Se apresuraron a cruzar la rue Banasterie. Aquel ancho bulevar atravesaba el centro del casco antiguo de la ciudad, flanqueado a ambos lados por los edificios grises del siglo XIII. Eran las primeras horas de la tarde, y las calles aún seguían transitadas por los comerciantes y los trabajadores que regresaban a casa. August se sentía terriblemente vulnerable, pese al sombrero de ala ancha que había comprado en la estación y su porte deliberadamente tranquilo, relajado: representaba a la perfección al burgués parisino que había decidido pasar el fin de semana lejos de la metrópoli con su prometida. Era dolorosamente consciente de que ambos, particularmente Izarra, que seguía vestida con sus ropas de siempre, destacaban entre aquella multitud bien vestida, y no precisamente para bien. No le gustaba sentirse tan frágil. Estaba seguro de que la Interpol ya habría recibido alguna fotografía suya, probablemente desde Leconfield House, y no dudaba que ya circularía entre los oficiales de la región. Ahora, no podía sino agradecer la compañía de Izarra. Con ella a su lado ganaría tiempo, pues nadie buscaba, de momento, a una pareja. Aquella sensibilidad de camaleón, esa capacidad de adaptarse y desaparecer en el entorno más inmediato, el talento que tan bien le había servido durante el tiempo que pasó en la Francia ocupada, comenzaba a latir nuevamente en su cerebro. Desaparece, desaparece, ocúltate aun estando a la vista de todos, piensa que eres invisible. Alcanzaron un esquinazo. August examinó la señal indicadora que había allí. Según su mapa, la casa de Edouard se encontraba en un pequeño callejón que había a la vuelta de la esquina. Reparó en que un policía se dirigía a la calle en la que se encontraban. Cogiendo a Izarra de un brazo, se metió en una frutería. Pidió al tendero una bolsa de uvas mientras observaba al policía desde el otro lado del escaparate. Para su alivio, el gendarme se posicionó en el centro del cruce y comenzó a dirigir el tráfico vespertino.
—Vamos, pero no camines demasiado rápido. Recuerda, somos una pareja en vacaciones. Intenta que parezcamos marido y mujer, están buscando a un solo hombre —le dijo a Izarra, mientras salían a la calle. Izarra le pasó una mano por el brazo, mientras llevaba en la otra la bolsa con las uvas, tratando de parecer lo más relajada posible.
La rue de la Molière era una callejuela que partía de Saint-Etienne, y pese a sus ambiciones literarias, no era más que un callejón trasero jalonado de cubos de basura vacíos. El número veinte resultó ser un viejo edificio de piedra con dos plantas, la primera y el sótano, embutido entre un taller mecánico y la salida de servicio de un restaurante. La puerta del taller estaba todavía abierta, y el lugar rebosaba de mecánicos vestidos con sus monos azules, ocupados en arreglar algunos coches que sendas máquinas levantaban en vilo sobre sus cabezas. Desde uno de los coches barbotaba una radio, y los mecánicos ni siquiera repararon en la pareja que pasó a toda prisa ante la puerta.
Deteniéndose frente a la fachada del edificio, August presionó el timbre, mirando a derecha e izquierda para comprobar si no había nadie en la calle. Por lo menos, nadie les había seguido; los mecánicos ni siquiera les habían prestado atención. En el interior del edificio, se escuchó el rumor de unas pisadas al descender por unos escarpados peldaños, y al instante la puerta se abrió de par en par.
—Edouard, soy yo, August Winthrop.
Edouard Coutes observó atentamente a August, con una mirada rápida y penetrante, mientras asimilaba toda la información que precisaba, y luego miró a Izarra. Su rostro no delató alguna expresión. Con una presteza que August reconoció enseguida, les invitó a pasar a un oscuro vestíbulo, y luego, tras otear la calle a un lado y otro, cerró la puerta tras ellos.
Una vez en el interior, envolvió a August en un abrazo de oso.
—Camarada, hacía siglos que no te veía —dijo en francés. La cabeza apenas llegaba al hombro de August.
La habitación, suficientemente holgada, estaba llena de viejas octavillas: las rotativas giraban y giraban, escupiendo largas sábanas de papel impreso. El ruido era casi ensordecedor. August e Izarra aguardaban en la entrada a que Edouard, empujando una palanca, apagara la máquina.
—Pasa, pasa, pareces cansada, querida. Descansa un poco —le dijo a Izarra, y luego se volvió hacia August—. Hacía tiempo que no ofrecía refugio a un fugitivo. Celebrémoslo primero con un buen borgoña y ya hablaremos después.
Izarra se dejó caer en un sofá que había en un lado de la habitación mientras Edouard, desplazándose con la energía característica que August recordaba de años atrás, tomaba una botella de buen borgoña del interior de un velador. Colocó tres vasos sobre una mesa cubierta con pruebas de imprenta.
—He oído por la radio lo del asesinato de Jimmy. Supongo que es por eso que estás aquí —le dijo a August, mientras se concentraba en servir el vino.
—La noche antes me dio la lista, y le prometí que haría algo por él. Estaba investigando algo y…
—Él quiso que tú continuases su trabajo. No te preocupes, amigo, sé que Jimmy se estaba muriendo. ¿No me equivoco si digo que no fuiste tú quien aceleró su final, verdad?
—Me han tendido una trampa, Edouard. La pregunta es por qué, y quién.
—La misma persona que silenció a Jimmy querrá también silenciarte a ti, quizá.
Ofreció a August un vaso y luego le llevó otro a Izarra. Alzó el suyo en un brindis.
—Por la lucha, y para que podamos luchar por siempre. Salud.
—Salud.
August dio un trago; el vino era fuerte y revitalizador.
Edouard chasqueó los labios de pura satisfacción.
—Está bueno, ¿eh? No solo es un vino con cuerpo, sino también con corsé y medias de rejilla.
August pudo ahora echar un vistazo en derredor, y reparó en que uno de los panfletos que acababa Edouard de imprimir se refería aparentemente a una sociedad histórica local. Edouard siguió la dirección de su mirada.
—Este lugar era una de las imprentas de la resistencia. La tuve en funcionamiento a lo largo de la guerra. Ahora soy una puta para quien tenga dinero y pueda pagar, pero bueno, me sirve para cubrir la renta.
—No pareces sorprendido de verme, Edouard.
—August, estoy encantado de verte, ¿pero sorprendido? ¿Por qué debería estarlo? Tu nombre se escucha cada dos por tres en la radio. Te buscan por el asesinato de Jimmy, y creo que por otro asesinato cometido en Londres. Un profesor, un tal…
—Copps.
—Eso es. Tanta fama no puede ser buena, amigo mío.
—Los dos casos pueden estar vinculados. Jimmy tenía enemigos y yo tengo algo que esos enemigos buscan.
Edouard levantó las manos.
—Por favor, es demasiado peligroso conocer tanta información. Confío en ti como confiaba en Jimmy. Me basta con que él te haya enviado. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Necesitamos escondernos en algún sitio durante unos cuantos días. Tengo que investigar cierto asunto en Avignon. También necesito un disfraz.
Edouard lanzó una mirada en dirección a Izarra.
—¿Y la mujer? —preguntó en voz baja.
—Está relacionada con esto, y además se ha comprometido a ayudarme. Edouard —August bajó la voz— es la hermana de la Leona.
Edouard silbó.
—La realeza, entonces.
—Esta misión es por la República y por Euskadi.
August no podía recordar la última vez que su voz sonó tan grave, tan seria.
Edouard se volvió hacia Izarra.
—Kaixo, créame que es todo un honor, mademoiselle. Siempre fui un gran admirador de su hermana.
Por un momento, Izarra lanzó una mirada colérica hacia August, furiosa de que hubiera revelado la identidad de su hermana, pero también sabía que ese conocimiento electrizaría a quien hubiera luchado en España por la República.
—Gracias. Hablas bien el euskera. —Dedicó una sonrisa educada a Edouard.
—Mi abuelo era de Irún. Pero por favor, permitidme que os sirva algo de comida, y luego hablaremos.
Se arrellanaron en el despacho trasero, un pequeño habitáculo presidido por un viejo escritorio y un enorme sillón de cuero. Sobre la mesa se diseminaba la comida que Edouard había traído: una hogaza de pan, tomates que todavía tenían las hojas de la mata, un enorme queso de cabra y varias rebanadas de jamón. Observó divertido cómo August e Izarra devoraban la comida.
—Lo siento. —August se limpió los labios—. No hemos comido nada apropiado desde ayer a mediodía.
—No te preocupes, amigo mío. Además, creo que fui yo quien te enseñó que un ejército empieza por el estómago.
