14

La silueta de la abadía de Saint-Germain-des-Prés se recortaba contra el cielo. Ya era muy entrada la mañana. August había dormido de más, pero era el sueño profundo de quienes han alcanzado el límite de sus fuerzas, y las calles ya estaban llenas de obreros y trabajadores que se dirigían hacia los numerosos cafés que flanqueaban el bulevar Saint-Germain. Levantó la vista para admirar el impresionante campanario. Luego, tras mirar rápidamente a su alrededor, se internó en la abadía.

La vasta nave se extendía ante él: la luz del sol entraba a borbotones por las vidrieras que se alzaban sobre el altar y se derramaba en un ajedrez de rojos y azules sobre las losas de piedra. Arrodillado ante el altar, sus rizos rubios recogiendo el colorido solemne de las vidrieras, rezaba un joven monje. August se le acercó y tosió ligeramente. El monje levantó la vista, terminó sus oraciones y se puso en pie, hecho lo cual se acercó a él.

Bonjour, monsieur.

Bonjour. Me gustaría ver al abad, si es posible.

El monje le lanzó una mirada suspicaz.

—¿Tiene una cita?

—No, pero soy profesor universitario, estoy embarcado en cierto estudio y vengo de muy lejos solo para verle. Querría preguntarle por un alumno que tuvo un monje del siglo XVII, Bernard de Montfaucon, que fue abad en esta abadía: el novicio se llamaba Dominic Baptise.

El monje pareció asustarse al escuchar aquel nombre. Hizo ademán de ir a decir algo, pero fue interrumpido por una voz que resonó desde una de las capillas laterales.

—Francis, yo ayudaré a este caballero.

Un hombre alto, de cabello blanco, se acercó rápidamente a él en un revuelo de hábitos. Al acercarse, August advirtió que su aspecto era más parecido al de un hacendado inglés que al de un sacerdote. Sus mejillas estaban historiadas por los capilares rotos típicos del buen bebedor; el cuerpo que se escondía bajo el hábito era bastante robusto.

Monsieur —inclinó la cabeza educadamente hacia August, y luego se volvió para despachar al monje—. Francis, hay que terminar algunas tareas en el priorato.

—Por supuesto, abad.

El monje se volvió y desapareció entre las sombras de la capilla lateral; el abad se volvió hacia August.

—¿De modo que está usted interesado en el padre de la arqueología?

—Bueno, naturalmente, como profesor de literatura clásica lo conozco bastante bien, pero lo que en realidad me interesa son los escritos de cierto alumno suyo: Dominic Baptise.

El abad sonrió gentilmente y, dejando caer una mano en el hombro de August, le condujo pasillo adelante hacia la puerta de la abadía.

—¿Dominic Baptise? Me temo que no conozco a ningún monje con ese nombre.

—¿Está seguro? Estudió con Montfaucon entre 1709 y 1710.

Se detuvieron a la entrada de una de las capillas laterales, y August reconoció el memento de piedra que señalaba el lugar donde reposaban los restos de Descartes. Por un momento, se sintió tentado de rendirle homenaje.

—Completamente. Yo también estudio a Montfaucon. Tiene usted que entender que a veces el erudito monje ocultaba sus más polémicas apreciaciones acerca de las antigüedades del pasado bajo un seudónimo. Es posible que Baptise fuera uno de ellos —replicó el abad, innecesariamente pedagógico.

August miró de nuevo la tumba de Descartes y se armó de valor.

—No, abad, estoy convencido de que Dominic Baptise existió.

—Y yo estoy convencido de lo contrario.

El abad alargó un brazo, señalando a la puerta de la abadía. La audiencia de August había tocado a su fin.

Al emerger a la claridad espumosa del mediodía, miró a su izquierda. El ayudante del abad salió de detrás de uno de los pilares de piedra y, por medio de un gesto, indicó a August que lo siguiera rodeando el lateral del edificio. Tras echar un rápido vistazo a la puerta de la abadía, August enfiló sus pasos hacia el lugar señalado.

Se detuvieron en lo alto de una estrecha escalera de piedra encastrada en el lateral de la abadía.

—Dominic Baptise existió. El abad le ha mentido —le dijo el asistente con visible nerviosismo, en voz baja.

—¿Pero por qué?

—Porque lo sucedido con Baptise todavía supone una vergüenza para la Iglesia. Déjeme que le explique, pero por favor, el abad estará en el otro ala del edificio, debemos hablar en voz muy baja o nos arriesgaremos a que nos descubra. —Procedió entonces a bajar las escaleras. Resbalaban a causa de la acumulación de humedad y musgo, y parecían no haber sido utilizadas en años—. Esta cripta es muy antigua; la Iglesia la ha olvidado, y muy pocos saben de su existencia. Soy yo quien se encarga de mantenerla.

En el interior apenas podía verse algo, a causa de la débil iluminación, el aire era terriblemente frío, y a August empezaban a dolerle los huesos por culpa de la humedad. Los arcos de piedra que sostenían los cimientos del edificio se extendían por todo el lugar, obligándole a caminar agachado para evitar golpearse en la cabeza. El ayudante tomó una gruesa vela blanca de un candelabro barroco y, tras sacar una caja de cerillas de su túnica, lo encendió. La vela osciló brevemente, arrojando unas sombras alargadas que se perdieron en la bóveda del techo.

—Por aquí —susurró el monje, y dirigió a August por las cámaras que componían aquella cripta.

Bajo el haz de arcos cruzados, August tuvo la sensación de haberse adentrado en una extraña colmena, pero ideada para guardar a los muertos, pues las tumbas parecían suspendidas en un curioso limbo entre la vida y la muerte, como larvas que aguardasen pacientemente algún apocalíptico despertar.

