August supuso que todavía debían de quedar un par de horas de luz antes del anochecer. Había salido de la casa tras calzarse las botas y coger un enorme cuchillo que había encontrado en el establo, pues de esa manera podría despejar el terreno si tal cosa era necesaria. A su regreso, la casa estaba sumida en el silencio, y los postigos de los dormitorios cerrados a cal y canto. Comprendió que Izarra y Gabriel debían de estar durmiendo. Nadie le había visto llegar ni marcharse.
Cargó la mochila a la espalda, donde guardaba la cámara y el mapa que había realizado con cada nueva información. Estaba seguro de que encontraría algo en el claro, pero todavía estaba por ver qué. Shimon Ruiz de Luna únicamente se refería a él como el primero de varios lugares sagrados, la primera pieza del rompecabezas. Pero August sentía esa creciente excitación que siempre le invadía antes de cada batalla: la seductora combinación del miedo y el deseo.
Utilizando una rama que había tallado como bastón, procedió por el mismo sendero que Gabriel le había mostrado dos días atrás. El sendero era estrecho, y la maleza casi lo había asediado por completo, lo que a August le llevó a pensar que solo Gabriel e Izarra hacían uso de él. Bajo un palio de ramas y hojas, el camino quedaba reducido a un inframundo de humedad asfixiante y espléndido verdor. Un arroyuelo corría a su vera, haciendo más resbaladizos los cantos rodados. August se detuvo, se apoyó en el bastón y sacó su brújula. Había estado caminando en dirección noroeste durante una media hora, y, según sus cálculos, tendría que poder ver la cueva y la capilla desde la siguiente colina.
Y así fue: cinco minutos más tarde, el sendero se ensanchó hasta abrirse en un claro, y los árboles dieron paso a una antigua formación rocosa más allá de la cual August pudo ver la oscura boca de la cueva y la pared de piedra de la capilla. Subió a lo alto de una roca y volvió la espalda a la montaña para ver el frondoso bosque al otro lado del valle que Gabriel le había impedido ver: su aspecto era inquietante, misterioso, casi prohibido. Se calzó los prismáticos bajo las cejas y buscó algún contraste, alguna variación en el follaje. Para su sorpresa, descubrió que allí el bosque era mucho más joven. La densidad de los árboles, muchos de ellos más esbeltos y vigorosos que los viejos troncos de los robles y los encorvados abedules que le rodeaban, hacía difícil poder ver algo más. Pero, cuando August comenzaba a desesperar, descubrió un destello de luz a través de aquella frondosidad de jade. Comprobó nuevamente la brújula: debía de estar más o menos en el mismo lugar donde se abría el claro que había visto desde la torre. Saltó de la roca y procedió a abrirse paso a machetazos por aquella espesura, en dirección a la luz. Las ramas de los árboles se prendían a sus ropas y le arañaban el rostro, y August podía oler el punzante aroma de las hojas cortadas. La sensación de estar escondido y al mismo tiempo a la vista, terriblemente vulnerable, regresó a su mente. Era como un sexto sentido, algo que había aprendido a ocultar a las tropas de Franco durante la retirada de 1938, cuando despertó herido y, para colmo, descubrió que lo habían abandonado más allá de las líneas enemigas. Sobrevivió durante una semana, caminando a ciegas, ocultándose en las riberas del Ebro. Luego, se transformó en un animal salvaje. Entre delirios, presa de la sed y del hambre, ardiendo literalmente por todas sus heridas, no le resultó difícil perder los últimos vestigios de humanidad que todavía quedaban en él. Una noche tuvo que esconderse bajo el agua, con la cabeza oculta tras un tronco que flotaba a la deriva, aguardando a que un batallón fascista pasase de largo en la orilla vecina. Dejó de preocuparse de si vivía o moría, y su último pensamiento consciente consistía únicamente en obligarle a permanecer invisible. Eso fue lo que le salvó.
Una ramita saltó contra su rostro, arañándole la mejilla. Se detuvo en seco, asustado, sin saber dónde estaba o qué año era, y entonces comprendió que le estaban observando, y lo que era más: alguien le perseguía. Su instinto le hizo tensar los músculos, preparándose a lo que pudiera sobrevenir. Agachó la cabeza y aguzó el oído, manteniendo en alerta todos sus sentidos mientras escuchaba los débiles sonidos del bosque. Y entonces lo oyó: era el suave susurro de algo que se movía en la espesura. Algo grande, más grande que un zorro o un tejón. Se volvió en redondo y miró agitadamente entre la vegetación, pero no alcanzó a ver nada. Un segundo más tarde escuchó el chasquido de una rama al partirse. August, entonces, comenzó a correr tan rápido como pudo, abriéndose paso con el cuchillo, consciente de que era más peligroso quedarse parado. De pronto, algo pasó junto a su cabeza, eludiéndole por escasos centímetros. August reconoció aquel sonido inconfundible. Era una bala. Le estaban disparando. Para cuando quiso darse cuenta de ello, escuchó a alguien amartillando un rifle y sintió que una sombra que había aparecido entre los matorrales le arrojaba al suelo. La segunda bala acertó a impactar en el tronco de un árbol que había justo enfrente de donde él se encontraba hacía un momento; quienquiera que se hubiera precipitado sobre él, acababa de salvarle la vida. August apartó al hombre de un empellón y se liberó de su peso. Para su perplejidad, vio a Gabriel de pie junto a él. El joven se llevó un dedo a los labios.
—¡Izarra! —gritó Gabriel en dirección al bosque que se extendía tras él—. ¡Izarra, sal de donde estés!
August se arrastró hacia él, sin intención todavía de incorporarse. Instantes después, Izarra surgió de detrás de un árbol, aún apuntando a August con el rifle. Este no hizo el menor movimiento. Gabriel comenzó a caminar hacia ella, maldiciendo furiosamente en euskera, del cual August solo podía entender algunas palabras. Por fin, la mujer bajó el rifle: la luz del sol iluminaba a retazos aquel desconcertante retablo, abriéndose paso entre la techumbre de ramas.
Airado, August se puso en pie, sacudiéndose las hojas que habían quedado enganchadas a sus prendas.
—¿Qué demonios pretendías hacer, matarme? —Dio un paso hacia ella, ardiendo de cólera. Gabriel se interpuso ante Izarra en un instintivo gesto de protección, pero August ignoró al muchacho—. ¿Cuándo vas a entender de una vez que soy vuestro amigo?
—¿Y un amigo intentaría conocer nuestros secretos? ¡Te haces llamar amigo y no respetas nada, ni siquiera esta tierra sagrada! —le gritó en respuesta, con las mejillas rojas de ira.
—¿Quién eres, Izarra, quién eres en realidad? —inquirió August, ya definitivamente perdida la paciencia. De nuevo, Gabriel dijo algo en euskera a la mujer, con un tono tan adulto como autoritario. Comenzó entonces entre ellos una agria discusión. Por fin, Gabriel pareció amenazarla si no hacía lo que le decía. Para sorpresa de August, la mujer cambió de actitud y apartó el arma, volviéndose hacia él.
—Ven, te ayudaré en tu investigación.