—Eso no nos evitó pasar hambre en España.
—Ah, pero pasábamos hambre con estilo. ¿Recuerdas aquella ocasión en que encontraste aquel tarro lleno de caviar en el hotel Ritz de Madrid, durante uno de los ataques aéreos? No fue hasta que dimos buena cuenta de él que descubrimos que había pertenecido al mismísimo general soviético Emilio Kléber. Aquella noche comimos caviar para el resto de nuestras vidas… aunque estuviera pasado. —August rio a carcajadas, pero el francés prosiguió—. Pero eras extraordinario. Una luz en todo aquel caos. Un verdadero idealista, esa era la razón por la que tanto temía por ti. Eso y tu terrible puntería. Todavía me deprime recordarlo: todos aquellos jóvenes, recién llegados al campo de batalla, y lo único que yo tenía era aquel montón de viejos rifles soviéticos y menos de una semana para entrenaros.
—Lo hiciste tan bien como te fue posible hacerlo.
—Fue una carnicería, una puta matanza, y cuando André Marty acusó a mi comandante Delasalle de traición y ordenó ejecutarlo, lo siento, pero para mí aquello fue el fin de la izquierda. El Carnicero de Albacete, lo llamaban: ¿sabes?, creo que mató a más de los nuestros que el mismísimo Franco. Y ahora, en mi cabeza no cabe la menor duda de que Gaston Delasalle fue engañado por Marty. Pero imagina que hubiéramos ganado… Imagina que la República hubiera derrotado a Franco, Hitler, Mussolini. Quizá entonces Hitler no hubiera tenido tantos arrestos para invadir el resto de Europa: quizá el mundo no se hubiera sumido en el caos de la guerra.
—Sin el apoyo de la mayor parte de las potencias occidentales, la República nunca tuvo la menor opción de ganar. Era David sin su honda luchando contra un Goliat armado de un nuevo y reluciente mazo.
—¿Y ahora, con Stalin muerto?
—Quizá haya un nuevo orden mundial, pero no sucederá sin una guerra.
—¿De verdad piensas eso?
—Es posible, pero espero que sea demasiado pronto todavía para ello. Europa sigue exhausta, y América está entrampada en Corea, pero Eisenhower está nervioso, muy nervioso. Una cosa está clara: ha llegado el momento de hacer el reparto de Berlín, quizá incluso dividan el país en dos. —August sacó un cigarrillo y lo encendió. Solo le quedaban diez—. Edouard, no puedo permitirme estar por aquí más allá de unos días. Tenemos que movernos aprisa. Estoy atrayendo más moscas que una vaca muerta.
—¿Qué estás buscando?
—Un antiguo pueblecito, ubicado en el suroeste de la ciudad, a la orilla de un río.
Edouard pareció sorprendido.
—¿Para eso estás arriesgando tu vida?
—Es la clave para vengar una masacre.
—El asesinato de mi hermana —añadió Izarra.
Edouard pasó la mirada del uno al otro y luego asintió.
—En ese caso, será mucho más que un honor ayudaros. —Se volvió hacia August—. Cierta persona, a la que me une una estrecha amistad, es un historiador especializado en la comarca. Puedo conseguirte algunos viejos mapas para que los examines. Si quieres, puedo inventarme que estás escribiendo un libro sobre enclaves históricos. Pero no podéis ir por ahí así, salta a la vista que sois extranjeros. Avignon es una ciudad razonablemente tranquila, con algún crimen que otro. Nunca pasa nada, pero el jefe de la gendarmería prefiere estar ojo avizor con los viejos anarquistas, especialmente conmigo, sobre todo desde que desenmascaré su pasado como colaboracionista del régimen nazi. —Edouard se frotó las manos de pura satisfacción—. No es que aquello fuera algo por lo que me haría demasiado popular, pero tampoco esperaba ganar un concurso de popularidad. Tengo un uniforme de soldado que te sentará bien.
Izarra echó un vistazo al pelo de August.
—Un poco de tinte negro y unas tijeras tampoco irían mal.
—Desde luego, y también puedo conseguir un bonito vestido francés. No pretendo ofenderte, madame, pero con esas ropas pareces una renegada.
Trataba de que sus palabras no perdiesen el tono adulador, pero cuando se volvió hacia la puerta Izarra puso un gesto de desagrado. August, divertido, no pudo evitar sonreír.
—Venid, os mostraré vuestra habitación, acompañadme. —Edouard hizo un gesto para que lo siguiesen.
Tras recoger sus bolsas, se dirigieron nuevamente a la imprenta. Edouard los condujo hasta una pared; una vez allí apartó una mesita, dejando al descubierto una trampilla engastada en el suelo. La levantó de un tirón y enseguida apareció una inclinada escalera de madera que se perdía en las sombras de la bodega. Edouard se puso de rodillas y, tras meter el brazo en la trampilla, encendió una luz encastrada en el techo de la bodega. La luz eléctrica iluminó los peldaños de la escalinata.
—Durante la guerra, la resistencia utilizó este escondite para ocultar a los pilotos aliados. Nadie en Avignon conoce su existencia, salvo yo.
Ambos siguieron a Edouard escaleras abajo, primero Izarra, luego August. Una vez llegaron al suelo de cemento, August lanzó un silbido de asombro. El sótano era muchísimo más amplio que el piso superior; había una cama metálica en una esquina, un aguamanil, un hornillo de gas, varias mesas vacías y un quemador de madera en la esquina opuesta.
—Llega hasta más allá de la calle, lo cual resultaba muy útil durante la ocupación, doy fe de ello. ¿Veis ese disco que hay en el techo? —Edouard señaló a un círculo de madera que se alzaba sobre sus cabezas—. Conduce a una boca de alcantarilla que a su vez desagua en una calle lateral. Lo usamos un par de veces, cuando las SS vinieron a registrar la imprenta. Lamento que haga tanto frío aquí, pero en cuanto pongáis el quemador, se caldeará en cuestión de minutos. No es exactamente el Palace, pero para una semana seguro que estáis suficientemente cómodos.
August había dejado su bolsa en una de las mesas y se afanaba en desempaquetar sus notas y la crónica.
—Es perfecto, gracias, Edouard.
—Hay un grifo con agua corriente, y también una tetera donde podréis calentarla. Durante el día no tendréis que preocuparos por el ruido que hagáis, la imprenta forma tanto escándalo que nadie oirá nada. Mientras salgáis a las nueve de la mañana y volváis para las cinco, es casi imposible que alguien repare en vuestra presencia.
—¿Podrías conseguirme el disfraz y el tinte de pelo, y tal vez un mapa, esta misma noche?
—Por supuesto. ¿Necesitas algo más?
—Una habitación para revelar algunas fotos, pero eso será en uno o dos días. ¿Hay algún fotógrafo por aquí en quien confíes y no haga preguntas?
—Mi mujer, puedes confiar en ella. Nos conocimos en la resistencia.
—Excelente.
Edouard se volvió para marcharse. Con una voz, August lo detuvo.
—Una última cosa: ¿tienes algún amigo que regente un hotel?
Edouard sonrió de oreja a oreja:
—¿Ya tienes quejas de la habitación?
—La habitación es perfecta, pero mañana necesitaré dos habitaciones de hotel durante un par de horas, digamos, a las seis. También voy a necesitar un billete falso para un viaje en barco desde Marsella a Port Said, y un mapa de Marsella.
—Creo que entiendo. El hotel es L’Hôtel de Pont, en el ochenta y seis de la rue Victor Hugo. El dueño es amigo mío, un tipo discreto. Le diremos que es para una cita. —Edouard lanzó un guiño a Izarra—. A él no le importará lo más mínimo. Pero por dos horas supongo que querrá llegar a un trato, quizá cincuenta folletos. El billete de barco y el mapa de Marsella serán todavía más fáciles de conseguir.
—Perfecto, intenta que las habitaciones sean la quince y la dieciséis. Y otra cosa, Edouard. Tengo que telefonear a un amigo de confianza que se encuentra en Londres. Eso sería de gran ayuda.
—No te preocupes, el teléfono no está pinchado. Pero aquí solo tengo uno, arriba, en mi oficina.
August aguardó a que Edouard saliese de la oficina y entonces se sentó ante el enorme escritorio estilo art nouveau, tras lo cual descolgó el pesado auricular del teléfono. Tras marcar el número de la operadora, deletreó en francés el número de Inglaterra al que deseaba llamar. La operadora, fría y eficiente, le pasó la llamada en segundos, pero la señal sonó durante varios minutos sin obtener respuesta. August comprobó la hora. Las ocho en Francia, las siete en Londres: hora de cenar. Justo cuando iba a darse por vencido, la voz de Malcolm Hully sonó al otro lado de la línea.