—Aquí es.

El joven monje se detuvo ante uno de los nichos. Al contrario que los otros, este se hallaba vacío. Ingresaron en su interior y el monje levantó la vela, iluminando la pared del fondo. August pudo ver así que en el muro habían sido grabados un nombre y la rudimentaria silueta de un hombre, con los brazos abiertos y las piernas extendidas. Una palabra escrita en hebreo recorría el pecho del hombre.

August dio un paso al frente, y recorrió con los dedos las letras allí talladas.

—«Da-ath»: conocimiento —tradujo—. ¿Pero por qué escribirlo en hebreo? —se preguntó a sí mismo, aunque también formulaba aquella pregunta al monje, que se encontraba tras él.

—No es hebreo, sino arameo; hebreo antiguo, el lenguaje de Jesús —replicó el monje—. Pero creo que debe ver esto.

Movió la vela a lo largo del nombre que había inscrito en la pared; tallado en francés, se leía lo siguiente: Padre Dominic Baptise, nacido en el año de Nuestro Señor de mil seiscientos noventa, desapareció de esta tierra en el año de mil setecientos diez.

—Baptise existió —dijo el monje—. Era el alumno más brillante de Montfaucon, que le encargó la traducción de un texto místico escrito por…

—Elazar ibn Yehuda.

El monje levantó la vista, y le miró con acritud.

—Entonces lo sabe.

—Conozco a Yehuda —replicó August, cauteloso.

—Baptise encontró algo en la traducción que le llevó a un largo peregrinaje por toda Europa, un peregrinaje que incluía enclaves sagrados desconocidos y que Baptise se negó a compartir con nadie. Su viaje se prolongó más de dos años, y Montfaucon ya descartaba volver a ver a su talentoso estudiante cuando recibió una carta del arzobispo de Hamburgo en la que este le refería que había recibido recientemente una proclama firmada por varios de sus parroquianos, quienes aseguraban haber sido testigos de un milagro: la ascensión a los cielos de un joven monje, un miembro de la orden de Montfaucon, un dominico llamado Baptise. Montfaucon era lo que hoy llamaríamos un racionalista; creía únicamente en los milagros del humanismo, y, a sabiendas de que Baptise era un muchacho de naturaleza nerviosa e imaginativa, escribió al arzobispo diciéndole que apoyaría la proclama solo si había pruebas sustanciales y más de cinco testigos del mencionado milagro. Fuera como fuese, el arzobispo de Hamburgo se vio alentado por aquella carta, e inició una investigación de los hechos. Se descubrió que había un único testigo de aquel suceso sobrenatural, una mujer de ardiente melena roja. Los registros de la época cuentan que la mujer aseguraba haber visto al monje desaparecer como por ensalmo, en un parpadeo. Pero cuando trataron de encontrarla para corroborar tal afirmación, los hombres enviados por el arzobispo regresaron con las manos vacías. Había desaparecido. La beatificación de Baptise se suspendió indefinidamente.

—¿Se sabe algo del lugar en el que el monje desapareció?

—Las cartas de Montfaucon, recogidas en la Bibliothèque Sainte Genevieve, mencionan unos jardines decorativos, descritos como un laberinto de setos.

August volvió a mirar la silueta grabada en la pared. Reparaba ahora en que la forma se correspondía a la de un símbolo, la descripción totémica de un hombre, y que la ubicación de la palabra que había sobre la figura era tan simbólica como su propio significado. Se volvió hacia el monje.

—¿Por qué me ha contado todo esto?

El joven monje sonrió.

—Pese a ser un dominico, en primer lugar soy cristiano. Creo en la verdad literal del Nuevo Testamento. Creo en los milagros, en la manifestación del espíritu del Todopoderoso en el hombre, mágica y humilde. —Miró nuevamente el nombre grabado en la pared—. Aparte, tenía solo veinte años, como yo.

Ya había caído la noche cuando August regresó al hotel. Una vez en su habitación, echó las cortinas y apagó la luz. Después de su visita a la abadía había acudido a la Bibliothèque Sainte Genevieve, con la esperanza de encontrar allí el resto de cartas de Montfaucon relacionadas con la desaparición de Baptise. Tras una infructuosa hora en la que no había dejado de revisar cajas y archivos, el mortificado bibliotecario concluyó que las cartas que August buscaba habían desaparecido —probablemente a causa de un robo—, y que no había siquiera copias. De nuevo, August tuvo la impresión de que seguía los pasos de alguien.

Se arrojó sobre la cama y se quedó allí tumbado, contemplando la oscuridad que invadía la habitación, digiriendo la información con que el día le había bombardeado. No podía quitarse de la cabeza la suerte que debía de haber corrido el monje Dominic Baptise. No es que creyera en milagros, ni en ninguna suerte de trascendencia más allá de la lucha, tan humana, por mejorar día a día, pero recordaba cierta tutoría impartida por el profesor Copps sobre la cábala y el simbolismo medieval cristiano, y el tan académico rapto de fascinación con que describía los sefiroth del Árbol de la Vida y cómo estos se hallaban ligados a los arcángeles, e incluso, afirmaba, eran considerados puertas al Paraíso en ciertos círculos místicos cristianos. ¿Había seguido el monje el mapa de Elazar ibn Yehuda? Quizá se trataba de una transcripción muy anterior a la que August tenía, y que ya no era posible encontrar, si es que existía. ¿Había encontrado uno de los laberintos de Shimon Ruiz de Luna? Y, si era así, ¿cuál era el verdadero motivo de su desaparición? El secuestro se antojaba la explicación más obvia de todas. Si Copps había estado en lo cierto y el libro atraía a un buen número de seguidores, era bastante probable que el imaginativo y posiblemente neurótico joven se hubiera topado con algún rival, otro buscador más: quizá, sencillamente, había sido asesinado.