—¿Por qué?
—Porque el espíritu de mi hermana no descansará hasta que sea vengado. Ven.
Procedió a abrirse paso por entre el follaje; Gabriel miró solemnemente a August, y luego, con un ligero movimiento de cabeza, le indicó que la siguiese, mientras que él marcharía detrás. Cuando August avanzó por el sendero que Izarra estaba abriendo, mucho más aprisa y con pasos bastante más seguros que los suyos, apenas era capaz de recordar la última vez que lamentó haber dejado atrás su Mauser.
El lugar estaba emplazado en una pequeña oquedad, bordeado por un saliente de piedra, resultado de alguna antigua avalancha; era totalmente inabordable, gracias sobre todo a la espesura del bosque que se extendía a su alrededor. August miró a un lado y a otro presa del asombro. El claro se había abierto ante ellos casi como por arte de magia. Aparte de la pequeña rendija de luz que parecía danzar sobre sus cabezas al internarse por entre el follaje, no había indicio alguno de su existencia. Y August comprendía ahora por qué: las antiguas ruinas de lo que parecía ser una villa árabe o romana estaban casi por completo anegadas por espesas raíces y zarzas. Era la inconfundible arenisca (inédita en la región) lo que marcaba el perímetro de la morada original. Solo se mantenía en pie el muro de atrás, y cuan largo era: se trataba de una antigua estructura compuesta por bloques de adobe unidos entre sí con sorprendente destreza, cada uno de los cuales era idéntico al anterior y encajaba sin fisuras con el resto.
Frente a aquella ruina, y esto era lo más sorprendente de todo, se alzaba un pequeño laberinto de simetría perfecta. No tendría más de dieciocho metros, y dentro de sus formas oblongas se recogía un curioso motivo que a August le hizo pensar en una caligrafía conocida, o, al menos, se le antojaba vagamente familiar. Las paredes, que parecían meros setos, se elevaban por encima de los dos metros, lo que evidenciaba que, aun cuando el laberinto no fuera demasiado grande, sus proporciones facilitaban que el visitante incauto pudiera perderse en su interior. Fue entonces cuando August comprendió la existencia de aquellas extrañas herramientas que había visto en el cobertizo. Había creído reconocer en ellas unas podaderas, y por lo visto, aquella observación había sido correcta. «Así que estaba en lo cierto, pero ver un laberinto aquí, en este lugar, es casi tan surrealista que su sola presencia resulta absurda: ¿por qué aquí?».
Izarra descendió por el saliente hasta el claro, y aquel rápido movimiento arrancó a August de sus ensueños. La siguió al instante y no pudo por menos que reparar en el intenso aroma del romero. Una vez llegó abajo, vio que Gabriel se quedaba atrás, y que asomaba hacia donde estaban ellos, con una expresión aterrada en los ojos.
—¿No vienes? —preguntó August. Gabriel sacudió la cabeza.
Izarra tocó el hombro de August.
—A Gabriel no le gusta venir aquí, desde que era un niño.
—¡Es un lugar maligno! ¡Maligno! —gritó el joven en español, y la última palabra vibró por todo el claro.
—Ya basta, Gabriel. Espéranos ahí.
Izarra condujo a August hacia las ruinas.
—Eres el primero en mucho tiempo que pone los ojos en este lugar —le dijo con solemnidad, y no sin reluctancia. Su vacilación resultaba evidente, como si los alrededores la intimidasen: fuera como fuese, August se sentía extrañamente honrado de que Izarra le hubiera permitido llegar tan lejos. Avanzó hasta el montón de piedras caídas y se arrodilló para examinarlas. Recorriéndolas con la mirada, casi pudo ver las paredes que conformaban la morada original. Constató entonces que no se trataba de un enclave romano, sino de una arquitectura inconfundiblemente andaluza, la clase que es habitual ver en el sur de España y más concretamente en Sevilla y Granada. Se incorporó, perplejo: por lo que sabía, los árabes no habían llegado hasta allí.
—No lo entiendo. Esto no debería encontrarse aquí. Tariq no conquistó esta región. —No se dio cuenta de que estaba hablando en inglés.
—Hay muchas cosas que no deberían existir, y que sin embargo existen. Son los historiadores quienes compartimentan la historia.
Izarra le sonrió enigmáticamente.
August comenzó a darse cuenta de lo poco que en realidad sabía de aquella mujer, el absurdo prejuicio que había mostrado al pretender protegerla, dando por sentado que carecía de formación y que nunca había viajado. Se volvió hacia Gabriel. El joven se encontraba en las proximidades de la pared trasera, moviéndose de un lado a otro nerviosamente. Algo en su postura turbaba a August; era como si aquella pared le diese miedo, pero a la vez le atrajese sin poder evitarlo. August siguió mirándole, y vio que el muchacho recorría los límites de la pared de un extremo al otro, nervioso, incansable, como un perro que defendiese su territorio. August tuvo la desconcertante impresión de que al adentrarse en aquel claro habían dejado atrás el tiempo real, o más bien como si el tiempo lineal no existiese en su perímetro; solo la luz, el aire y el olor que flotaba en la atmósfera.
—Ven, te lo enseñaré. —La voz de Izarra parecía brillar.
Gabriel aguardó entre las ruinas mientras Izarra conducía a August al interior del laberinto. No tardó en saber de dónde procedía aquel aroma a hierbas: los setos no eran sino enredaderas de romero. August nunca había visto matorrales tan altos; el olor era tan fuerte que resultaba casi alucinógeno.
—Mi familia era la encargada de custodiar este lugar sagrado, al menos hasta donde mi padre, su abuela y los demás, podían recordar. Al principio, según cuenta la historia, éramos los protectores de la cueva de la diosa Mari, la que, creo, Gabriel te mostró. Todas las mujeres de mi familia eran sorginas, «sacerdotisas» las llamarías tú, de la religión tradicional, la que recorre la sangre de los vascos. Estas ruinas se encontraban en nuestras tierras no desde la época en que data la cueva, pero sí antes del tiempo en que Cristo llegó a estas montañas.
—La morada fue construida en tiempos de Tariq, el general otomano que conquistó la península ibérica para el califa Al-Walid —dijo August—. Eso fue en el siglo VIII. Parece una pequeña residencia o tal vez un templo. ¿Pero esto? —señaló el laberinto—. A los otomanos les encantaban los jardines, y por lo general los conformaban siguiendo unos principios religiosos y hasta espirituales, ¿pero un laberinto? Por lo que sé, los laberintos no se hicieron populares hasta el siglo XVI, y ya entonces no eran otra cosa que un mero capricho.
—No me contaron nada ni sobre el laberinto ni acerca de las ruinas —repuso Izarra—. Lo único que mis padres me enseñaron fue que debía proteger este lugar con mi vida, pues si caía en manos enemigas o bajo el poder de los no creyentes, un gran desastre se desencadenaría en nuestra familia y en nuestra aldea.
Bajó la voz, reverente, mientras se aproximaban a un pequeño arco que despuntaba entre los setos, señalando la entrada al laberinto.