—¿Hola?
Por un momento, la voz de Malcolm, descontextualizada y terriblemente inglesa, desorientó a August, arrastrándolo por un segundo a su vida anterior en Kensington, aquel anonimato relativamente seguro en el que allí vivía. «Cecily ya ha debido de enterarse. ¿Qué habrá pensado de todo esto? ¿Creerá que soy un asesino, un criminal en busca y captura? ¿Era moralmente reprochable haberla mezclado en las complicaciones de mi existencia? Bueno, al menos ahora es libre». Al fondo, August alcanzó a oír las voces de unos niños y el débil rumor de una radio. Eso hacía que lo que estaba a punto de realizar le resultase un acto poco menos que criminal. «¿Qué te ha pasado, Malcolm? ¿Acaso nuestra amistad era tan poca cosa? ¿O es que ahora libramos una guerra mucho más compleja, en la que los amigos traicionan a los amigos y los enemigos ayudan a los enemigos por el precio adecuado, o por una cuestión de ideologías?».
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —insistió Malcolm.
—Malcolm, soy August.
Hubo una pausa al otro lado de la línea, durante la cual August pudo escuchar el ruido de una puerta al cerrarse y luego unos pasos sobre lo que parecía un suelo de parqué, producidos por Malcolm al regresar al teléfono.
—¿Dónde estás?
Malcolm aguardó, sorprendido de que el americano hubiera establecido contacto con él, y, si de veras era un espía soviético, ¿por qué ahora? ¿Podía ser que estuviera operando por su cuenta? Era lo suficientemente inconformista.
—No importa. No puedo hablar mucho, pero necesito cierta información.
—August, deberías saber que la gente está un poco nerviosa por aquí, y bastante interesada en ti.
—Qué bien, es bonito saber que todavía me quieren.
—Oh, estás en el primer lugar de la lista. Te doy dos semanas de libertad. Primero el profesor Copps, tu antiguo mentor, fue encontrado muerto, asesinado: algo terrible para un buen tipo como él, y tan inofensivo. Luego el asesinato de Jimmy van Peters, un agente del Operativo de Servicios Especiales que vivía en París. Los americanos están bastante enfadados: parece que tú eres el común denominador de ambos casos. No tiene buena pinta.
Malcolm habló en un tono deliberadamente desenfadado, tratando de ganarse al americano con aquella descarnada simpatía.
—Escucha, me han tendido una trampa. El responsable, no sé si directo o indirecto, de ambos crímenes, es un agente de la CIA llamado Damien Tyson. Fue colega de Jimmy en el Operativo de Servicios Especiales. ¿Puedes mover tus contactos y averiguar algo sobre él? —«Muerde el anzuelo, muerde el anzuelo…». Si Tyson estaba trabajando junto a Malcolm Hully, este comprendería ahora que August conocía la identidad de su perseguidor. Era una treta peligrosa, pero efectiva.
En el otro extremo de la línea Malcolm bajó la vista hacia un viejo pisapapeles que había acompañado a cierta herencia, un escorpión metido en un cubo de cristal. Aquello se estaba poniendo interesante. Había oído hablar de Tyson. Al otro lado del Atlántico, tenía una reputación de víbora, sanguinaria, casi invisible, y verdaderamente letal hacia quien despertaba sus antipatías. Malcolm también sabía que el territorio familiar de Tyson era la península ibérica, a veces incluso París, ¿pero por qué Tyson? Y, si August estaba con los soviéticos, ¿por qué presentar a Tyson como sospechoso? ¿Cabía la posibilidad de que August supiera que Malcolm trabajaba para el MI5 y estuviera jugando con él? Malcolm sopesó todas las posibles ramificaciones. La situación tenía más capas que una cebolla, pero estaba decidido a que no le tomasen por idiota. Resolvió seguirle el juego, por ahora.
—Haré lo que esté en mi mano, pero los americanos se han vuelto completamente paranoicos desde la muerte de Stalin; de hecho, me temo que están al borde de un ataque de nervios. Me da que va a empezar otra vez algo muy gordo. Todos somos sospechosos, querido, así que ten cuidado.
—Gracias, Malcolm. Te lo agradezco de veras. Te llamaré en un par de días. Otra cosa, ¿crees que podrás enviarme un poco de dinero? Estaré en L’Hôtel de Pont, en el ochenta y seis de la rue Victor Hugo, Avignon, habitación quince, mañana a partir de las seis.
—No hay problema, pero acepta un consejo: no confíes en nadie.
—Consejo aceptado.
Empezando por ti, añadió August para sí. A lo lejos, las campanas de la catedral comenzaron a doblar: eran las nueve de la noche.
—¿Dónde estás ahora? —preguntó Malcolm.
A sus oídos, y habiendo crecido en una casa donde el cabeza de familia era el campanero de la iglesia local, las campanas sonaban demasiado fuerte, sólidas; posiblemente pertenecían a una catedral. Pero antes de que tuviera oportunidad de escuchar un nuevo tañido la comunicación se cortó. Malcolm permaneció unos instantes mirando el teléfono, luego escribió la dirección del hotel y la hora que August le había dicho en un cuaderno. Estaba casi por completo seguro de que August se encontraba en Francia, pues el americano no había parecido ni mínimamente sorprendido al escuchar la noticia de que Jimmy van Peters había muerto, lo que significaba que podía haber estado en París en el momento del asesinato. Pero Malcolm estaba convencido de que ya habría huido de la ciudad: en Francia había pocas ciudades donde faltase una catedral. Avignon era una de ellas. ¿Debía de creer al Hombre de Hojalata? Malcolm se sentó ante su escritorio y comenzó a elaborar una lista.
Cuando terminó, levantó el auricular del teléfono y marcó el número directo de Upstairs. Este respondió en el acto.
—El caso Winthrop: tengo una pista muy sólida, señor, pero creo que es hora de que hablemos directamente con la otra agencia.
—¿Estás seguro de que quieres hablar con la CIA? ¿Eres consciente de que eso equivale a decir que cedes el control? —Upstairs no parecía muy satisfecho.
—Sospecho que ya hemos perdido el control, señor.
Al otro lado de la línea Upsteirs se sumió en un espeso silencio, que Malcolm, si tenía que ser sincero consigo mismo, encontraba aterrador.
August miró unos instantes el teléfono, luego levantó una esquina de la cortina que cubría por completo la ventana. La noche había caído, y la calle estaba iluminada únicamente por una solitaria farola de hierro forjado, parcheando los adoquines de amarillo.
En algún lugar de las sombras le estaban esperando.
* * *
August se secó con la toalla el pelo recién teñido; el corte se le antojaba extraño a sus manos, y no pudo por menos de mirarse en el espejo roto que colgaba de un par de clavos sobre el aguamanil. El pelo corto, negro, junto con la cicatriz que historiaba su rostro y la nariz partida, le hacían tener un aspecto más demacrado, más siniestro. Tomó el bigote falso que llevaba en su kit de maquillaje y lo colocó cuidadosamente sobre su labio superior. De inmediato, se vio transformado en un soldado, un oficial, mayor y arrogante, que probablemente había servido en el gobierno de Vichy: la historia de su vida ya empezaba a tomar cuerpo en su cabeza. Echó atrás los hombros y confirió a sus vértebras la rigidez de un hombre acostumbrado al saludo y a las obligaciones militares, un tipo apegado a las tradiciones, que seguramente había crecido en las regiones del norte: era, pues, de origen campesino, y en el pasado había desesperado por dejar atrás la pobreza y el provincianismo de su progenitor. Alargando un brazo, cogió la chaqueta militar que Edouard había dejado en el respaldo de una de las sillas. El peso y la caída del tejido resultaban perfectos. Lleno de un nuevo vigor, y ya metido en su personaje, unió los talones de un taconazo.
—Me estás dando miedo. Parece que has dejado que el alma de otro hombre tome posesión de tu cuerpo.
Izarra le miraba fijamente desde el otro extremo de la habitación.
—Antoine Bools.
—¿Qué?
—Antoine, ese es mi nuevo nombre. Mi padre era de origen belga, por más que me pese. Eso contribuyó a aumentar mi patriotismo. No me gusta nada Charles de Gaulle, pero no es algo que haga ver a los demás, y espero que mi matrimonio me ayude a conseguir un ascenso el año que viene.
—¿Quién es tu prometida?
—Tú.
—Confías demasiado en que acepte la propuesta.
—Si dijeras que no, Antoine se limitaría a decir au revoir y buscaría de inmediato a la siguiente candidata, el tipo es así.