Justo en aquel momento, August escuchó un débil ruido procedente del pasillo, al otro lado de la puerta que daba a su habitación. Se tensó y giró en redondo. Al mirar a la puerta, vio que alguien pasaba un trozo de papel por debajo de la puerta; luego, la llave se movió ligeramente, empujada desde el otro lado, hasta que cayó con un tintineo apenas audible sobre el papel. El corazón de August comenzó a latir con fuerza. Vamos, sigue, atrévete a hacerlo. Sacó la Mauser de su bolsillo y, en silencio, abandonó la cama. Se dirigió hacia la puerta, preparado para saltar. Al otro lado pudo escuchar el ruido de una llave al girar. Apuntó con la pistola, dispuesto a apretar el gatillo. La puerta se abrió lentamente. Para su sorpresa, no había nadie al otro lado. Esperó un momento. No ocurrió nada. Muy despacio, se dirigió a la puerta, y, con suma cautela, asomó al pasillo.

Sintió entonces el hocico de una pistola en su sien.

—Hola, August.

Era la voz de Izarra: gélida, suave y controlada. Pero enseguida bajó la pistola y sonrió.

Furioso, August la cogió de un brazo, la arrastró a la habitación y cerró de un portazo.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo, Izarra? ¡Has podido matarme!

—Lo siento, pensé que te habías ido. —Se dejó caer en la silla—. Además, tú eres el único que sigue apuntando con una pistola.

August bajó la vista, y vio que, en efecto, seguía empuñando la Mauser: un hábito del soldado. Obedientemente, la dejó sobre la mesilla.

Sonriendo, Izarra depositó la suya al lado.

—¡Pensabas que estaba fuera! —August observó atentamente a la mujer, asombrado. De cerca, vestida simplemente con unos pantalones y un viejo jersey, tenía aspecto de estar sumamente cansada—. ¿Cómo demonios has llegado hasta aquí y cómo sabías que estaría precisamente en este hotel?

Izarra se encogió de hombros, exhausta:

—Por favor, ¿tienes agua?

August le sirvió un vaso de la botellita que tenía junto a la cama. Miró otra vez la pistola de la mujer.

—Una Walther PPK, bonita pieza. Supongo que no eres la granjera que creía que eras.

—Supongo que no.

Mientras Izarra bebía con avidez, August reparó en que tenía las uñas rotas y que sus zapatos estaban encostrados de lodo y mugre. La mujer dejó el vaso y se derrumbó nuevamente en la silla.

—La mañana en que te fuiste, una mujer llegó a la casa preguntando por ti: era inglesa, y no muy joven. Quería saber dónde estabas, por qué habías ido a la aldea. Le mentí, le dije que no sabía nada de ningún americano, un profesor. Pero no soy una sorgina por nada. Desde el instante en que la vi supe que era el mal personificado. Cuando le di la espalda, vi que cogía algunos cabellos de la boina que te dejaste junto a la puerta, y que buscaba algo tuyo que pudiera servirle para mortificarte. Le dije que se marchara. Fue entonces cuando decidí ayudarte. Habrá otros que también te perseguirán. —Sonrió lúgubremente—. Además, te llevaste el libro, y no estoy segura de si puedo confiar en que lo devuelvas.

—¿Y qué hay de Gabriel?

—Se ha quedado cuidando de la hacienda. Estará a salvo, un primo suyo se ha quedado con él.

—¿Pero cómo pudiste pasar a Francia?

—Un contacto en Donostia me dio un pasaporte falso y vine directamente en tren. El pasaporte es la mejor manera de viajar por Europa. He venido a ayudarte —dijo en un tono reposado, como no admitiendo réplica alguna, similar al que hubiera empleado para decirle que, si quería, podía lavarle las camisas. August la contempló de hito en hito, y comenzaba a pensar que también ella era un soldado, al igual que su hermana.

—Esto es demasiado peligroso para una mujer.

Izarra lanzó una carcajada.

—Pude haberte matado hace un minuto. Eres tú quien necesita protección.

August la observó atentamente. Había una resolución inédita en la expresión de su rostro, en la templanza de su porte: «¿sería una rival a la altura? Desde luego, sabe más del misterio que rodea al libro de lo que me ha contado, ¿pero significa eso que puedo confiar en ella?».

—¿Cómo diste con el hotel?

—Fui al club donde solía tocar Jimmy. Una chica, Agnes, me dijo dónde te alojabas.

August miró la rosa blanca, que todavía yacía en la mesa.

—Izarra, dime la verdad: ¿me estuviste siguiendo ayer?

—No, te juro que esta es la primera vez que te veo aquí. ¿Por qué?

Hizo un gesto hacia la rosa.

—Alguien entró en la habitación la noche pasada, antes de que regresara de ver a Jimmy, y dejó eso aquí. —Sorprendida, Izarra le miró para ver si hablaba en serio. August prosiguió con un tono más grave—: Estaba aquí cuando regresé anoche. Hay sangre, incluso puede que algo de piel en el tallo. Es un aviso, quizá incluso se trate de algún ridículo maleficio.

Izarra se acercó a la mesa y examinó la flor. August reparó en que evitaba tocarla.

—Conozco esta rosa. La utilizamos en la «ofrenda de las flores», cuando llevamos un ramo a la Virgen María. Es la rosa del sacrificio, de la pureza. Lo que indica es que el sacrificio debe ser realizado, si es que ya no ha sido llevado a cabo. —Dicho aquello, señaló la piel—. Es un aviso, August.

