—Parece que las cosas se están poniendo muy complicadas. ¿Estás segura de que quieres meterte en esto?
Ya en la habitación del hotel, August se sentó ante la mesilla y comenzó a barajar la información que tenía colocándola en pequeñas pilas. Era la manera que tenía de intentar contener la abrumadora sensación de que, tras varias semanas considerándose el cazador, se había convertido en la presa. Tenía que recuperar el control de la situación, y la única forma en que pensaba que podría hacerlo consistía en anticiparse a los movimientos de Tyson.
—Estoy aquí para vengar la muerte de mi hermana, pero también para hacer lo que es mejor para mi pueblo. Así que, de alguna manera, ya estoy metida en esto.
La voz de Izarra había cambiado: era más fría, más autoritaria. Sonó un chasquido, que August reconoció al instante. Izarra tenía la Walther en la mano. Se afanaba en comprobar el arma, y para ello miraba una y otra vez por la mirilla.
—Supongo que sabes usarlo.
—Te lo dije, la Leona me enseñó a hacerlo.
—Solo hay seis balas en el cargador, eso limita un poco tu elección.
Trató de bromear, pero el rostro de Izarra permanecía serio, tenso. Terminó de verificar la pistola.
—No te preocupes, tengo bastante puntería. Tyson no sabe que estoy contigo. Eso te da una enorme ventaja. No lo olvides.
—No lo haré, y lo siento. Debería tratarte de igual a igual.
—Eso es lo que soy: tu igual, quizá incluso sea mejor que tú.
Se guardó la pistola en una pequeña cartuchera que llevaba bajo la chaqueta.
—Pues cuando disparaste contra mí en el bosque fallaste el tiro.
Animado por la profesionalidad de la mujer, August no pudo resistirse a tomarle el pelo. Le divirtió darse cuenta de que Izarra se había sonrojado.
—Quizá disparaba solo para asustarte.
—Pues felicidades, funcionó. Todavía estoy asustado.
—¿Asustado o aterrorizado? Por ahí dicen que también se me da muy bien aterrorizar a los hombres.
Levantó una ceja, irónica, pero August comprendió asombrado que estaba flirteando con él. No dijo nada, perplejo al percibir aquella señal inequívoca.
Escucharon el frenazo de un coche en el arcén. August se dirigió a la ventana. En la calle, dos tipos de paisano salían de un Mercedes de color negro. Parecían policías, incluso por la prisa con la que subieron las escaleras del hotel.
—Coge tus cosas, nos vamos —dijo.
—¿Ahora?
—¡Sí, ahora!
August rebañó las notas que cubrían la mesa de un zarpazo y las introdujo en la mochila, y acto seguido cogió la bolsa donde guardaba la Rolleiflex y algunas prendas que todavía no había sacado de su interior. Tres minutos después se hallaban en el pasillo. Escucharon la sacudida del ascensor al llegar a la planta donde tenían su habitación. August asomó al pasillo: no les daría tiempo de alcanzar las escaleras traseras. Empujó a Izarra contra la pared y simuló estar haciendo el amor con ella, brutal, violentamente. Para su alivio, Izarra comprendió la treta al momento, y le envolvió las caderas con sus piernas. Por el rabillo del ojo vio a dos hombres saliendo del ascensor. Uno de ellos se detuvo en seco y miró en su dirección. August sumergió el rostro en la cabellera de Izarra, ocultando así sus rasgos, y el detective dio media vuelta.
—Putos conejos. ¿Por qué no prueban a follar en la cama? —dijo el más alto de los dos al otro, en francés.
—Pierre, tú lo que necesitas es echar un polvo —replicó el otro, y luego comenzó a golpear la puerta de la habitación de August. Un segundo después, la echaron abajo de una patada. Una vez se introdujeron en el interior del cuarto, August se apartó de Izarra y se dirigieron rápidamente al ascensor.
—Probablemente estén buscando a un único hombre, así que será mejor que vayamos al vestíbulo y salgamos tan inadvertidamente como nos sea posible, como cualquier pareja normal —le dijo a Izarra mientras el ascensor descendía.
Ya en el exterior, August detuvo un taxi y ordenó al conductor que les llevase al Gare de Lyon. Cuando el vehículo se alejó del arcén, se dio la vuelta y miró por la ventana de atrás para comprobar si alguien les pisaba los talones. La calle parecía normal: algunas personas acudían a sus trabajos, dos estudiantes pedaleaban de camino a la universidad, y un policía se apoyaba en una esquina para hablar con un individuo que fumaba ante el ventanal de una carnicería. El camión de la basura adelantó al taxi. Una mujer de mediana edad, bien vestida, con un pequeño caniche gris a su zaga, cruzó delante del vehículo: un retazo de vida corriente desarrollándose de manera corriente bajo el sol de la tarde. Demasiado corriente, tanto que August comenzaba a inquietarse. La sensación de que le vigilaban era cada vez más patente, ¿pero dónde estaban aquellos que le vigilaban?
August dio la espalda a la ventanilla. Con una andanada de dolor recordó el cadáver de Jimmy, abandonado en el lecho, de camino ya, probablemente, a la morgue. ¿Dónde lo enterrarían? En una fosa común, seguramente, a menos que la embajada de los Estados Unidos se hiciera cargo de los costes del entierro, y August tenía la sensación de que no sería así. Aquello era un final terriblemente anónimo para una vida tan extraordinaria como la suya, pero también era cierto que Jimmy siempre había sido un ateo recalcitrante. El anonimato que suponía ocupar una fosa común le hubiera resultado irónico. August hizo una nota mental para volver algún día a rendirle el homenaje que merecía.
—¿Quiénes eran? —La voz de Izarra acudió a romper sus ensueños—. ¿Los hombres de Tyson?
