21

Procedente del Alster soplaba un gélido viento. Tras pasar la noche en el vehículo, en una cuneta de la carretera, condujeron durante horas, primero abriéndose paso por las tierras bajas de Alemania, luego adentrándose en el país desde Saarbrücken, ascendiendo desde allí hacia Colonia, vadeando la ciudad principal, cruzando la devastada ciudad medieval de Münster y Bremen y por fin recalando en Hamburgo. Las ciudades, atrapadas en el frenesí de la reconstrucción, seguían mostrando las reveladoras cicatrices del intenso bombardeo aliado, que había transformado los centros históricos de perfil gótico en ruinas esqueléticas, dejando a su paso un reguero de solares entre los que descollaban algunos edificios que habían logrado sobrevivir a los ataques: el incongruente remate de una terraza, el muro yermo que tiempo atrás habría servido de soporte a una hilera de casas, devenido ahora en un mudo testigo de aquella inimaginable destrucción; las altas chimeneas industriales de ladrillo levantándose como tótems, únicos vestigios de alguna fábrica del siglo XIX; la aguja de una iglesia emergiendo como un puño sobre un montón de escombros. Aquella visión había sumido a August, de quien podría decirse cualquier cosa excepto que alguna vez se había sentido atraído por el régimen nazi, en un espeso silencio.

August e Izarra salieron de la estafeta principal de la ciudad de Hamburgo. Habían hecho cola durante más de media hora, mirando nerviosamente a la multitud en busca de un uniforme o cualquier otro rasgo distintivo que delatase la presencia de agentes del MI5 o la Interpol, y cuando por fin llegaron al mostrador, les informaron de que no había ningún telegrama a nombre de Joe Iron; aquello era preocupante, aunque August había resuelto esconder su creciente ansiedad.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Izarra, hundiendo los hombros, mientras regresaban al coche a través de una molesta llovizna que el viento arrastraba.

—Vamos a ver a un amigo mío.

August trató de que sus palabras revistieran la confianza que a él le faltaba, pero sabía que destacaban demasiado entre los peatones, envueltos en sus abrigos grises, que menudeaban por los alrededores de la plaza principal de la ciudad: algunos avanzaban con un propósito entre la lluvia, otros aguardaban con desgana junto a los puestos que vendían bratwürst y perritos calientes; ellos, sin embargo, no parecían otra cosa que un par de extranjeros.

Al conducir por St. Pauli, una enorme extensión de suelo allanado, salpicada aquí y allá por algún antiguo edificio de ladrillo rojo, apareció ante ellos.

—Cincuenta mil personas murieron en una noche; debió de ser el infierno —dijo August, tanto para Izarra como para sí mismo.

—La muerte es la muerte —replicó Izarra con acritud—. Pero cuando veo algo como esto, solo puedo pensar en Guernica.

—No todos los alemanes apoyaban a Hitler.

—Quizá, pero siempre pagan los mismos.

Enfilaron Grosse Bergstrasse, donde August alcanzó a ver algunos edificios con aspecto de barracones que se habían levantado recientemente, sin duda para acoger a los ciudadanos a quienes la guerra había despojado de su hogar.

Un jeep les adelantó, y aminoró la marcha para comprobar el número de la matrícula; en la antena se agitaba una pequeña bandera inglesa. August se esforzó en mantener la mirada fija en la carretera.

—¿Ingleses? —preguntó Izarra.

—Son las fuerzas de ocupación. A los ingleses les pertenece Hamburgo, a los americanos, Bremen. Para nosotros, los dos revisten idéntico peligro.

El jeep giró en la siguiente esquina, para alivio de August.

—¿Adónde vamos?

—A Speicherstadt, el distrito donde antes se encontraban los depósitos y las naves industriales; la idea es encontrarnos con uno de los contactos de Jimmy, un viejo amigo mío, Karl Haardt. Fue uno de los miembros fundadores del Thälmann Battalion, una brigada compuesta de comunistas alemanes y miembros de la resistencia que lucharon en tu guerra, la Guerra Civil; muchos de ellos murieron en ella. Era un amigo íntimo, y muy leal. Teníamos unas cuantas cosas en común.

—¿Como qué?

La miró de reojo, esbozando una sonrisa irónica.

—No creo que quieras saberlo.

—Claro que quiero.

—Mujeres, ajedrez y jazz, no necesariamente por este orden. Los tres luchamos en Aragón, Madrid y el sitio de Bilbao. Karl, sin embargo, no tuvo mucha suerte.

—¿Qué le ocurrió?

—Se casó. Aunque me apuesto lo que sea a que ya no sigue casado. Sea como sea, adonde quiero llegar es a que Karl nació y se crio en Hamburgo. No hay nada que no sepa acerca de esta ciudad. Lo bueno, lo malo…

Habían girado para enfilar Reeperbahn, cuyas estridentes luces de neón cortaban la niebla vespertina, como aberrantes faros que anunciaban clubes de striptease y cabarés de mala muerte. Una prostituta particularmente obesa apareció a la vista, embutida en una estrecha falda sobre la que caía la carne que le sobraba a su cintura, y un top igualmente ceñido en el que el escote se henchía como el vientre de una ballena. Había arrinconado a un hombre trajeado, de corta estatura, que debía medir unos treinta centímetros menos que ella.

—… Y lo grotesco —concluyó August, a quien aquella escena había divertido inexplicablemente. En el otro lado del camino reparó en que el Ernst-Merck Halle anunciaba un próximo concierto de Lionel Hampton—. Eso es nuevo; Hitler prohibió el jazz.

—A Franco tampoco le gusta mucho —se limitó a decir Izarra con hosquedad.

Condujeron el coche por entre las hileras de naves que desaguaban en los canales: el Fiat se deslizaba majestuosamente por las calles húmedas y brillantes, empedradas de guijarros, que conducían a las avenidas traseras.

—Speicherstadt, hemos llegado. —August detuvo el coche en una esquina y miró el destartalado letrero que se alzaba sobre su cabeza—. Zippelhaus. Si no me equivoco al interpretar el mapa, debemos girar en este puente de aquí, Kornhausbrücke. Karl trabaja en una de las naves de Holländisch.

Solo había trabajadores, pobremente vestidos y enfundados en pesados abrigos o tocados con las gorras de plato que a los marinos locales gustaba llevar, que regresaban a casa en pequeños grupos y se iban dispersando poco a poco por las estrechas callejuelas: las naves industriales, con su siniestro aire gótico, se alzaban sobre las calles como un incansable muro de mercantilismo. Era asombrosa la cantidad de ellas que habían sobrevivido a la guerra.

—Los aliados concentraron sus esfuerzos en el puerto, pues era allí donde se construían los buques de guerra y los submarinos. Volaban en dirección al Alster, empleando la iglesia de San Nicolás como hito, y arrojaron muchas de sus bombas en áreas comerciales como Steinwerder y en los alrededores de la lonja, así como en St. Pauli y Altona, distritos donde la mayor parte de la población la constituía la clase obrera. Hitler hizo lo mismo en Londres en el Blitz.

—¿Cómo sabes tanto de esto?

—Ya estuve aquí antes, durante una semana, en 1948. Tuve que hacer algunas labores de limpieza para el Servicio de Operaciones Especiales, consistentes, en resumidas cuentas, en localizar a un agente al que creíamos desaparecido. Esto era una colmena llena de agujeros, por aquel entonces. Nunca he visto una ciudad tan devastada.

Aparcaron frente a una nave industrial. El cartel que había sobre la puerta decía: Importeur von exotischen teppichen. August miró la lista de Jimmy, que llevaba en la mano.

—Es aquí. Creo que Karl es el capataz.

Justo entonces, un tipo de facciones árabes, vestido con un caftán y un fez, y un viejo abrigo de piel que llevaba incongruentemente sobre los hombros, salió por una puerta de roble, sujetándose con una mano el fez para evitar que saliese volando por el fuerte viento. Parecía que había terminado su turno.

—Ve y pregúntale dónde puedes encontrar a Karl… —August volvió a mirar la lista—… Haardt, y haz uso de ese encanto que tienes, el que te guardas para los extraños. Pero no te pases, no vaya a tomarte por una puta.

—A ver si puedo —bromeó Izarra, y comprobó su aspecto en el espejo retrovisor—. ¿En qué idioma? No hablo alemán.

—Prueba en inglés. Si hace preguntas, dile que eres una amiga o una pariente de la primera esposa de Karl.

—¿La primera esposa?

—Estuvo casado con una española dos semanas. Ya te dije que le gustan las mujeres.

Izarra se retocó los labios y salió del coche, tras lo cual abordó a aquel tipo delgado y de piel olivácea, sonriendo de oreja a oreja. En pocos segundos, el hombre la acompañó hasta la puerta principal del edificio, y gritó el nombre de Karl. August observó desde el coche cómo un individuo de elevada estatura y facciones marcadas, inconfundiblemente alemanas, aparecía en la entrada de la nave. El tiempo pareció comprimirse tan pronto reconoció su desgarbado porte, el leve tambaleo de sus piernas, que no había desaparecido en el anciano en que Karl se había convertido. El rostro de Karl Haardt parecía mucho más maltrecho, y tanto sus mejillas, sus ojos profundos y su nariz patricia semejaban bastante más hundidos que en el pasado. Además, cojeaba un poco, pero su esencia seguía intacta. Los dos hombres intercambiaron algunas palabras, tras lo cual el más joven de los dos —sin duda, el jefe de Karl— entregó a este unas llaves y, besando la mano de Izarra, se perdió rápidamente en la noche.

Karl e Izarra esperaron a que el tipo desapareciese, y el alemán, después de mirar en ambas direcciones, se apresuró a abordar el Fiat. August salió del coche y ambos se fundieron en un cálido abrazo.

—Amigo mío, estás vivo.

—Y tú también.

—Gus, no creía que fuéramos a vernos de nuevo.

—Pues aquí estoy.

Cuando August logró finalmente librarse del abrazo, no pudo evitar ver que Karl tenía los ojos llenos de lágrimas. La tarde, gris y pesada, empezaba a transitar lentamente hacia una noche fría y desapacible, y sobre los canales caía un tenue velo de niebla que iba emborronando los relieves del mundo. August echó un vistazo a la calle desierta. Sentía el aguijonazo de la alerta, pero al cabo de unos instantes la sensación desapareció.

Mein Gott, Gus, nunca te hubiera reconocido con el pelo oscuro: tienes un aspecto horrible, como el de un estibador eslavo. Vamos, sé que quieres desaparecer de la calle de una vez.

Karl les invitó a pasar al interior de la nave.

La sala de exposiciones principal, engañosamente sencilla vista desde el exterior, era espléndida una vez se accedía a su interior. Las paredes estaban literalmente forradas de alfombras árabes, y, en una pequeña zona convertida en recepción, había un escritorio nuevo tras el cual se encastraba una moderna silla de cuero, lo que suponía un brusco contraste con la evidente pobreza que rodeaba el almacén.

—Importamos de Marruecos a América. Los ingleses nos ayudan un poco en el mercado británico: gracias al ejército que se ha instalado en la ciudad, enviamos muchos de nuestros productos a Inglaterra —explicó Karl, mientras se apresuraba a conducirlos a la parte de atrás de la nave. Aparte de un aprendiz que se afanaba en sacar del canal una caja repleta de objetos, empleando una grúa que despuntaba del piso superior, el edificio parecía desierto. Karl ordenó al joven que terminase lo antes posible con aquello, y luego llevó a sus invitados al interior de una recoleta oficina.

Era una caja dentro de otra caja, un cubo de cartón construido en la esquina de una enorme nave industrial. Karl tiró de un cordón y una bombilla eléctrica iluminó una vieja mesa llena de desconchones que se acomodaba contra la pared, y una silla de madera pegada a ella. Una pila de revistas americanas y periódicos alemanes hacía equilibrios sobre la mesa; tras ellos, colgado de un clavo que sobresalía de la pared, había un calendario de Betty Grable fechado en 1950, y un certificado en alemán que anunciaba la elección de Karl Haardt como representante de la unión de constructores de barcos.

—Un despacho humilde, pero al fin y al cabo es un trabajo, y es difícil encontrar uno en Hamburgo. —Karl procedió a servir tres vasos de aguardiente mientras August apartaba una silla para que Izarra se sentase; después se apoyó en el borde de la mesa, casi tropezando con un enorme proyectil de artillería situado en vertical en el suelo; su revestimiento de bronce carecía prácticamente de muescas. Karl rio entre dientes—: Es un recuerdo de la Operación Gomorra, de 1943: doscientas setenta y siete casas fueron derrumbadas hasta sus cimientos en una sola noche, setecientos muertos. Si lo miras atentamente, pone made in Sheffield en su parte inferior, y, por suerte para nosotros, está desactivada. —Le entregó el aguardiente a Izarra y luego a August—. Tu hermosa amiga me ha dicho que habéis venido en coche directamente desde Avignon. Así que mejor que primero bebamos y luego os lleve a vuestro escondite, que cuido para ocasiones como esta. Allí estaréis a salvo. Es tan secreto que ni siquiera mi esposa sabe dónde se encuentra, lo cual… —Karl dio un suave codazo a August—… me resulta muy útil cuando recibo las atenciones de alguna amiguita.

—¿Te has vuelto a casar, Karl? —preguntó August, sonriendo.

—Desde la liberación, Bertina ha sido camarada del partido. Durante la guerra ayudó a pasar comida y mensajes de contrabando a los campos de trabajo. La liberación me convirtió en todo un sentimental. Le propuse matrimonio el día siguiente al suicidio de Hitler. En el caos que siguió a aquello, conseguí una nueva identidad. Y si eres un soldado británico, has de saber que llevo muerto al menos diez años. Así que, como ves, debes ser bueno conmigo. —Lanzó un sugerente guiño a Izarra—. No tengo buena salud —concluyó, dándose un manotazo en su amplio pecho como para enfatizar sus palabras—. Pero dime, ¿cómo hiciste para encontrarme?

—Jimmy van Peters.

