18

L’Hôtel de Pont era un pequeño edificio embutido entre un café y las oficinas administrativas del Collège J. Vernet. Era un lugar que resultaba fácil pasar por alto, la clase de hotel que cualquier ejecutivo elegiría para llevarse a su amante sin que nadie hiciese preguntas comprometidas, un enclave en el que la mayor virtud era la discreción, no el lujo. August lo consideró perfecto. Aparcó la motocicleta detrás de un baño público, evitando que quedase a la vista.

—¿Qué estamos haciendo? Pensaba que regresaríamos al escondite de Edouard.

Izarra le observó perpleja. August no quería responder directamente, y cogió con ambas manos la mochila donde llevaba las hierbas y la cámara fotográfica.

—Escucha, quiero que vayas a la plaza que hay un poco más allá y me esperes en el café. Estaré contigo en una hora, no más tarde de eso.

—No, me quedo contigo.

—Izarra, tengo algo que hacer. No es seguro.

—¿Piensas que soy una cobarde? Iré contigo.

Su labio inferior sobresalía de una manera resuelta cuyo sentido, con el tiempo, August había aprendido a descifrar: «no discutas conmigo», parecía decir. «Vale, lo haremos a tu manera, pero no me haré responsable de lo que te ocurra. Eso es todo».

—Bien, si insistes… Pero lo haremos a mi modo. Harás exactamente lo que te diga, ¿entiendes?

Izarra asintió, reluctante. August procedió a dirigirse al hotel, haciendo lo posible por no mostrar su irritación, e Izarra tuvo que correr para alcanzarlo.

—¿Pero qué vamos a hacer?

—Ya lo verás. Hay una vieja treta de caza, muy conocida entre los bostonianos, que se utiliza para hacer salir al conejo de la madriguera.

—¿Conejos? ¡Bah! Deberías intentar cazar un jabalí.

—Bueno, limitémonos a ver qué es lo que logramos hacer salir. Después de todo, ese es el objetivo del juego.

August abrió la puerta de vidrio que conducía al vestíbulo del hotel e Izarra le siguió en silencio. El vestíbulo era pequeño, y su decoración casi chabacana de tan ordinaria, en la que destacaba una vista del Gay Paree en una de las paredes, una chaise longue de gastado terciopelo rojo y una mesita de café: un hombre calvo, de mediana edad, embutido en un traje demasiado estrecho para sus hechuras, se hallaba casi encajado en uno de los extremos de la chaise longue, irradiando una inexplicable vergüenza, como si alguna mujer le estuviera haciendo esperar y se regoldase sádicamente en aquella demora. Edouard aguardaba en recepción, hablando tranquilamente con el propietario, que se hallaba al otro lado de la mesa. Ambos se volvieron al verles entrar. Edouard les dedicó una sonrisa, mientras que el propietario, un hombre adusto, de tez rubicunda, de unos cincuenta años, les ofrecía dos juegos de llaves.

—Lo que no conozco no me puede matar —dijo el propietario en francés, encogiéndose de hombros.

Sin pronunciar palabra, August tomó las llaves, y luego se volvió hacia Edouard, que le entregó un sobre.

—Me reuniré contigo en la imprenta a las siete —murmuró August—. Hasta entonces será mejor que no estés visible.

Se dirigió al ascensor. Tras lanzar una mirada interrogante a los dos hombres, Izarra giró sobre sus talones y le siguió.

El propietario se inclinó hacia Edouard:

—No me dijiste que era soldado.

—Y no lo es, al menos no de ese ejército.

—Con o sin uniforme, a un tipo como ese no le faltarán mujeres —masculló el propietario, entre dientes, a lo que Edouard respondió con un gruñido.

Una vez dentro del estrecho ascensor, August rasgó la lengüeta del sobre. En su interior encontró el pasaporte falso, el billete, también falso, que confirmaba su viaje a bordo de un barco llamado La Veuve Joyeuse, con destino en Port Said y procedente de Marsella, y un mapa de esta última ciudad. Echó un vistazo al pasaporte: parecía auténtico, y apenas se reconoció en el tipo de cabellos cortos y bigote negro que le miraba desde la fotografía. La falsificación perfecta. Satisfecho, lo guardó en su bolsillo trasero.

—Edouard, eres un genio —dijo para sí.

Izarra miró con inquietud los documentos.

—¿Planeas abandonarme?

—Mira y aprende.

El ascensor se detuvo con una sacudida en la tercera planta, las puertas se abrieron, y August abrió de un tirón la puerta corredera de metal. Comprobó entonces que el vestíbulo era en realidad el lugar más grandioso de todo el hotel. El pasillo, estrecho y claustrofóbico, pintado en un tono verde similar al de los hospitales, no tenía pretensiones tan elevadas. Estaba iluminado por una luz parpadeante, situada en el otro extremo, y, según pudo ver August, había un pequeño aparador para el servicio. Comprobó los números de habitación que les habían asignado: la quince y la dieciséis.

—Vamos.

Se dirigió hacia el aparador, saltó la cerradura y en tres minutos le consiguió a Izarra una bata blanca de doncella y una aspiradora.

—No tenemos mucho tiempo —le dijo. Izarra tomó la bata y la aspiradora, y, obedientemente, caminó tras él hasta la habitación quince.

August encendió las luces y la habitación estalló en una paleta de marrones y pardos. Una cama de matrimonio, cubierta por un edredón bordado que había visto mejores días, presidía el dormitorio. Un pequeño mueble, jalonado de cajones y rematado por un espejo, se apretaba contra una esquina, mientras que un cartel enmarcado de Le déjeuner sur l’herbe colgaba de la pared opuesta: un intento bastante torpe por brindar algo de color a la habitación. August se dirigió a la ventana y abrió de un tirón las cortinas. Afuera había un pequeño balcón, cuyo espacio apenas era suficiente para albergar a una sola persona. Abrió las dos puertas y salió al exterior. Como había imaginado, el balcón de la habitación dieciséis estaba justo al lado: a menos de veinte centímetros de distancia.

Subiendo a horcajadas sobre la balaustrada de metal, y con cuidado de no desviar los ojos a la calle, que se encontraba a cuatro plantas de distancia, pasó las piernas al balcón de la habitación dieciséis, evitando en todo momento que la mochila se le descolgase del hombro. Una vez allí, abrió las ventanas y dejó la mochila en la cama, luego salió por la puerta y se reunió con Izarra en la habitación número quince.

Apartó el edredón de un tirón:

—Ponte la bata y recógete el pelo —le ordenó.

En tanto Izarra se ponía la bata, August se tumbó en la cama completamente vestido y se movió de un lado a otro, hasta que las sábanas parecieron suficientemente usadas. Luego se dirigió al pequeño aguamanil y lo llenó con un poco de agua que encontró en un jarrón de porcelana, hecho lo cual mezcló en ella un poco de jabón. Se quitó uno de sus calcetines y lo tiró sobre la moqueta. Afuera, la catedral dejó escapar una única campanada, lo que indicaba que ya eran las cinco y media.