La mente de August repasó rápidamente la figura de los dos detectives que habían visto en el pasillo; su francés era correcto y educado: demasiado, incluso, para tratarse de detectives locales; lo que desde luego estaban lejos de ser era agentes de la CIA o americanos.
—Probablemente pertenecen a la Interpol.
—¿La Interpol te está buscando? Pero a Jimmy lo acaban de matar hace nada…
—Creo que su aparición está relacionada con un pequeño enredo en el que me vi metido en Londres, pero la muerte de Jimmy no va a contribuir a arreglarlo. Puesto que a fin de cuentas se trata de un antiguo agente de servicios especiales, su muerte formará cierto revuelo, sin duda.
Izarra le miró con expresión interrogante.
—En realidad no sé nada de ti, ¿verdad?
—Ya sabes suficiente. Además, acabamos de pasar la noche juntos y hemos hecho el amor violentamente contra una pared, a saber lo que nos depararán las próximas semanas.
Esta vez sonrió.
—¿Adónde nos dirigimos ahora? —preguntó Izarra.
—A Avignon.
—¿Tiene algo que ver con el libro?
—Quizá.
—Estás tan seguro de ello… ¿No te da miedo?
—No, en realidad me llena de vida. Izarra, estoy siguiendo mis instintos, pero la verdad es que creo que tu antepasado estuvo a punto de descubrir algo extraordinario. La pregunta es, ¿llegó a encontrarlo?
Izarra examinó atentamente su perfil, la señal de aquella vieja herida recorriendo su mejilla hasta el labio, la nariz, que por su forma parecía que se le había roto en el pasado.
—Los falangistas te hicieron eso en la cara, ¿verdad?
La miró con dureza.
—Reconozco esas cicatrices.
—Jimmy me salvó la vida. Estoy en deuda con él, como lo estoy con tantos hombres que murieron a mi lado en España. Tyson pagará por todos, por todo ello, por la masacre, por la muerte de tu hermana, por el asesinato de Jimmy…
Sus palabras estaban revestidas de mayor emoción de la que pretendía infundirles, y advirtió que el taxista los observaba por el retrovisor.
Hundiéndose en el asiento trasero, Izarra y August se dejaron arrellanar en un silencio brusco. Justo entonces el taxista giró en una esquina y el viraje hizo que ambos cayeran el uno sobre el otro. Para desaliento de August, volvió a sentir el mismo rapto de deseo insaciable al tocar la piel de la mujer. Se apartó rápidamente, avergonzado, mientras Izarra se enderezaba, alisándose el pelo que le había caído sobre la cara.
—Jimmy van Peters era un buen hombre —dijo en voz baja.
—Lo sé, y le echaré de menos —replicó August, y en aquel momento se dio cuenta de que Izarra no era la clase de persona que pidiera alguna vez disculpas.
—Pero terminaremos lo que hemos empezado. Al menos, eso es lo único que a él le queda, y quizá ahora, además, se haya reunido otra vez con mi hermana.
—Ojalá pudiera creerte.
Los dos detectives registraron el cuarto con sumo cuidado. El más alto de los dos cogió la toalla de mano del toallero con la punta de los dedos: estaba mojada.
—Ha estado aquí hace poco.
El otro observaba atentamente la cama, con su mesilla a un lado y la lámpara con la pantalla desgarrada, y tanteó la almohada. Las mantas estaban aún tibias.
—Tienes razón, pero quienquiera que sea ese tal Winthrop, no es la clase de americano que lleva la billetera llena. Mira esta cochiquera, ni siquiera la mujer que me hace la limpieza en casa dormiría en un lugar así.
—Bueno, es un asesino, no un ladrón de bancos.
En vez de responder, el detective apartó de un tirón el edredón que cubría la cama y lo arrojó al suelo, donde quedó hecho un ovillo; la tela dejó escapar una nube de polvo que hizo estornudar a los dos hombres.
Embutido entre los hierros de la cama descubrieron la funda de un disco, manchada de sangre. El detective la levantó con gesto triunfal. Miró la firma garabateada en la cubierta.
—Voilà!, Pierre. El tío no pudo resistirse a llevarse un pequeño recuerdo.
Los dos hombres examinaron el disco. Jimmy van Peters se alzaba entre una pequeña banda de jazz, con media cara manchada de sangre, como una profecía de lo que le aguardaba.
—¿Pero cuál ha sido el móvil?
—Eso se lo dejaremos a nuestros amigos ingleses.
—Pero tanto la víctima como el asesino son americanos.
—Oh, los americanos también se interesarán en este caso, ya lo verás. No sé quién es monsieur Winthrop, pero sus peripecias están reuniendo a un buen montón de seguidores.
Olivia alzó la vista hacia la casa solariega, cuyos postigos se hallaban cerrados a cal y canto. Parecía llevar cerrada mucho tiempo, pero eso no tenía el menor sentido. Llevaba un par de días en Irumendi y aún no había averiguado los motivos por los que August se había largado de allí. Sabía que tenía algo que ver con Shimon Ruiz de Luna, ¿pero qué, exactamente? Los lugareños seguían convencidos de que August era profesor universitario, al menos los que habían accedido a hablar con ella, y ninguno parecía dispuesto a hablar de la misteriosa familia con la que había optado a quedarse, ni siquiera ese idiota que regentaba el café. Lo que sí podía decirse de todos ellos era que tenían miedo, mucho miedo, como si alguien vigilase cada palabra que decían, cada paso que daban. Se dirigió pensativa a un lateral de la casa, y allí dio con la puerta del granero. La abrió de un tirón. El granero, situado en el sótano de la casa, como era típico de la región, estaba vacío, pero las vacas parecían demasiado lozanas, y alguien les había puesto unos cubos llenos de paja para que pastasen. La mujer con la que Olivia se había topado dos días atrás parecía haberse desvanecido en el aire, pero lo que estaba claro es que no lo había hecho sin dejar a alguien al cuidado de los animales. La mujer, tan atractiva como desconfiada, había desplegado una inexplicable animadversión que a Olivia le hizo ponerse en guardia inmediatamente, pero no había nada de vulnerable en ella, nada que a Olivia le permitiera ejercer algún poder sobre su persona. Y lo cierto era que aquella vasca le había mentido, Olivia estaba segura de ello. Sabía dónde estaba August. Y lo que era más, ella misma le había dado refugio en la casa.