August procedió entonces a pasear por la habitación, practicando sus nuevos andares. Dotó a su tronco de un envaramiento nuevo en él, y también de una característica reveladora: la nerviosa costumbre de caminar con las manos a la espalda.
—Extraordinario. Estás irreconocible —dijo Izarra, fascinada.
—¿Ves? Para desaparecer debes permitir que el artificio se convierta en toda tu realidad, incluso cuando te estén interrogando. El truco no es ser un buen mentiroso, sino un fervoroso creyente.
—Yo te creo. —Se sonrojó violentamente al decirlo, y luego miró los rizos rubios que se esparcían por el suelo entre sus pies—. Antes estabas más guapo.
—No te preocupes, puedo volver a cambiar.
—Pero no esperes que me case contigo.
Izarra reprimió un bostezo en tanto August dejaba escapar una sonrisita, y luego consultó su reloj. Era tarde, pasaba de la una de la mañana.
—Izarra, vete a dormir, anda. Yo todavía tengo que trabajar un rato.
Izarra echó una mirada a las literas.
—¿Prefieres arriba o abajo? —preguntó, sin saber exactamente a qué atenerse.
August rio.
—No me importa dormir arriba. Y no te preocupes, que no ronco.
—En realidad, sí lo haces —replicó Izarra—. No te quedes despierto toda la noche, necesitarás estar despejado por la mañana.
Recogió su bolsa y la llevó hasta la cama, depositándola en la de abajo. August se volvió para quitarse la chaqueta. Al hacerlo, vio el reflejo de Izarra en el espejo que había sobre el aguamanil: se estaba desvistiendo, y de hecho se acababa de quitar los pantalones y el sujetador, lo que le permitió ver aquellos dos pechos turgentes, como lunas crecientes, liberándose del sostén negro, y tan llenos y duros a la vista que incluso verlos reflejados en el espejo le cortaba la respiración. Con el mayor tacto, bajó la vista al aguamanil, pero aquella visión aún ardía en su entrepierna.
* * *
Se escuchó el ruido de un madero al quebrarse bruscamente en el horno de leña. Ignorándolo, August examinó el mapa del siglo XVIII que Edouard le había conseguido gracias a su amigo el historiador. Reproducía un delicado entramado de pueblos, ríos y granjas, caminos y arroyos, y a August no le costó nada imaginar cómo todo aquello convergería en la moderna Avignon y sus alrededores.
Tras él, escuchó a Izarra volviéndose en la litera. Era tarde, le dolían los ojos de pura fatiga, pero había decidido que esa misma noche encontraría el enclave. Tenían que actuar tan aprisa como les fuera posible. Volvió a ocuparse de la crónica: colocó la última transcripción que había hecho de la traducción del texto junto a la entrada original del diario de Shimon Ruiz de Luna.
Elazar ibn Yehuda menciona un lugar donde el cielo se encuentra con dos ríos, y que es en esta bifurcación donde se encuentra el siguiente enclave. Debo confesar que, a medida que estudiaba las crípticas palabras del filósofo en la pequeña casa de huéspedes donde Uxue y yo hemos tomado refugio, me sentía más y más abrumado. No tengo ni la más ligera idea de por dónde debo comenzar la búsqueda.
— § —
Shimon dejó de escribir y desvió la mirada al pequeño fuego que ardía en la chimenea. Escribir la verdad era condenar a su esposa, pero no escribir la verdad le resultaba tan difícil como tratar de evadirse de un compromiso moral. Y él no era un individuo acomodaticio. Miró las llamas que crepitaban en la hoguera, envolviéndose un poco más en la manta de piel de caballo que cubría sus hombros. Uxue no había regresado aún del mercado, adonde se había dirigido con la idea de que encontraría algo de fruta abandonada o incluso queso para que ambos pudieran comer. Un ascua se envolvió en llamas al contacto con una ramita prendida. Shimon, cerrando los ojos, trató de luchar contra el recuerdo de lo que había sucedido tres noches atrás, pero le fue imposible, y las imágenes fluyeron en su mente como si de un manantial se tratase.
Fue casi al borde del amanecer, cuando el olor de la noche empezaba a dispersarse bajo el envite de los primeros estertores del día. Shimon estaba durmiendo, sumido en un sueño en el que se veía a sí mismo cenando con su familia durante el sabbat; su hermana, una lánguida belleza de dieciocho años, se volvía hacia él, ofreciéndole un cuenco de garbanzos fritos, cuando de pronto despertó, acariciado por una brisa que parecía musitar un suave murmullo. Permaneció tendido allí, medio dormido, sin saber si seguía soñando o no; con los párpados entreabiertos, adaptándose poco a poco a la oscuridad del dormitorio, vio la silueta de su mujer, su vestido abierto alrededor de la cintura, sus pechos desnudos, y más allá la ventana abierta, recortando un horizonte terso en el que el alba comenzaba a desangrarse. Ajena a su mirada, Uxue parecía estar untándose con una espesa pasta verde que semejaba hecha de hierbas, mientras su voz entonaba un cántico en su lengua natal; lentamente, rítmicamente, como un sacerdote realizando un ritual, se aplicaba sobre el cuerpo aquel unto.
—Sasi guztien gainetik eta guztien azpitik —canturreaba. «Por sobre las espinas y a través de las nubes».
Shimon se preguntó si realmente estaba despierto o si el sueño había mudado a un nuevo escenario; fuera como fuese, cerró los ojos, y en ese instante escuchó un gallo cantar tres veces. Cuando volvió a abrirlos su mujer había desaparecido, y allá en la ventana las cortinas se arremolinaban en una repentina corriente de aire. Shimon se volvió hacia el otro lado y trató nuevamente de dormir.
Unas horas después, despertó y vio a su esposa dormida y desnuda a su lado. Después ella le habló, con todo detalle, del lugar que Elazar ibn Yehuda había descrito, un lugar donde el cielo se encontraba con el agua. También le dijo cómo podía llegar hasta allí. ¿Pero cómo? ¿Cómo lo había sabido Uxue? Había oído decir que las brujas se untaban con ungüentos que les permitían volar, para así poder viajar a lugares remotos. ¿Era eso lo que él había visto horas atrás? ¿O acaso lo había imaginado? Volvió a mirar la hoja a medio escribir de su crónica que tenía ante sí; amaba a su esposa: mentiría a sus posibles lectores con tal de protegerla.
Pero justo entonces Uxue regresó del mercado vespertino y me contó que había hecho una amiga, una mujer que era conocida por sus conocimientos de curanderismo; era del lugar, y conocía las tierras de alrededor y los campos vecinos. Le pregunté si su nueva amiga nos podría ayudar a encontrar el enclave que buscábamos, y mi esposa, a la que nunca le han faltado recursos, aceptó preguntar a la mujer por la mañana…
Al día siguiente la mujer llegó a la posada. Cuando le describí el lugar que estábamos buscando, nos dijo que había un sitio similar que ella conocía muy bien porque acudía allí a recoger sus hierbas, en las afueras del pueblo. Al sur de Avignon había una pequeña península encastrada entre el río Durance y un arroyuelo en la cual ambas corrientes se unían y desaguaban en una suave cascada. Nos dijo que, si uno se detenía en la alta hierba que se alzaba sobre la cascada y miraba hacia lo alto era como si el cielo se uniese con el agua. Luego, la mujer se volvió hacia Uxue y le susurró algo: la clase de confidencias que solo se dan entre las mujeres. Más tarde, Uxue me dijo que la curandera le había comentado que aquel lugar era una fuente de portentosa energía, y que había sido poseído por un poderoso mago que lo visitó cientos de años atrás. Al día siguiente, la mujer nos condujo hasta allí.
— § —
August volvió a mirar el mapa. No cabía duda de que los suburbios de Avignon se habían extendido hacia el sur durante los últimos trescientos años, engullendo hasta el más pequeño de los enclaves rurales. Era incluso posible que la pequeña corriente descrita por Ruiz de Luna fuese ahora parte del alcantarillado de la ciudad, pero quizá, y solo quizá… Recorrió con un dedo el mapa, trazando el curso del Durance. Había otros afluentes que desembocaban en él. La cuestión era saber cuál de ellos desaguaba en una catarata.
—¿Puedo echarte una mano?
Izarra se detuvo tras él, envuelta en una vieja camisa. El perfume de su cabello, ahora suelto y derramado sobre sus hombros, y la visión de sus piernas desnudas, supusieron una distracción instantánea.
—Estaba intentando dar con algún enclave donde pudiera haber otro laberinto. En la crónica se describe como un lugar donde dos ríos se confunden con el cielo, una especie de unión de dos corrientes de agua que desembocan en una cascada —le dijo, un poco más superficialmente de lo que pretendía, pero intentaba disfrazar sus sentimientos.
