Cuando August llegó ya era cerca de la noche. Estaba en la esquina del bulevar de Clichy, observando el bullicioso paseo marítimo. Su llegada a la ciudad se le había antojado inexplicablemente inquietante; había algo en aquellas calles intactas, en aquellos solemnes edificios, que le turbaba profundamente, hasta que comprendió que lo único que sucedía era que París carecía de las cicatrices y los boquetes producidos por las bombas, las pilas de ladrillos rotos y los improvisados búnkeres de asfalto que todavía podían encontrarse en los jardines y parques londinenses, la inevitable parafernalia de una ciudad sitiada. Como una puta astuta, París había escapado a la destrucción de la guerra.
Las luces de neón de los clubes nocturnos y los cabarés encendían el cielo que se alzaba allá en lo alto con remiendos de chillones colores. Después de su estancia en la aldea de Irumendi, le daba la impresión de haber aterrizado en otro planeta. La multitud comenzaba a congregarse en las aceras: era una combinación de funcionarios y civiles cuya única intención parecía ser acudir a un espectáculo o escuchar alguna banda de jazz. Algunos se dirigían al célebre Moulin Rouge, otros se perdían en los mucho más sórdidos cabarés. Unas chicas esculturales, con medias de rejilla y ropas subidas de tono —retazos de piernas, pechos y nalgas brillaban tenuemente bajo los neones—, se apostaban a la entrada de los clubes, tentando a los hombres que pasaban junto a ellas. Al acercarse August a uno de los clubes, no pudo evitar ver su reflejo en uno de los ventanales. Pálido, ojeroso, apenas pudo reconocer su propio rostro. Algo en su porte había cambiado enormemente: lo sucedido en Vizcaya había barrido finalmente los últimos vestigios de juventud que aún quedaban en él. Abandonó Pigalle y se dirigió al Barrio Latino, la zona bohemia que frecuentaban los estudiantes y donde se encontraba la Rosa Púrpura, además de un buen número de clubes de jazz que por lo general ocupaban los sótanos de viejos edificios.
El viaje desde el País Vasco no había sido sencillo. El camión en el que viajaba fue detenido por la policía en un camino de montaña que llevaba a Elantxobe, pero los agentes buscaban contrabandistas y por tanto se mostraron más interesados en el cargamento que llevaban en el remolque que en los dos ocupantes del vehículo, y a juzgar por las ropas de August, debieron deducir que se trataba simplemente de algún lugareño. Pero una vez August llegó a Elantxobe, se encontró con la desagradable sorpresa de que el primo de Mateo no estaba tan dispuesto a ayudar como este había sugerido, y únicamente aceptó llevar a August a Burdeos a cambio de cincuenta dólares: una auténtica fortuna. El viaje en barco se había prolongado más de tres horas, y August, obligado a ocultarse en la partición que había tras el motor, pasó todo el trayecto asaltado por las náuseas que los envites del barco y el olor de los vapores de la gasolina le producían.
Una vez en Burdeos, consiguió encontrar una habitación barata, alquilada por horas, cerca de la estación de ferrocarriles, y allí se lavó, se afeitó y se cambió, despojándose de sus ropas de campesino por un atuendo más acorde con la vida urbana. Fue allí, en aquel recoleto dormitorio donde no había más que una simple mesilla y una palangana entre la puerta y la ventana, donde sintió caer sobre sus hombros todo el peso de la partida. Una parte de él había querido quedarse, romper —o al menos intentarlo— las reservas de Izarra y hasta ser como un padre para Gabriel. «Tenía que haberme quedado para protegerles. ¿Quién sabe qué sucederá ahora, por culpa de mi visita? ¿Seguirán manteniendo la relación que siempre han tenido, ahora que Gabriel recuerda lo que sucedió aquel terrible día? Conozco muy bien esa sensación de haber sido como cortado por dentro. ¿He hecho lo que moralmente es correcto?».
