Las fotografías de los dos laberintos así como la crónica de Ruiz de Luna se extendían sobre la mesa como piezas de un oscuro rompecabezas. Izarra y Jacob observaban en silencio mientras August colocaba la transcripción que había hecho del texto de Shimon Ruiz de Luna en torno al libro.
—El texto es una alegoría. Es imposible determinar lo que significa el laberinto, lo cual me hace pensar que Shimon lo construyó en cada nuevo enclave con el propósito de ocultar algo que, al mismo tiempo, pretendía reproducir: como un código secreto. No he tenido tiempo de traducir todo el libro, pero sé que hay otros laberintos por explorar y sospecho que la respuesta solo aparecerá cuando reúna las imágenes de todos ellos.
Jacob tomó el libro entre sus manos con actitud reverente. Alzándolo ante su rostro, aspiró el aroma del cuero, luego acarició la repujada cubierta, y finalmente murmuró una oración en hebreo. Sintiéndose casi como un intruso, August apartó la vista.
—Sorprende pensar que este libro tiene trescientos años —murmuró Jacob, devolviéndole el libro.
—Fue escrito en 1609, cuatro años antes de la ejecución de Shimon, pero seguía los dictados de un libro todavía más antiguo.
August lo envolvió cuidadosamente en la bolsa de lona.
—Hitler consiguió reducir a cenizas una porción más grande de nuestra historia en tan solo doce años de lo que llegaron a hacer los zelotas en tiempo de los romanos, y, con todo, este diario sobrevivió…
Izarra sonrió:
—Mi familia ha protegido la crónica desde que Shimon Ruiz de Luna la confió a su esposa vasca. Desde entonces ni una sola vez ha caído en manos enemigas.
—En el nombre de mi pueblo, te doy las gracias —dijo Jacob, inclinándose ligeramente, lo que encandiló a Izarra. Cohen se volvió para examinar las notas que August había transcrito—. ¿Sabéis? En mi religión, cuando un libro contiene el nombre de Dios jamás es destruido, en todo caso se le entierra como se haría con un hombre. Este libro sería considerado una obra sagrada. En cuanto a los laberintos, los trazados se corresponden con la forma del Árbol del Sefiroth, más comúnmente conocido como el Árbol de la Vida. En términos ocultistas y cabalísticos, esto sería, literalmente, una reproducción del mapa de la creación. Tanto los cabalistas como los maestros del ocultismo creen que los seres espirituales pueden descender desde ese árbol hasta la Tierra al igual que los seres humanos que se encuentren en un avanzado estado de meditación pueden trepar el árbol hasta el sefiroth superior, Kether, para de este modo alcanzar un estado de iluminación.
—Eso pienso, ¿pero por qué recrear una manifestación física de un mapa espiritual?
—Como bien has dicho, quizá porque es un código perfecto, si no un mensajero. —Jacob señaló el sefiroth superior que aparecía en la fotografía del laberinto de Avignon, y luego escribió debajo una letra hebrea: Kether, o «Corona»—. Este es un atributo espiritual que se encuentra por encima de la consciencia. —Luego señaló el siguiente a la derecha y escribió su nombre hebreo al lado—: Este es Chokmah, «Sabiduría». También se le considera un estado espiritual que flota sobre la consciencia. Luego descendemos por el árbol hasta el siguiente plano, que se considera que es el intelecto consciente. Aquí encontramos a Binah, «Comprensión»; y Chesed, «Bondad»; Geburah, «Severidad», y finalmente Tiphareth, «Belleza». Los cuatro sefiroth de abajo se considera que representan las emociones conscientes: Netzach, «Victoria»; Hod, «Esplendor»; Yesod, «Fundación», y finalmente Malkuth, «Reino», de los cuales emanan toda acción. Los sefiroth en sí son como atributos espirituales a través de los cuales Dios, conocido en el misticismo judío como Ein Sof, o «El Infinito», se revela a sí mismo, mientras prosigue con la creación de los reinos, o mundos, de lo material y lo metafísico en un grado mucho más elevado.