Cruzado el arco, se encontraron ante el primer rellano del laberinto: una base circular rodeada de matorrales de considerable altura. Izarra condujo a August hasta la base, que a su vez era un dédalo en miniatura: una serie de anillos y paredes tapiadas que conformaban un mini-laberinto inscrito en el interior de un círculo, en cuyo centro había un arriate vacío, redondo y cubierto de grava. Las paredes eran como capas de cebolla, pues la poda había sido realizada con la deliberada intención de confundir a quienes se internasen en ellas. Cogiendo a August de la mano, Izarra se alejó de la base, y recorrió con una confianza ciega las entradas ocultas y los caminos falsos, siguiendo un muro curvado hacia otro círculo. Allí parecía haber cuatro senderos que irradiaban del anillo exterior de la base circular. Izarra condujo a August hacia el segundo sendero, que parecía terminar en un callejón sin salida. Fue al llegar al final del corredor cuando August comprendió que se trataba de una ilusión óptica: había una entrada oculta entre los setos, tras la cual se abría otra base circular rodeada de setos y que, del mismo modo que el anterior, también contenía un determinado número de anillos con aspecto laberíntico. De nuevo, cuatro senderos de grava (incluyendo aquel por el que habían llegado hasta allí) se bifurcaban desde la base, y, como en la primera en la que habían entrado, en el centro se hallaba un parterre circular, revestido de pequeños guijarros.
—No creo que haya muchas razones por las que alguien se molestaría en construir una morada tan elaborada en un lugar tan secreto como este —dijo August, tratando de comprender el simbolismo que rezumaba aquella construcción—. O bien lo hicieron con un propósito religioso, o bien como un santuario, o, en último término, como un escondite.
—Se nos instruyó a no preguntar tales cosas, y aceptar que esta era nuestra herencia y que nuestro deber era conservar el laberinto, además de protegerlo.
Izarra respondió de aquella manera cortante, como si con ello tratara de desalentar en August su insistente aplicación de la lógica.
Llegaron hasta otra base, en la que de nuevo encontraron un confuso número de senderos circulares, y, cuando llegaron al centro, August reparó en que el parterre que allí había también estaba cubierto de una grava cuidadosamente rastrillada y aplanada, exactamente igual a como sucedía en las restantes bases. Aquello, ahora, se le antojaba muy significativo: parecían haberlas dejado así, deliberadamente yermas. Del anillo exterior irradiaban ocho senderos diferentes. Esta vez, August presintió que se encontraba en el centro del laberinto. Dio media vuelta, desorientado, hasta que por fin eligió un sendero cualquiera: hecho lo cual, comenzó a caminar.
—Acabamos de venir de ahí. Sígueme, es por aquí —le avisó Izarra, desde algún lugar a su espalda. August se volvió y miró el sendero de grava y las altas paredes verdes que lo flanqueaban; no alcanzaba a ver a Izarra por ninguna parte, mareado, además, por el asfixiante olor del romero. Se detuvo a descansar, las manos en las rodillas. Fue entonces cuando vio otra figura corriendo por el sendero, una figura vestida con pantalones de combate y botas encostradas de lodo: una figura que reconoció al instante.
Charlie.
Asustado, August dio un traspié, y el recuerdo de la noche anterior pareció alzarse desde la propia tierra. El rostro del comandante republicano español lanzando la orden, la terrorífica sensación de inevitabilidad, August discutiendo la voz insistente del comandante que resonaba en su interior.
—Debes ser tú, como un ejemplo para los muchachos. El precio a pagar por la deserción es la muerte, en especial para un oficial. Tienes que ser tú, y lo sabes.
De nuevo, allí estaba Charlie, sonriéndole desde detrás de un seto; luego, su amigo desapareció.
—¡Ven, búscame! —la incitante voz de Izarra recorrió las revueltas del laberinto, devolviéndole nuevamente a la realidad. Era frustrante lo cerca que podía escucharla. Sacudiéndose los últimos flecos de su visión, August se incorporó. Atisbó entonces un tobillo en unos de los rellanos que se abrían en el extremo opuesto. Corrió y dobló por la esquina correcta, abordando a Izarra.
—No está mal para un novato —dijo—. Pero es extraordinariamente confuso, para tratarse de un laberinto tan pequeño, ¿no crees? Eso se debe a la altura de los muros y al uso de ciertas hierbas, plantadas específicamente para confundir los sentidos, así como por los retorcidos trazados que hay en el interior de cada círculo. No encontrarías el centro a menos que fueras con alguien a quien hubieran enseñado el modo de salir de aquí.
—¿Como tú?
—Nos enseñan que el laberinto es como una canción. Así es como memorizamos el camino hacia el centro. Mi madre me enseñó a hacerlo. Se trata de una canción que ha pasado de madres a hijas a lo largo de los siglos. Pero, aun así, no todo el mundo aprendía el camino. En mi familia se contaba la historia de una de mis tatarabuelas, la cual encontró el cadáver de un hombre que debió de perecer intentando dar con la salida. Un forastero, o, al menos, nadie de por aquí. Nadie sabía cómo había llegado allí o cómo había dado con el laberinto. Creo que era su voluntad morir entre sus revueltas.
—¿Pero por qué?
—Para estar más cerca del cielo.
Era una respuesta bastante curiosa. August examinó atentamente la expresión de su rostro: la sinceridad que transpiraba, así como su fe ciega, resultaban turbadores.
—¿Sabes desde cuándo vive tu familia en el valle, Izarra?
—La familia paterna de mi madre han vivido aquí desde siempre. Luego, allá en el siglo XVII, más o menos en la época de las cazas de brujas, otra rama de la familia se asentó en el valle, o al menos así es como cuenta la historia. Hay bastantes cosas que mi madre no me contó.
Alcanzaron el extremo de otro largo corredor. Aquí, el romero no estaba tan bien cortado, y el dosel que se extendía sobre sus cabezas reducía la luz a una penumbra verdosa, aromática.
—Ya casi hemos llegado a la siguiente base —susurró Izarra, como si tuviera miedo de que hasta las mismas hojas pudieran escuchar sus palabras. El sendero terminó abruptamente, y llegaron a otra base circular rodeada también por tapias curvadas y entradas ocultas, desde la cual se extendían tres senderos, incluyendo aquel desde el que habían llegado. Se abrieron camino hasta el centro: allá en el medio, el parterre, en lugar de estar cubierto de grava, había un pequeño arbusto de verbena en cuyo interior crecían algunos lirios, como si hubieran sido cultivados a propósito.
—Y, como puedes ver, no hay ni una recompensa ni un tesoro —explicó Izarra—. No es más que el desafío de elegir el sendero correcto por el que regresar.
Pero August estaba seguro de que la elección de aquella planta tenía un trasfondo simbólico. Aguardó a que Izarra le diese la espalda y, con suma presteza, arrancó una hoja de verbena y un lirio, y los guardó en el bolsillo. Izarra no se percató de nada.