Sumida en sus pensamientos, recorrió el suelo de piedra de la casa. Cada paso que daba le confería un nuevo conocimiento de lo que se ocultaba por debajo de las cosas visibles, como, por ejemplo, que había algo que no encajaba en las vibraciones del suelo: una especie de fallo en su campo magnético. Sus sentidos la condujeron hacia una pila de heno en particular, aislada del resto y colocada contra una esquina. La retiró hacia un lado y descubrió lo que estaba buscando.
El escondite estaba frío, y dejaba escapar un débil olor a humedad y a algo un poco más almizclado: ratones, probablemente. Olivia se introdujo en aquella pequeña fosa rectangular y alzó la vista hacia la luz que se filtraba desde el granero. Tenía la forma de un ataúd colocado en vertical, pensó, mientras luchaba contra una pujante sensación de ahogo: retazos de las persecuciones sufridas en el pasado, en los primeros años de su ya larga vida. Pero en aquel recoleto espacio palpitaban las vibraciones de la historia. Colocó las manos en aquellos fríos ladrillos y recorrió su superficie. En cuestión de segundos, localizó el ladrillo que estaba suelto. ¿Era esto lo que buscaba? ¿Se encontraba el libro oculto en su interior? Pugnando contra la ola de excitación que amenazaba con anegarla, logró calmar el temblor de sus manos y retirar cuidadosamente el ladrillo: luego palpó en el interior. No había nada salvo un trozo de pergamino, que sostuvo contra la luz que brillaba tenuemente desde el exterior. Entrecerrando los ojos, leyó aquel francés arcaico, pero su contenido no le sorprendió: hacía siglos que sabía de aquel pobre monje, misteriosamente desaparecido. Era uno de esos rumores que se susurraban de generación en generación, entre aquellos que creían, y Olivia había tenido más de una buena razón para propagarlos. Lo que sí le sorprendió fue saber que hubo algún testigo que informó de la desaparición: hasta ahora, aquello era algo que Olivia desconocía. ¿Lo habían sabido?, se preguntó. La carta suponía todo un hallazgo, pero no era el libro. Sacudiéndose como pudo su decepción, volvió a colocar el pergamino detrás del ladrillo, y luego, tras comprobar que todo estaba como antes, salió de la recoleta fosa.
En el otro extremo del granero vio una escalera que conducía hasta una puerta situada en el techo. Servía, supuso, para entrar desde allí a la casa. Podía sentir claramente la presencia de August Winthrop, oscilando como una cinta en los alrededores de la casa y sobre todo allá arriba, al otro lado de la puerta. Procedió entonces a subir la escalera.
Siguiendo aquel rastro, Olivia había examinado cuatro de las habitaciones principales: la cocina, dos dormitorios y el comedor principal. Aunque la casa estaba cerrada a cal y canto, parecía que sus ocupantes acababan de huir de allí a la carrera. Aún había un delantal colgado del respaldo de una de las sillas de la cocina, un grifo goteaba y había una chaqueta tirada sobre el sofá. Sabía que August había estado allí, pero ahora no había ningún rastro físico de su presencia; las únicas prendas de hombre que había encontrado en la casa estaban en un pequeño dormitorio trasero, en el interior de un cajón: pertenecían, sin ningún género de dudas, a un joven del lugar. La misma casa, aunque estaba limpia y bien recogida, carecía de toda decoración, y Olivia sospechó que la familia, aun habiendo tenido dinero en el pasado, se había visto obligada a vender todas sus reliquias.
Casi había dado por finalizada su búsqueda cuando se topó con un diminuto estudio, situado junto a un dormitorio que parecía pertenecer a la joven con la que se había encontrado dos días atrás. En la pared había un cuadro enmarcado de Franco que sorprendió a Olivia, consciente de la antipatía que los lugareños sentían hacia el dictador. Fue la intriga que le produjo esa fotografía lo que la animó a entrar. El estudio tenía un techo de madera demasiado bajo y demasiado irregular, y un sofá de madera y cuero, con respaldo rígido, contra la pared del fondo, junto a un secreter. Olivia se acercó hasta allí y recorrió con la yema de los dedos la superficie del escritorio, y luego sus costados de madera, tratando de sondear el carácter y los propósitos de la última persona que se había sentado allí. Al cabo, abrió la tapa del secreter. Aparte de algunas facturas embutidas en los compartimentos, parecía estar vacío. Abrió uno de los cajones superiores y descubrió una vieja bandera pulcramente doblada, una ikurriña, la bandera del movimiento nacionalista vasco, ahora prohibido. Parecía una contradicción extraordinaria tener una bandera semejante (el mero hecho de poseerla podía significar el arresto en la España de Franco) y una fotografía del dictador colgada en la habitación de al lado. Pero Olivia ya se había percatado de que la joven vasca que vivía en la casa guardaba muchos secretos, y no todos ellos de índole política.
