Los tres aguardaron mientras la luz de la mañana —un pequeño cuadrado azul que escapaba por la trampilla— recorría el suelo de cemento como un siniestro reloj de sol procedente de otro mundo. August había pasado la noche traduciendo el libro, y Shimon, por fin, había revelado la siguiente ubicación: Hamburgo.
Izarra estaba sentada en el borde de la cama, vestida, con sus cosas empaquetadas en una bolsa a su lado; Jacob, un poco menos demacrado tras cuatro horas de sueño, tenía los ojos cerrados, y se desmadejaba sobre el baqueteado sillón con las piernas descolgadas sobre uno de los reposabrazos, lo que le daba un curioso aspecto de niño extrañamente entrado en años en los brazos de un oso. August, por su parte, permanecía inmóvil, detenido bajo la trampilla, mirando hacia arriba. Había permanecido allí durante más de cuarenta y cinco minutos, aguardando con aquel porte elegante, desenvuelto. Eran más de las siete de la mañana y Edouard no había dado los golpecitos habituales, la señal de que ya podían subir a la imprenta. Contando los minutos, August se volvió a Izarra.
—Algo va mal. Tendría que haber dado la señal a las seis, como habíamos convenido.
Jacob abrió los ojos, mientras Izarra se ponía en pie y colgaba su bolsa del hombro.
—Su gente estará aquí en menos de una hora —dijo en voz baja; en su rostro parecía reflejarse la misma ansiedad de August. Jacob ya se había incorporado. August sacó lentamente la pistola de la chaqueta.
—Subamos.
Algo muy pesado bloqueaba la trampilla, un peso muerto que impedía levantarla. August, haciendo equilibrios en lo alto de la escalera, apoyó el hombro contra la madera y empujó con todas sus fuerzas. Al otro lado escuchó que algo resbalaba por la superficie, lo que redujo ligeramente la presión.
—Jacob, échame una mano —le pidió. Cohen subió las escaleras por el otro lado y se colocó tras August, lo más cerca posible de él, y juntos trataron de levantar la trampilla. De nuevo pareció que algo se deslizaba al otro lado, pero no era suficiente para hacer saltar el pestillo. Los dos hombres desistieron de empujar.
—Vale, hagámoslo a la de tres. Uno, dos, tres —ordenó August, y ambos empujaron con el máximo de sus fuerzas. El peso cayó a otro lado y la trampilla se abrió repentinamente, precipitándolos a la luz que inundaba el piso superior. August fue el primero en subir.
El cuerpo semidesnudo de Edouard yacía en el suelo: tenía la chaqueta y la camisa hechas jirones, y el cuello girado en un ángulo antinatural; el rostro se hallaba boca abajo, y sus ojos, abiertos de par en par, miraban la habitación tras una especie de bruma viscosa, y con lo que se diría era una expresión ofendida. La marca roja del garrote rodeaba su cuello.
—Oh, no, por favor, Dios, otra vez no…
Horrorizado al ver aquella escena, August salió de la trampilla y se arrodilló junto al cuerpo de Edouard. Los otros le siguieron en un silencio contrito.
August colocó el cuerpo boca arriba, lo que dejó a la vista el pecho desnudo y la frente; unos extraños símbolos habían sido grabados por todo su cuerpo y su rostro con lápiz de labios.
—Estaba tratando de ocultar la trampilla al asesino cuando murió —dijo Jacob, arrodillándose junto a August.
Resultaba difícil imaginar cómo lo había conseguido, pero así era.
—Murió por salvarnos.
August cerró los ojos del cadáver, y luego se incorporó: volvió a ver a Edouard cobrando vida ante sus ojos, dieciséis años atrás, riendo y emborrachándose con August en un terruño perdido en Aragón; era una imagen en blanco y negro que se repetía una vez y otra, como enganchada a la horquilla del proyector. No podía relacionar a aquel hombre —que con tanto vigor desafiaba a la muerte, al destino y demás conceptos que el francés siempre había considerado «abstracciones burguesas diseñadas para confinar los límites del espíritu»— con el cuerpo desmadejado que yacía a sus pies.
—Nunca debimos venir aquí.
Izarra le rodeó con los brazos.
—Él sabía los riesgos, August. Para él, la lucha no había tocado a su fin.
Furioso al pensar en lo inútil que era todo aquello, August la apartó de un empujón.