Izarra se inclinó sobre el escritorio, y el cabello se volcó como un manto de seda oscura sobre la página: el arco que dibujaba su espalda resultaba sumamente incitante. August cerró los ojos por un momento, intentando evitar la brusca erección que trataba de esconder bajo la mesa.
—La voz de mi antepasado… Se me hace extraordinario pensar que escribió estas palabras en algún lugar de esta misma ciudad —murmuró Izarra, bajando la vista hacia el párrafo subrayado de la transcripción—. Es como si viajáramos a través de sus palabras, como si realizáramos el mismo viaje.
—Y así es… Por lo que he podido ver, se trataba de un hombre honrado, al que movía el deseo de mantener vivo su legado, seguir su impulso: y no ya por un beneficio personal, sino buscando una especie de redención, un modo de vengar el asesinato de su padre. No sé si sabes que su familia fue ejecutada por la Inquisición por ser judíos secretos.
—¿Eran conversos?
August asintió con cautela. Consciente del orgullo que la mayoría de los vascos sentían hacia su nacionalidad, le preocupaba el modo en que Izarra se tomaría la noticia.
Para su alivio, elaboró una sonrisa irónica:
—Siempre supe que no éramos vascos puros. La madre de mi madre tenía algunas costumbres realmente interesantes, como, por ejemplo, negarse a comer cerdo, e insistir en que la familia al completo debía reunirse para comer los viernes por la noche. Pero resulta extrañamente reconfortante pensar que Shimon Ruiz de Luna y yo compartimos el mismo legado: nuestras familias fueron asesinadas y los dos buscamos venganza.
Se apoyó en el borde del escritorio, de modo que acercó un poco más las piernas a August. Levantando la vista de la mesa, se preguntó si Izarra era consciente de lo provocativa que resultaba su postura, pero tenía el rostro serio, casi inexpresivo. Pugnando contra el impulso de alargar un brazo y envolverle los muslos con él, decidió que su única esperanza radicaba en apartarse de ella. Se levantó de la silla y caminó hacia la chimenea, con una mano metida en el bolsillo. Izarra no se percató de nada.
—Pero dime una cosa. Sé por qué estoy yo aquí, ¿pero cuál es tu motivo, August? ¿Es por el atractivo que supone el secreto encerrado en el libro, o hay alguna cosa más que me ocultas?
Mirando por el ventanuco a través del cual se veían las rojizas llamas de la leña, August intentó encontrar una respuesta, al menos, una que pudiera soportar.
—Regresé a España porque me dejé una parte de mí cuando estuve aquí en 1939. Esta es la última oportunidad que tengo para enmendar las cosas.
Tuvo la sensación de que aquella frase había sonado demasiado vaga, de tan cauta. Al igual que siempre le sucedía con las mujeres que le importaban, le resultaba imposible ser completamente sincero con ella. ¿Era por miedo a que pensase que era un monstruo? ¿O era porque había tenido tal éxito al suprimir sus recuerdos que solo cuando estaba borracho, o cuando le invadía algún rapto de insólita intimidad con alguna aventura pasajera, sentía la necesidad compulsiva de confesarse, de justificarse, aunque fuera única y exclusivamente a beneficio de sus propios oídos? Levantó la vista hacia ella. Para su descargo, vio que le sonreía, aunque era la suya una sonrisa triste.
—Todos perdimos parte de nuestras almas en esa maldita guerra. De alguna manera, nos hizo a todos un poco menos humanos —dijo. Luego, dándose cuenta de que August no quería seguir hablando de aquello, volvió a examinar el mapa—. El lugar «donde dos ríos se confunden con el cielo»… Aquí, August, hay un pueblecito al sur de la ciudad llamado La Rivière Rencontre le Ciel: «El río se encuentra con el cielo».
August se dirigió nuevamente a la mesa. Miró hacia donde le señalaba el dedo de Izarra. Allí estaba, una pequeña aldea situada en una península entre dos ríos, en la dirección exacta que Shimon había descrito en su crónica.
—Dios mío. Puede que tengas razón.
La fuente de Médicis en los Jardines de Luxemburgo era uno de los puntos de encuentro predilectos de Tyson. Había algo en el barroco romanticismo de la fuente, emplazado al final de un pequeño estanque oblongo, que proporcionaba un escenario ciertamente irónico al patético (y bastante poco romántico) trabajo de espía. También tenía la ventaja de estar en un lugar aislado, y algo apartado de los parisinos que frecuentaban los jardines. Tyson había llegado antes de la hora, y, tras comprobar los alrededores para ver si había algún individuo sospechoso en las proximidades, se sentó en un banco de madera, alzando ligeramente su pálido rostro para recibir de lleno la luz del sol. Vio entonces a un pato nadando por aquel estanque poco profundo, rodeando el soporte de la encorvada figura de Polifemo, mientras su compañero, un pato macho, caminaba con apatía por la base de la fuente. La figura dirigía su mirada a dos amantes inmortalizados en piedra, aparentemente ajenos a aquella vigilancia. ¿Era el marido o se trataba de un simple mirón? Tyson nunca llegaba a ninguna conclusión, pero le gustaba la frialdad del observador que rezumaba la inclinada figura. Decadente, indolente: parecía hablar a las claras de la soledad de aquel personaje, de una contención que resultaba a un tiempo superior y distante. Volvió a mirar al pato. Aquella criatura le desconcertaba; nadaba en pequeños círculos, como si le extrañase que en tan vasto espacio de agua no hubiera ningún pez. Tamaña estupidez irritaba a Tyson; parecía ir contra la naturaleza, contra el propio oportunismo de la evolución. Un ave tal merecía morir de hambre, concluyó.
Ignorando a su compañera, el pato macho procedió ahora a avanzar con mayor brío por el sendero de guijarros que conducía a Tyson, acostumbrado, por lo visto, a que los turistas que frecuentaban aquel barroco jardín le diesen de comer. Tyson consultó su reloj de muñeca y luego se tocó el ala del sombrero, en lo que suponía un hábito inconsciente del que nunca conseguía zafarse: su contacto ya se había retrasado un minuto. Otro plano de la realidad que escapaba a su control. Miró a su alrededor. Salvo por un par de turistas que acababan de aparecer por el otro lado del estanque, el lugar se hallaba vacío. Inclinándose hacia delante, dio una patada al pato, atizándole de lleno en el pecho; el pato, tras lanzar un graznido indignado, se apartó de él, medio volando y medio tambaleándose. Miró de nuevo a los turistas y vio que la mujer le dedicaba una mirada de horror, antes de dar media vuelta y alejarse de allí del brazo de su marido. Fue un momento inmensamente satisfactorio en el que Tyson se regoldó con sumo placer. Sintió entonces un golpecito en el hombro.
—Los Diamondbacks están haciendo una gran temporada —dijo su contacto, un hombre de cabello gris y de unos cuarenta y cinco años, cuyo rostro estaba ligeramente perlado de sudor; vestía un traje y portaba un periódico doblado bajo el brazo. Se sentó junto a Tyson.
—Yo apuesto por los Rockies —replicó Tyson, dando por cerrada la contraseña.
El contacto miró a un lado y otro del parque, y luego se quitó la chaqueta para refrescarse un poco:
—Hace calor, ¿verdad?
—A mí me parece que hace buen tiempo —respondió Tyson en tono amigable, pero aquel no era su contacto habitual y no le parecía que el cambio pudiera significar un buen augurio.
—Debe saber que tenemos algunas preguntas.
Tyson siguió mirando hacia delante, como si realmente se tratase de dos completos extraños.
—Este individuo, Winthrop… ¿Sabe de quién es hijo?
—¿Y? El tipo lo odia, y el hijo se largó sin decir nada.
—Si Winthrop se dirigía a Madrid, a estas alturas ya es muy probable que se encuentre allí.
—Los soviéticos son más inteligentes que todo eso. Está ganando tiempo. Hay otros modos de sabotear las conversaciones del general Kissner.
—¿Estamos seguros de que pertenece al KGB?
—Vamos… Luchó en España, es un marxista de tomo y lomo. Además, encontré algunas pruebas en el apartamento de Van Peters. Winthrop pertenece al KGB —insistió Tyson. El contacto lanzó un suspiro. Ambos seguían mirando fijamente la fuente que se alzaba ante ellos.
—¿Son pruebas concluyentes?
Tyson dobló el periódico que tenía sobre las rodillas.
—Lo tiene en el paquete.