—No tenemos mucho tiempo: vendrán a buscarme a las seis.

—¡Saben dónde estás!

—Creen que saben dónde estoy. Lo único que te pido es que mantengas la calma. Eres la doncella. Estarás pasando la aspiradora por el pasillo. Si alguien se dirige a ti, no hablas francés, ¿entendido? Podrás reconocerles a ellos, pero ellos no te reconocerán a ti. Créeme, con ese uniforme eres tan invisible como el papel pintado.

—Entiendo, ¿y tú dónde estarás?

—Vigilando desde el balcón.

—Pero entonces te encontrarán.

—No te preocupes, no lo harán.

Consultó su reloj. Les quedaban unos quince minutos. Llevándose una mano al bolsillo, sacó el billete de barco con destino a Port Said y lo dejó en la mesilla que había junto a la cama, y después colocó a su lado el mapa de Marsella; hecho aquello, puso un par de almohadas bajo las mantas, de manera que pareciese que había un hombre durmiendo bajo la ropa de cama.

—Venga, ya puedes empezar a pasar la aspiradora. Empieza por el otro extremo del pasillo. Cuando lleguen esos tipos no los mires directamente. Mira todo el rato al suelo, hasta que estés del todo segura de que no te están mirando. Concéntrate en tu trabajo, pero hazlo como si estuvieras irritada con algo y quisieras terminar lo antes posible. Cuando creas que ya se han marchado y no van a volver, reúnete conmigo en la habitación dieciséis. Oh, y cierra con llave esta puerta cuando salgas.

Volvió a salir al balcón y echó las cortinas, dejando solo una pequeña abertura por la que podía ver la habitación; luego cerró las ventanas.

La aspiradora era de las que se mantenían en pie, y en su base había una pequeña luz que a Izarra le hacía pensar en un curioso monstruo ciclópeo, mientras empujaba la pesada máquina a un lado y otro del enmoquetado pasillo: los latidos de su corazón parecían ir a eclipsar incluso el atronador rugido de la aspiradora. A su espalda escuchó el ruido que hacía el armazón metálico del ascensor al llegar a su planta. Alguien abrió la portezuela de un brusco tirón, y un silencio amenazador se hizo entonces en el pasillo. Por el rabillo del ojo, Izarra vio a dos hombres de anchas espaldas aproximarse a donde se encontraba: incluso mediante aquella rápida inspección, se dio cuenta de que no eran los mismos que habían entrado en la habitación que August ocupaba en el hotel de París.

A través de la abertura entre las dos cortinas August vio abrirse lentamente la puerta. De inmediato, el alargado cañón de un revólver, en el que habían embutido un silenciador, apareció por la puerta, y August escuchó el ruido sordo de dos balas disparadas contra el bulto que se formaba en la cama. August apretó los párpados; era como si hubiera podido sentir la vibración del impacto a través del suelo del balcón.

«Que te jodan, Malcolm, acabas de matarme, pedazo de cabrón».

Intentó reprimir toda emoción, anular sus sentimientos por completo, como si con ello pudiera volver al minuto anterior al de haber escuchado el disparo, el momento en que aún le quedaba un ápice de confianza en su amistad con Malcolm. «Ya estoy muerto. Ni siquiera han querido interrogarme, ni se han esforzado en recoger información. No me buscaban a mí, sino a mi cadáver». El deseo de golpearlos, de sobrevivir, le inundó con una cólera sorda.

Justo entonces los dos hombres se deslizaron al interior de la habitación, las piernas ligeramente dobladas, las armas alzadas y preparadas para disparar ante cualquier posible ruido. Eran profesionales, como August constató mentalmente: no pertenecían a la Interpol. Se trataba de mercenarios bien adiestrados, asesinos de pago, y al menos por su porte parecían pertenecer a la CIA. «¿Quiénes son? Tyson me necesita con vida. ¿Quiénes son estos tipos, y cómo es que el MI5 se ha involucrado en esto?». Uno de los tipos, menudo, musculoso, con el pelo muy corto y pegado al cráneo como la piel de un depredador, encontró el billete de barco. Lo examinó atentamente y se lo entregó sin decir palabra a su compañero, en tanto cogía el mapa de Marsella, sin duda en busca de algún punto, alguna destinación, señalizado en el plano. Mientras, el otro asesino se había dirigido al aparador, y recorrió con un dedo el agua que había salpicado del aguamanil. Un minuto después enfiló sus pasos hacia la ventana. Aquello era suficiente para August: en cuestión de segundos había saltado el balcón y entrado en la habitación dieciséis. Izarra le estaba esperando, con el rostro casi gris de pura tensión. Aguardaron a escuchar el portazo en la habitación quince y luego el chirrido metálico de la puerta del ascensor, y ya por último el ruido de este al descender al vestíbulo. A su lado, August pudo escuchar el suspiro de alivio que Izarra dejó escapar.

—Bien, ya sabemos que los lobos te persiguen, y que a esos lobos no les importa matar —le dijo.

* * *

Ya había caído la noche cuando llegaron a la casa. Cuando August, a lomos de la motocicleta, torció en dirección a la calle reparó en un hombre que había justo al otro lado, observando detenidamente la imprenta. Dado que era mejor no correr ningún riesgo, decidió pasar de largo a aquel tipo; hecho aquello, se dirigió a la calle lateral y aparcó junto a la alcantarilla.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Izarra, mientras descabalgaba la motocicleta.

—Están vigilando el edificio.

Sacó una palanca de la cesta de la motocicleta y con ella levantó la tapa de la alcantarilla. Izarra, tomando la mochila, bajó por la escalerilla seguida de August, solo tras comprobar que la calle seguía desierta; acto seguido, cerraron nuevamente la tapa.

—¿Qué aspecto tenía?

Edouard se había detenido en medio de la bodega, con una cafetera en la mano.

—Menudo, delgado, de tez morena. Como si se hubiera pasado las noches durmiendo en la calle —respondió August, mientras dejaba la mochila sobre la mesa con sumo cuidado.

—Sin relación con los matones que te visitaron hoy…

—No, ninguna. Este tipo no parece un profesional.

—Bueno, pues ya no está allí. Espero que no fuera más que un muchacho del barrio en busca de trabajo, quizá en el garaje.

—Quizá. —August recorrió la habitación a grandes zancadas—. ¿Estás seguro de que nadie nos puede ver desde la calle?

—Completamente. Pero quizá os llevemos mañana a otro sitio, solo para estar seguros. —Edouard miró a August pensativamente mientras este desempaquetaba la cámara—. ¿Así que, el viaje al menos salió bien? —preguntó, antes de proceder a servir el café. August levantó la vista. Quería contarle a Edouard más de lo que le había dicho, pero, por la seguridad del francés, cuanto menos supiese mejor. Con todo, sin Jimmy como caja de resonancia, August ansiaba consultar su estrategia a alguien igualmente versado en el espionaje y las operaciones clandestinas. La sensación de urgencia, de tener que estar siempre un paso por delante de sus perseguidores, pesaba sobre sus hombros. Le hacía sentir solo.