—Damien Tyson. Tengo la sensación de que cada paso que doy ha sido previamente coreografiado, no sé si por Jimmy o por Tyson, como si inconscientemente los estuviese llevando a ambos a alguna parte.

—Jimmy tiene buen corazón.

—Me eligió porque sabía que no podría resistirme a la llamada del libro y aquí estoy, metido hasta el cuello en algo que muy probablemente puede acabar con mi vida: desde luego, acabó con la de Copps. No dudo que Tyson esté detrás de la masacre, ¿pero podré con él, con la Interpol y con el MI6? Me parece que no.

—No tienes otra opción. Ya estás metido en esto, te guste o no. ¿Qué clase de hombre eres?

—Sé la clase de hombre que fui.

—Pues entonces sé otra vez ese hombre, todavía tiene que estar ahí, en algún rincón de tu corazón. Y si no puedes hacerlo por él, hazlo por mí. Mi hermana era una gran mujer, una heroína para su pueblo. Su muerte debe ser vengada.

—No va a ser tan sencillo, estas cosas nunca lo son. Tampoco la política lo es.

Izarra lo miró con evidente disgusto, y entonces se puso en pie, cogiendo su pistola y su bolsa.

—Muy bien. Lo haré yo sola. Encontraré a Tyson y lo mataré, y mientras tanto tú puedes remolonear lo que quieras hasta ver si tienes cojones o no. ¡Pero el libro es mío!

—Siéntate, Izarra.

—No. Me voy —dijo, y comenzó a rebuscar furiosamente en los cajones de la mesilla—. ¿Dónde está el libro?

—¡Que te sientes! —exclamó August, perdiendo por completo la paciencia. Se miraron cara a cara. Izarra temblaba de furia, y le miraba con toda la cólera que ardía en sus ojos, incapaz de moverse. Tablas. August la empujó contra la cama, e Izarra cayó bruscamente en ella—. Hay algo más que debes saber, antes de que sigas despotricando —dijo—. Jimmy cree que Tyson era uno de los encargados de negociar una tregua entre Franco y el Gobierno americano, y que ese pacto llevará millones de dólares a las arcas españolas a cambio de instalar bases militares en la península.

—De modo que los rumores eran ciertos.

—Me temo que sí.

—Si eso ocurre, Franco podrá permanecer mucho más tiempo de lo esperado en el poder. Décadas de apuros y privaciones, décadas de dictadura, quién sabe por cuánto tiempo. ¡A la comunidad internacional esto no le importa lo más mínimo, y a ti tampoco!

August se la quedó mirando, pero en lo único que podía pensar era en el tipo que le torturó en 1938, la arrogancia y hasta la insensata coherencia con la que aquel general fascista hablaba del régimen de Franco, con aquella voz persuasiva y tranquila que hacía aún más insoportable el dolor de August. Y entonces pensó en todos los hombres de la brigada Lincoln que habían muerto en combate, en sus ridículas esperanzas, en los absurdos ideales que cada noche discutían alrededor de la hoguera; unos hombres de todos los rincones del mundo y de la vida unidos, sin embargo, por un credo común, tan gloriosa y tentadoramente simple: igualdad para todos, independientemente de la clase social y de la raza. Y todos ellos, pese a la masacre diaria y a tenerlo todo en contra, se sentaban juntos los unos con los otros —el negro, el judío, el cristiano, el estibador, el artista, el intelectual, el actor, el camionero—, atravesados por la majestad y la gloria que mantiene en pie a los que creen verdaderamente en algo. Izarra tenía razón. Estaba en deuda con aquellos ideales, estaba en deuda con esos viejos fantasmas.

—¿Qué conocimientos tienes? —le preguntó por fin.

—Hablo muy bien el francés, mi hermana me enseñó a ser un buen soldado y, lo que es más importante, puedo identificar a Tyson. Nunca olvidaré el semblante de ese monstruo. Quiero que muera.

—No, lo haremos a mi manera. Lo llevaremos ante un tribunal para que lo juzguen como criminal de guerra.

Izarra lanzó una risa amarga.

—¿Crees que los tribunales europeos no están corruptos? Quizá seas más idealista de lo que crees.

—A mi manera o de ninguna manera.

La expresión de August no dejaba lugar a las dudas.

—Parece que no tengo otra opción.

Izarra alargó el brazo y ambos se estrecharon la mano.

Afuera, la luna empezaba a declinar, y todo apuntaba a que amanecería en un par de horas. August abrió la ventana y de inmediato la habitación se llenó de una refrescante brisa que acarició su cansado rostro.

—Huélelo —dijo, sonriendo a Izarra, sin saber bien cómo comportarse ante la intimidad que suponía aquella inesperada proximidad—. Las lilas comienzan a marchitarse. Dentro de nada solo habrá césped segado por todas partes y un débil olor a gasolina. En cuestión de semanas París estará desierto ante la llegada del verano.

Izarra se le acercó y se detuvo junto a él: ambos contemplaron los brillantes tejados de la ciudad.

—Es una ciudad muy hermosa —apuntó August para llenar el silencio, horriblemente consciente de la tibieza que irradiaba el brazo de la mujer, tan cerca del suyo.

—Es una ciudad que nunca ha sufrido un bombardeo. Tiempo atrás, todas las ciudades fueron hermosas —respondió Izarra con calmada solemnidad, y luego osciló ligeramente sobre sus pies. August luchó contra el impulso de alargar los brazos para sostenerla.

—Deberías dormir un poco, ya es tarde. Ve a la cama, yo dormiré en la silla.

—¿Y tú?

—Estaré bien. Tengo que trabajar un poco. En serio, Izarra, descansa un rato.

Izarra se quitó los zapatos y, tras dejarlos bajo la cama, se acurrucó sobre el edredón. En un segundo había cerrado los ojos.