Con cuidado, volvió a guardar la bandera en el cajón. Al hacerlo, reparó en el secante que había sobre el secreter. Lo rozó con los dedos, recorriendo lentamente su superficie irregular. Reconoció algunas mellas, algunas hendiduras. Palabras repujadas allí, en un relieve nítido a sus yemas, que alguien había trazado en una hoja de papel. Lo levantó hasta casi tocar su rostro, intentando descifrar aquella caligrafía llena de lazos y meandros. Para su inmensa satisfacción, descubrió que el texto estaba escrito en inglés. El corazón de Olivia empezó a palpitar con fuerza. Era la primera prueba que obtenía de que el americano había estado en la casa. Cogió un lápiz y procedió a trazar ligeros rayones sobre las letras. Enseguida pudo leer lo que había sido escrito contra el secante.
La Rosa Púrpura, rue de la Huchette, Barrio Latino. Esa tenía que ser la letra de August.
El agudo sonido de un silbido y el repicar de unas herraduras procedentes del exterior la sacó bruscamente de sus pensamientos. Se asomó a la ventana. A lo lejos, detrás de la casa, un pequeño rebaño de vacas trotaba en dirección a la granja. Solo contaba con unos cuantos minutos para abandonar la casa. Cogió el papel secante y se lo guardó en un bolsillo, y luego salió a toda prisa al pasillo.
Olivia salió a escondidas por la puerta del granero y descendió desde el otro lado de la casa hacia una arboleda cercana que desaguaba en el bosque. Avanzó aprisa por la verde penumbra de los árboles, luego se ocultó tras un tronco y observó a un joven de unos quince años, de semblante digno y hermoso, pastoreando un rebaño de vacas y terneras rumbo al granero, silbando y azotando sus grupas con una vara. Aguzando sus sentidos alrededor del muchacho, trató de leer su mente. Para su asombro, de inmediato encontró resistencia. La mente del joven era una fortaleza; era algo inimaginable, tratándose de alguien tan joven. Sorprendida, Olivia dio un paso al frente, incapaz de creer lo que sus sentidos percibían, y fue entonces cuando escuchó aquel susurro tras ella, al principio muy débil, pero absolutamente nítido. Se detuvo en seco, y luego se volvió en redondo hacia el bosque para concentrar toda su energía en el espeso matorral de robles y hayas, el dosel de ramas y hojas. Sí, los susurros procedían sin lugar a dudas de algún lugar más allá de los árboles, en el propio valle. Eran apenas audibles, excepto para alguien como ella. Dolor, violencia, una terrible tragedia enterrada bajo el trino de los pájaros, el zumbido de las abejas y el rumor de un arroyo lejano. Pero allí estaban, como un invisible zarzal que la atrapaba por cada cabello, por la garganta, como cebos de pesca, hablando del pasado, hablando de los muertos.
Decidió seguir su rastro, cuidándose de no tropezar ni romper ninguna ramita: la vegetación se espesaba alrededor de los troncos, pero Olivia consiguió vadearlo hasta llegar a un sendero cubierto de musgo, y allí se detuvo, aunque para reanudar sus pasos a partir de una roca que tenía a escasa distancia. Con el cuerpo ligeramente inclinado y los párpados entrecerrados, congregó sus habilidades sensoriales en un único sentido. Escuchó, escuchó. Enseguida llegó a un estrecho sendero, donde las sedosas hebras de aquel rastro convergían y se solapaban de tal modo que comenzó a seguir una cuerda, temblorosa y plateada, cuyo dolor era tal que no soportaba siquiera tocarla, o abrirse por completo a ella. Le bastaba con saber que avanzaba en la dirección correcta.
Por fin, cuando ya los árboles se cerraban en torno a ella, se detuvo y miró hacia atrás. La casa había desaparecido, así como todo rastro de la aldea que se extendía tras su fachada. Si alguien pretendía ocultar un secreto, aquel era el lugar indicado para ello. Pero de nuevo los susurros, ahora convertidos en voces, en desgarrados retazos de violencia, placer, sexo y muerte, como un aura del pasado todavía audible, tiraban de ella, la impulsaban a seguir adelante. Se llevó la mano a un bolsillo y aferró un amuleto de la diosa. Era estúpido tener miedo de los muertos, se dijo, incluso de los que habían sufrido una muerte violenta: no pueden hacer ningún daño a los vivos, aunque sí pueden turbarlos. Y podía sentir que, del mismo modo que había alguien o algo que la quería allí, también había otra fuerza que la rechazaba. Tenía que protegerse, si no su vida, sí su cordura.
El sendero se abría abruptamente a una garganta: el suelo se inclinaba de forma antinatural a solo unos pasos de distancia. Olivia se detuvo en el borde. Ante ella había una pared que parecía una antigua ruina romana, y era de ese muro del que procedían las voces que escuchaba en su cabeza.
De un salto llegó al suelo y, mareada, se apoyó contra un tronco caído. Comprobó que se encontraba en un claro natural, al que dada su ubicación solo podrían llegar quienes conocieran de su existencia. Alzó los ojos y se obligó a mirar otra vez el muro. Estaba hecho de enormes bloques de adobe, toscamente tallados, y su antigüedad era mucho mayor que la de buena parte de la arquitectura de la aldea, de origen medieval. Pero las voces eran mucho más recientes: una cacofonía de gritos humanos, más concretamente de hombre, excepto una de ellas, que pertenecía a una mujer. Olivia se acercó un poco más, sin atreverse a tocarlo. No tardó en reparar en que había alguien al otro lado del claro, entre los árboles. Levantó la vista y vio un destello de cabello oscuro, unos pantalones de color caqui, un fogonazo metálico perteneciente… ¿Qué? ¿Una pistola, una bayoneta? Desapareció tras un nuevo fogonazo: no era nada físico, nada que perteneciese a los vivos, nada, en definitiva que pudiera hacerle daño.