—No lo entiendes. Él era uno de esos tipos a los que siempre sonreía la suerte, como yo… ¡nada podía matarlo! Dos guerras, una ocupación, ¡y nada! ¿Y esto? ¿Qué hay de su mujer, y de sus hijos?
Consternado, August estrelló una mano contra una de las rotativas.
—No es culpa tuya —insistió Izarra, cogiéndole de los hombros. Le miró directamente a los ojos, tratando de calmarlo—. Debemos mantener la firmeza, debemos seguir adelante.
Su tono severo le hizo volver a la realidad. August miró a Jacob, que en aquel momento se encargaba de examinar el cuerpo. Yacía sobre un costado, con la mano derecha bajo la cadera.
—¿Y bien? ¿Ha sido obra de Tyson?
—Diría que no. El garrote es demasiado limpio como para ser obra de su mano. Tyson prefiere causar más caos. La sangre derramada es su firma, por así decir.
—¿Y qué hay de esos signos? Lo hacen ver como un sacrificio, o un asesinato ritual. ¿Qué sentido tiene grabar el signo de Plutón en su frente?
August hizo un gesto hacia el símbolo rojo que coronaba el rostro del cadáver: el lápiz de labios se derretía en la palidez de la piel. Jacob pareció asustado; señaló entonces otro signo grabado sobre el hombro izquierdo de Edouard, que se hallaba a la vista.
—¿Qué es esto? —le preguntó a August.
—Saturno. —August indicó entonces el que estaba pintado en el hombro derecho—. Acuario.
Como si se hubiera unido a algún macabro juego de las adivinanzas, Jacob colocó un dedo en el símbolo escrito en el centro de un círculo, trazado en el pecho del cadáver.
—Y este debería ser el sol. El siguiente que hay más abajo, sobre el estómago, es la luna, y en la mano izquierda se encuentra Mercurio, así que supongo que el de la derecha debe ser Júpiter.
August sacó de debajo de la cadera la mano derecha del cadáver. Los dedos se hallaban engarabitados, prensando el tallo de un clavel rojo: garabateado sobre los nudillos vieron el signo de Júpiter. Un clavel: la flor que se encontraba grabada en la primera página de la crónica. Turno para August de un nuevo descarte.
—El clavel se refiere a la crónica, ¿pero cómo sabías que el símbolo sería el de Júpiter?
—Todos estos signos están asociados a cada uno de los sefiroth que componen el Árbol de la Vida. El que tiene en la frente es Kether, o Plutón. El del hombro izquierdo, Binah, o Saturno, y así sucesivamente. El cadáver ha sido señalado como si él mismo fuera un Árbol de la Vida.
August reculó, sintiéndose invadido por las náuseas.
—El asesinato debe ser un mensaje, y un mensaje dirigido a mí. Quienquiera que asesinara a Edouard sabe de la existencia de los laberintos, y de su significado oculto. Recuerdo haber leído que para los ocultistas el Árbol de la Vida es un sistema en sí mismo, una forma de ordenar y asociar entre sí las propiedades místicas, mágicas y espirituales. Incluso Crowley lo usaba en sus rituales.
—Pero sigo sin creer que sea obra de Tyson. Es curioso que el décimo signo para el décimo sefiroth no haya sido reproducido en el cadáver. Malkuth: «Reino». Astrológicamente, Malkuth se asocia a la Tierra —apuntó Jacob.
August observó los tres signos que jalonaban el tronco de Edouard. Procedió a caminar siguiendo la línea que trazaban los pies del cadáver, examinando atentamente el suelo. Llegó hasta la pared opuesta. Se detuvo allí y observó la pared unos instantes; luego alzó la vista y descubrió un espejo. Grabado en la superficie del espejo, de nuevo con un lápiz de labios, había un nuevo signo. Enmarcaba su rostro con total precisión, como si quien había dibujado aquello supiera su estatura exacta. En el reflejo, el trazo recorría su frente, imitando el signo zodiacal que se hallaba escrito en el rostro de su amigo. La única diferencia era que, allí donde el signo de Edouard simbolizaba el Kether, o la Corona, el que se reflejaba en la frente de August simbolizaba la Tierra. Transido de asombro, contempló la imagen durante unos instantes; se sintió entonces recorrido por un escalofrío.
Jacob se acercó a él.
—Malkuth: el Reino. El asesino no se olvidó de dibujarlo, después de todo —le dijo August, todavía contemplando su rostro en el espejo.
