—¿Adónde lo han destinado?
El propietario del globo haló la última cuerda que lo anclaba al suelo y luego lanzó una nueva llamarada a la lona, que empezaba a hincharse sobre sus cabezas. La cesta se levantó del suelo con una sacudida y se elevaron sobre la verde pendiente del laberinto.
—Al norte, una pequeña ciudad costera. ¡Estoy seguro de que no la conoce! —gritó August, para imponerse al estruendo del gas.
El tipo le dedicó una mirada escéptica. Por un momento, August temió que lo hubiera reconocido al ver su fotografía en los periódicos o al haber escuchado su descripción por la radio, pero el hombre se limitó a ensanchar una sonrisa.
—¡Eso explica su acento!
—¿Qué?
—¡Que tiene un acento muy curioso!
August le devolvió la sonrisa, aunque se trataba de una sonrisa blanda, incierta, mientras para sus adentros maldecía al profesor de francés que había tenido de niño allá en Boston; en realidad, un aristócrata emigrado a los Estados Unidos.
—¡Mi padre era belga! —mintió, imponiéndose a otro géiser de llamas.
—Bueno, no siempre vamos a tener suerte.
Filosóficamente, el tipo se encogió de hombros. Era un hombre delgado, enérgico, vestido con un mono de cuero negro; al principio había pensado que August le estaba haciendo señas desde tierra para indicarle que estaba cometiendo alguna ilegalidad, probablemente geográfica, aunque por su parte habría sido completamente inconsciente de ello. Se había desviado de su ruta, que por lo general cubría los caminos comarcales y la plaza de la aldea vecina para anunciar a sus patrocinadores, pero el viento le había impulsado hacia las tierras del interior. Esa fue la razón de que a August no le hubiera costado demasiado negociar un precio por sobrevolar el laberinto, pues el tipo, enormemente aliviado al saber que no le iban a multar, no puso ninguna objeción a la propuesta. El quemador lanzó una nueva andanada de fuego, y el globo se elevó varios metros más. Allá en tierra, Izarra, apoyada contra la motocicleta, les saludaba con la mano, a lo que el hombre respondió vivamente.
—Una chica muy bonita, ¿es su novia? —preguntó el tipo, con evidente curiosidad.
—Es mi prometida —replicó August con firmeza, cortando cualquier interés ulterior que el hombre pudiera tener en ella—. Con rodear brevemente el jardín bastará, si quiere puede aterrizar en el campo —le ordenó.
August se inclinó sobre el borde de la cesta. Allá abajo podía ver la parte de arriba de las devastadas ruinas de la villa: el trazado de la planta resultaba ahora perfectamente visible, desde el patio interior hasta el diseño de las cinco habitaciones principales que asomaban entre los restos del tejado.
Comenzaban a aproximarse al laberinto. August sacó la cámara y, encorvándose un poco más, intentó conseguir un buen enfoque.
—¿Eso es legal? —preguntó el hombre, agitando el codo de August: su voz vibró en el espeso silencio que sobrevino tras un nuevo esputo de llamas.
—No se preocupe, no es más que un inofensivo pasatiempo. —August trató de reprimir la irritación que sintió al ver que el tipo le había arruinado la foto—. Además, como puede ver soy un oficial condecorado —añadió, esperando que tal rango militar acallase las protestas del hombre. Este hizo un gesto de disculpa.
—En tal caso, oficial, ¿quiere que le baje un poco más? Seguro que así consigue mejores vistas.
—Eso sería maravilloso, merci.
August volvió a mirar el terreno. Ahora podía ver el laberinto a la perfección. Las paredes del exterior semejaban una concha llena de enrevesado musgo, y su construcción había sido realizada con la altura precisa para ocultar el meticuloso cultivo del interior. Era una hermosa y ornamentada reproducción vegetal del Árbol de la Vida. Los diez círculos se mantenían unidos entre sí mediante varios senderos que guardaban una proporción perfecta, y conteniendo todos ellos un círculo de grava azul-grisácea, salvo el segundo sefiroth en el tronco central, un nivel por encima de la parte inferior: se trataba del sefiroth Yesod, que contenía un círculo verde en el centro. Yesod. El nombre resonó en su mente, y palpó las hojas del anís y la mandrágora que llevaba en el bolsillo. «Nueve ojos ciegos, grises, mirándome desde allá abajo, y solo un ojo, el verde, puede ver. ¿Pero por qué ninguno de ellos es visible desde el interior del laberinto? Porque se trata de un símbolo oculto, descifrable solo desde las alturas, como si el propio Dios fuera el único que tuviera potestad para verlo». Por algún inexplicable motivo, aquel pensamiento se le antojó a August ciertamente aterrador. Procedió entonces a disparar una serie de fotografías, primero recogiendo el laberinto al completo, y luego, a medida que descendían, cada uno de sus detalles por separado. El hombre se inclinó sobre el borde, a su lado.
—¿No es de locos? ¿Para qué tener un jardín si nadie lo puede ver? Hay gente que tiene fideos en lugar de cerebro. Pero no es mi caso —le confió.
August aceleró la motocicleta al enfilar la orilla del Rhône que flanqueaba el bulevar Saint-Lazare. Aunque empezaba a nublarse y el sol se sumergía tras la isla de Bagatelle, aún quedaban algunos botes de pesca y lanchas en el río. Viró hacia la izquierda, para internarse por la rue Banasterie y dirigirse al casco antiguo de la ciudad: Izarra le envolvía la cintura fuertemente con sus brazos, y había guardado la cámara y las hierbas en la mochila. Las campanas de la catedral dieron las cuatro, y las escuelas empezaban a vaciarse y los lugareños, vestidos con sus ropas de verano, regresaban a sus casas después de otra dura jornada de trabajo. Flotaba en la atmósfera un engañoso aire de normalidad que se extendía por toda la ciudad, ese ambiente falsamente festivo que sobreviene al final del día, y los camareros habían comenzado a preparar las mesas de los restaurantes y cafés en las terrazas de las plazas, pues en pocas horas acudirían a cenar los primeros clientes. Por más que a August le hubiera gustado parar en uno de los cafés y sentarse a tomar una copa, lo cierto es que no se atrevía a sucumbir a aquella falsa sensación de seguridad. Sintiendo la tibieza del cuerpo de Izarra contra el suyo, era fácil imaginar una vida distinta, en la que ambos eran una pareja de franceses que regresaban a su rutina normal después de haber pasado un día en el campo, aún con el olor de la hierba fresca prendida a sus ropas.
Pasó de largo el viejo Palacio de los Papas, y luego miró por el retrovisor el Citroën rojo que les había estado siguiendo durante los últimos diez minutos. Giró bruscamente por una calle lateral para perder al vehículo. La motocicleta dio varios saltos sobre los adoquines, y emergió a una nueva plaza repleta de peregrinos, principalmente italianos, a los que guiaban por el lugar varios sacerdotes. En el centro de la plaza giraba lentamente un tiovivo: sus caballitos, pintados en vivos colores, subían y bajaban al reflujo de una música hipnótica, montados por pequeños jinetes que gritaban de puro placer. August se abrió paso entre la multitud y los carros que anegaban el lugar, aunque a punto estuvo de atropellar a un hombre que empujaba el carrito de los helados. Ignorando los gritos del heladero, August volvió a mirar por el retrovisor. Había funcionado: el Citroën ya no seguía sus pasos. Consultó su reloj. Tenían todavía algo más de una hora, así que giró en redondo y se dirigió hacia la rue Victor Hugo.