Volvió a examinar el terreno y lentamente procedió a rodear el muro, concentrándose en lo que había sucedido allí: ocho sombras, un estruendo de voces, una refriega, varios hombres vestidos con diferentes uniformes, la vaga silueta de otro individuo más. Era un hombre, y todavía vivía: el líder. Olivia alargó un brazo hacia la pared, y todavía con los ojos bajos, como si con ello intentara no ofender a los fantasmas que la observaban, volvió la esquina y comenzó a caminar hacia el otro extremo. Se detuvo a medio camino y cerró los párpados, concentrándose en la silueta del hombre que había dado la orden, concentrándose precisamente en él porque su energía le resultaba familiar. Lo conocía. Había sentido antes su forma, la forma del mal. En el ojo de su mente, la figura empezó a vacilar, incitándola, obligándola a dirigir todas sus fuerzas en un único punto donde se concentraba el recuerdo del hombre, cuyo impacto todavía ardía en el tejido del tiempo. ¿Quién era? ¿Por qué le resultaba familiar? Pudo ver entonces que aquel borroso perfil levantaba un arma, lanzando órdenes, haciendo que fueran los otros quienes condujesen a las ocho figuras contra la pared: la furia y la incredulidad, representada en una palpitante serie de colores rasgados, anegaba al grupo. Y pudo ver también que todos estaban muertos, salvo aquel Judas que tenían por líder: unos murieron en aquel mismo instante, otros, los que obedecían sus órdenes, poco después, aunque Olivia no era capaz de decir si eran meses o años. Pero aquel hombre seguía vivo.
De pronto el susurro se hizo más audible en torno a ella, y Olivia comenzó a temblar. Resuelta a visualizar todo lo que allí había acontecido, mantuvo los ojos cerrados, y se concentró hasta el extremo de temer que la cabeza le estallaría, o que caería inconsciente al suelo. Vio que aquellas sombrías figuras empezaban a materializarse en el perfil del muro: unas se limitaban a observar, otras no podían disimular el terror que parecía anegarlos, alguna más semejaba atónita, incrédula; la única mujer, en cambio, alzaba el puño desde el centro del grupo, desafiante, hasta que resonó el ensordecedor estrépito de las balas. El cuerpo de Olivia se estremeció como si fuera ella quien hubiera recibido las balas; cayendo desmadejada en la hierba, se cubrió la cabeza con los brazos y se quedó tendida cuan larga era, con los ojos cerrados, hasta que los murmullos se desvanecieron en el aire y lo único que alcanzó a escuchar fue el rumor de las hojas, en tanto el aroma de la lavanda que flotaba en la brisa inundaba sus sentidos como si fuera miel. Abrió los ojos y se puso en pie. Fue entonces cuando vio el laberinto: pequeño y pulcro, los colores púrpura y azul verdoso del romero descollaba en todas partes salvo en su centro, un claro de hierba donde Olivia percibió que residía su enigma. Pero no estaba a suficiente altura como para distinguir a las claras la planta del laberinto. Echó una mirada a la garganta sobre la que se alzaba el muro. A unos ocho metros, al otro lado del muro, había un árbol lo bastante alto para sus propósitos. Incluso desde aquella distancia, pudo ver las marcas que rasgaban el tronco y que una de las ramas estaba rota. Como si alguien lo hubiera trepado recientemente.
Se sentó a horcajadas en una gruesa rama y se apoyó contra el tronco para mantener el equilibrio, y luego aguzó la vista para otear el claro que había en el interior del laberinto. La perspectiva era perfecta. El americano había elegido bien, pensó mientras observaba el claro. Desde esa altura reconoció de inmediato el trazado del laberinto: cinco bases circulares, visibles en uno de los lados. El Árbol de la Vida convertido en una acicalada sucesión de setos. Entonces, pensó Olivia, la leyenda era cierta. Había más de uno. Ruiz de Luna había dejado un reguero de pistas, de puzles botánicos. ¿Pero qué significaba este primer laberinto, y adónde había guiado a August Winthrop? El romero simbolizaba el sol y el fuego, y se la consideraba una planta protectora: podía conjurar el mal, o las visitas no deseadas. Cerrando un momento los ojos, aspiró la repentina tranquilidad que flotaba en aquella región de ramas oscilantes y susurrantes hojas, y luego inició el descenso.
Se dirigió maravillada al laberinto, y alargó un brazo para tocarlo. Resultaba extraordinario pensar que aquello había sido plantado más de trescientos años atrás, y que había sido cuidado y conservado desde entonces. Sabía que Shimon, quien conocía lo suficiente acerca del simbolismo místico de las hierbas y las plantas, habría dejado un mensaje oculto en el laberinto: cada planta conllevaría un significado en diferentes capas, desde el místico al astrológico, pasando por el espiritual. Pero crear aquel laberinto y reproducir en cada una de sus bases el Árbol de la Vida… aquello no era solo audaz: era transgresor. ¿Era consciente Shimon el alquimista que se arriesgaba a la aniquilación espiritual por tal irreverencia? Olivia lo dudaba: como converso, se había apartado de las enseñanzas de su pueblo, y su interés era más académico que esotérico o espiritual. Y, con todo, finalmente había sido aniquilado, ejecutado por los ingleses bajo la acusación espúrea de ser un espía. Tanto coraje producido por tamaña ingenuidad… Era casi admirable. Casi, pensó Olivia para sí. Solo un individuo desesperado hubiera recurrido a tales medidas, o un hombre tan convencido de la importancia de lo que estaba ocultando que incluso se sentiría seguro al desafiar al poder del mismísimo Dios.
En el mundo de Olivia, un trazado tal indicaba un primer peldaño en la integración total del tiempo: pasado, presente y futuro. ¿Pero por qué construir el Árbol de la Vida justo aquí? ¿Cuál era el mensaje que Shimon esperaba enviar a aquellos que, como él mismo sabría, estarían dispuestos a seguir sus pasos en pos del legendario tesoro de Elazar ibn Yehuda? Quizá el secreto estaba en el centro. Olivia se acercó a la entrada del laberinto y no pudo evitar que recorriese sus miembros un escalofrío. Incluso entrar en un lugar de poder tal significaba perder el auxilio de los amuletos y del escudo de protección que siempre la envolvía. Aun así, si lo que pretendía era descubrir el paso siguiente y, posiblemente, averiguar qué había encontrado August, tendría que penetrar en el laberinto.