—Bien, si hay alguna información que pudiera afectar potencialmente al Gobierno de los Estados Unidos, y habida cuenta de la pinza de tiempo que impone el pacto, necesitamos saberlo ahora, no dentro de unas semanas, ¿entiende?
Tyson asintió, tan ligeramente que el gesto apenas resultó visible.
—Perfecto, porque si hay alguna cagada, será responsabilidad suya, ¿entendido?
Tyson no respondió, ni con palabras ni con gestos. El contacto le pasó el periódico que tenía en la mano. En un instante, ambos cambiaron los periódicos, cuyo aspecto era idéntico.
—Van Peters, Dios mío… Menudo desastre. ¿Fue obra suya? —le preguntó el contacto bruscamente, con una velada amenaza en la voz.
Tyson recorrió el horizonte con la mirada. No parecía haber ningún ser vivo en los alrededores, salvo por la ardilla roja que había a unos diez metros a la izquierda, junto a un árbol. Tyson dudó que contuviera un micrófono oculto. Rompiendo con el protocolo, se volvió hacia el confidente y le miró a los ojos, memorizando todos sus rasgos al instante.
—La Interpol está convencida de que ha sido obra de Winthrop —dijo. Sonrió.
—Que le jodan, Tyson.
El contacto se puso en pie. Tyson siguió sentado.
—¿Winthrop sigue siendo mío?
—De momento.
El contacto comenzó a alejarse.
—¿Sabe dónde está?
Tyson gritó lo suficiente como para que el contacto pudiera escucharle. En lugar de responder, este se detuvo y se ató los cordones:
—Lo tiene en el paquete —dijo, hablando a Tyson por encima del hombro.
* * *
Tan pronto como Tyson vio que el contacto desaparecía sendero abajo en dirección al bulevar Saint-Michel, abrió el periódico. En su interior, en un artículo sobre la lucha de los franceses en Argelia, había varias letras rodeadas por un lápiz rojo: juntas conformaban la palabra nongiva. Tyson la leyó al revés mentalmente: Avignon. Consultó su reloj. Si se daba prisa, podía estar allí al atardecer.
A primeras horas de la mañana siguiente, Edouard le compró a August un pasaporte francés falso, en blanco, y le tomó una fotografía, prometiéndole que recibiría el nuevo pasaporte cuando el día tocase a su fin. Al amanecer, August e Izarra se pusieron en camino; siguieron la ribera del Durance en una vieja motocicleta que Edouard les había prestado. Los rayos del sol se filtraban por los árboles que flanqueaban el camino como una luz estroboscópica: negra, blanca, claridad, sombra; el rostro de August recibía sin inmutarse aquellos cambios de tonalidad, que le ayudaban a olvidarse de todo excepto de la suave presión que ejercían los brazos de Izarra al rodear su cintura, la tibieza del aire que soplaba contra sus mejillas como una corriente de esperanza, y el pálpito de su propia excitación, latiendo fuertemente contra sus costillas.
A unos diez kilómetros a las afueras de la ciudad, el cartel de La Rivière Rencontre le Ciel se alzó a un lado del camino. Minutos después, se adentraron a toda velocidad en aquella pequeña villa. August, enfundado en su uniforme de soldado, con su cabello negro y su bigote falso, y vestida Izarra con una faldita corta y una chaqueta de lana, estaba convencido de que podían pasar perfectamente por un soldado francés y su novia que, simplemente, habían ido a pasar el fin de semana en la campiña. Detuvo la motocicleta junto al bar local, emplazado en una recoleta plaza. En mitad de la plazoleta había un pequeño jardín, donde varios ancianos jugaban a los bolos, mientras que un grupo de mujeres, sus esposas seguramente, se sentaban al sol, observándoles y hablando entre ellas.
—Aguarda aquí —ordenó August a Izarra, y luego se dirigió a las mujeres. Cogió la gorra de oficial que llevaba puesta e hizo una pequeña reverencia hacia las mujeres, que le miraban con expresión sumamente suspicaz bajo sus pañuelos y mantones negros.
—Buenos días —dijo en francés—. Me pregunto si alguna de ustedes, adorables señoras, podrían ayudarme.
En los semblantes de las mujeres florecieron algunas sonrisas, mostrando una desagradable variedad de dientes rotos o ennegrecidos; ninguna parecía estar por debajo de los ochenta años. Una de ellas se adelantó a las demás: su enorme pecho descansaba sobre un voluminoso estómago, y estaba sentada en el centro, con una madeja de ganchillo enredada como la tela de una araña sobre su regazo.
—Depende de la clase de ayuda que necesite, guapo —replicó, con un marcado acento de pueblo, a lo cual el resto de las mujeres rompieron en carcajadas de carraca. August miró a Izarra por encima del hombro, y comprobó que contemplaba divertida aquella escena. Se volvió nuevamente hacia las mujeres.
—Esperaba llevar a mi prometida a algún lugar especial, y he oído que por los alrededores hay un sitio donde, dicen, el cielo se confunde con el agua.
Las mujeres se pusieron a hablar entre ellas, y luego, tras un arduo debate, la auto elegida portavoz del grupo se volvió hacia August.
—Creo que se refiere usted a la vieja villa que hay al otro lado del pueblo. Fue un lugar muy bonito antes de la llegada de los alemanes —y aquí escupió sobre el pavimento—, pero esos perros lo quemaron. Más abajo hay un lugar donde, si uno se tiende en el suelo… o se da algún revolcón —lanzó una mirada harto significativa a Izarra, y luego lanzó un guiño a August que a este le resultó extremadamente divertido—, y mira desde allí al lugar donde los dos ríos se encuentran, no se ve otra cosa que el cielo y el agua. ¡Allí he concebido a mis tres hijos, y ahora soy bisabuela! —concluyó, orgullosa. Las otras mujeres rompieron de nuevo a carcajadas—. Sigan la orilla del río, y luego giren a la izquierda, no tiene pérdida. Y bonne chance!
* * *
A la villa, un robusto edificio de piedra del siglo XIX, solo le quedaban en pie tres de sus fachadas principales, y otra más estaba a punto de desmoronarse sobre la maleza que anegaba el caminito de entrada. Del techo solo se mantenía en pie una pequeña sección, ennegrecida de hollín; el resto no era más que un esqueleto de vigas achicharradas que lanzaban sus muñones al azul del cielo. August apagó el motor del vehículo, y de inmediato escucharon el rumor de una cascada; el aire se llenó de una cualidad refrescante —los iones negativos del agua precipitada— que resultó instantáneamente revitalizadora. Se bajaron de la motocicleta y se detuvieron ante las ruinas, junto a los restos de un jardín donde la lavanda y las rosas crecían entre piedras desmochadas y un encorvado sauce al que ya engalanaban sus últimas flores. Izarra tendió a August la cámara.
—Vamos, echemos un vistazo a la parte de atrás, sospecho que es allí donde se extendían la mayor parte de las tierras de la villa —dijo August.
Rodearon aquel edificio ruinoso, turbando con sus pisadas a las palomas que dormitaban en los aleros. La tranquilidad que se respiraba en aquel enclave casi producía en August una inexplicable angustia. Tenía la sensación inequívoca de que, de alguna manera, la casa seguía ocupada, y no podía despojarse de la sensación de que la estaban allanando, o incluso de que la propia casa, desde las ventanas rotas que horadaban sus fachadas, les estaba vigilando. Reparando en que también Izarra se cuidaba de avanzar con suma cautela por entre los ramajes y la hierba, August se preguntó si ella sentía la misma intranquilidad que él.
—¿Llevas la pistola? —preguntó Izarra en voz baja, como si acabara de leer sus pensamientos.
August asintió.
—Mejor —dijo—. Aquí hay algo que no me gusta nada. No sé qué es, pero puedo presentirlo.
Hizo una pausa, y August miró los alrededores. La hierba casi les llegaba a la cintura, y era fácil encontrar en ella un buen escondite: aquello no le calmaba en absoluto.
—Mantente cerca de mí —le ordenó sin alzar la voz.
A medida que rodeaban la casa, la extensión al completo de los viejos terrenos que un día la circundaron apareció ante sus ojos. Debió de ser un maravilloso jardín, en el pasado, emplazado en una suave pendiente, y flanqueado por los dos ríos que convergían desde ambos lados, formando una punta de flecha en el lugar en el que sus aguas se reunían. Alzándose desde el centro de la alta hierba había lo que semejaba un arruinado entramado de arbolillos y setos, apenas lo oblongo que debió de ser tiempo atrás.
—¿Crees que eso debió de ser el laberinto? —preguntó Izarra, señalando hacia allí.
—Es posible. Tenemos que acercarnos un poco más.