Karl mató de un trago su aguardiente, y dedicó una mirada penetrante a August. Por un momento, a August le entró el pánico. «Sabe que Jimmy ha sido asesinado y ha escuchado la noticia de que yo soy el asesino». August hizo un esfuerzo por no pestañear.

—Asesinado, según he oído… ¿Es verdad? —preguntó Karl, con voz amistosa, aunque sin inflexiones.

August miró a Izarra. Jimmy y Karl habían sido íntimos; no tenía otra elección que confiar en el alemán.

—Lo siento, Karl, me temo que es cierto.

Un relámpago de dolor recorrió las facciones de Karl; de inmediato, se sirvió otra copa.

—Cada semana cae otro de los nuestros. Pronto, Europa carecerá de idealistas, y no habrá nada más que capitalistas y ríos de Coca-Cola para abrevar a nuestros muchachos. Viva el capitalismo —añadió con evidente cinismo.

—Creo que fue asesinado por el mismo individuo al que yo estoy siguiendo. Pero han intentado hacerme pasar a mí por el verdadero asesino.

—Lo sé, tengo una radio. Felicidades, Gus, debes de haber hecho algo gordo para que tengas a la tripulación tan agitada. —Karl trasegó el aguardiente de nuevo, y August se acercó un poco más a él.

—El individuo del que hablo es posible que sea un doble agente, quizá incluso triple.

Karl miró a August de arriba abajo; lo estaba analizando de pies a cabeza. Por fin, dijo:

—Vi a Jimmy una o dos veces desde que terminó la guerra. Algo sé de ese tipo, August. No es alguien con quien convenga jugar.

—Sabemos lo que hacemos.

Karl lanzó un suspiro y miró a Izarra.

—¿Sabes? Cuando nos vimos obligados a rendirnos, Gus y yo habíamos comenzado a creer que él y yo éramos invencibles, un par de tipos investidos de un don mágico y de la señal invisible de la buena fortuna. Por más que nuestros camaradas cayesen, nosotros siempre salíamos bien parados de cada contienda, por terribles que fueran los hados, por mal armados que estuviésemos. Pensábamos que éramos dioses, que ningún hombre podría derribarnos.

—Últimamente soy mucho más realista que todo eso —replicó August.

—Perdona que no me lo crea. A ti siempre te sobraron esperanza e imaginación.

—A ti también, Karl.

—Y mujeres, amigo mío, no te olvides de las mujeres.

—Pero al final no fueron esas cosas las que te hicieron seguir adelante, Karl. Después de todo, sobreviviste a Franco, a Camp de Gurs, a los campos de concentración de Hitler…

Izarra levantó la vista.

—¿Estuviste en Camp de Gurs?

—Los cabrones de los franceses nos concentraron en las playas: familias enteras, mujeres y niños, hambrientos y desesperados por un poco de agua fresca, obligados a hacer agujeros en la arena para tener un lugar en el que refugiarse. Yo al menos pude escapar, y después, durante un tiempo, trabajé en Alemania en la clandestinidad, hasta mi arresto en 1941. Los nazis me confinaron junto con otros camaradas comunistas en Neuengamme, y luego, en la última semana de abril de 1945, se pusieron a dispararnos uno a uno. Muchos miembros de la resistencia fueron ejecutados aquel mes porque los muy cabrones sabían que la rendición estaba a la vuelta de la esquina. Despacharon la orden de ejecutar a todos los miembros del Partido Comunista y a cualquiera que creyesen que pudiera ser útil a las fuerzas aliadas, o que simplemente fuera un simpatizante. Ejecutaron a setenta y un hombres y mujeres en el campo de Neuengamme, solo entre el 21 y el 23 de abril. Mucha gente maravillosa, buena y decente murió esa semana. Yo tuve suerte: la mañana del día en el que iban a matarme, llegaron las noticias de la caída de Berlín. Aguardé en el patio a que diesen la orden de ejecución, pero ningún guardia acudió a despacharla. Todo el mundo se había largado. Pero, Gus, te juro que ya estaba preparado para morir, y no me quedaba la menor esperanza.

—¿Y ahora?

Izarra no pudo evitar preguntarle aquello.

—Ahora, Stalin está kaput, los aliados se reparten Alemania Oriental y Berlín como si fueran Sachertorte y los mismos abogados y jueces que sirvieron a los nazis están siendo a su vez juzgados, si es que puede llamarse así. Es difícil seguir siendo un idealista en tales circunstancias. Así que, he preferido convertirme en un ermitaño.

—¿Entonces, has dejado la política? —se aventuró a preguntar August.

Karl sonrió.

—No del todo. —Señaló con orgullo el certificado que colgaba de la pared—. Soy representante del distrito de Steinwerder. Es un gran honor. —Consultó su reloj—. Pero venid, tenemos que darnos prisa. Debemos llegar a vuestro escondite antes de que Tommy comience su patrulla nocturna. ¿El coche es seguro?

—De momento, sí… Le cambiamos las matrículas.

—Mañana nos desharemos de él. Aquí, las cosas no son tan seguras como parecen. La Interpol y el MI6 vienen con mucha regularidad a comprobar si se esconden entre nuestros hombres ex oficiales nazis o criminales de guerra, aunque he reparado en que, cada vez que trato de suministrarles alguna pista fidedigna, prefieren pasarla por alto. Les importa más meter las narices en los distritos obreros (o lo que queda de ellos) como Altona, o St. Pauli, y evitar constantemente las rutas de escape y los escondites más obvios. La cifra de nazis que se hicieron pasar por refugiados y dejaron el país cortesía de la Cruz Roja es desgarrador. Parece que a la Interpol le encanta cometer fallos, pero no por ello voy a subestimarlos. ¿Por qué crees que tu hombre se encuentra en Hamburgo?

—Porque yo estoy aquí.

Karl dedicó una mirada a Izarra, que se encogió inocentemente de hombros, y luego el alemán rompió en una abrupta carcajada, pasando un brazo por los hombros de August.

—Tal y como pensaba, no has cambiado ni un ápice, amigo mío. Sigues buscando las emociones fuertes que solo eres capaz de sentir cuando las balas pasan silbando junto a tu oído. Te has convertido en uno de esos seres patéticos que solo se dan cuenta de que están vivos cuando se enfrentan cara a cara a la muerte. Es una psicosis.

—Karl, quiero a ese tipo: es un asesino, un traidor y un criminal de guerra. Lo tendré, cueste lo que cueste.

—¿Entonces, por qué no sales a buscarlo? ¿Qué propósito tiene jugar este peligroso juego del ratón y el gato? Es mejor ser un simple depredador. Tú y yo aprendimos esto en España.

—Esta guerra no es tan simple, y además, hay otras cosas en juego.

—Siempre las hay. —Karl se volvió a Izarra—. ¿Estás segura de que quieres seguir al lado de este perdedor? Conseguirá que te maten, mientras que el tío Karl es digno de toda confianza, mucho más guapo y, sin duda, mejor amante —flirteó, sonriendo de oreja a oreja.

—Pero estás casado —replicó Izarra, deliberadamente inexpresiva.

—¿Y qué?

Los tres enfilaron el pasillo que conducía a la entrada del almacén. Las salas de exposiciones y los guardamuebles estaban vacíos, y la caja que minutos atrás habían visto colgada de una grúa reposaba ahora en mitad del suelo de madera. Deteniéndose ante la puerta principal, Karl sacó un juego de llaves.

—Espero que no tengáis claustrofobia, ni os mareéis con facilidad —les dijo.

—¿Por qué? —preguntó Izarra.

—Ahora veréis —replicó, con una sonrisa enigmática.

El pequeño Fiat era zarandeado por el viento procedente del Alster mientras seguía a la motocicleta conducida por Karl, cuyo casco azul oscuro recogía como una bengala las luces de las farolas. El achaparrado armazón marrón-grisáceo de su BMW R75 avanzaba a toda velocidad, pegado al camino, y lo cierto era que a Karl no parecía importarle que el sidecar estuviera a punto de desatornillarse de la motocicleta a causa de los pronunciados baches que jalonaban el asfalto. Los dos vehículos se abrieron camino por las carreteras mal pavimentadas de Speicherstadt y luego por las avenidas, algo más anchas, de la propia ciudad, muchas de ellas todavía vertebradas de socavones.

Condujeron hacia el norte, dejando atrás las enormes lonjas donde se vendía el pescado recién traído del mar y la antigua aduana. Intocada por la guerra, se alzaba como un centinela de una época ya perdida en el tiempo. Al mirar August a su derecha, al sur del río, pudo ver con total nitidez el plan que habían seguido los aliados para bombardear la ciudad: los bombardeos se habían intensificado en las proximidades de los astilleros y las calles comerciales, allí donde los nazis construían sus naves.

Diez minutos después, llegaron a la entrada del Alter Elbtunnel, y enseguida se sumergieron en las gélidas luces artificiales del viejo túnel, lo que les condujo al distrito de astilleros, situado en el sur y exactamente en la orilla opuesta del río bajo el cual acababan de pasar. August conducía con los hombros hundidos sobre el volante, dolorosamente consciente de lo vulnerable que era el coche: si les estaban siguiendo, el túnel sería la oportunidad perfecta para tenderles una emboscada. Izarra debía de sentir lo mismo, porque también ella miró atrás, justo en el momento en que un camión de reparto del ejército pasaba por el carril contrario: los faros del vehículo iluminaron por unos instantes el rostro impasible, inexpresivo, del conductor, provocando a Izarra un ligero respingo. Descontando ese camión, el túnel no era transitado por ningún vehículo salvo el Fiat y la motocicleta de Karl, cuyo estrépito retumbaba entre las curvadas paredes, lo cual solo contribuía a aumentar el nerviosismo de August.

—¿Confías en él? Podría estar dirigiéndonos a cualquier parte. —Izarra miraba a su alrededor, ansiosa.

—Totalmente. No te preocupes, el túnel nos conducirá al sur del río Elba, en el distrito de astilleros. No habrá nadie allí a estas horas de la noche, y Karl lo conoce como la palma de su mano.

—Vale, pasaremos la noche en su escondite, ¿y luego qué?

—Mañana buscaremos el tercer laberinto. No sé, pero sospecho que la suerte del monje Baptise está ligada a los motivos que Tyson tiene para desear hacerse con la crónica con tanto denuedo.

—¿De veras crees que irá tras de ti?

—Cuento con ello, al menos.

—Yo también. No me decepciones —dijo Izarra con total seriedad, mientras August aceleraba el vehículo para enfilar por fin la salida a los muelles.

Condujeron por un camino flanqueado por las aguas del Elba: una geografía de anchos canales navegables, jalonados por grúas, un par de buques americanos e ingleses y un dragaminas. Dejando tras de sí un reguero de humo, que se entrelazó a la niebla reinante como un ala negra, la BMW aceleró bruscamente y les condujo por una maraña de almacenes y oficinas, muchas recién construidas, mezclado todo ello con las fachadas en ruinas de incontables edificios bombardeados. Karl seguía avanzando carretera adelante mientras los barcos en construcción iban dejando paso a más y más edificios destruidos, convirtiéndose el lugar en un enorme yermo industrial a medida que los canales se estrechaban y dividían. Por fin, aparcó la moto junto a los restos de un espigón, una estructura de hormigón que se combaba sobre uno de los canales. Uno de sus extremos se había venido abajo, haciendo que las oxidadas vigas de acero asomaran como viejos huesos. August aparcó el coche junto a la motocicleta. No había una casa ni un edificio a la redonda.

—Bueno, lejos está —observó August.

—Lo bastante lejos como para desaparecer y que nadie vuelva a saber de ti —replicó Izarra; August advirtió que su compañera había deslizado una mano en el bolsillo de su chaqueta, sin duda para envolver con los dedos la culata de su revólver. Le puso una mano en la muñeca.

—Te he dicho que es de toda confianza.

—Eso no quiere decir que deba yo confiar en él.

—Si confías en mí, confías en él —insistió August, y el envite de una furia sorda comenzaba a amasarse en él. No iba a permitir que la paranoia de Izarra sabotease aquello—. Esto no es España, Izarra. Karl no gana nada por ayudarnos, y tiene mucho que perder, posiblemente incluso su vida.

Airada, Izarra apartó la mano.

—Bien, pero recuerda que hemos venido a atrapar a Tyson, eso es ahora lo que importa. El libro puede esperar.

—Te lo prometo: resuelvo el último laberinto y Tyson es tuyo.

Pugnando contra su propia rabia, August salió del coche y cerró de un portazo; Izarra le siguió.

Se reunieron con Karl, quien, casco en mano, les aguardaba a la entrada de una construcción de hormigón casi derruida, edificada sobre el canal. Intrigado, August levantó la vista hacia el edificio, tratando de aclarar si se trataba de una nave o un refugio. Karl comprendió su confusión, y lanzó una risita:

—Encontré este pequeño tesoro cuando terminó la guerra. Parece que los nazis capturaron un pequeño submarino de reconocimiento soviético, lo atracaron en el puerto y luego se olvidaron de él.

Los condujo al interior de aquella estructura acorazada, similar a una concha, entre cuyas paredes reverberaban los suaves topetazos del agua. Era como estar en un túnel al final del cual se divisase el brillo lejano de la ciudad. Sin previo aviso, una brillante luz inundó el búnker al pulsar Karl el botón de encendido, lo que permitió ver la siniestra ballena metálica del submarino mencionado un minuto atrás por el alemán.

—¿No es preciosa?

—¿Es este el escondite? —Izarra recorrió el submarino con la mirada, sin poder ocultar su sorpresa. Karl subió la pasarela metálica que conducía a la cubierta del submarino.

—Los nazis construyeron búnkeres de hormigón para ocultar sus submarinos, en un fútil intento de evitar que los bombarderos aliados los alcanzasen. Este en concreto estaba atracado en un canal bastante más extenso, en Steinwerder, pero hice que un par de barcos lo remolcaran hasta aquí. El búnker impide que pueda ser visto desde el exterior, y el lugar en sí es tan ruinoso que nadie se molesta en venir.