Se había quedado allí plantado, contemplando el barreño lleno de un agua jabonosa, cuando, repentinamente, por debajo de su grisácea superficie comenzaron a emerger unos dedos verduscos, blanquecinos, la mano de un ahogado, un recuerdo muerto y enterrado que sin embargo confundía sus sentidos como si fuera algo real: el abotargado cadáver de un hombre ahogado en un río. En alguna parte de aquel hostal se oyó un brusco portazo, y August escuchó las salvas de un arma. Dio un salto y agarró los bordes de la palangana para poder mantenerse en pie. Cerrando los ojos, vio a Charlie recortándose en la oscuridad nocturna, retorcido su cuerpo por el impacto de la bala, y a él mismo corriendo entre tambaleos hacia las trincheras. Abrió los ojos y se obligó a centrarse en el chabacano empapelado de flores y el olor a fritanga procedente del exterior. Luego levantó la cuchilla y, deliberadamente, se hizo un corte en la mejilla. Aquello le devolvió nuevamente a la realidad. «Basta de recuerdos», se dijo, «basta del pasado». Pero la culpa que sentía por haberse marchado de un modo tan repentino, sin decir nada a nadie, remordía su conciencia. Y también estaba el hecho de que se había llevado el libro. Al menos había dejado algo de dinero y una nota en la que explicaba que tenía la intención de devolverlo tan pronto terminase su investigación, pero ni eso le había evitado sentirse como un cobarde cuando abandonó Vizcaya por la mañana. Lo más preocupante de todo era que no solo el hecho de abandonarles le hacía sentir mal, sino también la desagradable sensación de que no había sido completamente sincero. ¿Había intentado compensar de algún modo el ambiguo comportamiento que tuvo en el pasado, y era eso, quizá, el motivo por el que Charlie había empezado a aparecer en su vida, después de tantos años encerrado a cal y canto en las profundidades de su memoria? Aquella idea no dejó de torturarle hasta llegar a París.
Pero ahora que estaba en París, había preocupaciones mucho más acuciantes. Tenía que encontrar a Jimmy, y pronto. Un taxi estuvo a punto de arrollar a un chico que iba montado en una Vespa, y el altercado que siguió a aquello hizo que la mente de August volviese bruscamente a la calle en la que se encontraba. Llevaba caminando más de una hora, casi presa del aturdimiento. Levantó la vista y reparó en que estaba a una manzana del club en el que Jimmy solía tocar. Tras cruzar el bulevar Saint-Michel, se abrió paso a través de un grupo de marineros americanos borrachos y luego se adentró por una pequeña callejuela lateral que daba a la rue de la Huchette. Algo más lejos, a mitad de calle, pudo ver un cartel pintado en el que aparecía un saxofón con una rosa entreverada a él. Cinco minutos después, August bajaba unos escarpados peldaños de piedra que desaguaban en el club de jazz.
Iluminado solo por las luces de las velas y un solitario foco que se proyectaba contra una esquina, donde un saxofonista negro tocaba una pegadiza melodía, el sótano estaba anegado de barriles de cerveza que eran empleados a modo de mesas. El techo consistía en una serie de arcos de ladrillo, y August supuso que aquel lugar debía de haber sido en el pasado la bodega de un edificio de considerables dimensiones. Pequeños racimos de estudiantes de mirada intensa se sentaban alrededor de los barriles, bebiendo y departiendo entre sí. Una barra artesanal recorría la pared del fondo, y varios pósters de artistas del jazz colgaban justo detrás. La camarera era una morena delgada, con una melena que le llegaba a la cintura, vestida con una falda de tubo y un top púrpura ceñido, con el cuello subido, que le marcaba los pezones. El aire estaba cargado por el humo de los cigarrillos. Un camarero de aspecto agobiado, con barba y casi en paños menores, se abría paso entre la clientela, acarreando sobre la cabeza una bandeja en la que descollaba una botella de vino y algunas copas. August se sentó en un taburete, en la barra, e hizo un gesto a la camarera para que le sirviese una copa de vino tinto. La mujer obedeció, contoneando las caderas en aquella falda tan estrecha. Aguardó a que August encendiese un cigarrillo. Este comprendió la indirecta y le ofreció uno. La mujer no dudó en tomarlo.
—¿Holandés? —preguntó en francés, y luego exhaló una bocanada de humo.
—Americano. ¿Acaso no reconoces un buen traje?
—Lo que veo es que no eres uno de esos existencialistas, pero no te culparé por ello. Por aquí es como una enfermedad que te ves obligado a coger —replicó en inglés, transformando su sonrisa en un rictus teatral, taciturno.
Animado por aquella observación, August se inclinó hacia ella:
—Busco a alguien.