La ruinosa casa estaba ahora a su espalda. August comprendió que debía sacar una fotografía aérea para tener una vista topográfica lo suficientemente nítida del laberinto, si es que, claro, se trataba de un laberinto. Echó un vistazo a los muros caídos de aquella ruina; no eran lo bastante altos.
—Veré si el lugar coincide con la descripción de Shimon —le dijo Izarra, y procedió a avanzar a grandes zancadas por entre la hierba, en dirección al extremo de la península, lo que asustó a un faisán que descansaba en un nido. August la vio alejarse, y luego se abrió paso hasta los antiguos restos que, sospechaba, habían pertenecido tiempo atrás al laberinto.
El muro de setos medía al menos cinco metros de altura, y estaba sepultado bajo una urdimbre de brazos de viña y madreselva. Era imposible ver si se trataba de la pared del laberinto o si el laberinto se encontraba al otro lado sin escalar el seto, pues tampoco parecía haber una entrada por ninguna parte.
—¡August, ven!
Se volvió en redondo. La figura de Izarra se recortaba contra el río que corría tras ella. Se hallaba en las faldas de la pendiente, gesticulando insistentemente para que August acudiese al lugar en el que se había detenido.
—¡Por favor! ¡Tienes que ver esto!
A regañadientes, August se alejó del laberinto y, avanzando como pudo por entre la hierba, se unió a ella.
Izarra se encontraba junto a la orilla. Al otro lado del río y entre los árboles, un poco más abajo, se divisaba un remolino de espumosas aguas allá donde ambos cauces se fundían en uno solo; un poco más lejos August pudo ver una pequeña catarata desde la que el agua se precipitaba al vacío.
—¡Mira! ¡Es tal y como Shimon lo describió! —gritó, emocionada, por encima del estrépito de las aguas. August contempló atentamente los remolinos que formaba su cauce. Era cierto, el agua parecía confundirse con el cielo, pues el paisaje quedaba por debajo del borde de la cascada, pero la ribera que había más allá de la cascada, así como los árboles que lo flanqueaban, seguían siendo visibles.
—La verdad es que no puedo verlo. ¿Estás segura de que este es el sitio? —se aventuró a decir August.
Izarra se agachó, tratando de ver algo por encima del borde del agua.
—Tienes que verlo desde esta perspectiva. El efecto solo tiene lugar al mirar desde aquí —le explicó, e hizo un gesto para que se agachase a su lado.
No del todo convencido, August se puso en cuclillas y miró desde la perspectiva que Izarra le había indicado. Desde allí, el efecto resultaba casi mágico, y el espejismo de que los dos elementos se mezclaban nítidamente —el translúcido plano del agua y el zafiro del cielo— llenó su visión. Era como contemplar el infinito, y por un momento August se sintió vencido por una sensación de vértigo. Todavía en esa posición, volvió la cabeza para mirar la pendiente que conducía a la casa y el laberinto. De pronto, aferró el brazo de Izarra.
—¡Mira!
Desde la línea de esa misma perspectiva, se veía claramente que había una entrada al laberinto: consistía en un pequeño arco, muy bajo, que probablemente no permitía el acceso al interior si no era avanzando por él a gatas, que adquiría una suave curva cual si se tratase de la mitad de una esfera y el resto se encontrase oculto en el laberinto. August supuso que se trataba del primer sefiroth.
—Está invertido. La entrada al laberinto no da a la casa, sino que está diseñado para ser visto solo cuando ha quedado al descubierto el lugar donde el cielo se confunde con el agua.
Las palabras de August brotaron atropelladamente, tratando de sobreponerse a la excitación.
—¿Entonces, esto es obra de Shimon? —Izarra habló en un susurro sobrecogido, como si estuviera en una iglesia.
—Si tal es el caso, ¿quién ha conservado el laberinto a lo largo de todos estos siglos? Sabemos que tu familia se ocupó del primero.
—Debe tratarse de alguien que comprende la importancia del simbolismo.
—Pero quiere mantenerlo oculto.
Escucharon un chapoteo brusco a su espalda, que consiguió asustarles. August alargó un brazo para coger el arma que escondía en su chaqueta militar. Se volvió en redondo.
—No te preocupes, no es más que un salmón.
Izarra le tocó con la mano para tranquilizarlo, y luego señaló el calambre de luz que un escamoso vientre de plata producía en el río, allá donde el agua saltaba en casi idénticos chapuzones, a medida que el salmón avanzaba contra la corriente. August volvió a mirar la oscura entrada del laberinto. Era difícil de ver, ensombrecido por aquella luz verdosa que se filtraba por entre los espesos setos que crecían alrededor, y, con todo, era evidente que la entrada del túnel había sido cuidadosamente podada. No resultaría fácil entrar por esa pequeña bocana hasta el otro lado, y August odiaba la mera idea de tener que hacerlo en esa posición que le convertía en un blanco vulnerable, pero tampoco tenía otra opción.
—Tengo que entrar.
—Eso pensé, así que he traído esto. —Izarra sacó una cuerda enredada en una madeja—. La cogí de la casa del impresor. Es un viejo truco que usábamos cuando éramos niños y nos adentrábamos las primeras veces en el laberinto. Toma, cógelo. Yo sostendré el otro extremo.
August se tendió boca abajo y, ayudándose de los codos, comenzó a arrastrarse por la entrada del túnel, sintiendo los costados y la espalda arañados por ramas y raicillas. Al otro extremo podía ver los guijarros y cantos rodados iluminados por la luz del sol. «Shangri-La, la tierra prohibida, es como si me hubiera convertido en un personaje de algún extraño cuento de hadas, el héroe-soldado». La cuerda se iba desmadejando de la hebilla del cinturón en la que había atado uno de sus extremos a medida que avanzaba. Alcanzó el final del túnel y emergió a un sendero de grava que conducía al universo concéntrico del laberinto. Hasta la luz se le antojaba a August diferente, como si rebotase en los pedacitos de sílex incrustados entre los pedruscos del camino, brillantes como pequeñas joyas, y en las murallas de boj que se arqueaban sobre su cabeza, recortadas y acicaladas, en un turbador contraste con el exterior, deliberadamente descuidado. La mera posibilidad de que hubiera unos jardineros o guardianes invisibles inquietaba a August. «¿Dónde estáis? ¿Quiénes sois?». Tratando de ver algo por entre las podadas ramas, se sentía peor que si estuviera allanando la morada de alguien: era como si estuviese cometiendo un sacrilegio religioso. ¿Era posible que fueran ellos los responsables de la rosa que había encontrado en su habitación del hotel, la misma rosa que había sido depositada sobre el cadáver de Jimmy? ¿Acaso no sentían ningún remordimiento a la hora de matar, y todo por preservar su secreto? La sensación de que lo estaban acorralando lo invadió de pronto, mientras trataba de pugnar contra el miedo y la claustrofobia.
—¿Estás bien? —gritó Izarra desde el otro lado.
August tuvo la impresión de que su compañera se encontraba a miles de kilómetros de distancia. Sacó las piernas del túnel y se puso en pie, entrecerrando los ojos para protegerse de la luz solar, mientras se sacudía el polvo de sus ropas. El túnel le había conducido hasta el anillo exterior de un sefiroth que reconoció como Malkuth, el «Reino». Tras abrirse camino por los serpenteantes pasillos del sefiroth, alcanzó finalmente el centro. Estaba sembrado de grava, al contrario de lo que sucedía en el primer laberinto, allá en Irumendi, donde August encontró un recoleto jardín de lirios y verbena. Frustrado, tomó nota del emplazamiento, haciendo un esbozo mental de sus rincones en tanto trataba de buscar algún significado oculto, y luego volvió sobre sus pasos para regresar al círculo exterior. Los tres caminos que se abrían ante él, uno justo enfrente y los otros dos trazando un ángulo agudo a derecha e izquierda, irradiaban directamente del círculo. De nuevo, el diseño del laberinto debía de corresponderse con el Árbol de la Vida, no cabía duda de ello. Sintió entonces un fuerte tirón en la cuerda que llevaba atada a la cintura.
—Estoy bien —respondió a Izarra con un grito—. Quédate donde estás, te necesitaré si me pierdo.