—¿Cómo es que sabes tanto? —preguntó Izarra, maravillada.
—Mi opa, mi abuelo, insistió en que debía conocer los rudimentos del Árbol de la Vida, al igual que su padre había hecho antes que él. El hebreo era mi idioma natal en Alemania.
—¿Eres alemán?
—Me enviaron a Inglaterra en 1938 a través del Kindertransport. Tenía nueve años. Nunca volví a ver a mis padres. Murieron, junto con mi abuelo, en los campos de concentración. —Para sorpresa de August e Izarra, su voz adquirió ahora un notorio acento berlinés—. Was mich nicht umbringt, macht mich stärker. Nietzsche, alguien a quien mi abuelo admiraba. «La vida me ha convertido en un camaleón; era la única manera de sobrevivir».
—Ahora entiendo el motivo de que quieras acabar con los nazis —observó Izarra.
—Sí, bueno, soy un tipo bastante insistente, y además eso me evita estar en las calles, me refiero a las calles de Londres —dijo Jacob, volviendo adoptar la engañosamente alegre fachada cockney. Cogió la fotografía del laberinto vasco—. Es interesante ver que solo el Malkuth ha sido cultivado; es el primero que Shimon menciona, ¿verdad?
—Así es.
—Porque eso indica que, al entrar en el primer laberinto, ya has dado comienzo a algo, o has hecho que algo se desencadene, sea intencionadamente o no: un viaje que ya no podrás parar. Puede ser de orden espiritual, psicológico o material. Sea lo que sea, se trata del inicio de algo que debe descubrirse. —Jacob miró a August, y este tuvo la perturbadora sensación de que Jacob era capaz de leer en su mente mucho más de lo que a August le hubiera gustado. Apartando la mirada, echó un vistazo a la fotografía del primer laberinto. El sefiroth cultivado parecía mirarle también a él, en una actitud que se le antojaba claramente desafiante. «¿Acaso también te estaba descubriendo a ti, Charlie? ¿Me esperabas detrás de aquellos setos? ¿Qué intentabas decirme? ¿Que ya no puedo negarte por más tiempo?».
—Pero me temo que no puedo ayudarte con el simbolismo inherente a las hierbas, no sé nada acerca de su naturaleza. —La voz de Jacob le devolvió a la bodega.
—El Árbol de la Vida contiene también rasgos mágicos. ¿No lo usaba Crowley en sus rituales? —preguntó August, que acababa de recordar algo que había leído en alguna parte.
—Eso he oído, pero todo eso me suena a chino. Eso sí, entiendo perfectamente que Tyson se obsesionara con el libro.
—Lo que no comprendo es por qué menciona la crónica estos laberintos en particular, y que cada vez haya sido sembrado un único sefiroth.
—Los caminos que uno debe tomar para alcanzar el Kether son tan significativos como los propios sefiroth, si no más —replicó Jacob—. Quizá lo que Shimon esté indicando es que ha descubierto el camino más directo posible para llegar a Ein Sof. La traducción hebrea es «sin fin»: es una manifestación de Dios, un estado de gracia, ser uno con el infinito. Puede que se trate de otra clave más para llegar al gran tesoro de Elazar ibn Yehuda.
—Así que Shimon enviaba una directriz oculta a distintos niveles: trascendental, literal y físico. Como un mapa secreto que, de encontrarlo y seguirlo, te embarca en una odisea espiritual la cual, llegado el momento, te conduce a un tesoro de naturaleza material —reflexionó August en voz alta.
—¿Qué te hace pensar que el tesoro es de naturaleza material? Por lo que has contado, Elazar ibn Yehuda debía de ser un gran filósofo y muy probablemente un mago cabalista en el sentido más clásico, así como un formidable médico. El tesoro bien podría ser de carácter metafísico, o incluso una metáfora referida a quién sabe qué —sugirió Jacob.