—Es genial. —August lanzó un silbido.

Karl echó una mano a Izarra para ayudarla a subir la rampa de madera que conducía al interior del submarino.

—Siempre me ha gustado considerarlo un préstamo personal del mismísimo Stalin por los servicios prestados al partido, pero por supuesto ahora, debido a su reciente fallecimiento, tendré que quedármelo —bromeó Karl, y dicho aquello subió a la torreta y abrió la pesada escotilla metálica del submarino—. Si estuviera operativo no podría albergar una tripulación superior a cinco efectivos, pero es lo bastante grande para mí. Vamos, os lo mostraré. Las damas primero.

Izarra procedió a subir las escalinatas metálicas que conducían a la torreta. Los dos hombres observaron atentamente su ascenso.

—Bonitas piernas —murmuró Karl, en un tono curiosamente reflexivo, mientras la mujer desaparecía por la escotilla. August fue el siguiente, y Karl se detuvo un momento para examinar el búnker y, más allá de él, aquel panorama de luces que iluminaban las grúas y los cascos de los barcos atracados. Procedente del agua se escuchó el grito de una gaviota. Era un horizonte desolador, como un paraje industrial enclavado en el mismísimo infierno, inquietante y, al mismo tiempo, dotado de un oscuro atractivo. Satisfecho al ver que no había visitantes indeseados a la redonda, Karl siguió a la pareja y cerró la escotilla tras él.

Los tres se hallaban en el estrecho puente de mando del submarino, y tanto Karl como August se veían obligados a agachar la cabeza para evitar golpearse en la miríada de cañerías, controles, válvulas y maquinarias dispersas que recorrían como arterias las esquinas y paredes de tan recoleto espacio, el cual se hallaba dominado por la gruesa columna metálica del periscopio, allá en el centro de la cabina circular. Karl, que entendió perfectamente el gesto hosco de Izarra, no pudo evitar sonreír.

—El aire siempre es así de desagradable en un submarino. El período más largo de inmersión que podían alcanzar sin tocar la superficie era de tres días y medio; pobres diablos: este apestoso olor, el calor, y encima sin espacio para moverse. Aunque tú y yo —le propinó a August una palmada en la espalda— no hubiéramos pasado las pruebas: somos demasiado altos.

—¿Qué sucedió con la tripulación?

—Fue arrestada y ejecutada en 1943, creo, pero no te preocupes, no es un submarino encantado. Bueno, espero que no.

Empujando con todas sus fuerzas, abrió la pesada puerta circular que daba al siguiente compartimento, al cual accedió después de trasponer el armazón de metal que servía de marco. August e Izarra lo siguieron, no sin vacilación. Un póster de Jane Russell vestida con un simple bikini presidía el panel de control, mientras que al otro lado, de frente a esa actriz tan generosamente dotada por la naturaleza, colgaba una bandera con la hoz y el martillo.

—Veo que tu gusto por la decoración es bastante ecléctico, Karl —dijo August con sequedad.

—No puedes ni imaginar lo bien que sienta poder colgar lo que te plazca donde te plazca —replicó Karl.

—Yo sí puedo —intervino Izarra—. En mi país, todo está censurado: los periódicos, la radio, ni siquiera puedes hablar en tu propio idioma sin peligro de que te arresten.

Karl la miró, comprensivo:

—Lo lamento, camarada. Nunca fue nuestra intención que Franco se anclase en el poder. Pero me da que tiene los días contados.

—No soy tu camarada: soy vasca, no comunista —saltó Izarra.

—En España cada cual luchaba por su propio país: vosotros por vuestra libertad, yo por una Alemania libre —repuso Karl—. Ambos sufrimos en nuestras carnes la tiranía.

Por primera vez, Izarra sonrió a Karl, y August se tranquilizó un poco, pues, por lo menos, aquello indicaba que empezaba a confiar en el alemán.

—Pero aquí todo ha cambiado. He llegado incluso a ver a Louis Armstrong tocando hace poco en el teatro Max Ernst; la multitud se volvía loca —prosiguió Karl, mientras avanzaba por el submarino—. Diez putos años estuvo Hitler diciéndonos que el jazz era una música primitiva, desviada. Los alemanes vamos a tener que ponernos al día de muchas cosas.

Izarra y August le siguieron, caminando con suma cautela para evitar golpearse con los salientes de la maquinaria o los cables que surgían de los paneles.

Era difícil imaginar un lugar de trabajo más incómodo que aquel, pensó August, mientras trataba de hacer pasar su anatomía por entre las agudas esquinas metálicas, luchando contra la creciente claustrofobia que le invadía. Karl se detuvo un momento y los tres tuvieron que colocarse en fila india, rígidos y envarados, para no estorbarse entre sí.

—No es que haya mucho espacio, pero lo he adaptado para que al menos resulte cómodo para dos personas… tres como mucho —dijo, leyendo a la perfección los pensamientos de August.

El siguiente compartimento estaba lleno de baterías apiladas, una maquinaria mucho más compleja que la que habían dejado atrás y una pequeña salita, en realidad, un saliente del pasillo principal que recorría el centro del submarino, y que había sido habilitado para su uso como cocina. Karl los condujo allí. Tras un ventanuco de cristal se veía un refrigerador, un banco cubierto con un mantel de linóleo y una mesa de madera que parecía desplegarse desde la propia pared. Había también un fregadero de metal y un hornillo de cocina, junto con dos copas de cristal y un gramófono empotrado en una esquina. Un periódico comunista yacía sobre la mesa, y a su lado una pipa todavía humeante.

—Muy acogedor, Karl. —August dedicó una sonrisa al alemán, que se encogió de hombros.

—Ya te he dicho que solo utilizo este lugar para mis pequeñas conquistas. Hay café, creo que un poco de liverwürst en el congelador, y poco más. —Se volvió hacia Izarra—. Me temo que tendrás que ir a por comida. —Se giró de nuevo hacia August—. Aún no saben que viajas con ella, ¿verdad?

—De momento creemos que no.

—Mejor, aprovecharemos la ventaja que eso nos brinda. Mientras tanto, puedo hablar con un par de amigos del complejo británico. Seguramente consiga proporcionarte algo de información antes de que sea por la mañana. Permitid que os muestre vuestro dormitorio. El camarote del capitán está justo bajo el lanzatorpedos.

Se trataba de un espacio pequeño, no mayor de dos metros de ancho por uno y medio de largo. Una cortina separaba la cama, que más bien era una especie de soporte horizontal engastado en la pared que podía utilizarse para dormir, del resto de aquel recoleto espacio, donde no cabía mucho más que una silla plegable de madera, un diminuto escritorio y una radio apostada en una esquina. En el escritorio, bajo la lámpara de metal que sobresalía de la pared, había una vieja fotografía en blanco y negro, donde un grupo de jóvenes de uniforme sonreían apoyados en las rocas de una trinchera: dos de ellos jugaban al ajedrez en medio del grupo, uno tocaba la guitarra, y otros dos descansaban con la cabeza apoyada en el rifle. Tras ellos se adivinaban unos eucaliptos —un tronco liso y unas ramas abiertas, dispersas— y un suelo polvoriento que se extendía hasta sus pies. August reconoció el lugar inmediatamente.

—El batallón Thälmann: ¿es en Las Rozas?

Ja, esa fotografía la sacaron fuera, hacia el 6 de enero de 1937, justo antes de que nos despacharan al campo de batalla. —Karl señaló uno de aquellos jóvenes rostros—. Murió un día después de sacar esta foto; y él también; Franz, una semana después, a causa de las heridas recibidas; y otros tres más, aparte de ellos. Los demás murieron en los campos de internamiento: de los ocho hombres que aparecen en esta fotografía, solo dos siguen vivos. Yo soy uno de ellos. Pese a lo infernales que han sido los pasados años, he conseguido evitar que esta fotografía desapareciese. Es lo único que me queda, salvo por mis recuerdos. Ellos son el legado de estos hombres.

Izarra miró atentamente la fotografía.

—Qué joven…

—Hay algo más, Karl.

August metió la mano en su mochila y sacó su pistola, pulcramente envuelta en un trozo de hule. La desenvolvió y se la tendió a Karl.

—¿La reconoces?

El rostro de Karl se iluminó:

—¡Es mi Mauser! ¿La has conservado todos estos años? —exclamó, tratando con mucho esfuerzo que la emoción no lo embargase. Acarició el arma, sopesándola en la palma de la mano—. Es una C69, una pistola ciertamente atractiva. Es una auténtica belleza, y sigue teniendo buen aspecto.

—¿Recuerdas la noche en que me la regalaste? —le preguntó August.

Karl se sentó en el borde de la cama, August en el escritorio, mientras Izarra se quedaba de pie, enmarcada por la puerta.

—Fue en Madrid, en aquel burdel… ¿cómo se llamaba?

Karl sonrió:

—El Toro Bravo. Si no recuerdo mal, la madame era doblemente partisana.

—¿Quieres decir que permitía a los comunistas el uso de la puerta delantera, mientras que a los anarquistas les reservaba la de atrás? —bromeó August.

—Había rumores de que en esa época era la favorita de José Millán Astray, desde que los nacionales tomaron la ciudad —explicó Karl—. Ella solía decir: «rojos, azules, negros, en el fondo, la política no significa nada: ¡todo hombre tiene esa cosita y la blanden con mayor fuerza que si se tratase de una bandera!».

Los dos hombres estallaron en una estentórea carcajada.

—Te regalé mi pistola porque no podía soportar seguir viéndote con esa pieza de morralla rusa de la Primera Guerra Mundial.

—¡Y luego ese mejicano cabrón me la robó aprovechando que me encontraba con Rosa!

—¡Ahora me acuerdo! Saliste corriendo desnudo, y diciendo entre gritos: «¿Dónde está mi pistola? ¿Dónde está mi pistola?». Las chicas te miraban como si estuvieras loco. Pero en realidad, lo que estabas era desconsolado.

—Esa pistola me ha tratado muy bien todos estos años, Karl.

—Por supuesto, como que es alemana. Hacemos los mejores fascistas y las mejores armas, mucho mejores aún que las americanas. ¿Rosa era la pelirroja aquella de Carmona?

—Sí, esa. Dios, la de noches que me largué de la base para ir a verla.

—Menudas tetas, por lo menos así es como la recuerdo. Pero la mejor de El Toro Bravo era Conchita. Lo que sabía hacer con esa boca hubiera empalmado a un muerto.

Al decir aquello, los dos hombres volvieron a doblarse de la risa. Repugnada, Izarra dejó su bolsa y la colocó sobre la cama, junto a Karl.

—Bueno, cuando los viejos terminen de rememorar el pasado, nos ponemos con los planes, ¿vale? Y luego a descansar —dijo con total seriedad. August trató de rehacerse.

—Izarra tiene razón. Mañana tendremos que ponernos en marcha. Karl, necesitaré revelar algunas fotos. ¿Crees que será posible?

—Por supuesto, las oficinas del partido tienen un cuarto de revelado en la parte de atrás. ¿Algo más?

—Un buen mapa de Hamburgo, y, como dijiste antes, ¿podrías ver si te enteras de si la Interpol o mis otros amigos me han seguido hasta aquí?

Karl consultó su reloj.

—Si me marcho ahora, podré coger a mi amigo antes de que salga del trabajo. Mientras tanto, sugiero que Izarra vaya a la tienda local: hay un pequeño mercado ilegal en el sótano de uno de los barracones, a unas tres calles de aquí: café, leche, pan, cigarrillos, tienen de todo. ¿Tienes dólares americanos?

August asintió.

—Excelente.

—¿Pero es seguro? —preguntó August.

—Para ella sí —replicó Karl, mirando a Izarra—. Si alguien te pregunta, debes responder en inglés y decir que eres una refugiada y que estás en los barracones ingleses. Con eso los asustarás. Solo tardaré un par de horas.

—Puedo cuidar de mí misma —le dijo Izarra, dando unas palmaditas a la pistola que ocultaba en el bolsillo del pantalón. Karl frunció el ceño, y luego extendió una mano.

—Nada de armas.

A regañadientes, Izarra sacó la pistola y se la entregó. Karl la dejó sobre la mesa.

—Si Tommy te pilla con eso encima, te arrestará sin siquiera hacer preguntas. Intenta pasar lo más desapercibida posible. Naturalmente, eso es bastante difícil para una mujer tan hermosa —remató, no sin condescendencia.

—Me estás ofendiendo.

Izarra dio un paso al frente y August se interpuso entre ellos, tratando por todos los medios de evitar una nueva discusión.

—Izarra es una combatiente más que probada.

La tensión se mascaba en el ambiente, pero Karl, por fin, se volvió hacia August.

—Quizá lo sea, pero al menos aquí, es mucho más importante resultar invisible. No olvidéis que se trata de una ciudad ocupada, y que se encuentra bajo vigilancia constante, y que hay toque de queda.

Karl les invitó a salir del camarote y les condujo nuevamente hasta la cocina. Les mostró una enorme botella de agua que guardaba bajo el fregadero y luego abrió la portezuela del refrigerador.

—Hay tazas en el aparador y el hornillo tiene suficiente gas, si queréis cocinar. Podéis hacer tanto ruido como queráis, al fin y al cabo nadie va a oíros. Os traeré el mapa y ya no volveré hasta mañana temprano. —Se colgó la chaqueta sobre los hombros—. Os dejaré la BMW por si la necesitáis. Es menos llamativa que el coche, y tiene matrícula alemana. Lo único que os pido es que no la estrelléis contra un árbol. Es mi primer amor, y probablemente el más auténtico de todos. Yo me llevaré vuestro coche. Así, si alguien os está siguiendo, le conduciré a una pista falsa. Portaos bien.