—Como todos, cariño —dijo, encogiéndose de hombros—. Es parte de la condición humana. Buscas a alguien, lo encuentras, luego te das cuenta de que no era exactamente lo que buscabas, así que, a la larga, sigues buscando. —Acercó sus pechos turgentes hacia August, y este se vio obligado a no apartar los ojos de su rostro.
—No, lo digo en serio, busco a alguien, un viejo compañero de armas, otro americano, de unos cuarenta y cinco años, músico. Jimmy van Peters. Solía tocar aquí.
Decepcionada, la camarera cogió un vaso y empezó a limpiarlo.
—Oh, Jimmy, claro, viene muy a menudo. No lo conozco muy bien. Agnes solía salir con él, es esa que está sentada allí, con ese tipo tan grande. —Señaló hacia una rubia de gafas que hablaba animadamente con un tipo alto de aspecto cadavérico—. El poeta de ojos hambrientos. Dicen que incluso ha publicado algo.
Al ver que August se incorporaba de la silla, la camarera dejó caer una mano en la suya.
—Oye, guapo, si no encuentras a la persona que buscas, dímelo, a lo mejor estamos predestinados.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
Apartó la mano de la de ella y se acercó a la mesa. El hombre estaba recitando un poema, que a August se le antojó una oda a una tostadora eléctrica.
—¿Agnes? —trató de intervenir.
—Que te jodan, estoy concentrada.
Ni siquiera se molestó en darse la vuelta.
Ignorando su comentario, August cogió una silla y, desafiante, se sentó en la mesa.
—Monsieur, me acaba de romper la inspiración —espetó el hombre.
August no se movió.
—No se preocupe, la recuperará en un momento. He de hablar con su amiguita. Tengo una pregunta muy importante que hacerle sobre un conocido común que puede encontrarse en apuros.
Agnes se volvió entonces, y August reparó en que era demasiado joven, quizá no mayor de diecisiete años.
—Jimmy, Jimmy van Peters —dijo August con voz tranquila.
La expresión de la chica se suavizó, y susurró algo en el oído del poeta. Luego abandonó la mesa junto a August, alejándolo de la multitud, hacia las sombras que proyectaban uno de los arcos.
—¿Quién eres?
—Soy un viejo amigo suyo. Luché junto a Jimmy en España.
—¿De veras? —August se dio cuenta enseguida de que la muchacha apenas le creía—. ¿Y qué?
—Tengo que verle. ¿Cuándo suele venir?
—¿Y él? ¿Necesita verte?
—Ya te he dicho que somos amigos.
—¿Por qué tendría que confiar en ti? Jimmy tiene muchos enemigos. ¿Cómo puedo saber que no estás mintiendo?
—¿Alguna vez te ha hablado Jimmy de Joe Iron? ¿Cuando nos ocultamos de los fascistas en el río Ebro?
—¿Tú eres Joe Iron? —Sus ojos verdes se abrieron de par en par. August pudo ver ahora que estaba más cerca de la infancia que de la adolescencia.
—Joe Iron era mi nom de guerre.
—Sigo sin saber si puedo confiar en ti.
—Estoy en el hotel que hay en el 39 del bulevar de Rochechouart, solo tienes que decírselo.
Hizo ademán de marcharse. La chica, entonces, le tomó por un brazo.
—Jimmy nunca sale, ya no. Su apartamento está en la 56 de la rue des Martyrs, en Pigalle. Pero no te he dicho nada.
* * *
Situado al otro lado de la plaza Pigalle, muy famosa por los cafés y los clubes de striptease que la flanqueaban, el número 56 de la rue des Martyrs era un estrecho edificio que debía de haber sido bastante majestuoso en la belle époque. Residencia, en el pasado, de una burguesía con aspiraciones, era ahora un lugar ruinoso y decadente. August recorrió con la mirada aquella estrecha callejuela; parecía desierta, si uno no contaba la pareja de adolescentes que se besuqueaban en una esquina. Justo entonces, una mujer que tiraba de un cochecito abrió desde dentro la puerta principal del edificio. Después de saludarla, August la ayudó educadamente a bajar el cochecito por los peldaños de la calzada, y luego se coló por la puerta antes de que esta se cerrase. En el interior —una entrada de mármol elegante, aunque poco iluminada— olía a orina de gato, procedente, quizá, de la arena que se acumulaba junto a la rueda de una bicicleta que había encadenada a una pequeña columna. De alguna parte del edificio procedía el murmullo de un disco de jazz, mientras que de la dirección opuesta llegaban los gritos de un hombre y una mujer entreverados a los llantos de un niño. Un fuerte olor a sopa de ajo daba la bienvenida al recién llegado desde el hueco del ascensor.