August contempló el libro, escuchando en su mente las palabras de Shimon, la forma en que el español hablaba del tesoro y de su condición redentora para la humanidad, y lo que según él había dicho su padre, acerca de que Shimon salvaría a la familia… No parecía la descripción de algo etéreo o abstracto; se antojaba algo sólido, algo de carácter material como lo que podría entregarse a un rey. La idea atrapó su imaginación como lo hubiera hecho un anzuelo: ¿era esa la razón por la que Shimon había viajado a Inglaterra? Era un viaje ciertamente peligroso, tanto para un judío como para un español, y Shimon era ambas cosas a la vez. El informe del tribunal mencionaba que Shimon había exigido una audiencia con el rey Jacobo, con el motivo de que tenía algo que ofrecerle al rey. Sin duda, un tesoro tal debía de ser algo que el rey Jacobo hubiera podido usar: no una filosofía abstracta, o una neblinosa visión espiritual, sino un útil colmado de poder.
—No, no creo que se trate de una metáfora. Es algo real. Real y lo suficientemente poderoso como para que Shimon Ruiz de Luna pusiera en peligro su vida y la de su esposa. Suficientemente real como para que Tyson mate por ello. Tiene que haber algo más en los laberintos, algo tras los motivos por los que decidió emplear el Árbol de la Vida como plantilla.
August recordó entonces la curiosa palabra hebrea inscrita en el monumento funerario descubierto en la cripta de Saint-Germain-des-Prés al hermano Dominic Baptise, el joven monje que había desaparecido misteriosamente cuando seguía una pista dejada por el mismo filósofo-explorador que inspiró a Shimon Ruiz de Luna. Miró a Jacob.
—¿Te dice algo la palabra «Da’ath»?
Jacob examinó las fotografías, reconcentrado, y frunció el ceño.
—¿Da’ath?
—Creo que se traduce como «conocimiento».
Jacob aplaudió emocionado:
—¡Es cierto! Opa me habló del Da’ath. Es una esfera oculta, como los demás sefiroth, pero en este caso se trata de un sefiroth invisible.
Impaciente, Jacob empezó a dibujar sobre un trozo de papel, perfilando una reproducción apenas esbozada del Árbol de la Vida. Bajo el sefiroth superior, Kether, dibujó otro círculo. August le observó, fascinado.
—Da’ath es el sefiroth oculto que flota en un reino metafísico hecho a su imagen y semejanza. Tiene una enorme significación en el mundo de lo oculto —concluyó Jacob, triunfal. Escribió entonces el nombre hebreo del sefiroth al pie del dibujo. August lo reconoció al instante. Comenzaba a sentir un cosquilleo de excitación en la boca del estómago.
—He visto eso antes, escrito en la placa de un monumento erigido a un monje que desapareció cuando investigaba ese laberinto.
—¿Dominic Baptise? ¿De veras desapareció? —Izarra dijo aquello en apenas un susurro. August asintió. Jacob se inclinó hacia delante y puso una mano en el brazo de August.
—August, no tienes por qué continuar los pasos del médico. No pasa nada porque te detengas ahora.
—No puedo parar, y tampoco quiero parar. —Cogió las fotografías de los laberintos y las sostuvo a la luz de la lámpara—. Además, no hay ninguna prueba de que el Da’ath se encuentre en esos laberintos.
—¿Explorarás los otros, cuando descifres sus ubicaciones?
August acarició con las yemas de los dedos el Árbol de la Vida, entreteniéndose particularmente en el Da’ath. Aquellos bruscos rayones producidos por el lápiz parecían flotar por encima de los otros sefiroth, como un Shangri-La de iluminación, ya fuera en el bien o en el mal. Fuera como fuese, tenía que llegar antes de que Tyson lo hiciese.
—Ven con nosotros, Jacob, podemos ayudarnos mutuamente.
Jacob negó con la cabeza.