De vuelta en el camarote del capitán, August recorrió con las yemas de los dedos la tosca superficie horizontal que sobresalía de la pared. Luego la golpeó con los nudillos, para comprobar su resistencia. Sonaba a hueco. August sacó su navaja suiza y abrió el borde. Había espacio suficiente para ocultar el libro, lo que lo convertía en el escondrijo perfecto. Volvió a colocar en su sitio la tapa de madera del escritorio. Nadie se daría cuenta. Encendió la lámpara que sobresalía de la pared como una rama mutante y se calzó los guantes que siempre se ponía cuando examinaba cualquier rareza bibliográfica que cayese en sus manos. Comenzó entonces a desenvolver el libro. Ahora que Izarra había salido a comprar víveres, el submarino se le antojaba inquietantemente vacío: unos ruidos metálicos, distantes, parecían surgir del interior de las cañerías, y de vez en cuando algún pitido electrónico perforaba el espeso silencio que llenaba aquel claustrofóbico espacio. Era difícil despojarse de la sensación de que la tripulación desaparecida, que, como la cola de un cometa, daba toda la impresión de haber dejado la estela de un invisible rastro de actividad pasada, aparecería en cualquier momento rodeando una esquina o trasponiendo el portal de acero del camarote.

—Qué tal, viejo amigo…

August saludó a la crónica. La frase quedó suspendida en el aire antes de ser engullida otra vez por la opresiva atmósfera del lugar. No resultaba agradable. August sonrió para sí: era absurdo que alguien como él, que no había dudado en lanzarse al campo de batalla, que había luchado y vencido contra todo pronóstico, pudiera tener miedo a los fantasmas. Y, con todo, incluso su propio asiento, en el cual el capitán soviético debía de haberse sentado y probablemente habría reflexionado, durante peligrosas expediciones e inmersiones, sobre si había tomado la decisión correcta o si había puesto en un peligro innecesario a sus hombres; incluso aquel asiento, pensaba August, parecía imbuido de la presencia del marinero ejecutado. La propia atmósfera del submarino le recordaba al tiempo en que dirigió una de las unidades del batallón Lincoln en la Guerra Civil española. Cierto puesto de avanzada, en realidad, un convento abandonado que se alzaba sobre una pequeña ciudad, había cambiado varias veces de bando, hasta que los hombres de August pudieron arrebatárselo a las tropas de Franco. La torre del convento había sido testigo mudo de numerosos crímenes, pues todos y cada uno de los francotiradores apostados allí habían ido cayendo uno a uno bajo el fuego del ejército que acudía a tomar el puesto. Ofrecía una perspectiva inmejorable del lugar, pero entre las tropas republicanas, así como las nacionales, corría el rumor de que la torre estaba embrujada por un fantasma, un joven fascista que había recibido una herida horrenda en el vientre, suficiente para destriparlo pero no tanto como para acabar con su vida: cuando su batallón se vio obligado a evacuar la torre, lo dejaron allí, a la espera de una muerte que se adivinaba lenta y nada misericordiosa. Lo que pasaba de boca en boca era el aviso de que uno sabía cuándo se aparecía el fantasma porque percibiría alrededor del cuello la sensación de ser estrangulado por una ristra de tripas. August siempre tenía la prudencia de apostar dos hombres en lo alto de la torre, pero una noche, al no poder contar con más efectivos, se vio obligado a situar un solo tirador. El joven, procedente de Wyoming, fue hallado a la mañana siguiente al pie de la torre, adonde parecía haberse arrojado desde lo alto en mitad de la noche. Después de aquello, August se tomó muy en serio todo lo que tuviera que ver con fantasmas.

Se disponía a abrir la crónica cuando escuchó el rumor de unas pisadas en la parte superior del casco. Se detuvo en seco, y aguzó el oído. El ruido se escuchó de nuevo: era el repiqueteo y el crujido inconfundible de unas pisadas. Guardó el libro en el bolsillo de su chaqueta y alargó un brazo para coger la pistola, hecho lo cual se levantó en silencio de la silla y amartilló el arma. Avanzó en dirección al pasillo central, vagamente iluminado por charcas de una luz amarillenta que se derramaba de una hilera de bombillas. Alzando la vista, localizó las pisadas, que recorrían todo lo largo de la nave; August procedió a seguirlas, apoyándose en los salientes para evitar tropezar y delatar sus movimientos. Un repentino golpe de aire removió su cabello y el cuello de su camisa: la corriente procedía del pasillo central del submarino. La entrada a la torreta debía de haberse quedado abierta. August tensó todos sus miembros. No podía creer que Izarra hubiera sido tan descuidada, y, si no había sido ella, ¿quién, entonces? August se sintió enormemente aliviado al pensar que, una vez Karl se marchó, Izarra hubiera insistido en llevar la pistola consigo. Al menos iba armada. Cada sombra parecía albergar un intruso, y varias veces tuvo que girarse en redondo a la espera de ver que había alguien allí, dispuesto a matarlo.

Llegó hasta el puente de mando tratando de hacer el menor ruido posible, y apoyó un pie en el primer peldaño de la escalera de metal que conducía a la superficie. Recibió en pleno rostro el viento que surgía de la escotilla abierta del submarino, erizando su piel. Consciente de que así era terriblemente vulnerable a cualquier ataque, siguió subiendo los peldaños de la escalera. Si alguien esperaba allá arriba, sería un blanco fácil tan pronto llegase al final de la escalera. Con suma cautela, subió hasta asomar la cabeza y los hombros por la escotilla abierta. Examinó el casco. Era difícil ver algo, pues había una pesada niebla extendiéndose más allá de la entrada del búnker y estaba demasiado oscuro como para ver algo en los rincones y esquinas del edificio. Se apresuró a salir por la escotilla, agradecido de que sus botas tuviesen suelas de goma. De pronto, escuchó un aullido procedente de las sombras que consiguió helarle la sangre en las venas. Espantado, August retrocedió y al hacerlo tropezó con algún saliente del casco, lo que le hizo caer de espaldas y resbalar por la superficie de metal. Alcanzó a agarrarse con la mano izquierda en uno de los raíles, y se descolgó por uno de los costados del submarino, sosteniendo con la mano derecha la Mauser y preparado para disparar. Justo entonces, una rata salió de un salto desde una de las esquinas del búnker y correteó por la plataforma de madera hasta el espigón. Siguió a aquello otro inhumano gañido, y en ese momento un gato surgió de la oscuridad para perseguir al ratón. La rata, acorralada, saltó a las sucias aguas marrones que se agitaban entre el casco del submarino y el borde del canal. El gato, lanzando un bufido irritado, miró con visible frustración a las aguas, luego miró a August y en un abrir y cerrar de ojos se perdió en la niebla. Al volver a mirar las sucias aguas que se removían bajo sus pies, se dio cuenta de que la rata había desaparecido. Maldiciendo su propia estupidez, tomó impulso y se aupó de nuevo hasta la superficie del casco. Todavía con el arma en la mano, traspuso la plataforma y encendió la luz del búnker. Aparte de los oxidados restos de maquinaria y motores que atestaban las paredes, el lugar se encontraba vacío, y, con todo, sentía como si alguien acabara de estar allí. August miró fijamente la niebla. Solo alcanzaba a ver hasta el perímetro de un patio vecino. Todo parecía cerrado, clausurado, ajeno a cualquier presencia humana. No había señal alguna de Izarra. ¿Dónde estaba?, se preguntó. Consultó su reloj; llevaba ausente casi una hora.

Tras decirse mentalmente que no debía preocuparse, apagó la luz del búnker y regresó al submarino.

La lámpara seguía encendida en el camarote del capitán; arrojaba un pequeño cerco de luz en la mesa vacía. Pero ahora, allí donde unos pocos minutos antes se encontraba el libro, había una magnolia con los pétalos humedecidos, algo completamente inusual en aquel entorno compacto, industrial. Su denso aroma llenaba el camarote como un sueño. August la contempló boquiabierto. Así que era cierto que alguien había estado allí, ¿pero qué significaba aquello? ¿Era un símbolo? ¿Una advertencia? Se volvió, casi esperando que el intruso estuviera justo detrás de él, pero allí no había nada salvo la arqueada entrada de metal por la que acababa de pasar, enmarcada de pernos, cables y tuberías que se perdían por el pasillo como el cordón umbilical de algún robot centípedo. ¿Cómo era posible que alguien pudiera entrar tan rápida y silenciosamente, y sin ser visto? Tenía que haber ocurrido cuando salió al amarradero. Pero quienquiera que fuese, debía de haber salido por el otro lado del submarino. «¿Quién es capaz de moverse a esa velocidad, y sin hacer el menor ruido? Nada que sea humano, eso por descontado». Resuelto a no perderse en conjeturas irracionales, August sacó el libro y lo abrió por el siguiente capítulo, el que aparecía encabezado por la palabra Germania. Tal y como suponía, la flor que presidía aquella sección era una magnolia, idéntica a la que sostenía en la mano.

—He comprado pan de centeno, queso, salchichas, un par de manzanas y cerveza. No veas qué frío hace ahí fuera.

Izarra dejó las bolsas en la repisa de la cocina. August estaba sentado en el banco, acunando un vodka que había encontrado en una botella, tratando de recuperar cierto control: su sensación de seguridad había sido completamente diezmada. Sorprendida por su silencio, Izarra miró a August.

—¿Qué sucede? Parece que has visto un fantasma.

—Hemos tenido un intruso.

—¿Qué quieres decir?

—Dejó su firma: una magnolia. Es idéntica a la que aparece en la crónica.

August levantó el libro abierto, con la magnolia extendida en la separación entre ambas páginas: sus grandes pétalos reproducían fielmente los de la ilustración que había en una página en la que se hablaba de «el viejo y hermoso hogar de los ciudadanos de Hamburgo».

Incrédula, Izarra se dejó caer en la silla, con los ojos abiertos de par en par.

—Es él.

—Si fuera él, me habría matado y luego se habría llevado el libro.

—¿Entonces de quién se trata?

—No lo sé.

—¿Y por qué no hemos tenido noticias de Jacob? Se supone que iba a ponerse en contacto con nosotros para decirnos dónde está Tyson.

—Es demasiado pronto. Dale un día o dos.

Izarra quitó el tapón a uno de los botellines de cerveza y dio un trago.

—August, estás cometiendo el error de dar por sentado que eres más inteligente que Tyson. Y yo sé cómo es, vi cómo se comportó con mi hermana. El truco de usar el libro para tratar de atraparlo no va a funcionar. Te has desviado del objetivo. La verdadera razón por la que estamos aquí es matarlo.

—Ya te lo he dicho, Tyson será juzgado por crímenes de guerra. Si le matamos, seremos como él.

—¡Tú ya eres como él! —Izarra dio un golpe con la palma de la mano sobre la mesa—. Estás tan obsesionado por la crónica como él. ¡Esa y no otra es la verdad!

—¡Eres muy injusta!

—Entonces dime por qué no vas a Ginebra a hablar directamente con tu padre. Sabemos que Tyson tendrá que ir allí, antes o después.

August no supo qué contestar a aquello. ¿Tenía razón Izarra? ¿Acaso era cierto que la obsesiva búsqueda de Shimon le había hecho perder la perspectiva? Y, con todo, se sentía impelido a encontrar el siguiente laberinto. Estaba demasiado involucrado. Y había arriesgado demasiadas cosas como para abandonar sus pesquisas justo ahora.

—Izarra, tienes que entenderlo. —Trató de ser tan convincente como le fuera posible—. En la crónica está la clave. ¿Quieres saber los motivos por los que Tyson mató a tu hermana? ¿Por qué quiso Jimmy que me quedara con el libro? ¿Por qué fue ejecutado tu antepasado? Cazaremos a Tyson, desde luego, pero de momento el libro es mucho más importante que eso.

—¿Más importante que la liberación de mi pueblo? ¿Más importante que intentar detener ese pacto que financiará el régimen franquista durante décadas? No hay nada más importante que eso.

Furiosa, se volvió en redondo para marcharse. August la cogió de un brazo y tiró de ella hacia sí.

—Izarra, lo siento. No puedo dejar esto ahora, pero te prometo…

Se detuvo: sus labios estaban separados de los de ella por escasos centímetros. Tenía la boca de Izarra tan tentadoramente cerca, y la belleza de sus ojos negros resultaba tan atrayente… Izarra le devolvía la mirada, furiosa, pero no se apartó. Bruscamente, la rabia se convirtió en otra cosa, y de pronto se encontraron el uno sobre el otro, arrancándose las ropas, besándose con rabia, famélicos de deseo, las manos de ella desabotonando la camisa de él, las manos de él bajando la cremallera que conducía directamente a su piel, todo pensamiento racional perdido en medio de la refriega. A August le temblaban las piernas, y no podía siquiera pensar. Lo único que quería era meterla en su cama: las semanas que había pasado imaginando su carne de pronto habían roto en aquella riada de deseo que no podía ni quería controlar. Cogió los pechos de Izarra entre sus manos, saboreando su tibieza, el calor de sus pezones rojos, que se erizaban entre sus dedos, la suavidad aterciopelada de su sexo, tan caliente y tan húmedo que casi empapó su mano. Cayeron sobre el borde de la mesa, y las manzanas escaparon de la bolsa y rodaron por el suelo, como para admirar de lejos aquel rapto de furia y deseo que desordenaba el espeso silencio del submarino.

Izarra, envolviéndole las caderas con sus piernas, lo arrastró hasta sus labios, hasta su boca. Por un segundo, August vaciló.

—Izarra, quizá no sea buena idea.

Pero con las mejillas ardientes de pura lujuria, los ojos resplandecientes, Izarra tiró con más fuerza hacia ella.

—Sí, claro que sí, es muy buena idea. Te odio —le susurró en su boca, mientras con las manos arañaba su cuerpo hasta atrapar con dedos ansiosos su miembro enhiesto, el mejor testimonio posible del deseo que August sentía hacia ella. August la levantó en volandas y la sacó de la cocina, llevándola en vilo por el pasillo hasta el camarote del capitán. La dejó caer en la cama; al agacharse para introducirse en ella se golpeó la cabeza, y ambos estallaron en carcajadas.