August comprobó la lista de residentes que había garabateada en el cuadro automático situado junto a la puerta principal. No pudo evitar sonreír al ver que el propietario de la buhardilla respondía al nombre de monsieur M. Twain: sin duda se trataba de Jimmy.
La puerta tenía cinco cerraduras. Estaba un poco maltratada, y sin duda había visto mejores días. En el centro había una pequeña aldaba metálica con la forma de una cabeza de león. August levantó el llamador y dio varios golpes contra la puerta.
—Qui est la?
August reconoció aquella voz ahogada inmediatamente.
—Jimmy, soy Gus —dijo a través de la puerta. Escuchó al otro lado un pesado arrastrar de pies, y luego el repiqueteo de las cerraduras y las cadenas. Por fin, la puerta se abrió ligeramente. El rostro de Jimmy apareció en el hueco, y August tuvo la inquietante sensación de que estaba viendo al anciano padre de Jimmy, tanto había envejecido el músico en cuestión de semanas. Tenía un lado de la cabeza amoratado e hinchado, el brazo derecho estaba en cabestrillo, y su mano derecha completamente vendada: incluso con aquel vendaje, August reparó en que le faltaba un dedo. Jimmy miraba a August a través de una matriz de venas rotas.
—¿Qué estás haciendo aquí? No deberías haber venido, no es seguro —gimió, antes de hacer pasar a August a la habitación.
El apartamento era poco más que un espacio abierto, sin divisiones, con una cocinilla y un aparador encastrados en una esquina junto a un aguamanil. Se encontraba bajo el alero del edificio, y August tuvo que agacharse para evitar golpearse contra el techo cuando Jimmy le invitó a pasar. Contra la pared había una mesita de café llena de manchurrones, la mayoría producidos por quemaduras de cigarrillo; sobre su superficie había un enorme cenicero de cristal. Detrás de la mesa se acomodaba el tocadiscos, mientras que la guitarra de Jimmy —el objeto más atractivo que había en el lugar— dormitaba contra la pared. Esta se hallaba prácticamente empapelada de pósters y carteles de los años cuarenta, anuncios, en general, de Dizzy Gillespie y su banda, el grupo con el que Jimmy solía tocar. August dejó la mochila sobre la mesa.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Damien Tyson. —Con sumo cuidado, Jimmy se volvió a sentar en la estrecha y destartalada cama—. Por desgracia, ese maldito cabrón dejó el trabajo sin terminar. Por lo visto, eso hubiera sido demasiado favor. Hay una botella de whisky en el armario situado bajo el fregadero, y un par de vasos limpios en el aparador. Sírvete. Pero no te pongas demasiado cómodo, la Agencia tiene el lugar bajo vigilancia.
Jimmy tenía un aspecto horrible: la piel gris, las manos temblorosas. «Al pobre le quedan semanas, no meses», pensó August, incapaz de mirar a Jimmy a la cara. Se dirigió a la cocina y tomó la botella de whisky.
—Ya que estás, sírveme uno —le pidió Jimmy.
—¿Crees que es buena idea?
—Hombre, ya puestos es mejor morir con una sonrisa en la cara.
August sirvió los dos vasos y le llevó uno a Jimmy, que metió la nariz en la copa e inhaló con todas sus fuerzas.
—Así es como debe oler el paraíso.
Acunando su vaso, August se sentó frente a la cama, arrellanándose como pudo en el incómodo sofá de cuero. Jimmy se dejó caer sobre las almohadas, con los ojos cerrados. Por un momento, August pensó que iba a morirse allí mismo, pero Jimmy despegó los labios y comenzó a hablar, aunque sin abrir los ojos.
—De modo que recibiste mi carta…
—Tenía que venir, Jimmy. Estaba preocupado. Pero hay otras razones por las que estoy en París.
—¿Qué razones?