August llevó la silla hasta el escritorio y miró el libro, todavía abierto por la página donde aparecía el dibujo de la rosa blanca. La propia rosa yacía sobre el dibujo: un gemelo tridimensional, cuyos pétalos empezaban a doblarse ligeramente por los bordes. Si no otra cosa, pensó August, el diario parecía ser un invisible aunque poderoso catalizador que afectaba a las vidas de quienes se adentraban en su círculo de influencia; una fuente de inspiración y terror, que condenaba a algunos a una búsqueda infructuosa y a otros a la muerte. Levantó la rosa: un rizo de piel reseca se hallaba empalado en una espina. ¿A quién pertenecía aquel trozo de piel? ¿Cuánto estaba arriesgando por seguir el sendero marcado por Shimon Ruiz de Luna? ¿Cuánto de lo que sucedía estaba realmente bajo su control?

Su expresión aparecía ahora mucho más endurecida, mucho más resuelta. La amenaza velada que parecía evidenciar aquella rosa no iba a asustarle. Como mucho le intrigaba: era un rasgo de su personalidad que a la postre le había servido de mucho en el campo de batalla. Saciaba a su propio miedo, como un jugador de ajedrez que, conscientemente, reta a un jugador mucho mejor que él por el puro placer de poner en liza su intelecto ante el de su oponente.

August alargó un brazo para coger su estuche y sacó de su interior los utensilios que había empleado para entintar el libro, hecho lo cual inició de nuevo el meticuloso proceso de descifrar sus páginas. Cada vez que encontraba un momento no había dejado de trabajar en ello, pero parecía que Shimon había decidido martirizarlo. El español se deshacía en digresiones, como si con ello pretendiese probar al lector. August trabajó en la traducción una hora, siguiendo los avances de Shimon. Ahora, Ruiz de Luna había cruzado la frontera con el sur de Francia. ¿Quién sabía adónde le conduciría? August sentía que sus párpados comenzaban a pesarle más y más. Finalmente, decidió apoyar la cabeza en el escritorio un momento. Al hacerlo, se escucharon a lo lejos las campanas de Notre Dame, que desgranaban el repique de las seis de la mañana. A la cuarta campanada, August se quedó dormido.

— § —

A lo lejos, las campanas de la catedral comenzaban a repicar para llamar a los fieles al oficio de vísperas. Shimon dio unos golpecitos con la pluma en el tintero y observó cómo la tinta goteaba de la punta. Había estado escribiendo a lo largo de cuatro horas, a la pálida luz de una lámpara de aceite que le había prestado el posadero, un hombrecillo jovial que, a cambio de unas monedas de más, prescindió de hacer preguntas incómodas a sus clientes. Uxue había ido a la misa de la tarde. Shimon trató de impedirle que se marchase, pero ella, muy juiciosamente, le había dicho que atraerían más la atención de la gente si no iban a misa; fuera como fuese, Shimon insistió en que fuese con Menditxu para mayor seguridad. Al doblar la cuarta campanada, Shimon cerró los ojos, e imaginó la resuelta figura de su mujer caminando por las estrechas callejuelas de Avignon en dirección al enorme palacio papal: era obscenamente ostentoso para ser la casa del Señor, en opinión de Shimon, que maldecía en secreto la profesión de fe de su mujer.

Llevaban una semana en la posada, lo que les había permitido recuperar las fuerzas. Situada al otro lado de la muralla de la ciudad, cerca del puente Saint-Bénezet, era una casita recoleta que los viajeros veían como un agradable jalón en mitad de su viaje, y donde los extranjeros no eran mal vistos, lo que Shimon no podía dejar de celebrar. La pareja estaba exhausta, tras un viaje a caballo, en carro y a pie desde el pueblecito vasco de Irumendi. Les había llevado veintiún días llegar hasta allí, y en varias ocasiones Uxue había perdido la paciencia con su marido, agotada y desencajada por tan incesante trasiego.

—Estamos locos por viajar a la mismísima ciudad papal, cuando tenemos a la Inquisición pisándonos los talones. Bien podríamos ir directamente hasta su puerta y anunciar nuestra llegada, así les ahorraríamos tiempo a los guardias —le dijo en más de una ocasión.

—Pero Avignon no forma parte de Francia. Se encuentra bajo protección papal, y, como tal, mucha gente, incluidos los judíos, pueden vivir allí con total seguridad, lo que la convierte en una ciudad perfecta para ocultarse —replicaba Shimon—. Además, es la siguiente ciudad que menciona Yehuda en su diario.

—En ese caso, iremos con el corazón rebosante de dicha.

Shimon no sabía si su mujer estaba siendo irónica o, simplemente, se había rendido por fin a sus planes. Pero el viaje estaba exigiendo de todas sus fuerzas, y, además, Toulousse había sufrido recientemente los estragos de la peste, lo que significaba que perderían dos días de viaje. En más de una ocasión el propio Shimon había dudado de la cordura de aquel viaje. Durante esas noches, en las que a menudo dormían al raso, con las estrellas como único techo y dosel para velar su sueño, aferraba aquellos viejos legajos contra su pecho, como si, por su mera proximidad, pudiera imbuirse de la fe que comenzaba a faltarle. Fue durante una de esas noches cuando Uxue, tendida a su lado, le había dicho: «Si te falla la fe, toma la mía, tengo suficiente para tres». Aquellas palabras amansaron sus pensamientos. Ahora, el recuerdo de aquella solemne aseveración, hecha en una acequia a las afueras de Nîmes, no podía sino hacerle sonreír.