Izarra dormía entre los brazos de August, con el rostro sobre el pecho de este: sus largos cabellos se derramaban sobre el antebrazo de él; su perfil aquilino, sus labios, el de abajo más grueso que el de arriba, hablaban de la placidez de su descanso, por más que de vez en cuando sus pestañas se agitasen en sueños. Habían hecho el amor como auténticos animales, como santos, como un par de criaturas sedientas que no hubieran bebido en meses, y la intensidad del acto había dejado a August totalmente desubicado. No recordaba haberse mostrado tan abiertamente sensual con nadie, ni siquiera con Cecily. Pero lo que sentía era tan emocional como sexual. Había sido él mismo al abordar de esa manera a Izarra. No existía la presión de parecer un poco más amable, más civilizado, alguien que no había probado los más ásperos relieves de la vida, puesto que en realidad era el hombre que hasta entonces siempre había creído que las mujeres esperaban que fuera. ¿Era ese el motivo por el que no le había contado a Cecily lo sucedido en España, y tantas otras cosas de su pasado? Había extremado los cuidados por presentar una fachada aceptable, la de un hombre de ciudad que nunca asesinaría a nadie, ya fuera un asesinato legalizado por la guerra o de cualquier otro tipo. El pícaro encantador, siempre dispuesto a gastar bromas, con esa ironía constantemente desenfundada que utilizaba para barrer los relieves de los asuntos más oscuros o tenebrosos. Ese era el hombre que August se jactaba de presentar al mundo. ¿Pero Izarra? Izarra lo sabía todo, o al menos la mayor parte de las cosas que a otras les había ocultado. Se preguntaba cuál sería su reacción si le contaba lo ocurrido con Charlie, o sobre la masacre que se había visto obligado a ordenar en Belchite: ¿le condenaría por aquello? ¿O comprendería las terribles paradojas que la guerra hacía encarar a los hombres más normales y corrientes? Miró la curva de sus caderas, sus anchos hombros, sumidos en el sueño y ahora tan indefensos. Y en aquel momento comprendió que siempre la desearía, porque le hacía sentirse completo. La asombrosa simplicidad de aquella revelación le cogió desprevenido. Imaginaba que Izarra aceptaría la verdad que había en él, que no diría nada, de esa manera suya, tan profunda, y, aun así, lo comprendería todo. Al fin y al cabo, también Izarra había luchado en la guerra, y había visto las mismas cosas impronunciables. ¿Era eso lo que la diferenciaba de las otras? ¿O era algo más: un instinto compartido, una sensibilidad común?

Recorrió la curva de sus pechos con la yema de un dedo; su tibieza crecía y decrecía con cada espiración de Izarra. No tenía las manos cuidadas, ni era perfecta; su cuerpo había sido trabajado en el campo, en la lucha, desde sus piernas, casi tan musculosas como las de él, hasta sus grandes pechos, salpicados aquí y allá de lunares, pasando por su frondoso vello púbico, fecundo, lozano. Su sexualidad tenía una pulsión primitiva, totalmente desinhibida, y eso había liberado la de August. Barrido por aquella marea, este había puesto en primer lugar su placer, y, lo que no podía sino agradarle profundamente, aquello solo había servido para excitarla aún más. Su forma de hacer el amor había sido como un acto de adoración a un dios que bailaba, y que semejaba haber llenado la cabeza de August con un cántico imposible de desoír, una melodía que suprimió de su mente todo pensamiento consciente, de sus limitaciones, de su pasado. Por un momento, sintió que se le acababa de ofrecer un futuro, algo con lo que ni siquiera había contado un mes atrás. Aquello debía ser lo que llamaban esperanza, pensó; y, lo que resultaba más inquietante, supo que era eso lo que quería. Estar con ella. Dejó caer la mejilla en el cabecero de la cama y aspiró el aroma de sus dos cuerpos entremezclados, un oasis de intimidad en un mar de bordes metálicos. No podía creer lo intensas que eran sus emociones. He aquí un hombre vuelto del revés como un calcetín, pensó con una sonrisa aireando sus facciones, agradecido del sueño de Izarra: el enorme iceberg se había fundido, y, con todo, le resultaba difícil confiar en lo que le dictaba su propio corazón. ¿Dónde estaba la clásica sensación de pánico, de repentino ahogo que siempre sentía tras hacer el amor? El deseo inmediato a marcharse, ovillar su cuerpo post-coital como un molusco y desaparecer en la nada del momento presente… La fuerza que emanaba de Izarra, de su resolución, la singularidad misma de su existencia, declaraban abiertamente que no lo necesitaban a él para vivir. No era alguien que necesitase protección: era tan resistente como él, y su pasado era tan espeso y complejo como el suyo. Puede que lo desease, pero desde luego no lo necesitaba. Lo cual no dejaba de ser una conclusión ciertamente dolorosa.

Izarra se apartó de él, todavía dormida. Con cuidado, August apartó la pierna que tenía sobre su cuerpo, asegurándose de no despertarla al hacerlo, y luego, tras ponerse en silencio sus pantalones y su jersey, se acercó al escritorio. El libro seguía abierto allí, con la magnolia atravesada entre dos páginas. Comenzó a leer el texto que había traducido solo unas horas atrás:

Llegamos al puerto de Hamburgo gracias a un vehículo postal. Fue un viaje largo y tortuoso, y temí por la salud de Uxue, pues estaba a la sazón embarazada. Una vez en la ciudad, busqué refugio en la casa de un rico mercader judío especializado en el comercio de la seda que requería los servicios de un médico para un hijo suyo. El niño solo tenía fiebre, y, con la ayuda de los remedios conocidos por Uxue en su estudio de las hierbas y mis propios conocimientos médicos, la fiebre remitió en dos días y el niño volvió a sentirse tan fuerte como antes. El mercader, un hombre amable pero iletrado, cuyo intelecto había sido engullido completamente por su sed de ganancias, se sentía tan agradecido por pensar que habíamos salvado la vida de su único hijo que no dudó en preguntarnos cómo podía hacer para pagar nuestro buen hacer. Cuando le dije que necesitaba construir un laberinto, el hombre se sorprendió, pero después de explicarle que aquel capricho no era tal, sino que se trataba de una obra magna al servicio de un poder místico que, sin duda, le granjearía a él una reputación de hombre sabio y piadoso, resolvió no hacer más preguntas y me proporcionó bienes materiales y un pedazo de tierra en aquel agradable pueblecito pesquero, el cual tiene la ventaja de estar muy lejos de las puertas de la ciudad y del propio puerto. Situado en una inclinada pendiente que recorre las orillas del Elba, el lugar era utilizado como embarcadero para las gabarras que pasaban a los vecinos al otro lado del río. Su posición resultaba francamente inmejorable, y proporcionaba unas vistas maravillosas tanto del río como de los industriosos barcos que cruzaban sus aguas, tan hermosos con sus altas velas y sus cascos pintados. Los terrenos que me ofreció el mercader se encontraban al pie del jardín de su casa de verano, un retiro que llamaba la Casa del Agua Dulce, pues tiempo atrás tuvo un pozo del que emanaba agua fresca. El jardín tenía unas dimensiones bastante cumplidas, y no pude por menos de aceptar a regañadientes aquel ofrecimiento, pues me veía obligado a ocupar su propiedad privada, pero él le quitó todo peso a mis recelos al decirme que le encantaban los laberintos y que había visto construcciones botánicas similares en sus viajes por Holanda, además prometió que él y su familia velarían por la integridad de mi obra. Comenzamos a trabajar casi de inmediato, pues ya habíamos contratado nuestro pasaje a Inglaterra y debíamos zarpar en pocas semanas. Fueron días felices, pues la ciudad, siempre tan abierta a los forasteros, nos trató muy bien a mi esposa y a mí. Aunque una mañana, en el mercado, creí ver nuevamente a mi rival, la persona que traicionó a mi familia: sus cabellos rojos y su estatura resultaban inconfundibles, pero justo cuando empecé a estar convencido de que esa mujer nos había seguido hasta la ciudad, desapareció de mi vista. De nuevo, tuve que preguntarme si lo que había visto era mi propio terror, materializado ante mis ojos, o si de veras la mujer había conseguido seguirnos hasta tan lejos desde España. No pude dormir esa noche. Y tengo que resignarme a abandonar Europa para siempre. No me atrevo a decírselo a Uxue.

Izarra gimió débilmente, distrayendo a August de su lectura. Se incorporó y la tapó con la manta hasta los hombros, hecho lo cual volvió a enfrascarse en el libro. Miró atentamente las palabras transcritas, tratando de recordar la geografía de Hamburgo. Un pequeño pueblecito pesquero y una inclinada pendiente visitada en el pasado por los barcos que hacía la ruta de una orilla a la otra. La descripción de Shimon resonaba en el silencio del camarote, roto únicamente por la suave respiración de Izarra. Desdobló el mapa que Karl les había dado y pasó un dedo por el recorrido que trazaba el Elba en dirección a la parte oeste de la ciudad. Othmarschen estaba demasiado cerca; el siguiente suburbio en la lista, Nienstedten, podía ser una posibilidad, pero seguía estando bastante próximo. Recordó entonces que Karl había descrito la ciudad de Blankenese como un enclave lleno de casas de campo cuyos propietarios, desde siempre, habían sido los burgueses más adinerados de la ciudad. ¿Era posible que el laberinto del médico siguiera en pie en el jardín de alguna de esas mansiones? Algo así se antojaba ciertamente extraordinario, pero no del todo inconcebible. Recorriendo las riberas con la mirada, August localizó el lugar a cierta distancia; era el enclave perfecto para situar una pequeña ciudad medieval dedicada a la pesca.

Tras dejar el libro en el hueco del escritorio, August cogió la Rolleiflex, la Mauser y el casco que Karl le había prestado, y salió del camarote.

Malcolm Hully asomó por las ventanas de su despacho y contempló los tejados vecinos. Encastrado entre dos canalones, un mirlo daba de comer a sus crías con las patitas prensadas en el borde de un nido. Con un respingo, Malcolm se dio cuenta de que habían cambiado de estación y él ni siquiera se había percatado de ello. August Winthrop había ocupado todas sus horas, y ahora tenía la desagradable sensación de que si aquello acababa mal, la responsabilidad recaería sobre sus hombros. Lanzó un suspiro resignado, y, luego procedió a medir el despacho con sus largas zancadas, dos pasos hacia la puerta, dos nuevamente hacia atrás, sumido en sus pensamientos. ¿Por qué se había obsesionado August de aquel modo con ese tipejo, el tal Tyson? Malcolm había tratado de sondear a sus amigos en Washington para obtener alguna información, pero tras cosechar algunos datos aislados, los americanos parecían haber cerrado filas en torno a tan elusiva figura. O bien Tyson ocupaba un escalafón realmente elevado, o su presencia les resultaba problemática. Malcolm no era capaz de reconocer el motivo. Desde lo sucedido con Burgess y Maclean, los americanos consideraban que los Servicios Secretos británicos estaban constituidos por poco más que un montón de bufones de clase alta que practicaban un juego peligroso con la actitud del amateur. Había veces en que, francamente, Malcolm solo podía estar de acuerdo con esa opinión; aun así, el MI5 no podía permitirse que el caso Winthrop se convirtiese en otro motivo de vergüenza internacional. Una de las cosas que Malcolm había averiguado era que Tyson mantenía un contacto muy estrecho con España desde hacía más de una década: había estado allí en 1945, en lo que Malcolm comenzaba a considerar como una operación secreta de la CIA acerca de la cual los ingleses no sabían una sola palabra. ¿Pero qué tenía eso que ver con August? ¿Conoció a Tyson durante la Guerra Civil española? August ya no estaba en España en 1945, y si formaba parte del KGB, ¿por qué se interesaban los soviéticos en esa operación?

Malcolm se detuvo junto a la pared y apoyó la frente contra el yeso. Había pedido al departamento de lenguas que tradujese la nota en ruso que habían encontrado en el apartamento de August. Había dos estrofas en concreto que no podía sacar de su cabeza:

Pero yo iré

aunque un sol de alacranes me coma la sien.

Pero tú vendrás

con la lengua quemada por la lluvia de sal.

Estaba seguro de que aquellas estrofas constituían un código y que tenían que ver con alguna misión: ¿pero qué misión, y qué código? ¿Cómo iba August a sabotear el pacto de defensa? ¿Recurriría a la violencia? ¿Introduciría, acaso, una bomba en la embajada americana en España? ¿Se trataría, si no, de un intento de asesinato? La mera idea se le antojaba espantosa. Malcolm repitió mentalmente aquellas estrofas. El patrón no coincidía con ninguno de los códigos que el KGB estaba empleando por entonces. ¿Acaso el hecho de que Lorca fuera un poeta español republicano asesinado por el régimen simbolizaba de alguna manera el objetivo de la misión?

Una cosa, al menos, era segura, y es que August se había embarcado en una operación para destruir o sabotear el tratado americano para instalar bases militares en España a cambio de pagar una sustanciosa suma al régimen de Franco. La cuestión era, ¿cómo y cuándo asestaría August el golpe? No tenían la menor idea de dónde se encontraba en aquel momento el americano, pero tarde o temprano tendría que viajar a Suiza.

Malcolm levantó el auricular del teléfono.

—Maxine, pásame con Upstairs, quiero saber a quién tenemos en Ginebra, preferiblemente dentro de las Naciones Unidas.