—El libro. Cierto monje, en el siglo XVII, comenzó a investigar su contenido, y un día desapareció misteriosamente.
—Así que el libro te ha atrapado en sus garras.
—Jimmy, Andere y sus hombres fueron asesinados a causa del libro, el Gobierno americano nada tuvo que ver en ello. Tyson trabajaba por su cuenta.
Jimmy lanzó un suspiro.
—Eso pensaba. ¡Fui tan jodidamente imbécil, podía haberlo matado! ¡Podía haberlo matado en 1945!
—No podías saber lo que iba a suceder.
Jimmy se volvió dolorosamente hacia él, y le observó con suma atención.
—Están detrás de ti, Gus, todos ellos: la Agencia, el MI5, la Interpol. Tyson me dijo que creen que perteneces al KGB.
August le clavó la mirada.
—¿Y tú qué crees?
Al cabo de unos segundos, Jimmy bajó los ojos.
—Amigo, la verdad es que me importa tres carajos, solo quiero que hagas pagar a Tyson por lo que hizo. Y además, se habla de esa tregua con Franco: los americanos están pagando millones de dólares a España por instalar sus bases en la península, un dinero que financiará el régimen franquista durante décadas. Por Dios, Gus, ¿qué fue de aquello por lo que luchamos? ¿Para qué luchamos? Voy a decirte algo: está tomando forma un nuevo orden mundial. Occidente tiene un miedo cerval a lo que pueda suceder en la Unión Soviética tras la muerte de Stalin, y el Hombre de Acero se está muriendo; cuando esto suceda, se va a desencadenar un verdadero infierno. América está inquieta: ahí están Corea, América del Sur, quizá incluso Cuba. Así pues, si eres un espía, Gus, no se lo digas a nadie, puedo pasar sin tanto dolor.
Dicho aquello, Jimmy levantó su whisky. Dio un trago y de inmediato se dobló, como si acabara de recibir un disparo en las tripas; tenía los ojos acuosos, y estiró un enjuto brazo para sostenerse en los barrotes del cabecero.
—Calma. —August le ayudó a tenderse de nuevo sobre los almohadones; al contacto de sus manos, la osamenta del músico parecía terriblemente frágil, casi incorpórea—. ¿Qué quieres de mí, Jimmy? —se atrevió finalmente a preguntar, con voz apenas audible.
—¿Quieres decir si solo me quedase un día de vida? —bromeó Jimmy. «Siempre fuiste el mejor cuando se trataba de hacer un chiste, por macabro que fuese, incluso cuando arreciaba el fuego enemigo». August asintió con gravedad. Jimmy se inclinó hacia delante, y le miró con dramática intensidad—. Quiero que hagas lo posible por sabotear esa tregua. Quiero que dejes en evidencia a Damien Tyson. Mátalo, incluso, si crees que puedes salir indemne de ello.
Sobre sus cabezas, las cañerías vibraron con fuerza, y Jimmy se apoyó en el cabecero, envolviéndose con el raído edredón que cubría la cama, mientras rompía a toser. August miró el vaso de whisky, resuelto a no sentir lástima por su amigo.
—¿Eso es todo?
—August, ese tipo mató a la mujer que amaba y a otros pobres diablos, pero puedo darte algo más que eso.
—Te escucho.
—Me han informado de que Tyson está muy bien relacionado con la Casa Blanca y que es amigo íntimo del senador McCarthy. Fue uno de los encargados de hacer las negociaciones para llevar a buen término ese pacto… aunque de manera extraoficial. Puede que Tyson sea la clave.
August estrechó la mano de su amigo.
—Le atraparé, de una manera u otra le atraparé. Te lo prometo.
Jimmy se miró las manos.
—Me rompió los dedos y se llevó uno de la mano derecha. Se acabaron mis días como guitarrista. Qué demonios, si ni siquiera me quedan dos semanas de vida.
Dejó caer pesadamente los pies en el suelo y, doliéndose de todos los huesos, se puso trabajosamente en pie. Se dirigió al gramófono y cogió una de las grabaciones: la funda del álbum pertenecía a Mona Lisa, el gran éxito de Nat King Cole. Abrió la funda y extrajo un trozo de papel. Se lo entregó a August y luego puso el disco en el gramófono. Mientras la voz de Nat King Cole devanaba las notas de la canción, August examinó el papel. Era una lista de nombres; algunos los conocía, otros no. Levantó la vista hacia Jimmy.