—Me siento halagado. Pero no tengo planeado ir a ninguna parte, de momento. Seguid sin mí. Yo me quedaré aquí y seguiré a Tyson cuando él os siga a vosotros.
—¿Cómo sabrás que nos está siguiendo? —preguntó Izarra.
Jacob levantó el libro.
—Confiad en mí, Tyson seguiría esto hasta el mismísimo infierno. —Lanzó una mirada a August—. Y tú también.
Hacía frío en la pequeña sacristía de piedra del refectorio de la abadía de Saint-Germain-des-Prés, y, pese al calor producido por los rayos de sol que caían sobre las losas, Olivia se sentía helada hasta los huesos. Era incapaz de decir si aquella intensa incomodidad era producida por el hecho de encontrarse en la casa del Señor o por un verdadero frío, pero tampoco tenía otra elección. Examinó atentamente al joven monje que se sentaba ante ella. Tenía esa clase de facciones suaves que delataban una limitada experiencia emocional, como si el vivir entre las paredes de la abadía hubiese preservado aquella inocente banalidad en su semblante. Algunos podrían interpretarlo como pureza, pero lo único que Olivia alcanzaba a ver era un miedo cerval al mundo y su intrínseca complejidad. Reprimiendo su desagrado, tomó la mano del joven monje y la acarició como si de un gato favorito se tratase.
—Padre, entiendo la importancia de proteger tal conocimiento, la ascensión del hermano Dominic Baptise es un asunto ciertamente delicado, pero es una ascensión con la que nosotros… —hizo una pausa, y por un instante se preguntó si debería entrar en explicaciones acerca de la naturaleza del colectivo al que pertenecía; al final, inteligentemente, decidió que sería mejor limitarse a subrayar que existía un colectivo—, nosotros, y hay muchos como nosotros, que están unidos silenciosamente en esta creencia, sentimos un profundo compromiso. Naturalmente, todos sentimos curiosidad por saber a qué ángel rindió su forma terrena. Pero nos parece de similar importancia, en términos de lo que debe prestarse a adoración, conocer el enclave en que tuvo lugar tan milagroso suceso. He oído algunos rumores de que sucedió en lo que hoy conocemos como Alemania.
El rostro del ayudante se iluminó, emocionado al ver que tenía ante sí tan respetable y rendida audiencia:
—Así es, madame, sucedió en las afueras de Hamburgo, en el año de Nuestro Señor de 1709, según creo. Ha sido difícil dar con una fecha concreta, pero mis investigaciones apuntan a que fue el 31 de octubre de dicho año.
—¿Y tiene pruebas de que fue allí donde sucedió?
—Bueno, ahora que lo menciona… —Se volvió y abrió un pequeño cajón que había en un austero escritorio de madera; sacó un viejo manuscrito de su interior. Lo desenrolló cuidadosamente, y colocó dos pisapapeles en sendas esquinas—. Esta es una de las cartas que el arzobispo de Hamburgo escribió al padre Bernard de Montfaucon, abad del padre Baptise. En esta concretamente menciona que la última vez que se vio a Dominic Baptise fue en las afueras de la ciudad de Hamburgo, junto a la orilla del río Elba. De hecho hubo un testigo, una mujer a la que se describe de pelo rojizo. —Miró un momento el cabello rojo de Olivia, maravillándose ante aquella coincidencia, pero luego desechó el pensamiento al considerarlo un absurdo—. Pero cuando intentaron localizarla para así obtener pruebas que sustentasen la santificación de Baptise, fue imposible encontrarla.
Olivia miró al clérigo fijamente por unos instantes. Todavía le preocupaba que existiera un documento escrito acerca de aquello. Había que arreglarlo; no era la clase de mujer que olvidase borrar sus huellas. Bajó la vista y miró uno de los pisapapeles. Estaba hecho de cristal y era muy pesado, lo suficiente como para destrozar la cabeza de un hombre en caso de que fuera necesario.
—¿Puedo mirar un momento ese manuscrito, por favor? —le preguntó con extrema dulzura.