—Es un código. El signo astrológico de Malkuth es la Tierra. Creo que quien mató a tu amigo trata de hacerte saber que eres tú el siguiente que va a ser… enterrado. —Jacob hizo una pausa, mirando el reflejo de August en el espejo—. Hay alguien más siguiendo tus pasos, aparte de Tyson, ¿verdad?
La tensión era evidente en el rostro de August:
—Quizá.
Se volvió en redondo y miró en derredor. No quería hablarle a Jacob acerca de la mujer que, según sospechaba, podía haber seguido su rastro desde Londres: su instinto le decía que debía retener cualquier información que más adelante pudiera resultar comprometedora.
Jacob lanzó un silbido:
—¿Te refieres a alguien aparte del MI5, la Interpol y la CIA?
—No hay nada como ser el alma de la fiesta —replicó August—. Lo que debes entender es que estoy detrás de algo que cientos de personas antes que yo han intentado descubrir, y que alguien más, allá en su universo paralelo de símbolos, magia y manipulación psicológica —hizo un gesto hacia el cadáver de Edouard—, y también terror, conoce muy bien.
Se vio interrumpido por un repiqueteo metálico. Izarra se encontraba junto a la chaqueta de Edouard, y agitaba las llaves de su coche en el aire.
—Debemos irnos —dijo.
Horrorizado, August se dirigió hacia ella y cogió las llaves de su mano.
—No, no somos ladrones.
—Pero es lo que él hubiera querido —insistió Izarra, con rostro inexpresivo.
—No hay tiempo para sentimentalismos —reprendió Jacob a August—. Si vas a servir de carnaza, tendrás que moverte muy aprisa. Puedo mandarte un telegrama con el paradero de Tyson en cuanto lo tenga localizado. Te lo enviaré a la estafeta central de Hamburgo, dirigido a Joe Iron.
August echó la vista atrás y miró el cadáver, consciente de que Izarra y Jacob aguardaban una respuesta por su parte. Allá afuera, en la calle, se escuchó la persiana metálica del garaje que había al lado, la frívola charla de los mecánicos que empezaban a llegar al trabajo: la vida normal, el mundo sin crímenes ni huidas que conformaba la rutina cotidiana. August se puso en marcha.
—De acuerdo —le dijo por fin a Izarra—. Nos vamos a Hamburgo… y ahora.
La lluvia caía como un manto sobre el parabrisas del Fiat, convirtiendo en una acuarela los campos que flanqueaban aquel estrecho camino comarcal. August, al volante, se inclinaba hacia delante para intentar distinguir a través del parabrisas el cartel que flotaba a un lado de la carretera.
—Ese debe de ser el desvío a Dijon —le dijo a Izarra, que tenía un mapa de Europa desplegado sobre su regazo. Esta miró el mapa.
—Quince kilómetros.
—Tendremos que cambiar la matrícula cuando lleguemos a Dijon. A estas alturas la policía ya estará buscando el vehículo.
—Déjalo de mi cuenta. —Izarra le dedicó una sonrisa—. Es un viejo truco que mi hermana me enseñó.
Apareció la indicación del desvío y August giró a la izquierda, y el camino se ensanchó de inmediato al desaguar en una autopista de cuatro carriles.
—Para el coche allí y apárcalo detrás de ese árbol —le pidió Izarra.
August sacó el Fiat del camino; el vehículo comenzó a bambolearse al enfilar la cuneta, llena de baches y cantos rodados, y August lo aparcó tras las ramas de un sauce.
—¿Tienes un cuchillo?
August asintió, preguntándose qué estaba planeando ahora. Izarra volvió el retrovisor hacia ella, sacó un pintalabios y un lápiz de ojos del bolsillo y, para asombro de August, procedió a maquillarse: nunca antes la había visto maquillada.
—Muy bien, ahora mantente oculto hasta que suba al camión. Cuando lo haga, sal corriendo y desatornilla su matrícula. ¿Entendido?
—¿Y si no me da tiempo de hacerlo?
Izarra sonrió de oreja a oreja.
—Tendrás tiempo, créeme: tengo mucha práctica en esto.
Durante un horrible minuto, August pensó que Izarra iba a prostituirse, pero antes de que tuviera tiempo de detenerla, se había bajado del vehículo. Había dejado de llover, y algunas perlas de luz solar emergían como una bisutería celestial de entre las grises nubes, iluminando el cabello y el rostro de Izarra. August dio un respingo al darse cuenta de que parecía liberada del tiempo y la experiencia, como si el maquillaje hubiera suprimido toda historia pasada de su rostro. Tuvo que luchar contra el impulso de saltar del coche para protegerla.
