la manera más segura de viajar consistía en hacerse pasar por una pareja de recién casados. Había cogido una almohada para crear un embarazo falso bajo el vestido de Izarra. El disfraz era perfecto. Él, por su parte, adoptó el personaje de un padre primerizo, nervioso y solícito, mientras que Izarra, redondeada e insegura, parecía la clásica embarazada a punto de dar a luz. Justo antes de partir, August cogió una flor de un jarrón que descansaba en la mesa de recepción y la colgó sobre la puerta de su habitación: una pista que Tyson descubriría, sorprendido, y se vería obligado a seguir.
Los pétalos eran de un color amarillo cremoso, y empezaban a rizarse por los bordes: una gardenia. Tyson lo levantó hacia la luz del pasillo, procedente de una bombilla eléctrica que colgaba en el interior de una pantalla de plástico barato y bastante ordinaria. La flor tenía un matiz rosado en su centro que hacía pensar en un corazón, en una tenue mancha de sangre que palpitaba por sus capilares como un imborrable recuerdo. Era una invitación, pero la pregunta era: ¿para qué? ¿Adónde? Tyson cerró los ojos y pensó: las flores eran una representación de los órganos sexuales, de la herencia, de la rendición y la conquista; todas tenían sus símbolos mágicos y su simbolismo, ¿pero la gardenia? Tyson miró la corola, que parecía devolverle la mirada, tentándolo, y entonces recordó que había visto esa flor en otra parte, un lugar ciertamente significativo. Era la flor que había en el sello de la carta de la Alhambra, la que hablaba de la relación entre el califa y Elazar ibn Yehuda y la ciudadela.
Córdoba.