Volvió a examinar el antiguo pergamino que se extendía bajo la luz de la lámpara. Elazar ibn Yehuda, el viejo médico, había descrito la ciudad amurallada de Avignon como una colonia de nuevos cristianos y un lugar de descanso para viejos mercenarios atraídos por la posibilidad de recibir un estipendio del Santo Emperador a cambio de defender aquel debilitado fortín. Pero también había escrito sobre cierto jardín secreto, perteneciente a un viejo sabio a quien había visitado y que resultaría de gran ayuda en su búsqueda. La segunda pista para llegar hasta el tesoro se encontraba en los límites de aquel jardín, había escrito Yehuda. Junto a su ornamentada caligrafía había un mapa dibujado a mano. Shimon lo estudió atentamente: reconoció los muros de la ciudad y vio que en el pasado, en la época del filósofo, el jardín debió de alcanzar un perímetro que rebosaba sus propios muros, pero Shimon calculaba que ahora no llegaría más allá de los asentamientos y pequeñas barriadas surgidas al otro lado de los muros romanos que cercaban la ciudad. Posiblemente al norte de la posada en la que se encontraba. Miró fijamente la lámpara, reflexionando, hasta que el vacilante reflejo de su propio rostro apareció ante sus ojos, irreconocible de tan ajado como estaba. Una cosa era desentrañar los enigmas que el antiguo filósofo había dejado entre las páginas de su diario y otra muy distinta preservarlas para evitar su expolio en el futuro. Era este dilema moral el que había provocado el insomnio en Shimon a lo largo de incontables madrugadas. No era cosa de descubrir los hallazgos de Elazar ibn Yehuda para que luego estos fueran destruidos por hombres que no tuvieran la sofisticación espiritual necesaria para usarlos como era debido. Tenía que existir un modo de disfrazar aquellos enclaves sagrados para librarlos de tal expolio.

Durante el viaje a Avignon, un criado español les brindó refugio en una villa de verano que en aquel momento se encontraba vacía. El jardinero, procedente de Sevilla y bastante nostálgico de su lejano hogar, describió a Shimon, en un florido español, las complejidades de su trabajo. En la parte trasera de la propiedad se alzaba un laberinto, cuya forma geométrica era claramente visible y fácil de interpretar desde una torreta situada en el mismo palacio. Aquel capricho había maravillado a Shimon. Hecho de alheña y aligustre, el laberinto rezumaba misterio y permanencia, cosa que al jardín le faltaba. Shimon no dejó de hacer preguntas al orgulloso jardinero acerca de los métodos que debían seguirse para construir tal cosa, no del todo consciente de los verdaderos motivos por los que aquello lo intrigaba tanto. Se daba cuenta ahora de que era un sistema perfecto de codificación. Un sistema que, mimado y cuidado con sus propias manos, podría brindar toda clase de significados a aquellos que estuvieran suficientemente versados en las artes místicas. De nuevo entusiasmado, el joven médico apretó la pluma sobre el papel y comenzó a escribir.

— § —

La Nueva Atenas estaba repleta de una clientela de artesanos e intelectuales, comprobó August con suma satisfacción, pero la atmósfera parecía extrañamente enmudecida, como si algún desastre nacional pudiera haber acontecido durante la noche. Resultaba inquietante. En una mesa, un grupo de estudiantes discutía furiosamente, pero August solo podía captar algunos retazos de su conversación: sus oídos se estiraron al escuchar cierta mención a un posible asesinato, incluso a una guerra. Algo ha cambiado, el ambiente tiene esa densa sensación de espera intranquila que conozco tan bien. Es como si toda esta gente esperase que una bomba cayese del cielo. Mientras se preguntaba qué podría haber ocurrido durante la noche, August condujo a Izarra a una mesa situada en una esquina, y pidió unos cruasanes y un par de cafés. Pese a la fatiga que arrastraba desde la noche pasada, la mujer tenía un aspecto radiante, en tanto él se sentía extremadamente cansado por haber dormido con la cabeza sobre el escritorio. Debían encontrar un lugar mejor donde dormir, concluyó para sí. Un hombre de negocios vestido con un traje caro y unos pantalones inmaculadamente cortados los miró desde otra mesa. El aspecto exótico de Izarra atraía la atención de la gente, pero August sabía que no solo era este el caso: lo cierto es que parecían extranjeros.

—Debemos comprar otra ropa para poder confundirnos entre la gente —le dijo a Izarra cuando llegaron los cafés, tan calientes y aromáticos que enseguida se sintieron revitalizados.

—Tengo dinero, he venido preparada —respondió la mujer.

—En cuanto terminemos, iremos a casa de Jimmy. Necesito más información acerca de Tyson: debo saber cómo piensa, dónde puede alojarse.

August mordió el cruasán, y aquel cremoso dulce le hizo darse cuenta repentinamente de lo hambriento que estaba. Izarra lo observó pensativamente, y luego mordió el suyo.

—Está delicioso —dijo con la boca llena—. La última vez que comí un cruasán fue en Biarritz, con mi padre, hace no sé cuántos años. —Se limpió los labios—. Jimmy sigue en la brecha, ¿no?

—Y tanto.

August se veía una vez y otra distraído por las miradas del hombre de negocios sentado en la otra mesa: parecía de Europa del Este, y a August no le gustaba nada lo incómodo que aquel tipo se sentía al vestir aquel traje, como si no estuviera acostumbrado a llevar uno. De hecho, también se esforzaba en evitar sus miradas, aunque de un modo bastante poco creíble. Instintivamente, August empezó a valorar las posibles salidas y cuál de ellas les permitiría una huida más rápida.

—De alguna forma, él es el último vínculo que tengo con mi hermana.

—Jimmy la amaba, no tengo la menor duda de ello, y tampoco tú deberías tenerla.