Se palpó los bolsillos y sacó un fetiche de bruja en bronce, cristal y oro con un símbolo céltico grabado en su superficie, junto con el amuleto de la diosa. Los dejó cuidadosamente sobre una piedra en el exterior del laberinto, y luego traspuso la enramada en forma de arco que se abría en la entrada. El olor del romero se intensificó de inmediato, provocándole una desorientación momentánea; aquello era una treta que perseguía confundir al buscador, concedió Olivia. Hizo una nota mental para obligarse a mantener la alerta. Había recorrido la mitad del primer camino cuando escuchó el resorte de una pistola justo detrás de ella. Se detuvo en seco. Un segundo después, sintió el frío cañón de un arma apuntándole a la cabeza.
—No se mueva.
El joven al que había visto antes salió de detrás de un muro de hojas armado con un rifle de caza. Olivia levantó las manos, más sorprendida de no haber percibido su presencia que asustada. ¿Cómo era posible que fuese tan poderoso?, se preguntó, examinando atentamente al desgarbado muchacho, quien, pese a la nobleza de sus rasgos, sufría los envites de una granujienta adolescencia.
—Solo soy una turista —dijo en inglés, y trató de sonreír. No funcionó. El joven estaba indeciblemente tenso, y Olivia supo que no dudaría en apretar el gatillo si lo consideraba oportuno. Lamentó profundamente haber dejado atrás sus amuletos. Levantando la vista, calculó que se encontraban a unos cinco metros de la entrada del laberinto: en cuanto consiguiese sacar al muchacho de allí, tendría la oportunidad de desarmarlo.
—Esto es una pro… pro… propiedad privada. ¿Cómo ha encontrado este lugar?
Su inglés era bueno, advirtió, pese a la tartamudez que le afligía, e incluso parecía tener un leve acento americano en su español. ¿Era influencia de August?, se preguntó.
—Visité ayer a tu madre. Estoy buscando a alguien, un amigo americano.
Observó durante unos instantes su expresión, para comprobar si revelaba alguna emoción. Hubo un leve gesto, pero no el que ella esperaba.
—Aquí no hay ningún americano. Tiene que irse.
El cañón del arma no se había movido un ápice.
—Pero ella no es tu madre, ¿verdad?
—Y usted no es ninguna turista.
—Baja el arma.
—No.
—Baja el arma. Eres un joven muy fuerte. Yo solo soy una anciana. ¿De qué forma podría hacerte daño?
El muchacho apretó el cañón un poco más contra la sien de Olivia. Dolía, y apartó la cabeza.
—Muévase —le ordenó, y la hizo caminar delante de él hacia el exterior del laberinto, colocando el cañón del rifle entre sus omóplatos.
—Eres Gabriel, ¿verdad? —se arriesgó a decir, pues recordaba haber visto ese nombre bordado en unas ropitas utilizadas para los bautizos, en uno de los cajones del dormitorio principal de la casa.
—¿Y qué?
Para sorpresa de Olivia, no parecía ni mínimamente perplejo de que ella supiera su nombre. Aquello le preocupó. Esa no era la respuesta de un hombre normal.
—Entonces, si ella no es tu madre, ¿quién es? ¿Tu tía? ¿Y dónde está tu tía? No está en la casa, ¿verdad?
—¡Calla, bruja! ¡Calla de una vez!
Su voz tenía ahora un filo de verdadera violencia, y Olivia supo que debía andarse con cuidado, mucho cuidado.
Regresaron sobre sus pasos hacia la entrada del laberinto, Olivia a un metro de Gabriel: los cantos rodados prensaban las plantas de sus pies.
—¿Desde cuándo sabes que eres diferente, Gabriel?
Era tanto una suposición como un arriesgado movimiento por su parte, pero todo cuanto había visto en el joven confirmaba aquel pálpito. Habían llegado a la entrada del laberinto. Olivia dio un paso adelante y se puso frente a él; el joven seguía sin bajar el arma.
—¿De… de… de qué está hablando?
Ahora que sentía aquella debilidad por parte del muchacho, Olivia insistió:
—Sabes exactamente de lo que estoy hablando. ¿Desde cuándo ves cosas que otros no ven? ¿Desde cuándo oyes voces, o has tenido amigos que no eran exactamente de nuestro ahora? —Hizo un gesto que abarcó todo cuanto les rodeaba—. ¿Del plano material?
—¿Crees que soy un id… id… idiota? ¿Un pobre necio?
Su voz se había vuelto más agresiva. Olivia dio un paso atrás; ¿habría ido demasiado lejos?
—Todo lo contrario, Gabriel. No estás solo. Puedo ayudarte.
—Sé lo que es usted, si es a eso a lo que se refiere, y esa fo… fo… forma que tiene, la ha preparado para parecer inofensiva, inocente. Pero no puede engañarme.
—Porque tienes el don. ¿No es verdad, Gabriel? Pero lo que quiero saber es, ¿cómo?
Gabriel levantó el rifle y Olivia vio que empezaba a apretar el gatillo.
—Si no se marcha ahora mismo, dispararé —le anunció con toda calma.
—No me matarás. No matarías a uno de los tuyos.
Olivia trató de mantener la voz firme, confiada. La verdad es que estaba bastante segura de que la mataría, si le empujaba a ello.
—No soy uno de los suyos.
Pero su voz vaciló.