Miró por la ventanilla. Vio a Izarra alejarse hacia la carretera; una vez allí, asomó el pulgar y fingió hacer autoestop. Recortada su silueta contra el campo embarrado que se alzaba tras ella, e iluminada la carretera por una luz repentina que barrió la humedad del asfalto, produciendo un efecto similar al de una fotografía en blanco y negro, Izarra parecía un extraño peregrino procedente de otra época; la falda alta y ceñida, las medias sucias y los zapatos baratos eclipsados por la obvia sensualidad de su cabello suelto y la fresa violenta de sus labios cárdenos: la puta y la santa, la Virgen y Jezabel. August se sintió incómodo. No le gustaba dejarla allí, tan vulnerable. «Es tan buen soldado como puedas serlo tú. Además, nunca te habría perdonado que hubieses tratado de detenerla. Tienes que aprender a confiar en ella. ¿Pero alguna vez he confiado en una mujer?».
Un coche pasó de largo. Aminoró la marcha y luego aceleró, indiferente. Ignorando aquel revés, Izarra se mantuvo estoica en la cuneta, con el pulgar asomado. Otro coche, un baqueteado Renault, cuyos asientos delanteros los ocupaban dos mujeres ancianas, pasaron junto a ella muy despacio: la mujer que iba en el asiento del copiloto la miró con desaprobación al dejarla atrás.
En el Fiat, August comenzaba a sentirse cada vez más incómodo con aquel plan. Estaba a punto de salir del vehículo y pedirle que abortase la operación cuando vio que un pequeño camión doblaba el repecho del sendero. En uno de los lados había pintado el anuncio de un proveedor de carnes de Lyon, y tras el volante era posible ver al conductor, un tipo de tez rubicunda de unos cuarenta años. El camión se detuvo un poco más allá de donde se encontraba Izarra y la puerta de la cabina se abrió de golpe. Sin siquiera volverse para mirar a August, Izarra corrió hacia el camión y subió a la cabina.
August salió del Fiat, cuidándose de no quedar expuesto al retrovisor del lado del conductor, y corrió hasta situarse junto al morro del camión. Tan rápido como pudo, procedió a desatornillar la matrícula con su cuchillo. Solo estaba sujeta por dos tornillos, de modo que no tardó más de tres minutos en hacerse con ella. Se deslizó hacia la parte trasera del camión e hizo lo propio con la matrícula del parachoques de atrás, tras lo cual envolvió ambas placas en la chaqueta. Enseguida, corrió hacia su vehículo y cambió las matrículas del coche de Edouard por las del camión. Arrojó las placas de Edouard a una acequia y luego miró en dirección al camión. En la empañada cabina, bajo la amarillenta luz del interior, Izarra parecía no hacer otra cosa que compartir un cigarrillo con el conductor, mientras sonreían y departían amistosamente. La redondeada cara del tipo, relamiéndose ante su conquista, parecía particularmente corrupta, y August tuvo que controlar el impulso de correr hacia allí y sacar a Izarra del camión. Advirtiendo que todavía tenía algunos minutos por delante, apretó los tornillos de las nuevas matrículas y volvió a introducirse en el coche.
Miró por el retrovisor para comprobar qué sucedía con Izarra. Parecía estar discutiendo con el conductor, mientras gesticulaba ostentosamente. August sintió una punzada en el estómago, y se preguntó si no tendría finalmente que rescatarla. Pero entonces Izarra salió del camión, cerrando la puerta de un golpe, con la furia pintada en el semblante. Aguardó a que el vehículo se perdiese carretera adelante quemando ruedas, tras lo cual regresó al sauce y se introdujo en el Fiat.
—¿Y bien, qué le has dicho? ¿Que eres una novicia?
—Algo así —dijo—. Pero nos hicimos con las matrículas, ¿no?
Estaba tan feliz como una niña.
—Eso nos hará ganar algo de tiempo —gruñó August, por toda respuesta.
Divertida, Izarra le miró de hito en hito.
—No te habrás puesto celoso, ¿verdad?
—Si te hubiera tocado, le habría matado.