—Mi madre solía decir que el laberinto simbolizaba la vida, incluso la ambición —dijo, volviéndose para mirar a August—. Nos pasamos la mitad de la vida intentando alcanzar un cierto nivel de éxito, siempre tratando de saber cuál es la decisión correcta, el camino correcto, sin apenas tiempo para centrarnos en el propio viaje, pensando únicamente en el destino. Y a menudo, cuando llegamos allí, el precio es la decepción; y en ese momento, cuando nos creemos que la vida va a ser mucho más sencilla, nos vemos de pronto ante una nueva sucesión de opciones, de senderos, entre los cuales tenemos que elegir.
Izarra regresaba sobre sus pasos mucho más aprisa que al adentrarse en el laberinto, como si conociera el camino de memoria. August se vio obligado a correr para no perderla de vista, consciente de que si la perdía no lograría salir por su cuenta. Tenía la nítida impresión de que el trazado del laberinto cobraba un significado mucho más profundo que la experiencia de recorrerlo, y que la alegoría que Izarra le había relatado no era más que una cortina de humo ideada para confundirlo. No tardaron mucho en llegar al claro. Para aclarar su mente del mareante efecto del romero, August tomó varias bocanadas de aire.
—Dicen que el romero ayuda a estimular la memoria, pero aquí tiene otro propósito: estimular el olvido. —Izarra, observándolo, no podía dejar de sonreír.
—Oh, a mí me ha hecho recordar —replicó August en tono lúgubre: la imagen de Charlie aún reverberaba en su mente, así como el angustioso peso de la culpa. Izarra pareció leer la expresión de su rostro.
—¿La guerra?
August asintió.
Izarra alargó un brazo y le tomó de la mano.
—¡Izarra! —la angustiada voz de Gabriel rompió la magia del momento, e Izarra le soltó la mano.
August levantó la vista. Gabriel les observaba desde el saliente, con una expresión extrañamente turbada.
—¿Qué le pasa a Gabriel? —preguntó.
Izarra echó una mirada al muchacho.
—Le encantaba venir cuando era un niño, pero luego… —August supo que se refería a la masacre—. Luego dejó de acompañarme cuando me decidía a venir. Tal vez piensa que este lugar es solo para mujeres, para sorginas, y que un hombre hecho y derecho no debería venir.
—Entonces te agradezco que me lo hayas mostrado. Es todo un privilegio, y más aún al ser un hombre.
—Hemos arriesgado nuestras vidas y nuestra historia al mostrártelo. No puedes compartir esto con nadie.
—Lo comprendo, y puedes confiar en mí, Izarra.
La mujer asintió solemnemente, y luego volvió con Gabriel, lo que dio a August una nueva oportunidad para examinar el exterior del laberinto. El trazado era irregular, pero respetaba la simetría, aparte de que August sentía una curiosa familiaridad con el lugar. Echando un vistazo a su alrededor, August vio un robusto árbol que crecía en la cornisa del muro contra el que estaba construido. Se dirigió hacia aquel muro para obtener una mejor perspectiva de la ruina.
—¡Aléjate de ese muro! —gritó Gabriel.
—Te prometo que lo haré, pero antes me gustaría sacar unas cuantas fotografías —replicó August en un intento de tranquilizar al muchacho, mientras se acercaba al muro. Con el bolsón a la espalda, procedió a escalar el árbol. En unos pocos minutos ascendió unos seis o siete metros de altura. A sus pies podía ver que Gabriel e Izarra intercambiaban unas airadas palabras en euskera. Equilibrando su peso en una gruesa rama, August sacó su cámara Rolleiflex de la mochila. Haciendo caso omiso a la discusión que tenía lugar allá abajo, encuadró la imagen y tomó varias fotografías del laberinto alzando la cámara tanto como podía, en lo que semejaba una perspectiva topográfica. Aquello permitía ver la planta, engañosamente simple, con su oculta complejidad: los laberintos en miniatura encastrados en cada base circular, diseñados para confundir a quien se atreviera a desafiar sus revueltas. Luego bajó del árbol para tomar una foto de las ruinas, con el muro de fondo. Para cuando se unió a sus compañeros, Gabriel estaba pálido, casi rígido de pura ansiedad. Izarra dejó caer una mano en el hombro del chico:
—No pasa nada, Gabriel, no van a descubrirnos.
Gabriel prefirió no contestar, pero August tenía la impresión de que el miedo a ser descubiertos no era lo que causaba aquel terror en el muchacho.
La sala de revelado no era mucho mayor que una cueva, solo que bañada en la luz roja que procedía de una solitaria bombilla, como un ojo que presidía aquel recoleto espacio. Había dos mesas de trabajo contra sendas paredes: en una, la ampliadora se asentaba con solemnidad regia, como un microscopio sobredimensionado, preparado su marco bajo la lente para pinzar el papel fotográfico, sensible a la luz; en el otro, dos bandejas de plástico, una llena de líquido fijador y otra de líquido para el revelado. Por toda la habitación había cuerdas jalonadas de pinzas metálicas para colgar los negativos. Para el revelado de estos, había también diversas hileras de contenedores negros. En el centro de aquel cuartucho, August cogió una de las ristras de negativos que colgaban en una de las cuerdas. El olor químico de los productos le hicieron remontarse por un momento a la sala de revelado que tenía en su apartamento de Londres, a las horas que había pasado allí, revelando fotografías envuelto en aquel crepúsculo artificial. Siempre le había gustado la especial soledad que distinguía al fotógrafo: la sala de revelado era como el taller de un mago donde este poseía el poder único de conjurar diferentes extractos de la realidad.
Mateo, el propietario del café, le había permitido utilizar la sala a partir de las ocho de la noche, aunque no sin antes lanzar un gruñido por lo tardío de la hora. Echando un vistazo al reloj a la tenue luz roja que diseminaba la bombilla, August vio que ya eran más de las diez, y todavía colgaban del cable tres tiras de negativos. La que más le interesaba era la que recogía las fotos que había hecho aquel día del laberinto y las ruinas. August comprobó los negativos para ver si ya podía revelarlos. Parecían haberse secado lo suficiente. Había doce imágenes en total: cinco del laberinto, cinco de las ruinas y dos del muro. Con cuidado para no tocar más que el borde con la punta de los dedos, las colocó en la ampliadora, mientras sentía esa inevitable corriente de excitación que vibraba por todos sus miembros como el lejano bramido de un tren. Encendió la luz de la ampliadora. De inmediato, atravesó el negativo, proyectando allá abajo una imagen borrosa. Era una de las fotografías cenitales que había tomado del laberinto. Enfocó la imagen rotando las lentes, y la forma del laberinto surgió con todo detalle. August se inclinó y examinó la imagen: era una vista aérea casi perfecta. Lo único que impedía que resultara completamente perfecta era el ligero ángulo de inclinación con el que había sido tomada, pero aun así podía ver el trazado casi a vista de pájaro. Satisfecho, apagó la luz de la ampliadora y deslizó el papel fotográfico en el marco que había entre las lentes, y volvió a encender la luz, además de conectar el temporizador para que la imagen se grabase sobre el papel. Tras detener el reloj, dejó el papel fotográfico a un lado y repitió el proceso hasta que las doce imágenes habían sido absorbidas invisiblemente por aquel papel sensible a la luz.