—Quizá. Lo sabré cuando revele estas fotos, pero en cuanto a lo demás, todavía es pronto para saberlo. Es como la pesca. Tengo el cebo por ahí, en alguna parte, pero no estoy seguro de si alguien ha picado. El sedal se agita, y luego deja de agitarse. El problema es que el pez puede tirarme al agua antes de que yo logre sacarlo del agua a él.

—¿Y el pez?

—No es un pez, es un tiburón.

Izarra se desabotonó la chaqueta y sacó el revólver del bolsillo. Quitó el seguro al arma y vació el cargador con destreza profesional, y luego dejó la pistola en la mesa. August la observó, divertido. Ni siquiera se había percatado de que había llevado el revólver encima. Izarra demostraba ser una compañera más que digna. Ambos se miraron un momento a los ojos, pero August decidió ignorar la cautela que mostraba la mirada de Izarra: le debía a Edouard su confianza.

—En 1945, Jimmy trabajó junto a un operativo americano. Este traicionó a Jimmy y al grupo de guerrilleros a los que ambos entrenaban. Él quiere algo que yo poseo y yo lo quiero a él. Lo que complica el asunto es que el tipo trabaja para la CIA, y me ha señalado como objetivo. La CIA cree que maté a Jimmy para conseguir no sé qué información, aunque creo que tiene algo que ver con el KGB.

Edouard lanzó un silbido:

—O sea que estás metido en la mierda hasta el cuello.

—Ese fue el hombre que mató a mi hermana —intervino Izarra, con la voz transida de odio.

Edouard pasó la mirada de uno al otro. De pronto se sentía viejo, demasiado cómodo en el pequeño mundo que había logrado confeccionar a su alrededor tras la guerra. La sensación de que había algo más grande por lo que luchar, algo más vasto y trascendental, le inundó por dentro. Por un instante envidió la aventura que la pareja estaba viviendo.

—¿Y cómo pensáis atrapar a ese tiburón?

—Lo que estoy investigando es como un antiguo puzle, y por conocer ese secreto el tipo ya ha matado a mucha gente. Si resuelvo el enigma, entonces vendrá a matarme para conseguir esas respuestas.

—Pero seremos nosotros quienes lo mataremos —añadió Izarra, con voz vehemente.

—Prefiero llevarlo a la justicia —insistió August.

—La maldad de ese hombre está más allá del alcance de la justicia. Además, él no es el único que te sigue. También está esa bruja, la que apareció en Irumendi.

August dedicó una mirada severa a Izarra. ¿De veras creía en brujas? Era un pensamiento ciertamente inquietante. Se volvió a Edouard:

—Es cierto. Hay otra persona siguiendo mis pasos. Lo que no sé es si esa mujer pertenece al MI5 o a la Interpol.

—Yo no lo creo —respondió Izarra, pensativa, mientras se afanaba en limpiar su arma—. Creo que va por libre, o trabaja para él. Sea como sea, es el mal en estado puro: en eso desde luego no se diferencian en nada.

—No creo en el mal en estado puro. Todo el mundo tiene un propósito, una brújula moral —replicó August.

—¡Basta! Eres un romántico, y eso te hace más débil. —Volvió a colocar las balas en el arma y luego cerró el tambor—. Tendré que matarle yo.

Consternado, August la miró de hito en hito:

—No, no harás tal cosa. Aquí estás bajo mis órdenes, ¿entiendes? O estamos juntos, o nos separamos.

—¡Esto no es el ejército! ¡Yo también tengo mis propios planes!

—Trabajamos juntos, Izarra.

August apenas podía contener su cólera. Estaba en una encrucijada. Una parte de él quería matar a Tyson, pero también pensaba que debía llevarlo ante un tribunal, pero más perturbadora aún era la belleza de Izarra, realzada por la furia que la embargaba. La atracción que sentía por ella paliaba ligeramente su irritación.

Ambos se dedicaban mutuamente una mirada de rabia. Suspirando, Edouard se dirigió a ellos y colocó una mano sobre sus hombros.

Oh, l’amour, l’amour —dijo con una fingida entonación dramática; el comentario provocó que Izarra y August se sintiesen de inmediato vencidos por la vergüenza.

—Ya te he dicho que no somos amantes —insistió August.

—No, claro que no —dijo Edouard, confortador, y luego les condujo hasta la mesilla donde había dejado el café, que les aguardaba humeante junto a un par de baguettes—. Una cosa que he aprendido a comprender a lo ancho de una vida un poco más larga que la vuestra, es que lo que llamamos «el mal» es lo que un hombre es capaz de hacer cuando carece de toda moral. A un individuo así no le importa nada salvo él mismo. No es en realidad lo que podríamos llamar maldad, sino deficiencia, como ser ciego o sordo: una profunda falta de empatía. Tales seres nacen así, no se hacen, y son los más peligrosos con que uno pueda toparse. No temen a la muerte, ni la suya ni la de nadie. Simplemente, todo les da igual. Cuando un hombre así carece de visión, puede llegar a ser el mejor de los mercenarios, pero cuando la ostenta se convertirá en un dictador o un fanático, o, posiblemente, se dedique a matar, sin más, porque descubre que eso le produce cierta pulsión emocional. Descubre que eso le brinda placer. —Edouard les hizo sentar ante la mesa—. He tenido la desgracia de conocer a hombres así en España, en la Francia ocupada, como seguro que también ha sido tu caso, August. En cada guerra hay hombres así. Les proporciona una legitimidad a su comportamiento, les otorga un lugar en la sociedad que en realidad no merecen.

—¿Entonces, crees en el mal? —le interrumpió Izarra.

Edouard rio entre dientes, y dejó caer una mano sobre las de ella.

—Claro que sí, querida. Creo que por alguna perversa razón, es algo que la naturaleza nos devuelve en cada nueva generación, en cada nueva guerra. Quizá esos hombres nazcan por una razón, ya sea derramar algo de sangre o mostrarnos el barro del que en realidad estamos todos hechos.

—¿Y crees que deberíamos matarlo? —concluyó Izarra, triunfal.

Bien sûr, ma chérie, si es que no os mata él primero —replicó Edouard, y luego levantó el tazón de azúcar—. Du sucre?

* * *

El papel fotográfico flotó por unos instantes en la superficie del líquido de revelado, como la hoja de un árbol en un estanque, y luego procedió a hundirse lentamente, a medida que el líquido transparente iba llenando la parte superior del papel, hasta que por fin se sumergió en el fondo de la cubeta. August lo extrajo con un par de pinzas y lo introdujo durante un minuto en el baño de paro, con el fin de asegurarse de que la imagen no se desvaneciera con el paso del tiempo.