Dijo aquello con la mirada clavada en la carretera, pues no quería ver la expresión de Izarra. Esta rio:
—No hubieras tenido que hacerlo. Ya lo habría hecho yo misma. Pero no era un mal tipo. Solo era del equipo equivocado.
August sacó el coche del camino y con las ruedas girando a toda velocidad retornó a la carretera comarcal.
—Mi idea es abandonar el Fiat en Hamburgo, tan pronto como tengamos noticias de Jacob.
—Buena idea, a estas alturas ya habrán descubierto el cadáver de Edouard.
—No te preocupes, estaremos en Alemania al anochecer.
—Malcolm, ¿me oyes con claridad?
August se encorvaba sobre la cabina de teléfonos para hacerse oír, con el auricular apretado contra el oído. Desde allí podía ver a Izarra aguardando junto al Fiat, mientras un joven francés les llenaba el depósito. Estaban a las afueras de Dijon, donde las granjas habían desertado para dejar su lugar a las pequeñas industrias. La gasolinera se encontraba embutida entre una fábrica de ladrillos y una granja avícola venida a menos. La distancia a la que estaba la cabina le permitía llamar a Londres sin que nadie le escuchase. Hubo un crujido, luego una crepitación, y después la voz de Malcolm Hully se dejó oír sobre la estática de la línea.
—August, justo a tiempo. Qué sorpresa.
—Ha sido toda una hazaña, puedo jurarlo. —«Y tú sabes qué clase de hazaña, cabronazo».
—Me lo imagino. Creo que debes saber que tanto la Interpol como la CIA están tras tu pista, y me temo que su majestad te ha repudiado oficialmente. —Por su modo de hablar, cualquiera hubiera dicho que Malcolm estaba realmente preocupado.
—Qué decepción. Recuérdame que tengo que escribir al parlamento. —August mantuvo la templanza en el tono de voz.
—En serio, August, lo cierto es que les importa un carajo quién pueda detenerte o si para entonces vas con los pies por delante. Código negro, amigo mío: ya no es que seas persona non grata, más bien eres persona mortis.
—Vaya, entonces estoy en problemas. Y el dinero no estaba en el hotel, Hully, ¿qué ha pasado?
—Sí, lo lamento enormemente, los problemas burocráticos van a acabar conmigo —replicó Hully con ligereza.
El puño de August apretó con más fuerza el auricular. Hubiera querido golpearle. «Síguele el juego, no muestres tus cartas, todavía no», se dijo a sí mismo. Resultaba turbador ver lo buen actor que era Malcolm. August comenzó a dudar de si alguna vez habían sido realmente amigos. ¿Cuál fue la verdadera razón por la que Malcolm lo sumó a las filas del Ejecutivo de Operaciones Especiales? ¿Era posible que Malcolm nunca hubiera confiado en él? «A veces los ingleses son tan difíciles de interpretar». August tapó entonces el auricular, lo justo como para que el sonido llegase a él ligeramente ahogado, y, en un pasable árabe, gritó: «¡Por favor, mi equipaje!». Luego, sonriendo, apartó la mano y la voz de Malcolm, transida de ansiedad, resonó en el receptor:
—¿Dónde estás, en Oriente Medio? —preguntó, cayendo en la trampa.
—Eso es lo de menos. Dime qué has averiguado sobre Tyson.
—Se trata de un antiguo militar, que ahora opera principalmente en España. Pertenece a la otra agencia, el típico hombre fiel a la compañía, y los americanos lo consideran un activo ciertamente valioso, de modo que, August, deberías dejarlo correr. Lo más interesante es que el homólogo de Tyson en España, el hombre con el que entabla sus negocios, es el general César Molivio.
A la simple mención de aquel nombre, el suelo pareció temblar bajo los pies de August. Hubo una pausa al otro lado de la línea, como si Malcolm supiera exactamente el impacto que sus palabras habían tenido. August se apoyó contra la cabina, luchando contra el vértigo que se había apoderado de él, blancos los nudillos mientras trataba de recuperar la compostura. Puso una mano en el auricular, aspiró con fuerza un par de veces para calmarse, y luego volvió a colocar el receptor en el oído.
—¿Estás seguro de que se trata de Molivio? —Mantuvo la voz firme, calmada.
—¿Por qué, lo conoces?