Olivia decidió aprovechar la ventaja. Dobló las rodillas y, mientras lo hacía, examinó cuanto había en sus proximidades. Había un desnivel en el terreno a unos metros de distancia: allí, los cimientos originales de la antigua villa se hundían un metro por debajo de la tierra que les rodeaba. Olivia memorizó la dirección en la que aquel desnivel se encontraba y recogió sus amuletos. Entre pálpitos, los colores y formas de su mundo empezaron a rehacerse. Ya volvía a tener sus poderes.
—¿Q… q… qué está haciendo? —preguntó Gabriel, y por primera vez Olivia pudo ver que estaba asustado. Y por la forma en que la miraba, él también podía ver la transformación que se había operado en ella. Olivia se alejó del laberinto. El joven la siguió, apuntándola con el arma.
—Háblame del muro.
Le habló sin apartar su mirada de la del chico.
—¡Cállese! —Pero ella se acercaba más y más, sin encontrar en él ninguna oposición.
—Era el muro lo que me atrajo, Gabriel. Hay voces. —Seguía mirándolo fijamente, mientras lo rodeaba y se alejaba de él—. Una de las voces te llama a ti, Gabriel.
Horrorizado, el chico caminó tras ella, incapaz de mirar a otro lado. Caminando de espaldas, Olivia percibió el desnivel bajo sus pies. Estaban cerca, a menos de un metro de distancia.
—No hay ninguna voz —insistió el muchacho, pero su voz se había vuelto mucho más débil, como si no pudiera evitar sentir aquella fascinación.
—¿A quién quieres engañar, Gabriel? ¿A ti o a mí? Las oyes tan claramente como las oigo yo. La mujer está gritando tu nombre, ¿o debo decir que «gritó tu nombre»? Pues este momento sucedió hace ya varios años, ¿verdad?
—Le he dicho que no hab… hab… hable.
Estaban solo a unos centímetros del lugar, y Gabriel aún no había bajado los ojos al suelo. Se limitaba a avanzar tras ella, dando tumbos, el rifle levantado, apuntando todavía directamente a su pecho. Olivia reculó unos pasos, tanteando a ciegas con el tacón de su zapato, calculando a qué distancia se encontraba del desnivel.
—Pero nadie le escuchó gritar tu nombre por culpa de los disparos, ¿no es verdad, Gabriel?
Furioso, el joven se abalanzó hacia ella.
—¡He dicho que pare de…!
Pero antes de que pudiera concluir la frase tropezó y cayó de bruces. Mientras pugnaba por levantarse, Olivia aprovechó para huir, corriendo en dirección al bosque. El muchacho disparó hacia ella, pero aquella extraña inglesa había desaparecido en la espesura.
Transido de dolor, lentamente, Gabriel se incorporó. El tobillo derecho se le empezaba ya a hinchar: parecía habérsele torcido. Maldiciendo, lanzó una mirada furibunda hacia la arboleda, tratando de localizar algún movimiento entre los troncos, una ondulación entre los matorrales. Pero nada rompía la tranquilidad del lugar, salvo el revuelo de una bandada de pájaros que abandonaban súbitamente las copas de los árboles. ¿Cómo era posible que una mujer de esa edad se moviese tan aprisa?, se preguntó. No era algo natural. Tembló de pies a cabeza y se santiguó, rezando en silencio por su tía y su nuevo americano, para que al menos ellos estuviesen a salvo en Francia. Se vio interrumpido por los gritos de su primo, que le llamaba desde algún rincón del valle.
A medida que el tren avanzaba hacia el sur, los campos de trigo iban desapareciendo para ser sustituidos por viñedos, y luego por pequeñas aldeas y pueblos. August sacó la lista de contactos y pisos francos que Jimmy le había entregado. Encontró Avignon, junto al cual aparecía escrito el nombre de «Edouard Coutes». Sintió que le inundaba una ola de alivio. Edouard fue camarada suyo en la Guerra Civil, aunque él había luchado en el Batallón Marsellés. Se habían conocido en Tarazona, adonde August llegó en tren como primer destino. Edouard, diez años mayor que él y con experiencia de combate en la Primera Guerra Mundial, donde luchó al lado de los franceses, había sido designado como instructor de disparo del Batallón Lincoln. Era un tipo menudo, dotado de una energía contagiosa y una paciencia fácil de agotar, siempre impecablemente vestido, incluso en el campo de batalla: a August, que por entonces era un joven recluta sin experiencia armada, a excepción de algún que otro tiro al pato a orillas del río Charles, allá en Boston, se lo hizo pasar francamente mal hasta que descubrió que ambos sentían una pasión común hacia las obras de Dostoievsky. Tras aquello, Edouard, anarquista convencido, se olvidó de la alcurnia de August y este perdonó al francés sus constantes pullitas sobre la falta de una verdadera cultura americana.
El tren cruzó un breve túnel y emergió después a la luz del sol. August miró por la ventana y durante unos instantes se dejó arrellanar en el paisaje, un viejo cementerio situado junto a una pequeña iglesia gótica, cuyas lápidas grises despuntaban entre algunas flores amarillas y azules. Le sorprendía saber que Edouard hubiera sobrevivido. Si había alguien que pudiera brindarles protección, era un curtido combatiente como él.
—¿Una naranja? —Izarra le ofreció una, sonriendo—. Venga, tienes que comer algo.
Comenzó a pelarla y le dio un gajo.
—Gracias.
August tomó el gajo y lo mordió, regoldándose en aquel sabor ácido, refrescante.