—¿Está todo bien, monsieur Iron? —le preguntó a través de la puerta del cuarto oscuro la esposa de Edouard, una simpática mujer de mediana edad cuyo porte burgués debía de ocultar, en opinión de August, una ferocidad política y una lealtad que nada podría erosionar. Levantó la vista de la cubeta: su perfil resultaba siniestro, casi como el de un halcón, iluminado por la luz infrarroja. Que madame Coutes le hubiera llamado por su nom de guerre francés le hizo sonreír. Edouard se lo había presentado como el señor Joe Iron, un miembro del partido que estaba de visita en Francia, y que necesitaba revelar algunas fotografías para un periódico comunista publicado en Londres. Impresionada ante sus credenciales, la mujer se había mostrado de lo más atenta.

—Estoy bien, madame Coutes. Es un cuarto oscuro muy bien organizado —gritó, con cuidado de no golpearse la cabeza contra el techo.

Sacó la fotografía del baño de paro y la introdujo en la cubeta del fijador. El cuarto de revelado no era más que un enorme aparador situado bajo las escaleras de la casa. Todo cuanto necesitaba colgaba de la pared, pulcramente etiquetado. Era la guarida perfecta del obsesivo compulsivo, tan acogedora como un útero. Sonriendo para sí, August se preguntó cómo sería la vida amorosa de los Coutes. Tan excesivo control no era buena señal. Pero enseguida recordó que la extrema adhesión de Edouard a la disciplina fue lo que había permitido que tanto él como sus tropas mantuvieran la cordura en medio del más absoluto caos: quizá el francés había encontrado a su media naranja. A la espalda de August, un temporizador señaló que habían pasado tres minutos, y, empleando las pinzas, sacó la fotografía de la cubeta, la pasó por la bandeja de agua para limpiarla y luego le sacudió el líquido sobrante antes de colgarla para su secado con una de las pinzas de madera que madame Coutes, previsora, guardaba en una bolsa de tela blanca para dicho propósito. Se sentó en la mesa de trabajo y, en el averno de la luz infrarroja, examinó las pistas que se extendían ante él: una fotografía del primer laberinto, en el cual el Árbol de la Vida, visto desde arriba, se desplegaba en todo su esplendor. En la imagen, el sefiroth Malkuth, o «Reino», emplazado en la base del árbol —el primero que August descubrió que había sido cultivado—, consistía en un círculo oscuro que destacaba entre otros sefiroth sin cultivar, reducidos a un puñado de círculos vacíos, sembrados únicamente de grava. El contraste entre aquellos parterres yermos y el que mostraba tan acicalada vegetación era bastante sobresaliente, ¿pero qué significaba? Las plantas que August había recogido del primer laberinto estaban adheridas en el reverso de la fotografía. Lirios y verbena. Se levantó y quitó las pinzas a la fotografía que acababa de revelar, y luego la colocó junto a la otra imagen. Resultaba evidente que el segundo laberinto, tal y como pudo ver desde el globo aerostático, era el segundo sefiroth, Yesod, el que había sido cultivado, esta vez con anís y raíz de mandrágora. ¿Pero qué relación tenía con el primer laberinto, las hierbas y el libro de Ruiz de Luna? Recordaba August que, según decían los libros que había estudiado allá en Londres, los españoles sostenían la creencia de que si un hombre transformado en bestia comía los pétalos del lirio podría recuperar su apariencia humana, mientras que a la verbena se le consideraba una hierba propia de las brujas, empleada para realzar el contenido de los sueños. En cuanto a las hierbas que August había encontrado en el sefiroth Yesod del segundo laberinto, el anís se utilizaba para inspirar la clarividencia y para crear un escudo psíquico, mientras que la raíz de la mandrágora era un ingrediente muy común en las prácticas mágicas.

¿Qué era lo que el alquimista Shimon Ruiz de Luna intentaba comunicar mediante aquel simbolismo?

Cada vez más, August iba amasando la convicción de que había un mensaje oculto en aquellos laberintos que los relacionaba entre sí, escrito en un código que, de descifrarlo, seguramente le permitiría saber dónde se escondía el célebre tesoro de Elazar ibn Yehuda. Pero el alquimista no lo había puesto fácil. Por un lado, estaba el simbolismo del sefiroth y su extraño cultivo, y por otro el simbolismo de las propias hierbas. Aquellas variadas capas de significado, una vez entrelazadas, llevaban a una única dirección; la pregunta era de qué modo había que interpretar los símbolos. Volvió a examinar el anís y la verbena. Los poderes psíquicos y el sueño: ¿podría ser esa la relación? ¿Estaba Shimon tratando de decirle que el maravilloso tesoro de Elazar ibn Yehuda era de naturaleza metafísica? Si era así, ¿por qué un hombre como Tyson lo perseguía con tanto ahínco? ¿Qué clase de poder tenía para atraer a tanta gente a lo largo de los siglos? August tembló de pies a cabeza: una corriente de aire frío había entrado por debajo de la puerta.

— § —

Shimon levantó ante sus ojos la ramita de verbena seca y la sostuvo así contra la parpadeante llamita de la lámpara. El calor provocó que las arrugadas hojas liberasen un fuerte aroma a limón. Aspiró con fuerza y cerró los ojos, tratando de recordar. No podía hacerlo, pero, todavía con los ojos cerrados, percibió el débil perfume a flores de naranja y jazmín, el denso incienso que ardía en la casa de su familia, la espesa alfombra turca que fluía bajo sus pies desnudos, y cuando abrió los ojos el fantasma de su padre, sonriente y por lo visto ajeno a lo fugaz de su presencia, se hallaba ante él, apoyadas sobre el escritorio aquellas manos de piel olivácea que Shimon recordaba tan bien.

—Yesod, Fundación, Shimon, ese es el sefiroth más importante de todos. Debes recordar mis enseñanzas. Eso te ayudará a entender las palabras que encierran la vasta sabiduría secreta de Elazar ibn Yehuda. Recuerda el legado de tus antepasados, el significado oculto del Libro del Éxodo, la visión de Ezequiel y los Cuatro Mundos que descienden del Kether, la Corona, cada cual más complicado que el anterior por las leyes del universo que los rigen, cada cual una parte extraída de la presencia divina. El primer nivel que vinculamos al fuego es el reino que rodea a Kether y encarna la voluntad del hombre: la llamada. Recuerda, Shimon, esto es lo que te he enseñado. El segundo reino es el del intelecto, y está asociado al elemento Aire: esta es la creación divina. El tercer reino, el reino del Agua, es el de las emociones, y alude a cómo estas se expresan en el flujo y reflujo de las formas: la forma… Divina…

Y en este punto Shimon, olvidándose por completo de que su padre estaba muerto, se levantó impacientemente de un salto, tal y como había hecho cuando tenía doce años en aquel vasto estudio de Córdoba, en cuyas paredes los pergaminos y los libros encuadernados en piel se acumulaban hasta prácticamente tocar el techo.