La voz de Malcolm era, en cambio, la representación perfecta de la inocencia; parecía incluso carente de toda emoción: ¿le estaba contraatacando? August estaba convencido de ello. Jamás había compartido sus experiencias en la Guerra Civil con su antiguo supervisor, pero si Malcolm pertenecía al MI5 era posible que alguien hubiera accedido a dicha información. «Quieren desorientarme. Quieren que me traicione a mí mismo». La imagen de Molivio sonriendo amablemente mientras le aplicaba electrodos en los testículos surgió de pronto en su mente, haciendo que su cuerpo se retorciese con el recuerdo de aquel terrible dolor. Era difícil olvidar la insidiosa psicología empleada por los españoles, primero ganándose su amistad, luego torturándolo para tratar de conseguir los nombres de todos los soldados de la Brigada Lincoln que se hallaban bajo sus órdenes, una información que condenaría, August era consciente de ello, al menos a una docena de americanos.
—Qué pequeño es el mundo —dijo, envarado—, pero era solo una cuestión de probabilidades que Tyson trabajara con Molivio: ¿alguna otra conexión?
—Aparte de eso, se rumorea que Damien Tyson va por libre, pero se ha ganado el respeto de los americanos por su dureza y por tener una línea directa con Franco. Déjalo, August. Se trata de un asesino sin escrúpulos. No tienes la menor oportunidad.
Volviendo la espalda a la gasolinera, August vio a un granjero que trabajaba en los campos vecinos, abriendo la tierra con un voluminoso arado del que tiraba un enorme caballo, al que espoleaba con algún silbido y más de un distraído varetazo: los músculos del animal se tensaban por el esfuerzo de tirar de aquel viejo arado, mientras su respiración brotaba de sus fosas nasales en forma de vapor al entrar en contacto con el gélido aire. August se sintió de pronto terriblemente solo: Jimmy había sido asesinado, al igual que Edouard, y Malcolm, su viejo amigo, le había traicionado. ¿Hacia qué trampa estaba dirigiendo a Izarra? Pero que Tyson tuviera algo que ver con su antiguo torturador era una coincidencia demasiado extraordinaria: debía haber algún significado en el hecho de que su pasado hubiera surgido de aquella manera abrupta ante él, como la ola producida por un tsunami imposible de dejar atrás. Pero quizá esa era exactamente la reacción con la que el MI5 contaba.
Al girar vio que Izarra se disponía a pagar al encargado de la gasolinera. August reparó en que el tipo miraba con repentina curiosidad el Fiat azul, como si acabara de recordar algo; no necesitaban más para saber que debían ponerse en marcha. Justo entonces, una bandada de gansos volaron sobre su cabeza, graznando estentóreamente al pasar.
—Hay algo más. ¿Ha contactado contigo un hombre llamado Jacob Cohen?
La voz de Malcolm apenas se oía al otro lado de la línea.
Resultaba inquietante escuchar el acicalado acento inglés de Malcolm pronunciando el nombre de Jacob. La sensación de que alguien observaba cada uno de sus movimientos oprimía a August como un calor sofocante. Miró al encargado. Rubicundo, de miembros alargados, el tipo se había enfrascado en una charla inocente con Izarra. La vida parecía tan normal que resultaba casi imposible creer que alguien, probablemente, estaba vigilándolos. Las palabras de Jacob acerca de que Tyson podía ser un agente triple volvieron a resonar en sus oídos. ¿Y si Tyson seguía en contacto con el MI5? ¿De qué forma afectaba eso en lo que respectaba a Malcolm? «Engáñalo, engáñalo tanto como puedas».
—No, no he oído hablar de él —mintió abiertamente August.
—Por lo visto, ese tipo está obsesionado con Tyson. Cohen tiene el privilegio de ser considerado un paranoico a la par que un fanático, aparte de que es visto como un riesgo para la seguridad. Te aconsejo que te alejes de él si contacta contigo.
August sabía que si el MI5 tenía algún archivo sobre Cohen, la investigación que este había iniciado debía de ser suficiente para que lo considerasen una seria amenaza. En cualquier caso, aquella condena suponía para August un respaldo a las intenciones de Jacob.
—Gracias, Malcolm. Tengo que irme, acaban de abrir la medina.
—¿Pero dónde estás…? —preguntó Malcolm; August, sin embargo, ya había colgado el auricular.
Malcolm se volvió hacia el hombre menudo, de cabellos grises, que había grabado la conversación.
—¿Y bien? ¿Qué piensas? La información que tenemos apunta a que o bien está en Marsella, de camino a Port Said, o bien en Port Said.