Ya estaba todo dispuesto para el revelado. Tras programar el temporizador a tres minutos, bañó cuidadosamente la primera fotografía bajo el líquido transparente, empleando para ello unas pinzas, y la imagen del laberinto comenzó a aparecer. Era este el momento de la transformación que August nunca había dejado de encontrar fascinante, pues las imágenes aparecían sin cesar en lo que no era otra cosa que un trozo de papel en blanco. Observó atentamente la bandeja; vio la parte superior de los setos, los senderos de grava que se extendían entre ellos, hasta que poco a poco las líneas fueron detallándose de modo tal que incluso podía ver los brotes de helecho que crecían en el parterre. En aquel instante, un segundo antes de que saltase el temporizador, August sacó el papel de la cubeta, sacudió el líquido sobrante sobre la bandeja y luego lo sumergió en el fijador, para que la imagen cementase definitivamente en el papel. Fue entonces, al mirar distraídamente la fotografía, cuando reconoció la forma del laberinto. Sin poder creer lo que veía, se volvió de nuevo hacia la ampliadora y desplazó el negativo para pasar al siguiente fotograma. Lo enfocó. El resultado era inconfundible: el laberinto había sido construido siguiendo la forma del cabalístico Árbol de la Vida. Había reconocido aquel símbolo gracias a sus estudios orientales. Era un cuadrado con dos triángulos fijos en la parte superior y la inferior, con diez bases circulares en varias esquinas, dos de ellas en sendos extremos (el pináculo y el zócalo) del trazado.
August trató de recordar las clases a las que había acudido en Oxford acerca de aquel asunto, y en concreto qué significaba cada base circular. Recordaba que recibían el nombre de sefiroth, y representaban varias etapas de la iluminación espiritual en la senda hacia el sefiroth superior. Volvió a mirar la fotografía. Los diez sefiroth eran claramente visibles. Ahora se daba cuenta de que los confusos pasillos que había recorrido al avanzar por el laberinto eran los senderos que conectaban las bases, todos los cuales, según August creía recordar, tenían un significado espiritual, pues cada sefiroth se consideraba un estado del ser entre la existencia manifiesta de todo pensamiento y la primigenia «Emanación del Creador»: cada estación representaba así una etapa de la evolución espiritual del individuo a lo largo de su viaje. Solo un hombre con un gran conocimiento de la cábala podría haber concebido tal cosa. Y ese hombre no podía ser otro que Shimon. ¿Pero por qué llegar tan lejos, a menos que quisiera ocultar y enviar un mensaje?
Fascinado, August volvió a contemplar la fotografía. Pudo ahora recorrer el camino por el que Izarra le había guiado. De pronto, reparó en el último sefiroth al que debían de haber llegado, aquel en el que crecía la verbena y los lirios. Comparado a los otros nueve, era el más llamativo de todos: era el único que tenía un centro oscuro. El centro de los otros sefiroth carecía de toda ornamentación, salvo por un escueto espolvoreado de grava.
Miró el sefiroth del zócalo inferior. Repasó su memoria, tratando de concebir el Árbol de la Vida que había estudiado tantos años atrás. El recuerdo llegó hasta él como un aluvión: la etapa o sefiroth inferior recibía por nombre «Malkuth», o «Reino», y se consideraba el sefiroth número diez, mientras que el situado en el pináculo del árbol era considerado el primero. ¿Pero por qué el mencionado Malkuth tenía aquella planta en su centro, mientras que los otros nueve sefiroth estaban vacíos? ¿Simbolizaba algo? ¿O simplemente aquello era una manera de vincularse a la familia Izarra, o al mismo enclave? August se disponía a imprimir la fotografía cuando, de improviso, algo llamó su atención. La antigua ruina y el muro se alzaban a cierta distancia del laberinto. Reparó en que había una extraña marca en el muro, una especie de relieve o de silueta. Parecía representar un grupo de gente. Recorrió su espinazo un escalofrío. Había visto algo parecido a aquello mucho tiempo atrás, en 1938. Con el corazón golpeando agónicamente sus costillas, colocó el papel fotográfico en la ampliadora y reveló la imagen. Una vez más, observó cómo sus detalles se condensaban y aclaraban en el fondo de la cubeta. Allí estaba, la silueta de una pequeña muchedumbre perfilada en el muro: un muro que, cuando lo observó con sus propios ojos, carecía de la menor señal. Y allí estaba también el laberinto. Ahora se dio cuenta de que su primera impresión había dado en el clavo: el laberinto era la representación del Árbol de la Vida con un único sefiroth engendrado. Aquello tenía que ser una pista, el punto de partida de un mensaje que le llamaba desde una distancia de siglos.
El horizonte, casi a ras de tierra, era surcado por pequeñas perlas de luz, que a un tiempo semejaban notas musicales y fuego antiaéreo, una orquestación musical que resonaba en su sueño, la explosión gutural del do seguida de un mi una octava más alta. Jimmy atravesaba a la carrera un vasto desierto —un paisaje monocromático—, a toda máquina: su cuerpo era joven y fuerte; la arena bajo sus pies, sólida, compacta. Sabía, de esa manera nítida e inexplicable en que sabe estas cosas quien sueña, que si alcanzaba el horizonte y lo cruzaba, moriría. Y era eso lo que quería. Lo quería con todas sus ganas, y con ese pensamiento en mente, apareció un círculo blanco en el cielo gris, cuya intensidad crecía y crecía, aunque parecía irradiar frío en lugar de calor. Lentamente, Jimmy se dio cuenta de que no era una luna imaginaria, sino un anillo de acero templado que presionaba su cabeza. Despertó dando un respingo.
—Hola, Jimmy.
Jimmy se envaró al reconocer la voz. El cañón de una pistola mordisqueaba su frente, empujándolo contra la almohada. El intruso reculó hacia una franja de luz que cortaba las tinieblas del dormitorio, procedente de una de las farolas que iluminaban la calle. Ahora, Jimmy pudo ver claramente los ojos de Damien Tyson. Eran exactamente como los recordaba, totalmente inexpresivos, carentes de emoción, imposible de leer. Por un momento, deseó que aquello formara parte del sueño.
—Hola, Damien. Me preguntaba cuándo vendrías a hacerme una visita.
—Puedo matarte ahora o podemos hablar.
—Si me matas ahora, me harás un favor.
—En ese caso, hablaremos.
Todavía apuntando a Jimmy con el arma, Tyson se sentó en una silla. Encendió la lamparilla de noche, arrojando un cerco de luz que los reunió a ambos en una tensa intimidad. Jimmy se incorporó ligeramente en la cama.
—Pon las manos donde yo las vea o te pego un tiro.
La voz de Tyson no admitía lugar a las dudas. Jimmy, adosando la espalda contra la pared, dejó caer sus nudosas manos sobre el edredón de cuadros.
—Creo que tú y tus chicos me habéis estado espiando desde hace ocho años. ¿Qué es lo que buscas, Damien? Llevaste la operación a término y además de una manera irreprochable. Qué coño, si hasta silenciaste a los otros. ¿Qué puede querer el departamento de un viejo intérprete de jazz acabado, que ni siquiera sigue formando parte del equipo?