Se volvió y reflexionó sobre qué sendero debía tomar: esta vez, los muretes del laberinto estaban hechos de tejo, recortado aunque muy espeso. Había algo ciertamente siniestro tanto en el color oscuro como en la altura del laberinto que le daba un aire casi funeral. Trazó mentalmente la forma del Árbol de la Vida: las diez etapas de la iluminación espiritual, el tallo central roto por cuatro círculos, los otros dos tallos dispuestos en paralelo a cada lado, rematados a su vez cada uno de ellos con otros tres sefiroth, y la matriz de senderos que los comunicaban individualmente, simbolizando los diversos caminos de iluminación que un hombre debía tomar para alcanzar el más elevado plano de integración espiritual: el Kether. Solo que en esta interpretación del Árbol, hecha con elementos extraídos de la propia naturaleza, cada sefiroth desentrañaba su propio laberinto alrededor de cada uno de sus centros. Echando la vista atrás, hasta su época de estudiante, August recordó una apasionada charla del profesor Copps acerca de las diversas escuelas de filosofía esotérica que habían surgido al hilo de un único debate: ¿qué camino debía tomar un hombre para alcanzar más rápidamente el último plano de la iluminación? Avanzando de sefiroth en sefiroth, ¿cuál sería el camino correcto? Desde el linaje de Shimon Ruiz de Luna, los cabalistas españoles del medievo, hasta los alquimistas cristianos de la Edad Media, hasta la brujería contemporánea y las creencias místicas de Aleister Crowley: el Árbol de la Vida tenía asociaciones simbólicas incluso con el hinduismo y el budismo, y, sin duda, era el sentido oculto del Árbol del Jardín del Edén, tal y como el profesor Copps, según recordaba ahora August, había enunciado a su clase con vehemente énfasis. ¿Pero qué sendero debía tomar él? ¿Afectaría su elección a la posibilidad de encontrar la siguiente clave del viaje de Elazar ibn Yehuda?
August decidió tomar el camino de la izquierda. Al avanzar, la cuerda se perdía tras él. Era casi surrealista. Se sentía empequeñecido por las altas murallas de oscuras hojas verdes que se alzaban a su alrededor, y extrañamente vulnerable, como si ya no perteneciese al mundo material sino a una dimensión distinta, metafísica.
Como para anclarse a su propia realidad, August aferró con fuerza la áspera cuerda y dejó que los bruscos tirones le quemasen los dedos mientras, con extrema cautela, avanzaba pasillo adelante: el rumor de la grava crujiente bajo las suelas de sus botas era el único ruido que turbaba el espeso silencio que le rodeaba. Sobre su cabeza, un cuervo trazaba círculos en el remoto retazo de cielo que podía ver a través de las enramadas.
A pocos metros de donde se encontraba, el sendero se abría abruptamente a una nueva base circular: el sefiroth conocido como Hod, que significaba «Esplendor», o «Gloria». De nuevo, el sefiroth había sido diseñado para propagar a su alrededor una confusa red de senderos circulares que partían del centro. August empezaba ahora a darse cuenta de que cada uno de los sefiroth que encontraba en cada laberinto estaba diseñado de una manera única, independiente, lo que convertía en un empeño imposible memorizar el recorrido que hacía un sendero hasta llegar al centro.
August miró en derredor de aquel círculo cubierto cuidadosamente de grava, vacío de todo patrón simbólico. Aquí, como en todos los otros sefiroth, las paredes del laberinto circundaban cada uno de los arriates y se combaban sobre la entrada del sendero formando un arco de hojas lanceoladas. Había cuatro senderos, incluyendo aquel por el que acababa de llegar. Decidió tomar el camino que se extendía ante él, el cual, según sus cálculos, debía trasladarlo a la siguiente etapa, Geburah. De este modo recorrería el borde exterior del laberinto, avanzando a lo largo de uno de los lados del Árbol de la Vida. Descendería después por el otro lado, resolvió August, lo que le evitaba internarse en el centro del laberinto.
Caminó entre las oscuras paredes, abriéndose paso por el exterior de los sefiroth —todos ellos carecían de plantas—, hasta la etapa que se alzaba frente Hod: Netzach, o «Victoria». Ahora se encontraba otra vez mirando hacia el punto de partida, la entrada del laberinto, el sefiroth Malkuth. Deteniéndose en el centro del yermo Netzach, sobre un lecho de grava similar al que había visto en los otros sefiroth por los que hubo pasado, August supo que el sendero que se abría a sus pies le conduciría de nuevo al lugar por el que había venido. Desde el anillo exterior tomó el siguiente sendero que se perdía por la derecha. Según sus cálculos, esto tendría que llevarle al segundo sefiroth que había en la rama central del Árbol de la Vida: Yesod, o «Fundación». Justo entonces se le ocurrió que los mini-laberintos contenidos en cada sefiroth habían sido diseñados para que resultase imposible distinguir a las claras los senderos (o las ramas y el tronco) en que se desplegaba el Árbol de la Vida. Una vez en el interior del laberinto, los sefiroth se solapaban, evitando el que se encontraba delante que pudiera verse el siguiente. Era la obra de un genio.
Cuando llegó al centro de Yesod vio que, en aquel laberinto, Yesod era un sefiroth viviente. El lecho de flores circular que había en medio del laberíntico círculo tenía dos tipos diferentes de plantas: una era anís, y la otra un pequeño matorral en el que August no tardó en reconocer la flor púrpura de la raíz de la mandrágora. Estaba muy bien cuidado, al igual que los demás pasajes del interior del laberinto, e igualmente oculto por un escudo de vegetación silvestre. El olor de la mandrágora le anegó los pulmones, y tuvo que agacharse un momento, abrumado, ocultando el rostro entre las manos, mientras el mundo desaparecía a su alrededor y él mismo volvía a revivir aquella noche en el bosque, allá en las afueras de Belchite: allí estaba Charlie, encabezando la marcha, el blancor de su camisa ondeando frente a August según avanzaban por entre los árboles, que estiraban sus ramas a lo alto como si sintieran una extraña nostalgia del cielo. Sintió de nuevo aquel viejo terror atenazando su garganta mientras Charlie, con los pantalones del uniforme sueltos, apenas capaces de ceñir su esqueleto, hablaba en la oscuridad: un flujo incesante de palabras que, viniendo de alguien que había guardado silencio a lo largo de varias semanas, parecía demostrar una clara determinación a llenar el vacío que se iba extendiendo entre ambos a pasos agigantados. Y August, apretando la pistola con una mano temblorosa, oculta en las profundidades del bolsillo de su chaqueta, no podía dejar de estremecerse, pese al pegajoso calor veraniego; no podía dejar de sentir un profundo horror por lo que le habían ordenado hacer. Y, con todo, aparentemente ajeno a cuanto iba a suceder, Charlie siguió hablando y hablando, como si aquello no fuera más que una simple charla entre amigos, en mitad de un bosque, en un momento como otro cualquiera de su azarosa juventud. Nada importante, en una palabra. August apenas podía seguir adecuadamente aquella tumultuosa cháchara. Recuerdos y más recuerdos: el río, los dormitorios que Charlie y él habían compartido, las discusiones apasionadas que siempre culminaban en diatribas beodas, rebosantes de amor propio; las tranquilas calles de Oxford y los amoríos de Charlie, que por una razón u otra nunca terminaban de cuajar; los sueños que inflamaban sus días y sus noches; la época que pasaron en París, mientras aguardaban a que les introdujeran bajo cuerda en España para sumarse a las filas de las Brigadas Internacionales; y también, cómo no, el miedo. Y en medio de todo aquello, una sola frase pareció brillar y destacar sobre todas las otras: «Quítate esa cara de preocupación, Gus», le había dicho Charlie. «Siempre he velado por mi destino». Y luego, tras zambullirse en otra nueva reminiscencia, comenzó de nuevo a caminar por delante de August, su cabellera rojiza agitándose al viento como una antorcha prendida para el sacrificio. Y August quiso correr tras él, evitar lo que sabía que iba a suceder, pero el recuerdo desapareció tan aprisa como había surgido.
Volvió en sí, con el rostro todavía entre las manos. Nunca antes había recordado aquella noche con tanto detalle: siempre había sido un esfuerzo demasiado ingente, demasiado turbador, pero ahora no podía evitar que en su cabeza diese vueltas la extraña frase de Charlie. Era un armazón sobre el que quizá le sería posible construir algo nuevo. ¿Sé de veras lo que sucedió? ¿Lo sé? Una abeja que zumbaba alrededor de su cabeza se le posó en un brazo. La sacudió de un manotazo y se puso en pie, concentrado nuevamente en el momento presente. El laberinto, tengo que desentrañar su trazado.
Iba a ser preciso tomar una imagen topográfica para descodificar el laberinto, pero la pregunta era cómo. Justo entonces sintió un tirón en la cuerda. Levantó la vista. Para su sorpresa, vio que sobre su cabeza flotaba, a no mucha distancia del suelo, un globo aerostático que anunciaba la marca de ruedas Dunlop. Soltando la cuerda, August comenzó a correr hacia el sendero que, según sabía, le conduciría al final del laberinto.