—¡Ya recuerdo! Abba, el cuarto reino, en el cual el sefiroth Malkuth, la Fundación, existe, es el reino de la Acción, el de la Tierra, y simboliza la Divinidad y su obra.

—¿Y? ¿Era tan difícil acaso? —dijo su padre—. El libro de Elazar ibn Yehuda es a la vez una alegoría y un viaje. Ese viaje es como un relámpago que cruza las diez etapas espirituales, el sefiroth, en pos de su perfecta unificación con la Divinidad. Aquello lo destruyó a él como te destruirá a ti, pero, hijo mío, la vida es la muerte y la muerte es vida, renacemos como luz y morimos como luz.

Procedentes del exterior, Shimon pudo escuchar las pisadas de Uxue por las estrechas escaleras de la posada.

—¡Un momento, Uxue! —gritó, pero cuando se volvió, el fantasma de su padre ya había desaparecido. Volvió a mirar el pergamino todavía en blanco y levantó su regla de dibujo. Tenía una idea que permitiría una ocultación perfecta, y que a lo largo de los siglos hablaría a través de los elementos. Ese sería su legado, el mensaje de Shimon Ruiz de Luna para el futuro.

— § —

El rumor de unas pisadas despertó bruscamente a August. Por unos instantes no supo dónde se encontraba, pero luego reconoció los perfiles de la bodega, las vigas que conformaban aquel techo excesivamente bajo. Oyó un ruido sordo, seguido de un revuelo de pisadas. August buscó la Mauser debajo de la almohada.

—¿Has oído eso? —susurró Izarra desde la litera de abajo.

—Sí.

August le respondió en voz baja; luego se destapó las piernas y salió sigilosamente de la cama. Pudo oír que Izarra amartillaba su arma al tiempo que abandonaba también la cama: el tejido blanco de su camisa recogía la tenue luz que se filtraba por la trampilla del techo. August le hizo un gesto para que no hiciese ruido y lo siguiese hasta la escalera, cuyos peldaños procedió a subir. Ahora se escuchaba mucho más nítidamente el ruido que alguien hacía al avanzar por las rechinantes tarimas del suelo.

August levantó la trampilla solo unos centímetros, lo justo para echar un vistazo a la imprenta. Una franja de luz que se derramaba sobre el suelo le permitió ver una figura menuda, delgada, detenida junto a un armario jalonado de cajones que había en el otro extremo de la sala; estaba registrándolos con inusitada furia, de espaldas a August. Miró a Izarra, que aguardaba al pie de la escalera, y le hizo un rápido gesto; ambos se hallaban extremadamente tensos. Ella le devolvió el gesto, haciéndole ver que estaba preparada para lo que fuera. August abrió la trampilla sin hacer ruido y, apuntando con la Mauser al intruso, emergió al piso superior. El intruso, absorto en su tarea, no escuchó nada. Izarra le siguió, pistola en mano.

Ambos se acercaron sigilosamente hasta el intruso, August con los pies envueltos en sus calcetines, Izarra descalza. Cuando estaban solo a dos metros de distancia, Izarra golpeó accidentalmente un tintero con los dedos de un pie. El intruso se volvió en redondo y saltó sobre August, haciéndole caer el suelo. Los dos hombres rodaron en una desmadejada lucha, pero el intruso, que August reconoció como el individuo que había visto pocas horas antes montando guardia frente al edificio, era más ligero físicamente. August consiguió inmovilizarlo contra el suelo, y un segundo después Izarra le apuntaba directamente a la sien con la pistola.

—¡No dispare, no dispare, soy inofensivo! —gritó en inglés, con un acento cockney que sorprendió enormemente a August. Ahora podía ver al hombre con absoluta claridad. Parecía joven; no debía de tener más de veinte años. Era un tipo delgado, de cráneo estrecho, con unos ojos negros, enormes y aterrados, facciones aquilinas y una barba de varias semanas. Vestido con un abrigo viejo y gastado que parecía dos tallas mayor que la suya, se encogía cuanto le era posible en el suelo. August le puso en pie de un tirón y lo sentó bruscamente en una silla, mientras Izarra le apuntaba con la pistola.

—¿Quién diablos eres? —gritó August.

—Jacob Cohen de Stepney, no me hagan daño, ¡no quería hacerles nada! No sabía que había alguien en la casa. ¡Solo buscaba información!

August intercambió una mirada con Izarra.

—¿Qué clase de información?

El joven tragó saliva; su nuez subió y bajó en aquel cuello escuálido.

—No puedo decir nada, hasta que no sepa primero quiénes son ustedes dos.

—Mira, chico, por si no te has dado cuenta soy yo quien tiene la pistola. ¿Quién te envía? —insistió August.

—Nadie me envía.

—Venga ya, llevas vigilando todo el día este lugar.

Izarra apretó el hocico del revólver contra su sien.

—¡Trabajo solo! —chilló.

—No me lo creo. Lo que creo es que nos has estado siguiendo durante un tiempo. Lo que creo es que fuiste tú quien mató a mi amigo, en París.

August avanzó hacia él, en un gesto claramente amenazador.

—¡Yo no maté a Jimmy!

—Así que conoces a Jimmy… —August giró la lámpara con el fin de que esta iluminase el rostro y los ojos del joven; no parecía estar fingiendo, y desde luego por el modo tan incompetente en que había luchado con August, no parecía tener la menor instrucción militar o policial—. ¿Te suena de algo el nombre de Damien Tyson?

Cohen desvió la mirada; era obvio que sabía algo.

—¡Escuchen, tienen que confiar en mí! —comenzó a gritar, presa de la histeria—. ¿Acaso parezco un asesino a sueldo? Coño, ni siquiera soy capaz de matar la gallina que mi madre trae del mercado. Probablemente busco lo mismo que ustedes.

—¿El qué?

—Soy un cazador de nazis y trabajo por mi cuenta, ¿vale? Fui a ver a Jimmy porque tenía cierta información que yo necesitaba. Estamos en el mismo bando. Pero esto de que me apunten en la cabeza con una pistola me pone muy nervioso… Solo tengo un cerebro, y dicen que es bueno.

—Levántate —le ordenó August al joven, y este se incorporó. August le cacheó, pero el chico estaba limpio—. Está bien, Izarra, puedes apartar el arma.

Izarra bajó el revólver.

—Gracias a Dios —gruñó Cohen lleno de alivio, y luego se dirigió a August—. ¿Tiene un cigarrillo?

August le ofreció un cigarro y Cohen lo tomó con ganas, para después encenderlo con el zippo. Aspiró con fuerza y de inmediato comenzó a toser, en una salva que solo se detuvo cuando se golpeó el pecho con el puño.