Pero August no podía concentrarse en la conversación. El hombre miró su reloj de pulsera: era un Patek Philippe. Ningún agente podría permitirse algo así: aliviado, August volvió a centrar su atención en Izarra.

—Eso no cambia en nada las circunstancias de su asesinato —respondió con frialdad.

—Tú sabes que Jimmy quiere ver a Tyson muerto antes que él.

—Lo que significa que no tenemos mucho tiempo. —Echó una mirada por el café—. Todo esto resulta tan colorido… Tanta riqueza, tanta libertad. A veces me pregunto si España cambiará también, alguna vez.

—Todo cambia, es inevitable que sea así. Solo es cuestión de tiempo.

Izarra parecía tan vulnerable, tan fuera de lugar… August no podía soportarlo. La tomó de la mano, alargando el brazo sobre la mesa. De nuevo saltó esa chispa, el innegable tirón de la atracción mutua que surgía como una corriente entre ambos. Aguardó un momento: seguro que ella no tarda en reaccionar a esa atracción. Pero, en lugar de eso, apartó la mano.

—Somos camaradas, no amantes —le dijo con firmeza en español, apenas con un hilo de voz.

Encubriendo su decepción con el velo de la indiferencia, August miró de nuevo al hombre de negocios, que ahora parecía estar leyendo el diario Le Monde: «Stalin est mort!», clamaba el titular.

—Dios mío, ha ocurrido, realmente ha ocurrido —exclamó August en inglés, olvidándose de hasta dónde estaba. Ahora entendía los motivos de aquella tensión que cortaba el ambiente, aquel silencio que teñía de inquietud la atmósfera del local.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Izarra, también en inglés.

—Stalin ha muerto.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que el mundo estará en vilo. Ahora es cuando comenzará realmente la Guerra Fría. Todo va a acelerarse increíblemente.

Vinko volvió a mirar el periódico.

—Que les jodan a los rusos y que le jodan a la Unión Soviética —dijo para sí en croata, y luego vio en el reflejo de su cucharilla de café que la pareja se marchaba del local. Tras dejar cinco francos bajo el platillo, los siguió.

Echaron a andar aprisa: en la esquina de la place de Clichy, los vendedores de periódicos ya empezaban a vocear la noticia: «¡El padre de los soviéticos ha muerto, Stalin ya no existe!». August compró un periódico a un muchacho de unos doce años. Recorriendo las páginas, se volvió hacia Izarra.

—Según Le Monde, murió anoche, pero es ahora cuando se ha declarado oficialmente su fallecimiento. Y todo el mundo especula sobre quién le sucederá en el cargo. Te digo que esto va a cambiar el orden mundial, y si no, al tiempo.

—¿Pero esto es bueno o malo?

—No lo sé, lo que no quiero es otra guerra mundial. Pero Jimmy seguro que estará llorando a moco tendido: en el pasado fue estalinista.

Llegaron a la parte alta de la rue des Martyrs. A la luz del día daba la impresión de ser una calle bastante inocua. Se preguntó August si no habría sido un producto de su imaginación el coche negro que vio navegar la madrugada cuando abandonó la casa de Jimmy dos noches atrás. Un adolescente y su perro emergieron del edificio que había frente al domicilio de Jimmy y pasaron junto a ellos. El chico, indiferente al terrier que gruñía desde el extremo de la correa, lanzó una mirada lasciva a Izarra, que hizo caso omiso de su gesto. Impaciente por abandonar las calles, August condujo a Izarra a la otra acera y la llevó hasta la entrada del número cincuenta y seis. Presionó el botón. No hubo respuesta.

—Lo más probable es que esté de resaca —le dijo a Izarra. Pero empezaba a formársele una bola de ansiedad en la boca del estómago. Volvió a apretar el botón. Otra vez, su llamada careció de respuesta. Un hombre menudo y corpulento, cubierto su mugriento chaleco y sus pantalones con un delantal, salió del edificio, con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios.

—Por favor, monsieur, vengo a visitar a mi amigo, monsieur… —August miró la lista de nombres, preguntándose si Jimmy sería conocido por su nombre real o por el que aparecía en aquel listado—: monsieur Twain.

—¡Oh, usted se refiere a Jimmy! —El hombre sonrió de oreja a oreja, mostrando una hilera de dientes ennegrecidos—. Ese viejo cabrón no ve la luz del sol hasta pasadas las dos, pero bueno, no pierde nada por intentar despertarlo.

Les abrió la puerta para que pasasen.

El ascensor no funcionaba, de manera que August e Izarra subieron las escaleras tan aprisa como pudieron. August podía sentir que también Izarra sentía la misma ansiedad que él. Lo único que quiero es protegerla. ¿Cómo voy a esperar que siga mis pasos, o que tenga que llegar a empuñar un arma para cubrirme, si me paso todo el tiempo pensando en su seguridad?

Se detuvieron frente al apartamento de Jimmy. August levantó la aldaba, pero enseguida reparó en que la puerta estaba ligeramente entreabierta. Miró a Izarra, y por su tensa expresión supo que había llegado a la misma conclusión que él. Con el corazón en un puño, abrió la puerta.

La cortina estaba echada, y el apartamento se hallaba sumido en la más absoluta oscuridad. Tratando de ver algo en la penumbra, August advirtió que la raída alfombra estaba levantada, y que el mástil de la guitarra yacía en el suelo en un ángulo imposible. Entró en la habitación: el suelo crujió bajo sus pies, pero por lo menos nadie había saltado de momento sobre él. Alargó un brazo y encendió la luz.