Nesbit Norris, psicólogo y agente del MI5, recorrió brevemente con sus pálidos y flemáticos ojos azules el rostro de Malcolm.
—Sigue en Francia, pero está en movimiento. Se dirige al norte —dijo Norris con una voz dura, sin inflexiones.
Malcolm reprimió un escalofrío. Aquel tipo era tan sinuoso, pensó para sí, tan frío como un reptil, pero, por supuesto, ese era el motivo por el que desempeñaba tan bien su trabajo.
—¿Cómo se ha tomado la pista sobre Molivio? —interrumpió Upstairs, echándose un poco adelante en su silla; su halitosis era tan fuerte que llegaba hasta el otro lado de la mesa. Malcolm no pudo evitar sentirse asqueado.
—Creo que ha mordido el anzuelo, pero dudo que eso le vaya a delatar.
—¿Por qué no? Según nuestros informes, Molivio estuvo cerca de matar a Winthrop, y Tyson es amigo íntimo de ese tipo. Me extrañaría que desaprovechase la información.
—No lo sé. Cuando operaba clandestinamente en Francia, August era muy bueno, uno de los mejores. Lo cierto es que no hace nada que no quiera hacer, y es endiabladamente desconfiado.
—¿Pero te dio alguna información?
—Ha intentado hacerme creer que se encuentra en el norte de África. Como si ya hubiera llegado a Port Said. Creo que sabe que la agradable recepción que tuvo en el hotel fue cosa nuestra.
—Tenemos que seguir tirando del sedal, pero ciertamente no se encuentra en Egipto. La Veuve Joyeuse no ha atracado aún. Lo he comprobado.
Malcolm reflexionó durante unos instantes, y luego se volvió hacia Nesbit.
—¿Por qué el norte?
—He escuchado los graznidos de unos gansos. Los gansos comienzan a migrar el norte en esta época del año, desde África al norte de Europa: Escandinavia, Dinamarca y Alemania. También ha mentido respecto a Cohen. Han establecido contacto —concluyó Norris, sin dejar resquicios a un posible debate. Norris echó un vistazo al mapa que habían colgado en la pizarra. Las catedrales más importantes de Francia estaban marcadas con un círculo rojo. Cogió una tiza y de un barrido trazó una línea que cruzaba toda España y Francia, curvándose al este en dirección a Alemania—. Por el tipo de graznido diría que se trata del Branta leucopsis. Tienen preferencia por las tierras holandesas y del norte de Alemania. Comunícame con los alemanes —le ordenó a Malcolm. Este no se movió.
—No sabía que eras aficionado a las aves, Nesbit —señaló con frialdad.
—Ah, pero yo sí sé que tú eres un sentimental, Hully —replicó Norris, luego cogió el teléfono e hizo una pausa, ya con el auricular en la mano—. ¿De qué color dijiste que era el Fiat de Edouard Coutes?
* * *
El barco dio una nueva sacudida y Shimon alargó un brazo para coger el tintero que se deslizaba sobre la mesa. El ruido que hacían los marineros en la cubierta para asegurar las velas recorría el techo: las vigas del pequeño navío mercantil crujían y gruñían con el envite de las olas, mezclándose al gutural acento holandés que resonaba en la recoleta cabina. Shimon lanzó un suspiro, luego levantó hacia su rostro un puñado de clavo y aspiró con fuerza su embriagador aroma, tratando con ello de reprimir las náuseas. Procedo de un pueblo criado en el desierto, se dijo a sí mismo, mi estómago nunca ha hecho las paces con el mar. Justo cuando creía que iba a empezar a vomitar, el olor del perfume funcionó, y las náuseas desaparecieron. Apoyándose en el borde del escritorio, abrió el libro por la última página y comenzó a escribir con furia, consciente de que en breve llegaría otra ola que le distraería de su trabajo.
El ruido de la puerta de la cabina al abrirse desmanteló su concentración.
—Esposo mío. —La voz de Uxue parecía flotar por la superficie del pergamino, pero por un instante Shimon prefirió ignorarla—. Esposo mío, tengo miedo.
Shimon se volvió en redondo. Uxue, con el rostro pálido como la tiza, y las piernas abiertas para mantener el equilibrio, vestida con la ropa que se había puesto para encarar tan largo viaje y su henchido vientre visible bajo el tejido de arpillera, le miraba fijamente.