—¿Americano?

—Lo fui hace tiempo. Así que, Jacob…

—Usted puede llamarme Jacob. Pero en casa me llaman el Gran Jacob —replicó. August no pudo evitar sonreír: un tipo que apenas medía metro y medio y parecía un niño más que un hombre y se hacía llamar Gran Jacob.

—Bien, Jacob, ¿qué es lo que sabes de Tyson? Y no me hagas pedirle a Izarra que vuelva a apuntarte con la pistola.

Cohen tembló de pies a cabeza, y recorrió la habitación con una mirada nerviosa.

—Escuchen, estaré encantado de contarles lo que sé, pero me he pasado un montón de horas ahí fuera, con todo el frío. ¿Hay algún sitio donde pueda descongelarme?

* * *

Ya en el sótano, acunando una taza de café caliente que Izarra le había preparado, Jacob se mecía adelante y atrás mientras hablaba, como si aquel movimiento pudiera reafirmar de algún modo la intensidad de su diatriba. August tuvo la impresión de que, si dejaba de mecerse, saldría disparado de la silla por la fuerza de la inercia.

—He estado persiguiendo nazis desde el día en que me di cuenta de que nadie más iba a hacerlo. Los gobiernos de la posguerra tienen una memoria muy corta. Un día, un hombre es un criminal de guerra, y al siguiente es un burócrata forrado y limpio como la patena. Pero yo sí recuerdo. Hay cosas que no se pueden olvidar. Puede decirse (aunque no seré yo quien lo haga) que a los aliados les importaban una mierda las víctimas de la guerra, en especial los judíos, que es la raza a la que pertenezco.

—¿Pero qué demonios eres, un niño detective? —rio August. Izarra lanzó una carcajada, pero Jacob se limitó a apretar las mandíbulas.

—Lo que soy es un inconformista, nadie me paga y todo el mundo me aborrece. Lo que hago es sostener el espejo en el que nadie se quiere mirar.

Era obvio que se había sentido insultado por las carcajadas, y August no pudo dejar de sentir un profundo respeto por la fuerza de sus convicciones.

Los tres se sentaban alrededor de la panzuda estufa; Jacob lo hacía en una sencilla mesa de madera, Izarra con las rodillas y las piernas envueltas en un viejo jersey de lana, y August con los pies apoyados en un taburete.

—¿Fue entonces Jimmy quien te puso tras la pista de Tyson? —preguntó August.

—No de entrada. No hacía más que toparme con un nombre en código, en alemán: Der Pfarrer, «el Sacerdote», que aparecía en las transcripciones en ruso de los interrogatorios realizados a los oficiales de las SS arrestados tras la caída de Berlín, y grabados solo unos días más tarde. Uno de los interrogados señalaba que el Sacerdote podría ser americano, un simpatizante nazi que operaba desde el mismo corazón de la maquinaria bélica de los Estados Unidos. Aquí es donde entraba Jimmy. Lo conocí en París cuando seguía el rastro de un colaborador de Vichy. Tocaba en un club al que había acudido, nos presentaron y comenzamos a hablar. Cuando Jimmy me dijo que había trabajado para el Operativo de Servicios Especiales, le mencioné al Sacerdote, con la esperanza de que aquello me diese nuevas pistas.

—¿El Sacerdote es Tyson?

—Eso creo, y les diré algo, es uno de los agentes que están detrás del pacto americano con Franco. Creo que Tyson es íntimo de un vasco en el exilio que, se rumorea, trabaja para los americanos: Jesús María de Galíndez. Según los rumores, el pacto establecido entre Franco y los americanos se firmará en septiembre en Madrid, y reportará billones al régimen franquista. Es un asunto bastante feo, y mi tío, que es miembro honorario del partido, no puede estar más furioso.

Jacob buscó la reacción de Izarra. Esta escupió en el suelo, maldiciendo a Franco en euskera.

—Todo el mundo nos ha traicionado. Primero el papa, con el concordato que firmó el Vaticano este mismo mes, y ahora esto. Estoy segura de que lo próximo que ocurrirá es que las Naciones Unidas convertirán a Franco en uno de sus miembros —concluyó Izarra, en un rapto de pasión.

—Eso nunca —replicó August. Se volvió de nuevo hacia Jacob—. Sabemos todo lo concerniente a las relaciones entre Tyson y España. Dinos algo que nos pueda servir.

August empezaba a perder la paciencia: no quedaban sino un par de horas para que amaneciese y tenía la desagradable sensación de que la seguridad de su escondite había quedado francamente comprometida. Jacob se levantó de la silla y comenzó a medir la habitación a zancadas, gesticulando sin parar con las manos.

—Esto puede parecer una locura, pero ese nombre en código no ha dejado de inquietarme. Una de las transcripciones afirmaba que Der Pfarrer había recibido como pago diversas reliquias, en lugar de dinero. Con oro nazi, robado por todos los rincones de Europa, desde la península ibérica hasta Rusia, a las más influyentes familias judías. Reliquias cabalísticas, medievales, e incluso un par de origen egipcio. Verán, mi alemán es bastante bueno, pero cuando vi aquello pensé que lo habían traducido mal. Quiero decir, ¿qué clase de espía recibe como pago esas obras de arte ocultista? Por lo menos, uno que no esté muy cuerdo, diría yo. Luego tuve otra pista: la prueba de que Der Pfarrer pasó una temporada en Inglaterra a principios de los años treinta y de que allí había entablado relación con Aleister Crowley. Compañeros de cama espirituales, los podríamos llamar. Y al fin, eureka, la bombillita se enciende. —Parecía encantado con sus propias labores detectivescas—. Der Pfarrer es una referencia a las prácticas de magia negra realizadas por Tyson. En su cabeza, él es el Sumo Sacerdote. Está claro que el señor Tyson, o Der Pfarrer para los germanos, es…

—Jester para los americanos —le interrumpió August, que comenzaba a ver una relación entre los apodos elegidos por Tyson. Pensó en Malcolm Hully: ¿quién jugaba con quién? Hasta aquel momento, August había dado por sentado que la mano era él. Pero ya no estaba seguro de ello. Miró a Jacob—. ¿Qué pruebas tienes de que Tyson se la jugó también a los ingleses?

—Ninguna demasiado sustancial, de momento; solo un desagradable rumor y una o dos increíbles coincidencias. ¿Por qué? ¿Ha oído usted algo?

Tanto Jacob como Izarra lanzaron a August una mirada interrogante. El poco tranquilizador pensamiento de que podría haberles puesto en peligro inconscientemente asaltó a August.

—No, pero nos vamos a largar de aquí en cuanto amanezca.

Se sentía acorralado. Sabía demasiado bien de la facilidad del MI6 para localizar objetivos, sobre todo si contaban con la ayuda de los americanos. La rosa blanca, ensangrentada, que le habían dejado en la habitación de su hotel le vino súbitamente a la cabeza. ¿Estaban jugando con él? Si era así, ¿por qué? ¿Y quién era la mujer que había visitado a Izarra?