—Yo solo cumplía órdenes. Lo siento por tu novia, pero siempre pensé que era demasiado guapa para ti.
Tyson estaba visiblemente molesto por la aparente indolencia de Jimmy: quería más miedo, necesitaba más miedo.
Los puños de Jimmy se tensaron al luchar contra el impulso de saltar de la cama y atacar a Tyson.
—Calma, viejo amigo. A veces se me va el dedo con el gatillo, aunque, bueno, eso tú ya lo sabes.
Jimmy le lanzó una mirada airada, maldiciendo su debilidad física.
—¿Qué es lo que quieres?
—Tu reciente visita a Londres tenía como finalidad visitar a un viejo amigo tuyo, un antiguo socialista. ¿Te importa contarme por qué?
—Me puse nostálgico.
Tyson dio una patada a un viejo y pesado micrófono de metal que se hallaba junto a la pared. Cayó sobre la cama, golpeando las canillas de Jimmy: el ruido retumbó en la habitación, a la vez que el músico ahogaba un gritito.
—August E. Winthrop. Luchó contigo en Brunete, trabajó con los ingleses durante la Segunda Guerra Mundial y fue despedido con honores, pero un pajarito nos ha dicho que tal vez no ha podido olvidar todavía a su primer amor, los rusos.
—Gus no es así.
—¿Ah sí? ¿Pues sabes qué? Los ingleses no confían en él, y nosotros tampoco. Y además, no podemos olvidarnos de ese pequeño incidente con el profesor asesinado, un viejo colega suyo. ¿Sigues poniéndote nostálgico?
—Que te jodan.
Tyson vio por el rabillo del ojo la guitarra de Jimmy. Echó una mirada a las manos del músico, que se retorcían de dolor sobre el edredón.
—¿Todavía tocas, Jimmy? La verdad es que eras muy bueno, por lo menos dando la murga a las señoritas.
Tyson se puso en pie y se acercó a la cama. Jimmy le dedicó una mirada de furia. La pierna le dolía tanto que casi no podía ni respirar.
—A veces, cuando a un hombre le falla el cuerpo, lo único que le queda es su talento. —Tyson levantó el arma hacia el costado de Jimmy—. ¿Le hiciste entrega de un paquete cuando le viste en Londres?
—Chocolates para las damas. A Gus le encantan las mujeres, y allí siguen con el racionamiento —siseó Jimmy, tragando su miedo como si se tratara de vómito. Tyson apretó el dedo índice de su mano derecha y la bala hizo vibrar el colchón como lo hubiera hecho un mazazo. Levantó el arma a la frente de Jimmy.
—¿Dónde está, Jimmy? ¿Dónde está la crónica del alquimista?
Jimmy le miró de hito en hito: las piezas que había estado barajando a lo largo de ocho años por fin encajaban; el rostro de Andere la noche aquella en que él le prometió proteger el libro, las habitaciones arrasadas de la casa solariega después de los asesinatos, la orden que a él nunca le mostraron.
—Fuiste tú, ¿verdad? El cuartel general no tuvo nada que ver en aquella matanza. Eras tú quien perseguía la crónica desde el principio —alcanzó a susurrar, antes de desvanecerse.
Tyson dedicó una mirada despectiva al inconsciente músico, por cuyas comisuras caía una baba espesa: un charco de sangre se extendía por la cama como un absurdo campo de amapolas. Aquello hizo pensar a Tyson. Se volvió, examinando el piso con la mirada, buscando algo que reconocería tan pronto como lo viese, algo que deseaba con insaciable ansia. Estaba apoyado contra una lámpara situada en una esquina, la funda de un disco de una de las bandas de jazz con las que Peters solía grabar, firmado por el propio Jimmy. Tyson se acercó hacia allí, la recogió del suelo y la colocó en la cama. Alzando la mano de Jimmy, esparció sangre por toda la cubierta. Aguardó unos instantes a que se secase y luego guardó la funda del disco en su mochila.
De vuelta en su dormitorio, August contemplaba atentamente la fotografía en la que había registrado el laberinto. Eran las dos de la madrugada y todavía estaba despierto: su mente no cesaba de dar vueltas, tratando de dar sentido a las imágenes que tenía ante sí. Las hierbas que había cogido en el laberinto yacían junto a él. La esencia de las hojas de la verbena y de los lirios le traían a la memoria sus devaneos alrededor de aquel enigma.
Atrajo la fotografía un poco más hacia sí. Con cuidado, dibujó al trasluz la parte superior, trazando el perfil del laberinto. El dibujo que obtuvo era la inconfundible silueta del Árbol de la Vida: la simetría era bellísima. Quien lo había diseñado rezumaba meticulosidad. Cada etapa circular estaba perfectamente proporcionada a la siguiente, y los caminos eran geométricamente exactos. Seguía convencido de que aquello era obra del mismísimo Shimon Ruiz de Luna. Pero el hecho de que el Árbol de la Vida solo pudiera verse desde arriba, y además a cierta altura, resultaba desconcertante. ¿Quién se molestaría en crear un laberinto que a su vez sería un símbolo solo visible desde lo alto? ¿Era una manera de apuntar a los cielos? ¿A Dios, quizás? Y si era así, ¿qué Dios? ¿Era, tal vez, un portal a los cielos, o un aviso para mantenerse a una prudente distancia? Lo más extraño de todo era que aquello le recordaba a los monumentos mayas o las señales con que marcaban la tierra los aborígenes australianos: estructuras concebidas para ser vistas desde una enorme altura, pero realizadas en un tiempo en que era imposible alcanzar tales alturas. Y además no podía olvidar la verbena y los lirios que crecían en el centro de la décima base, Malkuth. ¿Cuál era su significado mágico, astrológico? Volviendo al esbozo que había dibujado, August rellenó la décima base con un lápiz, y luego escribió el nombre «Irumendi» a su lado, junto a los nombres de las plantas.
Pero había otra cosa que le inquietaba aún más: la inexplicable configuración del muro. August no creía en lo sobrenatural. Pero le extrañaba enormemente que la silueta solo se hubiera hecho visible al ser fotografiada. Con una desagradable sensación de aprensión, comenzó a delinear la silueta en la fotografía, temeroso de que la punta de la pluma pudiera insuflar vida al horror de aquella imagen.
Bajo la pluma, aquel curioso parcheado de sombras comenzó a desgranar un dibujo inconfundible: el perfil de una hilera de unas ocho personas, principalmente varones, supuso August, a juzgar por su estatura, alineadas contra la pared. Conocía aquella atrocidad, sabía lo que su pluma se disponía a revelar. Debatiéndose contra la urgencia de alejarse del escritorio o incluso destruir la fotografía, August se obligó a seguir trazando su contorno. Alcanzó el perfil de la última de las figuras y allí se detuvo, con la pluma pegada al papel, la mano temblorosa, luchando contra el recuerdo de una escena igual de espantosa que aquella. Era una escena en la que él mismo se había visto implicado, terrible, fatalmente. Dejó la pluma, pero el temblor se agravó y recorría ahora todo su cuerpo, al tiempo que los recuerdos le anegaban con persistencia de fogonazos.