El sol había empezado a desflorar el alba, tiñendo el horizonte con una sangre turbia, grisácea. Siguiendo el camino que trazaban las orillas del Elba a bordo de la BMW, August fue dejando atrás las áreas urbanas de Hamburgo y las calles se abrieron a un arbolado suburbio, hogar de la clase media teutona. El río, un ancho festón gris que desentumecía sus aguas a la izquierda de August, parecía también haber mudado su personalidad cuanto más se alejaba del puerto, adoptando un carácter más amable y errático sobre todo cuando el tráfico fluvial se reducía a algún que otro ferry ocasional. August había guardado el mapa, la pistola y la Rolleiflex antes de dejar a Izarra en la cama, todavía acurrucada entre las sábanas y profundamente dormida. Contemplándola antes de partir, tuvo que reprimir una ola de ternura que pareció brotarle desde los mismos pies. Había algo inexplicable que le conmovía profundamente al mirar toda su fuerza y desconfianza aplacada bajo el manto de los sueños, la forma infantil en que doblaba los brazos sobre la cabeza, hundida en la almohada, en un gesto inconsciente que posiblemente la acompañaba desde que era niña. Su rostro carecía del dolor y de ese aire de acerba amargura que parecía arrastrar, y resultaba tremendamente emotivo verla así, como si el tiempo y la experiencia no hubieran dejado su huella en ella. Por un momento, se sintió tentado de inclinarse y hacerle el amor, cuando todavía estaba dormida, aunque solo fuera por contemplar nuevamente sus mejillas tocadas por el rojo ardiente del deseo, como un amanecer rotundo, pero sabía que debía marcharse, y esta vez sin ella. Así que se apartó del lecho metálico y, tras cerrar cuidadosamente la puerta del camarote, abandonó el submarino, asegurándose de que la entrada quedaba bien cerrada al marcharse.

Un conejo cruzó en apresurados brincos el camino, haciéndole respingar en el aire fresco de la mañana. Empezaba a hacer calor. Empuñando con fuerza el acelerador, August trató de olvidar sus emociones en aquella corriente de aire que azotaba su rostro. «No debo involucrarme, no debo hacerlo». El cabello se removía sobre su frente, el sol calentaba sus mejillas, el pensamiento palpitaba como un tatuaje, y comprendió que Izarra, su sabor, su aroma, el eco de su cuerpo, resonaba todavía en él, arraigando en su interior como los estratos geológicos en una roca.

August creyó escuchar a su espalda el petardeo de un tubo de escape. Miró por encima del hombro: no había nada salvo el trecho de carretera que acababa de trasponer, perdiéndose más allá de la neblina matinal. En veinte minutos no se había cruzado con ningún vehículo, y la carretera se antojaba turbadoramente desierta. Era algo antinatural, y August no pudo sacudirse de encima la sensación de que le estaban siguiendo, u observando, al menos, como animales de presa en campo abierto. ¿Estaba Izarra en lo cierto? ¿Iba Tyson tres pasos por delante de él? ¿Sabía este de la existencia de los laberintos, y, si así era, por qué no había intentado aún asesinar a August y hacerse con el libro? ¿A qué estaba esperando? ¿A que August hiciera el trabajo sucio por él? ¿Había estado guiando inconscientemente a Tyson al lugar preciso adonde este quería llegar? ¿Era él un peón en un juego mucho más complicado? August no podía sacudirse la molesta sensación de que probablemente así era.

Llegó a una bifurcación del camino y, tras seguir las indicaciones de una de las señales de tráfico, llegó al cruce de lo que en el pasado debió de ser el pueblo de Blankenese, ahora engullido por suburbios y urbanizaciones. Aparcó la BMW contra un árbol y miró alrededor para comprobar si había alguien por allí que pudiera conocer la zona. Aún era muy temprano, y las tiendas acababan de abrir las persianas metálicas, así que no vio ningún transeúnte en las cercanías. Caminó sus buenos diez minutos antes de ver a un anciano cartero cargado con un enorme saco que llevaba a la espalda, y se acercó hasta él.

—Perdone, caballero —le saludó August, en alemán. El anciano se volvió; tenía un rostro equino y una frente bulbosa, nudosa de venas: sus ojos, de un intenso azul pálido y ribeteados de venas rojas, le miraron con suspicacia.

Ja? —respondió con brusquedad.

—Estoy buscando una antigua casa que debe estar por aquí, en Blankenese; hace tiempo se la conocía como la Casa del Agua Dulce, pero de eso hace ya muchos años. Estoy seguro de que nadie en kilómetros a la redonda podría conocerla tan bien como usted. ¿Ha oído hablar de ella?

August esperaba que su alemán de colegio no sonara demasiado ridículo. El cartero, que obviamente había llegado a la conclusión de que August era extranjero, se cruzó lentamente de brazos, como a la defensiva, y entrecerró los ojos.

—No soy ningún «caballero», solo me dedico a repartir cartas —le dijo a August con innecesaria rudeza, con la ingenuidad típica del idioma alemán.

—Exacto —replicó August, que empezaba a pensar que la mejor táctica consistía en replicar con similar brusquedad—. Esa es la razón por la que no hay nadie mejor que usted a quien preguntar.

—Es curioso, es usted la segunda persona que pregunta por la casa en solo dos días.

August trató de esconder su sorpresa. Fingiendo naturalidad, bromeó:

—¿De veras? Pues debe de estar harto de nosotros. ¿Le preguntó un americano como yo?

—No, era una mujer, aunque no era joven. Pero había algo en sus ojos… —La voz del cartero vaciló por un momento, pero enseguida recuperó el hilo—. Quizá es que alguien ha publicado algo sobre esa casa en una guía turística…

—No, nada de eso, es solo una coincidencia —tranquilizó August al alemán, que, presentía, no iba a proporcionarle voluntariamente ninguna información, llegado el caso. La mente de August no paraba de dar vueltas. ¿Quién era la mujer? ¿La misma que le había seguido a Irumendi?

—Bueno, tiene suerte, porque he pasado toda mi vida en Blankenese. Por supuesto, tiempo atrás ni siquiera se consideraba parte de Hamburgo. Por no haber, no había ni un mísero autobús para llegar aquí…

Temiendo que empezase a desbarrar, August interrumpió al cartero:

—¿La Casa del Agua Dulce?

Ignorándolo deliberadamente, el hombre miró atentamente la chaqueta de August:

—¿Eso son cigarrillos americanos?

Captando la indirecta, August le ofreció un cigarro. El hombre lo encendió y aspiró con visible placer. Tras exhalar el humo, prosiguió:

—Supongo que usted debe de ser uno de esos siniestros turistas que coleccionan objetos relacionados con la guerra, ¿no? En busca de algo que pueda enseñar a sus amigotes cuando regrese a casa, ¿verdad?, un recuerdo del monstruo de Hitler para asustar a las visitas.

Confundido por el agresivo tono del cartero, August dio un paso atrás:

—¿Perdón?

—La Casa del Pozo. Está buscando la Casa del Pozo, ¿no es así?

—Es una casa con un jardín enorme, y algunos terrenos propios en la parte de atrás. ¿Estamos hablando del mismo lugar?

—Pues claro que estamos hablando del mismo lugar. A la Casa del Agua Dulce se la conocía por el nombre de la Casa del Pozo. Solía contarse la historia de que había tenido lugar un milagro en ese lugar, muchos años atrás, quizá incluso siglos. Un joven sacerdote se esfumó en el aire. Mi abuelo me contó en cierta ocasión que la casa recibía la visita de cientos de peregrinos, pero sí, nos referimos al mismo lugar, aunque solo si nos ceñimos a este siglo. Como dije hace un momento, antes de la guerra el lugar era conocido como la Casa del Pozo, y luego como la Academia del Pozo de las Juventudes Hitlerianas. El propietario original era judío, ¿sabe?, y el Führer, en su infinita sabiduría, «confiscó» el edificio en 1939. A partir de entonces, se utilizó para adiestrar a las Juventudes Hitlerianas, y luego, a medida que los muchachos eran enviados al frente, algunos no mayores de catorce años, los chicos que vi por allí, entrenándose en los jardines, iban siendo cada vez más jóvenes… pobres corderitos, engordados para morir. No digo que estuviera bien ni que estuviera mal. Pero eso fue lo que sucedió, así que no deje que le cuenten historias. —El cartero hizo una pausa, terminó el cigarrillo de una potente bocanada y luego trituró la colilla con el tacón del zapato. Al levantar la vista, su rostro pareció nublarse a causa de algún terrible recuerdo—. Cuando llegaron los rusos, todo el mundo, o al menos todo el que se mantenía todavía en pie, se rindió, salvo los miembros de la academia. Puede que fueran un puñado de muchachos, pero sabían cómo utilizar un arma. Mantuvieron a raya a los soviéticos durante dos días con sus dos noches, hasta que no quedaban más de veinte chicos. Cuando los rusos por fin alcanzaron la casa, el lugar parecía un matadero. Al ver que algunos de los muchachos no tenían más de seis años, se dice que incluso los soldados rusos rompieron a llorar. Desde entonces, nadie ha entrado en la casa. Por las noches, cuando no se escucha ningún ruido, se dice que puede oírse la melodiosa voz de los niños, cantando las canciones patrióticas que les enseñaban en la academia. Y aquí está usted, un mero cazador de recuerdos.

Dicho aquello, el hombre lanzó un escupitajo al suelo.

—Amigo mío, créame, no he venido a hacerme con ningún recuerdo. Lo que me interesa es la arquitectura del edificio, pues es muy viejo, ¿verdad?

—Tiene más de cien años, y siempre hubo una finca en el lugar. El jardín es incluso más antiguo, aunque ahora no es más que un montón de rastrojos y maleza.

—¿Podría entonces indicarme dónde está?

—Si lo hago, no respondo por su integridad física. El lugar está encantado, ¿sabe?

—Puedo cuidar de mí mismo.

A regañadientes, el cartero señaló hacia un pequeño sendero.

—Lo encontrará si sigue el Elba en la Treppenviertel. Pero eso es como la madriguera de un conejo. Le dibujaré un mapa. Pero si se encuentra con un fantasma de ocho años llamado Werner, salúdelo de mi parte. Era el hijo de mi hermana.

El Treppenviertel resultó ser un laberinto de senderos y peldaños estrechos enclavado en una escarpada pendiente que desaguaba en la ribera del Elba. Descendía por entre diversas mansiones y casas, todas ellas encorsetadas entre enormes landas que rompían la colina en una serie de diferentes bancales. Siguiendo el mapa trazado a lápiz por el cartero, en el envés de un viejo sobre, August llegó hasta un camino flanqueado por altos setos, cuyas losas de piedra, revestidas del rocío nocturno, hacían resbalar las suelas de sus botas. Siguió el sendero hasta otro repecho vertebrado por una sucesión de irregulares peldaños: la vista del Elba y el llano horizonte que se apreciaba más allá aparecían y desaparecían de su ángulo de visión a medida que el sendero reptaba por la ladera, creando un entorno terriblemente atractivo, como un paraíso distante que solo a ratos se dejaba ver. Por fin, llegó hasta una enorme verja de hierro, más allá de la cual el sendero era engullido por la maleza y las enrevesadas ramas de los nogales. La verja, cuyo revestimiento de pintura blanca ya se desconchaba sin remedio, estaba cerrada mediante una cadena y un pesado candado. Parecía no haber sido abierta en años. Un cartel de madera, destrozado más allá de cualquier posibilidad de ser reparado, proclamaba: Die Akademie für die Jugend von Hitl… Cuidándose de no quedar ensartado en los afilados remates de las rejas, August escaló la puerta. Bajo una techumbre de ramas, y acompañado por el ruido de los troncos que crujían azotados por el viento, August siguió el sendero, apenas visible a través de los matorrales que asomaban entre las losas, hasta uno de los bancales. Tanta maleza invitaba a pensar que el lugar había sido deliberadamente desatendido para ocultar el sendero y la parte superior de la enorme escalera de piedra que había aparecido de pronto, jalonando las tres plantas de la mansión, visible únicamente desde el siguiente bancal. Más allá de la casa se divisaba un nuevo bancal, pendiente abajo, en dirección al río. August no tardó en advertir que aquellas tierras habían sido muy acicaladas y cuidadas en el pasado, por más que ahora la vegetación creciese por todas partes, asemejando el lugar a una fotografía desenfocada. Y fue en la falda de aquel bancal donde August creyó ver los cuerpos geométricos de un pequeño laberinto.

La mujer se apoyó contra el frío ladrillo rojo, y asomó a los terrenos que se extendían allá abajo. A sus oídos, la mansión se le antojaba demasiado ruidosa. Los susurros más recientes parecían intentar atraparla, como brazos extendidos por entre aquellos enormes pasillos enjalbegados que le hacían pensar en las salas de un hospital. Sabía que durante la guerra el lugar había sido una escuela, o algo similar. Había hileras de camas metálicas alineadas en una dependencia que, en el pasado, debió de ser una habitación señorial, incluso un salón de baile: el bárbaro empleo proletario de aquella sala resultaba terriblemente desagradable, comparado a su antiguo y dorado esplendor. La mansión, por cierto, había acogido también a unos niños. La mujer llegó hasta un irregular campo de fútbol que todavía semejaba aguardar, esperanzado, a dar un uso a su bacheado césped, como un perro obediente esperaría fielmente ante la puerta, perdido en el tiempo. Pero lo que más le inquietaba era el débil canturreo, las extrañas canciones patrióticas que creyó reconocer, y que daban la impresión de aparecer de la nada, como invisibles juncos que se cerrasen en torno a ella. Aun así, sabía que estaba en el lugar correcto, el lugar al que, muy pronto, él acudiría. Podía sentirlo. Lo había seguido y ahora no le quedaba otra cosa que esperar.

Volvió a observar el césped, extraordinariamente enmarañado, que reptaba hasta el siguiente bancal. Ni siquiera tendría que ir a buscarle: él la encontraría a ella, y entonces ella lo salvaría, de él mismo, de la obsesión que había secuestrado su voluntad, como a tantos otros antes que a él, y, con suerte, de la maldad que, estaba segura de ello, se cernía sobre ambos. La única pregunta era: ¿había llegado tarde?

La mansión era un mausoleo gótico, un clásico ejemplo de las aspiraciones decimonónicas de retroceder hacia los escenarios de cuento de hadas de la arquitectura medieval. Había torretas, separadas por murallas fortificadas de pega, un arco de piedra que se alzaba sobre la puerta principal y las inevitables gárgolas gesticulantes en las esquinas de las vigas del techo. Una alfombra de césped, salpicada caóticamente de matojos y flores silvestres, se extendía ante ella, y allí se mantenía en pie, un poco zozobrado por el paso del tiempo como un viejo veterano de guerra, una diana rota para el tiro con arco. August podía sentir cómo la mansión, en cuyas ventanas brillaban a la luz de la mañana como una docena de ojos, lo arrastraba hacia ella. Ven a mí, ven a mí, susurraba, como una coqueta le hubiera dicho para atraerlo a la cama. August se resistía. Primero debía encontrar el laberinto: la casa podía esperar.