Vio entonces por qué la guitarra tenía aquel aspecto tan extraño. Alguien la había roto, y las cuerdas se desparramaban en una enrevesada mezcolanza, colgando de la curvada cadera de la madera. Los cajones estaban tirados aquí y allá, así como la ropa de Jimmy, que cubría la habitación por todas partes. Habían arrancado los pósters y carteles de la pared, y las plumas del almohadón se mecían en el aire, empujadas por la brisa que procedía de la puerta. No había rastro alguno de Jimmy. August reparó entonces en el bulto que había en la cama, cubierto por una sábana. El miedo se espesaba en su boca con un desagradable sabor a plomo. No, Jimmy no. Después de haber sobrevivido a tanto…

Se dirigió a la cama, e Izarra le siguió.

—Quédate atrás —la avisó. Tiró de la sábana. El rostro del músico, gris como la ceniza, estaba cubierto por los pétalos de una rosa blanca: tenía los ojos empañados, y le miraban como lo hubiera hecho un ciego. Su boca estaba retorcida, como congelada en mitad de un grito espantado—. Camarada —susurró August, y luego cayó sobre sus rodillas. Sus pulmones, su corazón, su cuerpo entero se contrajo con una andanada de recuerdos: el rostro sonriente de Jimmy en la puerta de aquella prisión española en la que había estado encerrado tres días, por fin abierta; Jimmy borracho y cantando en un burdel de Madrid, la noche antes de que marcharan a Jarama; Jimmy apartando a un soldado del cadáver de su mejor amigo, instantes antes de que una granada cayera en ese mismo lugar.

—Levanta. —Izarra le pasó una mano bajo la axila, tratando de ponerle en pie—. Debes levantarte, August. Encierra tu dolor. Debes hacerlo. Esto no es lo que Jimmy hubiera querido.

Rehaciéndose, August se incorporó, tomó una bocanada de aire y, haciendo de tripas corazón, se volvió de nuevo hacia su amigo. Le levantó una mano: los dedos estaban rígidos. El rigor mortis ya se había apoderado de su cuerpo.

—Lleva muerto más de un día.

—¿Entonces cómo es que sus vecinos no lo han encontrado antes?

—Jimmy era un paranoico, un ermitaño. Dudo que incluso se hablase con los vecinos. Además, probablemente estos debieron de ver y escuchar cosas lo bastante inquietantes. No tenía que haberme marchado, debí quedarme con él.

August se limpió las lágrimas con la manga, se acercó a la ventana y la abrió de par en par, dejándose ungir por el aire fresco.

—¿August?

Este se volvió. Izarra estaba inclinada sobre el cuerpo, examinando el rostro.

—Esto explica lo del tallo.

Señaló una pequeña herida, poco más grande que un arañazo, que Jimmy tenía en la mejilla. August se acercó hasta Izarra y se arrodilló para examinar el cuerpo. El corte parecía haber sido hecho por una espina.

—Pero eso significa que debieron de asesinarle justo cuando me fui la otra noche, y quien lo haya hecho tuvo además que allanar mi habitación mientras yo regresaba al hotel. Eso es sencillamente imposible.

—También significa que quien asesinó a Jimmy sabe que tienes el libro.

—Pero fui directo al hotel.

August trató de hacer memoria de lo sucedido aquella noche, durante el trayecto entre el apartamento y su habitación de hotel, y recordó entonces haber acompañado a una joven corista a su apartamento. ¿Había sido una trampa? Si así era, alguien sabía cada uno de sus movimientos.

Apartó de un tirón la sábana que cubría el cuerpo. Jimmy seguía vestido con la misma ropa que llevaba la última vez que August lo vio con vida. No parecía haber ninguna señal visible en su pecho o su cabeza, ni tampoco el agujero de una bala. August le quitó el cuello de la camisa. Alrededor del cuello, Jimmy tenía una marca roja, apenas perceptible. August la reconoció de inmediato, dado que había tenido ocasión de verla más de una vez durante sus misiones en la Francia ocupada, cuando trabajaba para el Servicio de Operaciones Especiales.

—Lo han pasado por el garrote. Era el método de ejecución preferido en las operaciones de élite. Justo lo que un miembro de la agencia hubiera elegido para matar a alguien. Silencioso, rápido, efectivo. —Estuvo a punto de romper a llorar. Mantener los sentimientos a raya era mucho más difícil de lo que creía—. Stalin ha muerto, amigo… Creía que debías saberlo —dijo al cadáver, mientras volvía a ponerle el cuello de la camisa.

—¿Un miembro de la agencia?

—La CIA. La Agencia Central de Inteligencia, los tipos para los que ahora trabaja Tyson.

—Quizá Tyson regresó. Quizá buscaba la crónica.

August echó un vistazo a la puerta principal. No había rastro alguno de haber sido forzada.

—No lo creo. No parece que hayan entrado a la fuerza. Quienquiera que fuese, era alguien en quien Jimmy confiaba lo suficiente como para haberle dejado entrar voluntariamente.

Se vieron interrumpidos por el estrépito de las sirenas de la policía, que iban haciéndose más y más audibles a medida que se acercaban al edificio de apartamentos. August recorrió la habitación con la mirada. Al otro lado de la ventana alcanzó a ver las barras metálicas de la escalera de incendios. Cogió a Izarra de la mano y la condujo hacia la ventana.

—Venga, tenemos que irnos.

Sujetó la ventana e Izarra saltó sobre el alféizar hasta la escalera de incendios; en un instante August se unió a ella. Mientras Izarra procedía a descender por la empinada escalera, August cerró cuidadosamente la ventana. Minutos después, ambos alcanzaron un sucio callejón que, tras dejar atrás algunos cubos de basura repletos hasta los bordes, les llevó directamente a un transitado rincón de la plaza Pigalle, donde sería fácil pasar desapercibidos.