Habían sacado billetes en el último vagón de segunda clase del tren, para asegurarse así de que podrían escapar rápidamente si era necesario. La salida desde Gare de Lyon había resultado sorprendentemente sencilla. Demasiado sencilla; August había comprado los billetes y no le había hecho falta siquiera enseñar el pasaporte. «¿Está Tyson jugando al ratón y el gato conmigo, está esperando a que descifre el libro por él? ¿Es posible que sea así?». Era una idea bastante turbadora. Fuera como fuese, August sabía que si no empezaban a apresurar el paso, el breve margen de anonimato del que todavía disfrutaban no tardaría en evaporarse, y tendrían que recurrir a algún disfraz para poder llegar a Avignon. El hombre que se sentaba frente a ellos, vestido con un traje barato y desgastado, pero con zapatos de cuero, pulcramente abrillantados, levantó la vista de su libro para mirarles, sorprendido de que hablasen en español. August reparó en su aspecto. Le faltaba sofisticación, el bolsillo de la pechera de su chaqueta estaba liso (no guardaba, por tanto, una pistola), y su único equipaje parecía ser una maletita que había a sus pies. No era más que un curioso don nadie, tal vez un vendedor que viajaba de pueblo en pueblo y se dirigía al sur para hacer negocios, concluyó August. Cuando el tren partió de París, su vagón iba vacío. El vendedor se había subido en Dijon. Era imposible que alguien hubiera podido saber en qué tren iban a menos que los hubieran localizado en el Gare de Lyon, otra razón más por la que August se sentía tan convencido de que el vendedor era inofensivo. Según sus cálculos, tenían doce horas antes de que la Interpol y posiblemente la CIA repartieran su fotografía por todas las aduanas y fronteras. Pero Izarra era la carta que escondía en la manga: por lo que sabía, nadie tenía la menor idea de que viajaba acompañado. Devolviéndola la mirada, el vendedor sonrió educadamente, y luego siguió absorto en su libro.
—La última vez que estuve en Francia fue en 1932 —comentó Izarra, mirando por la ventana—. Vine con mi padre. Tenía doce años. Viajábamos para encontrarnos con un viejo amigo suyo de Toulousse. Me dijo que viajábamos para conseguir algo de forraje: mi padre tenía la insensata idea de crear una nueva raza de vaca lechera, pero en realidad el propósito del viaje eran los libros antiguos.
—¿A tu padre le interesaban los libros antiguos?
—Creo que fue el legado de mi madre lo que despertó en él ese interés.
Inconscientemente, sus ojos resbalaron hasta la bolsa que August llevaba junto a él, en el asiento, y entendió así que Izarra se refería a la crónica.
—Recuerdo que aquel francés era todo un caballero; trabajaba como granjero. Vivía en una vieja aldea, y tenía una enorme biblioteca. Mi padre se mostró muy educado y un tanto acobardado. Pero era maravilloso estar con él y ocupar todo nuestro tiempo juntos. La verdad es que esa fue la última vez —añadió, nostálgica.
—¿La guerra?
—Era un idealista, no un soldado. No iba a sobrevivir, eso lo teníamos todos muy claro, en especial mi hermana. Tras su muerte, luchó por todos nosotros.
August volvió a mirar al viajero con el que compartían vagón, que seguía sumergido en su libro. Inclinándose hacia delante, August tomó la mano de Izarra.
—Pase lo que pase, Izarra, recuerda que todavía tienes una familia.
—Gabriel es todo cuanto tengo. —Apartó la mano—. ¿Y qué hay de ti? ¿Por qué no estás casado, ni tienes hijos? ¿O en realidad sí que estás casado? —Lanzó una brusca carcajada—. Es curioso que no te lo haya preguntado antes.
—No estoy casado. —La imagen de Cecily, sorprendida y devastada, abandonándolo aquella mañana, apareció de súbito en su mente—. Supongo que soy el típico ejemplo de eterno solterón —concluyó en apenas un susurro.
—Así que tienes miedo de algo —remató Izarra en tono irónico.
August observó detenidamente su rostro, demasiado consciente de lo mucho que la deseaba justo entonces, en aquel momento: sus ojos oscuros, desafiantes y vulnerables al mismo tiempo, la sonrisa que se pintaba en sus labios, que contradecían la ironía de su mirada, la postura ligeramente defensiva de sus hombros, que apenas dejaba intuir la fuerza que ocultaban, sus brazos musculados, que había cruzado contra su pecho. Se dio cuenta de que Izarra tenía razón: era un cobarde que seguía dando tumbos entre las trincheras, todavía en estado de estupor.
—Tengo miedo de perder a la gente que quiero. Eso es lo que me hace mantener las distancias.
No supo por qué, pero le resultó más fácil decir aquello en español, como si así no pareciera la confesión que se le hubiera antojado en su propio idioma. Se arrellanó en su asiento, dejándose mecer por el suave movimiento del tren.
—Yo también —murmuró Izarra.
Al decir aquello, el tren se detuvo ante una estación rural, haciendo chirriar sus ruedas.
—Es aquí donde cambian a los revisores y los camareros —explicó el vendedor a Izarra y August en francés, con un encogimiento de hombros—. No tardarán más de diez minutos.
Mientras esperaban a que el cambio de turno terminase, August apoyó la cabeza contra la pared y observó cómo los revisores abandonaban el tren e intercambiaban saludos con los compañeros que se disponían a entrar. Más allá del andén, irreprochablemente limpio, con sus cestas de flores colgadas de las columnatas, vio a un anciano que empujaba un carrito lleno de barras de pan, agua, fruta y algunos periódicos, para venderlos entre los pasajeros a través de las ventanillas del tren. Al acercarse el hombre a su vagón, August alcanzó a ver los titulares de los periódicos. Ociosamente, los leyó a través de la ventana del vagón. Bajo el titular: ¿Quién será el nuevo líder de los soviéticos?, se leía un titular más pequeño: Americano en busca y captura por asesinato de un músico en Pigalle. August se envaró. Izarra se dio cuenta y siguió el curso de su mirada, y luego volvió a mirarle con el rostro pálido, lleno de un oscuro temor. Justo entonces el silbato del tren resonó en el andén, y el vagón abandonó lentamente la estación.