Hacia el final del jardín, la hierba se había convertido en una esponja húmeda al contacto con sus botas. Llegó hasta un muro de ladrillo que bordeaba el bancal y lo traspuso, saltando unos tres metros, hasta el siguiente bancal. Aquel era un terreno totalmente diferente. Descuidado, sin el menor atisbo de su antiguo diseño, parecía haber estado en ruinas aun cuando la academia se hallaba en funcionamiento, a menos, pensó August, que las Juventudes Hitlerianas lo hubieran empleado para entrenarse en reconocimiento de terrenos forestales o de resistencia clandestina. Las zarzas crecían por todas partes, trepando por entre las ramitas y raíces que habían crecido entre la población de abedules y robles. Empleando un cuchillo, August se abrió paso hasta un pequeño claro y se encaramó por el tocón de un árbol. A través de las ramas, divisó parte de un viejo muro de piedra emplazado en la esquina derecha del bancal.

Desbrozando un nuevo repecho de zarzas, llegó hasta aquel muro, que debía medir unos dos metros y medio de altura. Avanzó rodeando el muro, y examinó atentamente la base, buscando un túnel subterráneo o una puerta. No parecía haber nada de eso. El muro parecía encerrar un patio, completamente invisible desde el bancal por el que acababa de descender. Aquello era un escondite perfecto. ¿Se trataba de un laberinto? Y si era así, ¿había sido cercado? Volvió a mirar la enmarañada vegetación. Próximo a una esquina del muro había un viejo árbol, ya seco, que había caído sobre otro. El árbol caído estaba a escasos metros del muro. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, August lo empujó contra la pared hasta que el árbol cayó sobre ella, desmantelando varias piedras grises en su parte superior. Empleando las ramas como asidero, trepó por el tronco. Al llegar a lo alto de aquel árbol inclinado dejó pasar las piernas por el borde del muro. Conteniendo la respiración, contempló el escenario que se derramaba a sus pies. Los bordes curvados de un nuevo laberinto se hicieron al instante reconocibles. Desde el lugar en el que se encontraba sentado, pudo ver las tres etapas circulares del hemisferio izquierdo del Árbol de la Vida, con sus anillos interiores rodeando el centro de cada sefiroth: el sefiroth de Geburah se encontraba en el lado opuesto, Binah a su izquierda y Hod a su derecha. El punto inicial del diseño, Malkuth o Reino, debía de estar en el hemisferio derecho, consideró August para poder orientarse. Introdujo una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el dibujo que Jacob había hecho del Árbol de la Vida. Alzándolo ante sus ojos, lo comparó al laberinto que tenía a sus pies. Sus cálculos eran correctos: ahora sabía su posición exacta, situándose de cara al lado izquierdo del laberinto. La pared que levantaba la propia vegetación, hecha de ramas de sauce y hiedra desmadejada, se antojaba del todo impenetrable. Tras colgarse la cámara del cuello, saltó al otro lado de la pared, dejándose caer en el interior del laberinto.

Había un hueco de solo unos pocos metros entre los setos podados y el muro. August procedió a rodear el comienzo y la base del laberinto en dirección al sefiroth Malkuth. Encontró la entrada, sobre la cual crecía un arco de rosas silvestres. Avanzó hacia el anillo exterior y se abrió paso hasta el centro. En este laberinto, el centro de Malkuth estaba revestido de grava, como en blanco, igual que si se tratase de un ojo cerrado, reflexionó August. ¿Cuál sería en esta ocasión el sefiroth que abría su ojos hacia Dios? No pudo evitar pensar en ello. Se sintió como si estuviera caminando sobre un gigantesco naipe, codificado con varios símbolos troquelados en su superficie y otros vacíos, intocados, y pensó que lo único que debía hacer era reunir todos los naipes sobre la mesa y examinarlos atentamente, hasta que las letras troqueladas formasen una palabra. Aquello le trajo a la memoria a los matemáticos que el Servicio de Operaciones Especiales habían contratado durante la guerra para descodificar las transmisiones alemanas. La verdad es que uno de esos tipos le vendría muy bien.

En el primer laberinto había sido Malkuth, el décimo sefiroth, situado en la parte inferior del árbol, el que había sido cultivado. En el segundo laberinto, Yesod, el siguiente sefiroth según se ascendía por el tronco principal del Árbol, escondía una hierba simbólica plantada en el centro. De ahí que fuera lógico suponer que el siguiente círculo a partir del centro —Tiphareth, o Belleza— sería el que estuviese cultivado. O eso sospechaba August.

August se volvió para encarar la parte superior del laberinto, situada justo frente a la entrada. Observó cuidadosamente el sendero central, que era el que debía conducir a Yesod. Tras consultar el mapa de Jacob, se dio cuenta de que estaba señalado como el sendero número treinta y dos. Jacob le había explicado que cada sendero tenía un significado espiritual, símbolo de la transformación emocional y psicológica que el iniciado arrostraría al iniciar el camino: un paso más hacia la iluminación y al Kether, la Corona de la cima del Árbol. ¿Qué sendero debía él tomar?, se preguntó. ¿Era posible que ya hubiera desencadenado alguna transformación en su interior, al caminar a ciegas por aquellos senderos? Era un pensamiento ciertamente intrigante. Procedió a internarse por aquel camino: los setos se espesaban y alzaban a ambos lados de August. Conducía directamente al anillo exterior del siguiente sefiroth, Yesod. El centro del sefiroth, como August sospechaba, por más que se encontrase abierto al cielo, no había sido cultivado: en realidad, no era más que un yermo retazo de grava cubierta de maleza. Tras rehacer sus pasos para llegar al anillo exterior de Yesod, August tomó instintivamente el camino de la izquierda. Eso le condujo a un claro entre setos y, algo más allá, a la diáfana complejidad de Hod. El centro de aquel sefiroth carecía también de todo cultivo. Irradiando de este surgían cinco senderos (incluyendo el que August había traspuesto para llegar allí). Visualizando el trazado, se decidió por el cuarto sendero, profuso de cardos y orquídeas. Para su inmensa satisfacción, aquello conducía al sefiroth central: Tiphareth. Por fin, en el centro de ese sefiroth descubrió dos pequeños arbustos allí sembrados: un laurel y una baya, rodeados de un círculo de piedra de aspecto antiquísimo. Cogió un ramillete de cada uno de los arbustos y luego se dirigió al borde del sefiroth. Miró al sendero que había al otro lado, el que August sabía que conducía a la parte superior del laberinto, la Corona del Árbol de la Vida —el Kether—, y reparó en que algo brillaba allí, al recibir la luz del sol que empezaba a filtrarse por entre la techumbre de ramas. Consultó en su mapa el número del sendero: era el diecinueve. Tras guardar las ramitas en un bolsillo, avanzó sendero adelante. A medio camino descubrió una piedra achatada, salpicada de sílex, engastada en el sendero; dentro de esa misma piedra podía verse la diáfana huella de unos pies descalzos, como si alguien hubiera estado allí en el pasado. Escrita bajo las huellas se encontraba la siguiente inscripción:

Dominic Baptise 31.10.1709.

Sorprendido, August clavó la rodilla en el suelo, y recorrió con las manos la superficie de tan desgastada piedra. Aquellas huellas eran un imposible geológico. Era como si el joven monje se hubiera alzado allí tiempo atrás, quizá desnudo, y hubiese marcado la roca por los siglos de los siglos simplemente poniendo sobre ella las plantas de sus pies. Fue entonces cuando August reparó en algo enterrado entre la grava, junto a la inscripción que ornamentaba el borde de la piedra: era una pequeña cabecita blanca. Escarbando con sumo cuidado, apartó la tierra que rodeaba la cabeza y al fin consiguió liberar una estatua en miniatura de un ángel con las alas desplegadas, aunque su aspecto era bastante primitivo, diríase que demoníaco. El enjalbegado barro que servía de molde se le antojaba terriblemente familiar. August comprendió, sobresaltado, que conocía su procedencia: era un material idéntico al de la estatua que había sido embutida en la boca de Copps. Eran huesos, huesos humanos.

Horrorizado, August lo dejó caer. «Tengo que salir de aquí, tengo que hacerlo». El pánico le invadía con la brusquedad de la náusea, su visión se oscureció, y de nuevo volvió a encontrarse junto a Charlie, en aquel bosque remoto en algún lugar de España, avanzando hacia el claro que la noche anterior había visitado a solas, un enclave que había elegido tanto por su aislamiento como porque el suelo era muy blando y, por tanto, fácil de escarbar. Los árboles comenzaban a clarear y el cielo y la luna se veían a la perfección: su rostro moteado le contemplaba con lo que a August se le antojaba una expresión sardónica, y sintió que el corazón comenzaba a latirle con fuerza, inundándole de un miedo irracional, pero allí estaba Charlie, tan real como siempre, volviéndose y sonriéndole.

—Mírame, Gus, mírame, estoy a punto de ser liberado —le dice, y se desliza, no, baila en el centro del claro, y, mientras los dedos de August se aferran con fuerza al revólver que lleva escondido entre sus ropas, Charlie comienza a girar bajo la luz de la luna, con el rostro levantado hacia un puñado de estrellas que derraman sobre él su resplandor etéreo, y oh, es tan hermoso, su alta y desgarbada figura gira y gira como un derviche, y August está apuntando con la pistola, está apuntando al corazón…

August volvió en sí. Se hallaba tendido al pie de una pared de setos. «Abre los ojos, quédate en el aquí y el ahora. Todo lo demás es un espejismo, August, una ilusión». Sosteniendo su cabeza entre las manos, sintiéndose desorientado, dejó que la sangre volviese a su cabeza antes de ponerse en pie. Se sacudió entonces el polvo y las ramitas que había prendidas a sus ropas y luego, empleando el mapa de Jacob, llegó tan rápido como pudo hasta el muro que le había permitido acceder al laberinto.

Examinó atentamente la pared que tenía ante sí. Tuvo que cubrir cuatro metros para alcanzar la parte más alta, donde todavía descansaba el tronco del árbol. El muro estaba bastante deteriorado, y August descubrió algunos posibles asideros para apoyar los pies. Cogió una piedra suelta del suelo y cascó los asideros hasta que hubo suficiente espacio para meter el pie. Luego se impulsó hacia arriba, y, apoyado precariamente en el primer asidero, logró localizar otro hueco para el pie derecho. Una vez allí, podía alcanzar el borde superior del muro con una sola mano. En cuestión de segundos alcanzó la parte alta de la pared, hecho lo cual se sentó a horcajadas en ella. Contemplando desde allí el laberinto, comprobó que no estaba lo suficientemente alto para sacar una fotografía aérea. Se volvió para mirar los bancales más elevados y la mansión que descollaba sobre ellos. Fue entonces cuando vio las torretas.

La hiedra había penetrado las ventanas y se había abierto paso por las viejas paredes de madera como dedos hambrientos. August consiguió entrar en la casa a través de una ventana cuyas persianas habían cedido en el piso inferior. Para su sorpresa, la luz entraba a raudales en el interior de la mansión desde un agujero horadado en el techo, en la parte superior de una enorme escalera de piedra que presidía el vestíbulo principal. August supuso que era allí donde los niños se congregaban cada mañana. Los restos de una bandera hecha jirones aún flameaban en el mástil que había sobre las escaleras. Casi podía verlos allí, saludando a la esvástica brazo en alto, sin hacerse preguntas, sin cuestionar nada de cuanto les ordenaban, resplandeciendo de puro entusiasmo. Sacudió la cabeza para espantar aquella visión y miró alrededor. A su derecha, a través de una enorme puerta de roble que colgaba de las bisagras, alcanzó a ver la sala de banquetes, donde podían verse hileras y más hileras de mesas de madera, sobre las cuales todavía se hallaban algunas abolladas jarras de hojalata. Las paredes estaban agujereadas por lo que sin duda eran orificios de disparos. A su izquierda, a través de otra serie de puertas entreabiertas, August creyó distinguir una oficina, con una máquina de escribir todavía acomodada sobre un escritorio; diversas hojas de papel sepia se dispersaban por el suelo, ovilladas y cuarteadas, entremezclándose a las hojas secas de los árboles y el ramaje de la hiedra. Un extraño olor empapaba el aire: a humedad, a madera podrida, y a algo débilmente metálico que August no acertaba a ubicar, pero estaba seguro de que ya lo había olido con anterioridad, en el campo de batalla. Aquella sensación le inquietaba.

Resuelto a apartar de su mente las historias que el cartero le había contado acerca de los fantasmales cánticos que se podían escuchar en la mansión, August puso un pie en la escalera, y uno de los peldaños lanzó un audible crujido al recibir su peso. Se detuvo en seco. Hasta entonces, su paso por la casa había tenido como compañero el silencio más absoluto, y quería seguir considerándose un observador invisible, desapercibido tanto para la aletargada mansión como para sus fantasmas; ahora, sin embargo, había traicionado su presencia. Desplazándose con rapidez, August subió los restantes peldaños y avanzó por los enrevesados pasillos de la planta superior. Aquí, el techo era bastante más bajo, pero August estaba seguro de que era allí donde se encontraba la puerta que conducía a las almenas y, al menos, a una de las torretas. Con todo, tenía la punzante sensación de que no estaba solo en la casa. Se sentía vigilado. No era solo por culpa de los viejos retratos que colgaban de las paredes (muchos de ellos desvaídos o hechos jirones), sino sobre todo por la oscuridad que reinaba a la vuelta de cada esquina, tras las puertas entreabiertas o las que trasponía en pos de la torreta. Su instinto le decía que no estaba solo. El desasosiego le atenazaba, y se vio impelido a amartillar la pistola y apuntar con ella hacia las sombras, apoyándose en la cadera. En un lugar cerrado como aquel, August era una presa fácil.