Jacob lanzó un suspiro, y tomó un sorbo de café.

—Lo que tienen que entender es que el Sacerdote ha estado involucrado en toda suerte de ataques realizados a través de la magia negra, en concreto el vudú, todo bastante ilegal. Ha estado coleccionando reliquias mágicas durante varias décadas, con la misma naturalidad con que un tipo corriente y moliente coleccionaría sellos. Quiero decir, cree de verdad en lo que hace. No sé a ustedes, pero a mí me pone los pelos de punta.

Izarra y August cambiaron una mirada.

—¿Entonces, los alemanes se aprovecharon de este hecho? —se arriesgó a preguntar August, con sumo cuidado pues no quería divulgar la información de la que él disponía.

—Durante mucho tiempo ha existido una estrecha relación entre fascismo y magia negra. Es bien sabido que Hitler creía en esa clase de chorradas, y de hecho cuando Berlín fue liberada los aliados descubrieron la existencia de ciertos magos «negros» de origen tibetano que habían sido acogidos por el régimen del Führer. Los nazis se sentían atraídos por tales creencias, o quizá debería decir que un doble agente americano que creyese en tales cosas les resultaría inmediatamente atractivo. Su amigo cree que existen varias maneras de manipular a la gente, todas ellas externas, a través de la práctica de lo oculto, y para un hombre obsesionado con el poder, tal idea resulta muy persuasiva. Usted y yo podemos no compartir dichas creencias, pero eso es lo de menos. —Jacob dejó de mecerse y se arrellanó en su silla. La bodega comenzaba a recibir la débil luz del día, que se filtraba por entre las junturas del techo, y ya se escuchaba un coro de madrugadores pájaros al otro lado de la ventana cerrada. Jacob bajó la vista a su taza de hojalata, y habló con voz lastimera:

—Mi café se ha enfriado —dijo.

Izarra se levantó y puso otra cafetera bien cargada en la superficie del hornillo.

—Díselo —le ordenó a August, todavía de espaldas a los dos hombres. Se volvió en redondo, y su expresión era como un libro abierto—. Merece saber la verdad.

—¿Qué verdad? —preguntó Jacob, pasando la mirada del uno al otro. August examinó el rostro de Izarra.

—¿Estás segura?

La mujer asintió solemnemente.

—Izarra conoce a Tyson. En aquel tiempo, Tyson formaba parte de una operación secreta de los Estados Unidos a la que se le encargó entrenar a una célula de guerrilleros cuando la guerra tocó a su fin. Una operación secreta que terminó en una masacre ordenada por Tyson. La hermana de Izarra estaba al mando de esa célula. Murió junto a sus hombres.

—Éramos seis en mi familia, y ahora solo quedamos dos: su hijo y yo —explicó Izarra, deteniéndose ante Jacob, y August comprobó que Izarra había visto algo en Jacob, algo que él no había visto pero que ambos compartían: una especie de luto, una tragedia familiar.

—Lamento la muerte de su hermana, sé lo que significa perder a alguien de tu familia —replicó Jacob, que de pronto parecía mayor y más sabio de lo que indicaban sus años. Se levantó entonces de su silla, nervioso—. Pero el hecho de que Tyson terminase comandando esa operación secreta no debe atribuirse a la casualidad; se trata de un tipo calculador, que hace las cosas a sangre fría: tenía que haber algo más para que decidiese ir a ese pueblo, algo relacionado con su obsesión por el poder y la magia negra.

August e Izarra volvieron a intercambiar una mirada. Este interpretó perfectamente la expresión de la mujer, y decidió guardarse para sí la información concerniente al libro de Ruiz de Luna.

—Puede ser, pero dime una cosa, ¿cómo has dado con nosotros? Has dicho que fuiste a ver a Jimmy a París hace una semana, así pues, ¿para qué venir a Avignon? —quiso saber August, en tanto se preguntaba hasta dónde podía confiar en Cohen.

—He seguido la pista de Tyson desde que voló de Washington a Londres un mes atrás. Lo he seguido a París. Conseguí alertar a Jimmy. Pensé que debía saber que su peor enemigo se encontraba en Europa, y Jimmy me dio entonces una lista de contactos…

—La misma lista que me entregó a mí: una red de excombatientes de las Brigadas Internacionales, aquellos que lograron sobrevivir —le interrumpió August.

El rostro de Jacob enrojeció de pronto con una súbita revelación:

—Ya sé quién es usted —le dijo a August—. Es Joe Iron, el puto Joe Iron.

Cogió la mano de August.

Avergonzado, August se quedó ahí parado como un idiota, mientras Jacob agitaba su mano arriba y abajo vigorosamente. Izarra contempló la escena, divertida.

—¿Quién es Joe Iron?

Jacob se volvió, sorprendido.

—¿Que quién es Joe Iron? ¿Me está diciendo que no tiene ni idea de quién es el tipo con el que se acuesta…?

—Jacob, no se acuesta conmigo —le interrumpió August, más y más mortificado, tratando de imponerse a la enfática voz de Jacob, pero el joven cockney hizo caso omiso de su observación.

—¿No le ha dicho lo que hizo en Jarama? ¿O cuando engañó a todo un batallón falangista y les hizo marchar en la dirección contraria, en Quinto? ¿O del coraje que mostró en Belchite?

August contempló horrorizado a Jacob; así que Jimmy le había contado lo ocurrido aquel aciago día con el pelotón de fusilamiento.

—¡Ya basta de Belchite! —Se volvió bruscamente hacia Izarra—. Joe Iron era mi nom de guerre, y ya sabes que luché en la Guerra Civil, ¡los detalles son lo de menos!

Solo al ver la perplejidad que asomaba a los rostros de Jacob e Izarra se dio cuenta August de que había perdido el temple, y aquello era algo que nunca permitía que sucediese.

—Pero fue un héroe… —Jacob parecía consternado, e incluso agraviado por el repentino estallido de furia de August.

—¿Un héroe? La guerra estaba perdida —replicó August, ahora peligrosamente tranquilo.

Tratando de recuperar la compostura, alargó un brazo y se pasó la mano por el cabello, un hábito que generalmente funcionaba pero ahora recordó con sorpresa que llevaba el pelo corto, y teñido de negro. Volviéndose, encendió un cigarrillo y aprovechó esos instantes para recobrar la calma. Se giró en redondo y miró a Jacob: había algo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza.

—Le seguiste hasta aquí, ¿verdad? Tyson está aquí, ¿verdad?, en Avignon.

Tan pronto pronunció aquellas palabras, August sintió la emoción de la expectativa: el pez estaba en el anzuelo… tan cerca.

Jacob miró nerviosamente a Izarra, y luego a August:

—Fue hace dos días, justo cuando ustedes llegaron; luego lo perdí.