—¿Es esto lo que creo que es?
Jimmy sonrió de oreja a oreja.
—Seguimos en la brecha, Gus, no estarás solo. Lo que tienes entre las manos es una red de excombatientes de las Brigadas Internacionales dispersos por toda Europa. No es un grupo muy grande, pero son tipos leales. Puedes confiar en ellos; te proporcionarán pisos francos y ayuda.
August volvió a mirar la lista. Los nombres despertaron en su memoria las imágenes de rostros que creía olvidados, recuerdos que pensaba enterrados para siempre. Algunos habían luchado a su lado, hombro con hombro, otros habían creído en lo mismo que él hasta el punto de haber mirado a la muerte cara a cara, todo por defender la libertad, una democracia que prometía un mundo de iguales. Y todos ellos habían seguido viviendo bajo los mismos principios, habían tenido vidas como la suya. ¿Cómo habían podido sobrevivir?
Dobló el papel y lo guardó en el bolsillo delantero de su camisa.
Mateo, el propietario del café, observó a aquella mujer alta, pelirroja, de mediana edad, que salía con aire hosco y petulante del coche. Por su apariencia debía de ser inglesa o alemana: huesos demasiado grandes, andares sin gracia. Pero caminaba con visible resolución. Dos extranjeros en menos de diez días: ya eran más de los que la aldea había recibido en un año. Aquello no iba a traer nada bueno, reflexionó. Quizás el anonimato que pesaba sobre Irumendi —una característica que los lugareños consideraban su punto fuerte— estaba en entredicho, o quizá aquellos dos extranjeros tenían algo que ver entre sí. No dejó de mirar a Olivia mientras esta cruzaba la plaza en dirección a la fuente; la vio detenerse ante el campanario, con una expresión diríase violenta, agresiva. Constatar aquello recrudeció sus ánimos. Quizá era una amiga, después de todo: cualquier enemigo de la Iglesia era su amigo. En el otro extremo de la plaza algunos postigos se entreabrieron ante la noticia de que había una forastera en la aldea, una noticia que, por lo visto, había corrido entre los aldeanos como un virus. Contabilizó al menos dos ancianas que asomaban entre los visillos, las cotillas oficiales del pueblo. Si seguía de brazos cruzados, no iba a poder salvar a aquella forastera de tan intenso escrutinio. Ah, la inocencia de los extraños, dijo Mateo para sí, mientras abandonaba el bar, con cuidado de empastar una sonrisa en la cara para recibir como se merecía a la desconocida.
Ya había pasado la medianoche, hacía más frío en la calle, y August, vestido con una fina chaqueta, temblaba de pies a cabeza. Se subió el cuello de la chaqueta y apresuró el paso por la estrecha callejuela. Las luces de la mayoría de las ventanas de los edificios colindantes ya se habían apagado, y parecía que por fin la noche se había sumido en el sueño. Pero la mente de August no dejaba de dar vueltas: los recuerdos se mezclaban con las experiencias más recientes y después se hacían añicos, fragmentos de información que parecían haberse producido en algún remoto sueño. La intensidad de lo acontecido en los días anteriores le había empujado a ese inseguro reino que existe más allá del cansancio físico, pero, con todo, se encontraba más alerta que nunca. Un gato emergió de un portón, irrumpiendo en su camino como una bola de pelo, cegadoramente rápida. August se echó atrás, apretando el puño que sujetaba la bolsa donde guardaba el libro, y luego prorrumpió en carcajadas. Comprendió de pronto que, en efecto, Jimmy le había dado un regalo, el mejor de todos: le había devuelto un sentido a la vida.
Al final de la calle un Fiat negro se detuvo lentamente en el arcén, y August tuvo la clara impresión de que alguien le había visto abandonar el edificio de apartamentos en que vivía Jimmy. Se apresuró a llegar a la plaza Pigalle. Al entrar en el bulevar, una de las puertas laterales de un club de striptease se abrió de par en par y un corpulento vigilante de seguridad la sostuvo galantemente para que pudiera salir una jovencita rubia, envuelta en un vestido de satén, que llevaba al cuello una algodonosa capa de piel blanca. El hombre cerró la puerta y la joven permaneció unos instantes sin saber qué hacer, temblando por el relente nocturno. August se dio cuenta entonces de que eran las únicas personas que había en la calle. Apresurando el ritmo al pasar junto a ella, trató de ignorarla.