August se acercó a la ventana y la abrió de par en par, dejándose ungir por el frío aire nocturno. Respiró hondo, intentando vaciar su mente, pensar únicamente en las cosas más elementales, en lo más inmediato: el aroma de las lilas que llenaban una jarra situada en la mesa, el débil ululato de los búhos, el remoto rumor de un arroyo. «No pienses en nada más que esto», se ordenó a sí mismo, pero el fantasma de Charlie llegó como al reflujo de un miasma de culpa. No servía de nada.
Sacó la crónica de la mochila. Sentándose nuevamente en el escritorio, lo abrió por la página en la que Shimon Ruiz de Luna describía el primer enclave secreto del mapa de Elazar ibn Yehuda, y luego abrió el cuaderno en el que transcribía la traducción del español que había descifrado aquella misma tarde. Encontró los párrafos que estaba buscando.
Mi excitación era enorme cuando, tras mucho escalar y sajar ramas en el espeso bosque que ocultaba la región de Irumendi, llegué hasta el primer jardín secreto que Elazar ibn Yehuda había descubierto. Una pista botánica ubicada en un pequeño claro de un antiguo bosque, casi invisible a la vista. Tuve que explorar el lugar durante varias horas, y otearlo desde un elevado promontorio, para poder reconocer con gran sorpresa la primera cifra: apuesto a que soy la única persona de toda la región que conoce su significado, incluso que aquello, de hecho, tenía un significado. Ciertamente, fue tras mucho preguntar por mi parte que el tío de mi esposa aludió, de un modo un tanto elusivo, a los rumores sobre una vieja ruina y un antiguo jardín ocultos en el bosque. Su aparente indiferencia me sorprendió y encantó a partes iguales. Me encantó porque aquello significaba que, muy probablemente, era yo el primero en descubrir el sitio, pero me sorprendió que, habida cuenta de las creencias locales, aquel buen hombre se mostrase tan indiferente. Por otra parte, él también creía que el emplazamiento debía de remontarse al tiempo de los romanos, y, por tanto, ser una colonia invasora; un monumento que no pertenecía a los vascos, y, como tal, nada que a él pudiera importarle.
Las ruinas parecían pertenecer a un pequeño templo, y de inmediato reparé en que no eran romanas, sino andaluzas, del mismo tipo de las que he visto en Córdoba. Había un pequeño retazo de tierra frente al edificio en ruinas. El jardín que Elazar ibn Yehuda describe existía solo en sus cimientos, pero era eso lo que me emocionaba tan grandemente, pues reconocí el patrón que los marchitos arriates formaba, bordeando como una curiosa matriz los senderos de grava que terminaban repentinamente y no conducían a ninguna parte. Se trata de una matriz de profundo significado cabalístico, demasiado profundo y demasiado peligroso como para describirlo detalladamente en estas páginas, pero baste decir que es como una primera flecha que me señalase las revueltas del sendero por el que transito. Y estoy decidido a restaurarlo y conservar esta maravilla botánica para futuros buscadores, independientemente de lo absurdo que esto pueda antojarse. Estoy convencido de que debo seguir los pasos exploradores de tan grande médico, no importa cuánto deba viajar y a qué peligros haya de exponerme, inevitablemente, tal exploración. Estoy convencido de que la luz de la trascendencia iluminará los últimos pasos de este viaje, el cielo en la tierra, y quizá incluso la posibilidad de que el Hombre se convierta en Dios. ¿Qué pensaría ahora mi padre de mí? Sin duda, no dejaría de maravillarse y enorgullecerse de su hijo. ¿Y qué sucederá si resuelvo el enigma que envuelve el tesoro de Elazar ibn Yehuda? Mi lugar en la posteridad, como médico y como alquimista, estará sin duda asegurado.
August volvió a mirar la fotografía del enclave: la parte superior del laberinto conformaba el contorno gris oscuro del Árbol de la Vida. Shimon Ruiz de Luna debía de haber construido el laberinto como un modo de imitar y conservar el diseño de los cimientos del jardín, con el fin de enviar un mensaje al futuro. Paralizado de sorpresa ante aquella revelación, August se reclinó en el asiento, tratando de recordar las palabras que el profesor Copps había empleado para describir a Elazar ibn Yehuda, y por qué su presunto descubrimiento había inflamado la imaginación de tanta gente a lo largo de los siglos. «Un gran hallazgo», había dicho el profesor, aunque no parecía del todo convencido de la traducción del judeo-árabe que Yehuda había realizado en sus páginas: un portentoso don mágico o espiritual, un poder antinatural procedente de Dios que, de desencadenarse sobre la humanidad, podría condenarla o salvarla dependiendo del uso que se haga de tal don. Pero Elazar ibn Yehuda, médico y filósofo, era un hombre de empeños casi obsesivos, y tal fue su relación con la investigación botánica, ya fuera para un propósito benévolo o maligno. Fuera lo que fuese lo que el gran médico-explorador había descubierto, Yehuda no dudó que merecía la pena morir por ello. August volvió a consultar sus notas. Elazar ibn Yehuda vivió entre el 670 y el 725, lo que fechaba las ruinas en la época de la invasión de la península ibérica por parte de Tariq.
¿Pero qué había de la misteriosa huella en la pared? ¿Por qué la Leona y sus hombres habían dejado allí sus sombras? ¿Era un grito de aviso, un testimonio mudo de sus muertes? August debía averiguar más cosas acerca de la masacre.
Tenía que regresar.
Olivia se inclinó hacia delante cuando el taxi circunvaló la Plaza de Cervantes, siguiendo el muelle en dirección al antiguo puerto pesquero, donde los dos malecones —Mollaberria y Mollaerdia— se recortaban en la bahía. Los barcos de pesca chocaban suavemente contra las boyas, mientras los pescadores descargaban los bacalaos y sardinas que habían pescado durante la mañana. Aquello hizo recordar a Olivia cierto puerto pesquero que había visitado treinta años atrás, en la costa de Cornwall, junto a Julian Copps, que en aquel tiempo era su amante. Olivia recordaba que, paseando por el terciopelo blanco que la arena de la playa extendía bajo sus pies, habían discutido en qué lugar del horizonte empezaba el mar y dónde terminaba aquel grisáceo cielo gris que proyectaba sobre ellos su manto de nubes. Discutían, a decir verdad, lo que siempre solían discutir por aquel entonces: los textos esotéricos que tanto fascinaban a ambos. Pese a los enormes conocimientos que Olivia atesoraba, se había sentido abrumada por el inagotable pozo de sabiduría que semejaba la mente de Julian, tanto histórica como intelectual, en lo tocante a ese tipo de literatura. Pero incluso entonces, en los primeros envites de su romance, Olivia también se había percatado de las limitaciones que su racionalidad imponía a su cerebro. Ella había visto y sentido cosas que él ni siquiera podía imaginar, y su mundo se había dividido entre quienes creían y quienes no, los que veían y los que se limitaban a dejarse ver.