Las paredes del pasillo tenían todo tipo de pintadas —Elvis Presley Regein! Die Briten können unsere Frauen nehmen, aber sie brachten uns bunte taschentuche! Klaus liebt Birgit—, un ejemplo de poesía local por parte de los jóvenes que se atrevían a entrar en la mansión, supuso August. Al final del pasillo se topó con una puerta que todavía tenía la llave en la cerradura. Para su asombro, la llave giró sin problemas. Traspuso entonces el umbral y salió a las almenas; el sol ya se hallaba en lo alto del cielo y el todo comenzaba a adquirir un aura dorada, como de pan recién hecho. A lo lejos se ensanchaba el río, que reptaba al pie de los dos bancales inferiores, claramente visibles desde donde August se hallaba. Se inclinó para obtener una vista más favorable de los bancales y del laberinto, que se esquinaban en un ángulo del paisaje. Podía alcanzar a ver los anillos del sefiroth, destacándose en el inconfundible trazado que ya conocía tan bien, pero seguía sin encontrar un lugar lo bastante elevado que le permitiese obtener una buena fotografía. Examinó las almenas. La torreta se encontraba en el otro extremo, y parecía alzarse unos tres metros por encima del lugar en el que August se hallaba. Justo entonces escuchó un repiqueteo veloz. August saltó a un lado y apoyó la espalda contra las almenas, preparándose para un ataque. Un par de palomos, turbados obviamente por su presencia, pasaron volando junto a él, a escasos centímetros de su cabeza. Aliviado, siguió su camino en dirección a la torreta.

La torreta era una torre en miniatura, perfecta en todos sus detalles y, sin duda, confeccionada en el siglo XIX a imitación de las que podían encontrarse en cualquier castillo sajón. August se preguntó quién debió de ser el adinerado burgués que encargó el edificio: ¿por qué había dejado el laberinto intacto? ¿Era posible que se tratase de un descendiente directo del mercader que ayudó a Shimon? August traspuso el arco de piedra, que estaba a unos treinta centímetros del suelo de la torreta, y desde allí oteó los bancales. Ahora podía ver el laberinto al completo, junto con el sefiroth central, Tiphareth, cuyo círculo verde destacaba sobre los nueve restantes, todos ellos vacíos. Sacó la cámara de la bolsa, retiró la funda y el protector de la lente, y procedió a enfocar la imagen en el visor.

Oyó entonces un golpe de aire y sintió que una flecha pasaba sobre su hombro izquierdo, rasgando el tejido de su chaqueta. Se agachó y, todavía en cuclillas, se escabulló del arco, y luego, para su más absoluta perplejidad, se vio tendido en el suelo, arrojado allí por alguien que había saltado desde arriba. Por un segundo se vio inmovilizado contra las frías losas, sin aliento. El hombre que le había atacado, pues consideraba que tenía que ser un hombre, estaba encapuchado y era menos corpulento que él, pero sorprendentemente fuerte. Puso a August en pie de un tirón y lo empujó con fuerza al arco del muro de la torre; August se tambaleó por un instante, y estuvo a punto de perder el equilibrio cuando la parte posterior de sus piernas tropezó en el murete que bordeaba: por encima del hombro vio de pronto la mareante perspectiva que se extendía a quince metros de sus pies. Su atacante se abalanzó de nuevo hacia él para propinarle el último empujón, pero August consiguió hacer pie y forcejeó con el hombre en el suelo de la torreta, sobre cuyas losas rodaron en una madeja de miembros entreverados. August, dando por sentado que luchaba con un joven, se vio sorprendido por su fuerza. Aunque de peso bastante ligero, el atacante tenía una musculatura compacta, fibrosa, y sabía moverse con una agilidad asombrosa: apoyándose en el suelo de losas, empujó a August una vez más contra el arco y la muerte segura que le esperaba abajo, pero justo en ese momento una nueva flecha impactó en el costado de su asaltante, lanzada desde el arco que se alzaba al otro lado de la torre. El joven cayó en los brazos de August. Otra flecha sobrevoló sus cabezas, y August se apresuró a arrojar al muchacho al suelo. Le retiró la capucha y se sorprendió al ver que el rostro que ocultaba pertenecía a una mujer, y, lo que era más sorprendente, la conocía.

—La flecha tiene la punta de plata —murmuró Olivia, pugnando por ponerse en pie, mientras miraba a August a la cara.

—No te muevas, buscaré ayuda.

La mente de August daba vueltas y más vueltas, tratando de recordar dónde había visto a esa mujer: ¿en Londres? ¿Oxford? ¿Quizás en España? Pero no podía ubicar su rostro.

—No vale de nada, si algo puede matarme es la plata. Voy a morir. Al menos te he salvado.

Un hilillo de sangre le cayó de la comisura de la boca.

—¿Quién eres?

—Te hemos estado observando durante años. Tienes un talento extraordinario; es una lástima que lo derroches en el mundo sin relieves.

—¿El mundo sin relieves?

La mujer pugnaba por respirar, mientras le temblaban bruscamente las manos.

—Los laberintos son un anagrama. Representan un atajo… un atajo a la iluminación.

Se estaba muriendo. Para August era algo obvio, y no dejó de sujetarle la mano. Se preguntó si aún estaba consciente. ¿O acaso era presa de alguna alucinación?

—¿Fuiste tú quién mató al profesor Copps?

—¿A Julian? —susurró, y un velo pareció iluminar sus facciones, ablandando su expresión contrita—. En el pasado fuimos amantes. No estoy segura de que a eso se le pueda llamar asesinato, en vez de seducción…

Le temblaba la voz. Trató de acercarse más a él, aferrándose con fuerza a su chaqueta.

—Escúchame… La crónica…

—¿La crónica? ¿Buscabas la crónica?

—La crónica es sagrada. El mensaje de Shimon debe mantenerse en secreto.

—¿Trabajas con Damien Tyson?

—Hace tiempo lo hice… Pero él es un Magus, y de los más poderosos… Y un Wicca, como nosotros.

—¿Nosotros?

La mujer consiguió elaborar una sonrisa, y de pronto August reconoció aquella cara: la había visto años atrás, en sus días como estudiante, durante las horas que pasaba en el Museo Pitt Rivers de Oxford, cuando estudiaba las máscaras tribales y objetos rituales que alojaban sus dependencias. Ella era la responsable de su sala de exposiciones favorita: «Magia, ritual, religión y fe».

—¿Olivia Henries?

Asintió, y entonces una nueva flecha pasó a escasos centímetros de la cabeza de August, para luego rebotar contra la pared que tenía a su espalda. Olivia levantó un brazo, aferrándose a su chaqueta con una mano ensangrentada.

—Debes marcharte, no tardará mucho en llegar. Te matará.

—¿Tyson?

—Como el sol, tornose polvo, y adquirió tal poder…

La mano cayó sobre su costado. Sus fuerzas se debilitaban a pasos agigantados.

—Coge mi collar y ponlo entre mis labios, para que el nombre de la diosa sea la última palabra que alberguen antes de morir. Aprisa —susurró.

—Olivia, debo saber qué le sucedió al monje, qué le ocurrió a Dominic Baptise.

Pero la piel de la mujer ya había adquirido el color de la ceniza y sus labios se le empezaban a oscurecer. August alargó un brazo y sacó de entre los pliegues de la chaqueta de la mujer el collar que llevaba puesto, y en el que había grabado el mismo símbolo que ostentaba el collar que Jimmy le había dado, y que este arrancó del cuello de su atacante en el París de las catacumbas.

—El otro atacante que trató de matar a Van Peters, ella era…

—Mi amante. Shimon nunca entendió el poder de Elazar, pero tú sí lo harás. Él era un tonto idealista —murmuró Olivia, casi con los ojos en blanco. Apenas podías respirar; a August no le quedaban sino segundos.

—¿Cómo lo sabes?

Olivia sonrió: bajo el manto del dolor palpitaba un genuino humor.

—Porque yo estaba allí

August la miró atentamente, y recordó la descripción que Shimon hacía en el diario de la mujer que traicionó a su familia ante la Inquisición, la misma que apareció misteriosamente en Avignon. Como si pudiera leer sus pensamientos, la mujer asintió vagamente, y luego su cabeza cayó hacia atrás, inerte, sin vida. August sostuvo su cuerpo durante unos instantes. Aquella última mirada que la mujer le había dedicado fue casi afectuosa. ¿Cómo podía saber tanto sobre él y, pese a ello, August apenas hubiera sido consciente de su existencia?

Dejó el medallón de cobre entre los labios azulados de la mujer y dejó su cuerpo sobre el suelo. Con la cabeza gacha, procedió a arrastrarse hacia la salida de la torreta y de ahí a las almenas. Asomó por el borde. Allá abajo, el paseo que conducía a la casa parecía sorprendentemente tranquilo: un mirlo saltaba por entre las briznas de hierba que asomaban por entre la grava, y giró la cabeza, interrogante, en dirección a August, como si intuyese su mirada. Aparte del pájaro, no alcanzaba a ver nada que se moviese.

August oteó el panorama; en mitad de aquel territorio ruinoso había una antigua fuente, con una figura sedente de Neptuno, fraguada en bronce, a la que flanqueaban un par de ninfas de aspecto claramente teutónico. Un estanque de aguas verdosas, poco profundas, rodeaban la decoración central. Al mirar hacia allí, August advirtió que algo se había reflejado fugazmente en la calmada superficie del agua, en el lugar donde se alzaba la estatua. Entrecerrando los ojos, logró ver el reflejo de alguien que se ocultaba tras esta, un individuo de elevada estatura, que sostenía un arma de aspecto bastante extraño. No podía ser otro que Tyson, o alguno de sus hombres. Quienquiera que fuese, se trataba de un profesional, pues el reflejo revelaba la presencia de un arco moderno, equipado con una mirilla telescópica.

August siguió arrastrándose por las almenas, y se dejó caer por un muro de pequeña altura hasta un tejado que se ofrecía un poco más abajo. De allí se deslizó hasta un bancal, y luego descendió una cañería hasta alcanzar el suelo en uno de los laterales de la casa. Apoyó las manos en la pared y asomó para mirar por la esquina: desde allí consiguió ver al hombre. Había dejado su escondrijo tras la fuente y caminaba lentamente, con el arco levantado, hacia la fachada principal de la casa, mirando en dirección a las torretas para buscar cualquier atisbo de su presa. August alzó la Mauser, estabilizando la muñeca con la otra mano. Apuntó con sumo cuidado y disparó.

La bala alcanzó a Vinko en un lado de la cabeza, matándolo al instante. Se balanceó por un momento, y luego cayó hacia atrás, casi al tiempo que lo hacía su arco. August escuchó atentamente por si había alguien más en los alrededores, pero no percibió nada más, salvo el débil graznido de los cuervos y el murmullo lejano de una gabarra al cruzar el río. Frente a él se levantaban unas zarzas y algunos matojos de rosas. Oyó entonces el ruido de un coche: la carretera debía de encontrarse al otro lado de las zarzas, por encima de aquella misma pendiente. Sin detenerse a examinar el cuerpo, August atravesó el jardín a la carrera y se zambulló entre las zarzas, abriéndose paso tan rápido como pudo hasta lo alto del bancal, donde le aguardaba la libertad, aunque temía que un disparo interrumpiese su avance de un momento a otro.

Siete minutos después, August abandonaba aquel hipertrofiado jardín y emergía una carretera asfaltada que, según sus cálculos, debía de ser el camino principal que se desplegaba sobre el Treppenviertel en dirección al centro urbano de Blankenese. Vio la motocicleta aparcada a unos veinte metros, a cierta distancia de los peldaños que desaguaban en la mansión. August corrió hacia allí y, tras saltar sobre la moto, giró en redondo y se dirigió hacia Hamburgo tan rápido como se atrevió a conducir, azotado por las ramas y zarzas que se enganchaban a sus cabellos y su chaqueta, a medida que aceleraba.

Al girar hacia Hamburg-Mitte, August tuvo que frenar para ir al paso de un autobús escolar que se hallaba ante él, mientras que por el carril contrario se aproximaba el camión de la basura. Aguardó para adelantar al vehículo, y al hacerlo miró instintivamente por el retrovisor: en su luna plateada se pintaba la figura de un Mercedes negro que acababa de doblar en la misma dirección que había tomado August. Observó su avance a través del espejo. Lo estaba siguiendo. Enfiló el morro de la BMW hacia la calzada, esquivando por poco a una pareja que paseaba indolentemente por el vecindario. Adelantó al autobús, volvió a enfilar el asfalto y cruzó con el semáforo en rojo, despertando la ira del conductor del autobús, que hizo atronar el claxon con ganas. Pero cuando August dobló en la siguiente calle comprobó que había conseguido despistar al Mercedes. Agachándose en el asiento, apretó el acelerador hasta alcanzar los ciento veinte kilómetros por hora: el motor del R75 vibraba en sus ijares, el río Elba discurría a mano derecha como una serpiente de lodo, y por un momento se dejó arrastrar por la emoción de la caza. Vio entonces que el Mercedes volvía a aparecer en su retrovisor, a unos treinta metros por detrás de él. Las áreas urbanas de la ciudad se alzaban a cada lado. Cada vez que intentaba despistar al coche, este reaparecía, como si su conductor tuviera poderes telepáticos. Al llegar a Altona, August giró bruscamente a la izquierda, y luego hizo un nuevo viraje, pasando por poco a un camión en plena descarga que detuvo en seco al Mercedes. Apretó el acelerador en dirección a las estrechas callejuelas de la Speicherstadt y se lanzó hacia una gabarra de carga que en aquel momento soltaba amarras, justo en el instante en que el Mercedes se detenía en el arcén.

La gabarra le trasladó a la orilla sur, donde desembarcó y procedió a enfilar los últimos metros que le separaban del puerto, los canales, el búnker, el submarino y, lo que era más importante, de Izarra.