—¡Monsieur! —Para su irritación, la chica corrió tras él. Ralentizó el paso, preparándose para un abordaje en toda regla: acostarse con una puta no era el plan que más le apetecía ahora—. Monsieur, ¿podría darme fuego?
La joven sacó un cigarrillo. A regañadientes, August sacó su zippo.
—Claro —respondió con brusquedad—. Pero le advierto, mademoiselle, que no estoy interesado en tener compañía.
Le encendió el cigarrillo y siguió andando, pero la chica le siguió, corriendo como un cervatillo para mantener su paso.
—Monsieur, me ha entendido mal. Necesito que alguien me acompañe hasta mi casa. La noche ha sido demasiado tranquila y no puedo pagar un taxi, y París es muy peligroso a esta hora.
Abrió los ojos de par en par, en un ruego que resultaba infantil y atractivo a partes iguales.
—¿Dónde vives?
—Rue de Cannard, no está muy lejos de aquí.
Era la calle siguiente a la de su hotel. No tendría que desviarse. Muy cerca escuchó el frenazo de un coche y miró a su espalda. La calle parecía desierta, pero la sensación de que alguien le seguía flotaba a su alrededor como un perfume.
—¿Esperas a alguien? —dijo la joven con una entonación coqueta.
—Nadie que me guste —replicó, lúgubre. Echaron a caminar.
La llave del hotel se atrancó un momento en la cerradura y August miró a un lado y otro del pasillo: un suelo entarimado y una moqueta barata, llena de manchas, recorriéndola por el centro. Pudo oír los jadeos de dos personas que hacían el amor en la habitación de al lado, aunque la mujer sonaba demasiado profesional: «sin duda, una puta callejera con un cliente», pensó de inmediato, justo cuando la llave por fin giraba y se abría la puerta. Encendió la luz. La habitación estaba tal y como la había dejado seis horas atrás: algunas mudas colgadas apresuradamente en la única silla que había en el cuarto, frente al aguamanil, una toalla y una pastilla de jabón en el borde de la cama.
August dejó la mochila sobre la cama y se acercó a la ventana. Retiró los visillos a un lado y miró a la calle que se extendía a sus pies. Bajo la amarillenta luz de las lámparas todo parecía yermo, tranquilo, pero tenía la impresión de que le habían estado vigilando desde el momento en que abandonó el apartamento de Jimmy. Incluso ahora, mientras miraba a la calle, sentía sobre sí la mirada de alguien. Apretándose contra la pared, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y acarició la Mauser que guardaba allí. Era una sensación ciertamente reconfortante. Dejó caer los visillos y se volvió de nuevo hacia la habitación. Fue entonces cuando reparó, dando un respingo, en la rosa de pétalos blancos que yacía en la pequeña mesita de madera que había en una esquina. No estaba allí antes. Se acercó a ella y la tomó entre sus dedos. Volviéndola a un lado y otro, examinó sus pétalos dobles; obviamente se trataba de una rosa del viejo mundo, probablemente de la época Tudor. Le resultaba extrañamente familiar. Al volver a dejarla en la mesa, notó que tenía los dedos pegajosos. Reparó entonces en que el tallo estaba cubierto de sangre, y que una pequeña hebra de carne colgaba de una de las espinas. Parecía simbolizar una lúgubre advertencia, ¿pero quién la había dejado allí, y por qué? Enfiló sus pasos hacia el aguamanil y se lavó las manos: no podía dejar de mirar aquella rosa, que parecía embrujarle con su mera presencia. No tardó en recordar dónde la había visto antes. Se secó las manos y sacó el libro de la mochila; sentándose ante la mesa, abrió la crónica por la página que hablaba sobre las pistas ocultas en el primer laberinto. En la parte superior había una ilustración sumamente detallada de esa misma rosa, pétalo por pétalo, casi como si de una copia exacta se tratase. Un escalofrío le recorrió la espalda. Tuvo la inconfundible impresión de que alguien seguía cada paso que daba, y no solo en Europa, sino también a lo largo de las páginas que el joven médico había escrito, a medida que August se iba abriendo paso por ellas.