—Uxue… —Se levantó y, a tientas, caminó hacia ella, utilizando como apoyo las esquinas de la cama de madera, el baúl con el que viajaban, atado al suelo mediante varias cuerdas, y el borde de la mesa. Al llegar hasta ella la tomó en sus brazos—. Estaremos bien. No es más que una pequeña tormenta, ya pasará.
Para su sorpresa, Uxue se zafó de su abrazo.
—No es la tormenta lo que temo, esposo mío. Temo por ti y por tu empecinamiento. Harás que nos condenen y ejecuten a los tres. ¡Lo sé! —Se dejó caer pesadamente sobre la cama, con una expresión lúgubre pintada en el rostro—. ¿Por qué ir a Inglaterra? Es un enemigo de España. ¿Por qué arriesgarlo todo a cambio de hablar con el rey, tú, que no eres más que un simple médico? Es un suicidio, Shimon.
Este se sentó junto a ella y le tomó una mano. Estaba helada. Con los pensamientos en otra parte, comenzó a frotársela.
—¿A qué vienen esos recelos, Uxue? Ya te lo he explicado antes…
—Porque quizá he descubierto que no tengo la nobleza que tienes tú. Quiero vivir, Shimon, quiero vivir y ser feliz con mi hijo.
—Y así será, Uxue, te lo prometo.
—Y contigo.
Le miraba con los ojos abiertos de par en par, a sabiendas de que si alguien le podía prometer aquello, ese era él. Shimon volvió el rostro, incapaz de mantener la mirada de aquellos ojos negros que le interrogaban con tanta ansiedad. Se levantó de nuevo. Tenía que moverse, aferrarse con uñas y dientes a su propia determinación.
—Ya te lo he dicho. Se trata de una misión pacífica. Esto es más grande que nosotros, más todavía que nuestro hijo. El tesoro que he descubierto servirá para detener una guerra, una guerra que se extenderá en el futuro más allá de lo que Europa ha conocido, una guerra religiosa que levantará a hermano contra hermano. Puedo hacer que se establezca la paz entre católicos y protestantes, tanto en Alemania como en Inglaterra, y más adelante probablemente en la propia Francia. Pero debo empezar por un rey tolerante que, además, se encuentre en una posición difícil. Se rumorea que el rey Jacobo es en realidad católico. Sé que me recibirá en audiencia, sobre todo cuando sepa lo que voy a ofrecerle.
—Esposo mío, no hay ninguna guerra entre protestantes y católicos.
—Pero la habrá, y será una guerra larga que extenderá su sombra por toda Europa; durará décadas, cientos de miles de hombres morirán. Y yo puedo evitarlo, Uxue. Se me ha concedido ese poder.
Furiosa, Uxue golpeó el camastro de paja. El polvo y algunas briznas de paja brotaron con aquel golpe. Asustado, Shimon dio un paso atrás. Nunca la había visto tan iracunda: «¿era culpa de su estado?», se preguntó, pero era mejor no decir nada.
—Así que navegamos rumbo a Inglaterra para que hables con el rey y de esa forma evitar una guerra que ni siquiera ha empezado… Shimon, no te he fallado en ningún momento, he permanecido a tu lado durante este largo viaje, he creído en ti y en tu búsqueda, pero empiezo a tener mis dudas.
—Eres humana y por tanto falible, esa actitud es muy natural.
—Si no fuera porque te amo, te abandonaría —le dijo, pero parecía que hablaba para ella misma y no para él.
Shimon se arrodilló en el suelo de madera y dejó caer la cabeza en el regazo de Uxue; su vientre henchido formaba una cálida curva en el lugar donde Shimon acomodó el oído.
—¿Quieres que te libere del lazo que nos une? Creo que tengo suficiente dinero. Podrías volver a Irumendi y empezar una nueva vida sin mí.
Los dedos de Uxue recorrían los largos cabellos negros de Shimon. Sin que él lo supiese, Uxue comenzó a llorar en silencio.
—No podrías liberarme aunque quisieras. Estamos unidos como notas de una misma canción.
—Así es. —Pero Shimon seguía sin atreverse a levantar los ojos hacia ella.
—Pero, esposo mío, dime cómo crees que un solo hombre puede detener el germen de una guerra.
—Con fe, Uxue, y con nuestro milagroso legado.
En el otro extremo de la habitación, un repentino golpe de viento removió las páginas del libro.