—¡Lo perdiste! —exclamó August, lleno de frustración.

—No es como seguir a un tipo normal. Tienes siempre la extraña sensación de que es él quien decide cuándo quiere que lo veas y cuándo no. Es como una provocación, como si te estuviera observando pero sin verte. Cuando lo perdí me entró el pánico, tuve la horrible sensación de que ahora me seguía él a mí, y ese tipo es peor que un mercenario. Los mercenarios matan por dinero, él lo hace por placer. Así que vine aquí. Jimmy me prometió que aquí estaría a salvo.

Jacob se vio interrumpido por el estrépito de un coche procedente del exterior. Todos se quedaron inmóviles, esperando a que el coche pasara de largo. Solo cuando el motor del vehículo se perdió a lo lejos August se aventuró a hablar.

—¿Crees que todavía sigue en Avignon?

—Sin duda alguna; algo le mantiene a la expectativa, y no es solo la idea de cerrar de una vez el pacto con Franco.

—Bien, eso es que ha mordido el anzuelo. Ahora solo tenemos que recoger el sedal.

Jacob le observaba con curiosidad, como si acabara de sufrir una epifanía.

—Winthrop… ¿Por qué ese nombre me resulta familiar?

Pero August se había dirigido a la mesa donde se extendía el mapa.

—Déjalo.

Había algunas cosas que prefería que Izarra siguiera ignorando, si quería conservar su confianza; Cohen ya había aireado demasiado.

—Nunca dejo nada, por eso soy tan bueno en lo que hago.

—¡He dicho que lo dejes! —August se volvió en redondo, amenazador, pero Cohen ni siquiera se inmutó. Su actitud era desafiante. August comprendía ahora por qué resultaba irritante para tanta gente.

—Ya lo tengo. Clarence Winthrop, el representante americano de las Naciones Unidas. ¿Es un pariente?

August miró a Izarra, que a su vez le miraba de hito en hito: no tenía otra elección que ser sincero.

—Es mi padre.

Mazel tov. Supongo que usted debe ser la oveja negra de la familia, ¿o quizá la rosa? —bromeó Jacob.

—¿Oveja rosa? ¿Hay ovejas de color rosa en América? —preguntó Izarra, totalmente confundida por las chanzas del inglés.

—Está haciendo un chiste, Izarra, y bastante malo. —August se volvió hacia Jacob—. Mi padre y yo no nos hemos hablado en años. Su encarnación anterior como senador republicano del ala derecha y amigo íntimo de Joe Kennedy, también conocido como el amante de los nazis, resultaba difícil de digerir.

—Pero él podría ser nuestra única opción.

—¿De qué estás hablando?

—Debemos revelar las intenciones de Tyson y alertar a su padre, señor Winthrop, de que las Naciones Unidas pueden hacer algo por detener el pacto.

—Ni por asomo. Hace años que mi padre renegó de mí, y de hecho no me sorprendería nada que también él estuviera detrás del acuerdo.

Pero Jacob estaba sumido en sus propios pensamientos:

—Siempre podríamos utilizarlo y hacer que nos ayudase a arrestar a Tyson por crímenes de guerra. Eso desacreditaría a Tyson y atraería la condena internacional al pacto de defensa. Déjeme tan solo que hable con él.

—No es una buena idea. No eres la clase de gente con la que el senador Winthrop se codea, no sé si me entiendes.

August prefería no utilizar la palabra «anti-semita», pero por la cara que Jacob le puso, era evidente que había captado el mensaje.

—August, tiene usted que intentarlo. Escuche, la asamblea general va a reunirse en Génova en cuestión de semanas y sé que Tyson es uno de los delegados americanos que apoyarán a España como futuro miembro de las Naciones Unidas. ¡Esa podría ser nuestra oportunidad! —Jacob movía las manos enfáticamente.

—Pero no quiero que Tyson acabe ante un tribunal y cumpla con una simple sentencia. Quiero que muera.

Izarra se mostraba implacable.

—Bueno, eso también podría arreglarse —comentó Jacob.

—Basta. Callaos los dos. —Exasperado, August dio una fuerte palmada sobre la mesa—. ¿Hay algo concreto respecto a Tyson? Hasta el momento, ni siquiera tenemos un solo testigo de la masacre. Jimmy podría haber declarado, pero está muerto.

—Queda Gabriel —sugirió Izarra, insegura.

—No tenía más de siete años por entonces; la corte lo desechará por considerarlo falto de fundamento. Necesitamos algo más, algo de carácter oficial que sitúe a Tyson en el lugar de la matanza.

—He oído que hay un informe confidencial acerca de Tyson, y que contiene las pruebas de su participación en la masacre —le interrumpió Jacob.

—¿Cómo lo sabes? —«¿Quién es este tipo? ¿Y cómo es que está tan bien informado? ¿Cuánto sabe sobre mí?». El sentido de clandestinidad de August comenzaba a punzarle. «Sé amigo de todos, pero no confíes en nadie»: aquella era una de las primeras cosas que le habían enseñado durante su adiestramiento como espía. Jacob le miró abiertamente a los ojos y ni siquiera parpadeó.

—Hay gente en la CIA a la que no le gusta mucho Tyson, y además —añadió Jacob, sonriendo de oreja a oreja—, no todo el mundo desaprueba mis actividades encubiertas.

August observó atentamente a aquel menudo joven que tenía ante sí, y luego, dando un salto de fe, decidió confiar en él:

—En un archivo que encontré en la embajada americana descubrí una mención a la operación secreta y a un operativo cuyo nombre en clave era Jester —dijo August, lenta y claramente—. La única manera de que la CIA pudiera tener algo sería si han estado siguiendo sus evoluciones desde la guerra. Pero tengo contactos en el MI5.

—Al igual que Tyson —añadió Jacob—. Tengo pruebas de que los ingleses sobornaron a varios de los generales de Franco para disuadirlos de unirse a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Hay una mención acerca de un operativo americano que hablaba perfectamente español y que tenía una estrecha relación con un par de generales de Franco: su nombre en clave era Magus.

—¿Así que Magus era su nombre en código para los ingleses? —dijo August, antes de que Izarra le interrumpiese:

—¿Pensáis que Jester, Der Pfarrer y Magus son la misma persona?

Se inclinó hacia delante.

—Es posible. Tyson controló cada peón del juego para que todos se enzarzasen los unos contra los otros. Sospecho que eso le hacía sentirse poderoso, superior. August, si de veras quieres atraparle, deberás tener algo que él quiera. La política y el espionaje no son más que la punta del iceberg, lo que se ve en la superficie de las cosas; pero hay otro juego que Tyson está jugando a un nivel subterráneo, oculto: eso es lo que verdaderamente le importa.

August miró a Izarra y esta asintió, casi imperceptiblemente. Se puso en pie.

—Hay algo que me gustaría enseñarte.