Habían estado departiendo acerca de un texto andaluz que Julian había encontrado en Fez, Marruecos, fechado en el siglo XII. En aquel punto, Olivia recordó que se agachó a recoger una concha, un pequeño bígaro con una franja negra a su alrededor que la envolvía como un tenue lazo hasta su diminuta abertura. Lo guardó en el bolsillo como recuerdo de aquel instante. Aún lo tenía en alguna parte. El texto describía los diez sefiroth que constituían el Árbol de la Vida como plataformas espirituales de un mapa terrestre que conducía a la iluminación del alma. «No son más que un montón de elementales creencias cabalísticas», había dicho Julian, restándole importancia, pero el texto también hablaba de un sefiroth oculto que servía de umbral, e incluso de portal, al Ein Sof: el estado espiritual en que alguien se convertía en uno con Dios. Mencionaba que el filósofo Elazar ibn Yehuda había demostrado que era posible representar físicamente ese umbral y ser llevado a la presencia de Dios. Era aquella enigmática frase el motivo de su discusión. Olivia estaba convencida de que su significado era literal, que Yehuda había encontrado una nueva forma de trascendencia, tanto física como espiritual. Julian, por su parte, se mostraba terriblemente categórico, a la soberbia manera académica.
—¡Ese texto es metafórico! —había gritado estentóreamente, estremeciendo incluso al viento—. Tales cosas eran el sueño de fabuladores medievales, no obra del pensamiento racional del filósofo influido por un Aristóteles, un Platón…
Habían regresado a la pequeña cabaña que habían alquilado sumidos en un silencio hosco, incapaces ambos de rendirse a los argumentos del otro. Pero para Olivia aquello supuso un punto de no retorno, el resorte que la había llevado directamente a aquel coche que conducía por el centro de San Sebastián en 1953. Era aquello lo que había servido de punto de partida a su odisea.
Una ramita se quebró bajo sus pies, y August tropezó, hundiendo el pie derecho en un suave manto de musgo. Ante él, una urraca cruzó a apresurados saltitos el sendero. Se puso en pie, sintiendo el peso de la pequeña pala y el pico que había colgado de su hombro una hora atrás, cuando los tomó del granero de Izarra. Había aguardado hasta estar seguro de que Izarra y Gabriel no se encontraban en las inmediaciones de la casa —Izarra había ido al mercado del pueblo y Gabriel estaba en el huerto— para marcharse, siguiendo meticulosamente el sendero que Gabriel había tomado para llevarle al laberinto.
Descansó por un momento apoyado en el tronco de un árbol y encendió un cigarrillo. Exhaló el humo y lo miró perderse por la enramada que se entretejía sobre su cabeza. Una parte de él quería dar media vuelta, la otra le hacía seguir adelante. El sol asomó por el borde de una nube y la luz se derramó por entre las ramas, y fue entonces cuando divisó otra vez el claro, visible a través de las hojas que se estremecían un poco por delante de él. Casi había llegado.
Solo el hecho de estar allí resultaba inquietante. El aroma del romero que flotaba en el aire parecía mecerle hacia un turbador aletargamiento. Obligándose a mantener la alerta, August descendió hasta el muro. Estaba a unos veinte metros: los enormes bloques de piedra caliza solo se desmantelaban en los dos extremos. No había el menor rastro del siniestro contorno que tan claramente se veía en la foto. August se acercó a la parte central; era aquí donde la misteriosa sombra aparecía en la imagen fotográfica del muro. Alargando un brazo, puso una mano contra la superficie de la pared, como tratando de intuir algo a través de las yemas de los dedos; nada, ninguna vibración, ninguna resonancia permanecían allí encerradas. Solo una ciega solidez. De cerca no se apreciaba señal alguna en la piedra, aparte de los costrosos restos de liquen y musgo que crecían entre los enormes bloques de adobe. Por un momento, August permaneció apoyado en el muro, con la espalda contra la superficie, y dejó que el frío que comunicaba a su piel atravesase sus prendas, su carne, hasta que de pronto tuvo la extraña impresión de que el muro lo reclamaba. Se apartó bruscamente, y, midiendo la distancia, comenzó a alejarse del muro, cuidándose en contar sus zancadas. Al contar treinta se detuvo, y se volvió para mirar la pared. En su mente se imprimió la silueta que se apreciaba en la fotografía. Desde donde se encontraba, debía de estar mirando el punto exacto en el que había aparecido impresa. Se arrodilló y examinó la hierba y las piedras sueltas que había en derredor. No parecía haber nada sino los rastrojos y flores que brotaban entre las secciones de antiguas piedras que en el pasado, cientos de años atrás, formaron parte del suelo de la vivienda. Un repentino grito le hizo mirar hacia arriba: en el pequeño rectángulo de cielo que se adivinaba desde allí, August vio un águila trazando círculos, hambriento, rastreando la tierra allá lejos. Vio también algo borroso en el perímetro de su visión: un conejo sentado sobre sus ancas, pastando indolentemente, ajeno al águila que sobrevolaba su posición. Un segundo después, el ave rapaz cayó en picado, llevándose hacia el inagotable cielo azul al pobre conejo, que no cejaba de patear el aire mientras ella, solemne y majestuosa, sacudía suavemente las alas en pos de la cima de las montañas. La suerte de aquel conejo hizo que August se sintiese terriblemente vulnerable, como si también él fuera ajeno a ese algo, o alguien, que le observaba desde arriba.
Devolviendo la vista al agrietado suelo, August se dio cuenta de que en realidad no sabía qué era lo que buscaba, por más que se sintiese impelido a seguir buscando. Se desplazó poco más de un metro a la izquierda. Le dio la impresión de que en aquel lugar se hallaban los cimientos de una pequeña habitación, quizá un dormitorio. La superficie estaba a un nivel inferior respecto al resto de la planta, y el suelo parecía más deteriorado por el paso del tiempo y el avance de la vegetación. Justo entonces reparó en un pequeño brillo, una luz que brotaba de algún objeto metálico. Se aproximó allí y, arrodillándose, encontró el origen de dicha luz, que apenas era visible: la punta metálica de algo que asomaba en el suelo. Lo desenterró un poco más, ayudándose únicamente de las manos. Con un desagradable respingo, reconoció el cañón de una escopeta. Buscó a tientas la pala y comenzó a excavar: el sonido metálico de la pala al golpear la ropa resonaba por todo el valle.
Había ocho en total, tendidos costado contra costado en aquella enorme fosa común. Siete hombres y una mujer, la Leona, sin duda: su larga cabellera negra todavía se pegaba parcialmente a su cráneo. Los esqueletos seguían vestidos con sus uniformes de fabricación casera, y todos tenían el revelador orificio de las balas en mitad del pecho. La mayoría de los hombres seguían tocados con la boina del Ejército nacionalista vasco: la insignia de tela seguía cosida al tejido, ya bastante descompuesto. Dos de los hombres portaban la estrella roja, de tres puntos, de la República, medio hilvanada en sus chaquetas caqui. August había tenido que cavar más de tres horas para desenterrar los cadáveres, pero no sintió ninguna emoción hasta el instante en que dejó la pala a un lado. Al pie de la tumba había varios rifles abandonados y ocultos entre los cuerpos. Poniéndose en cuclillas, cogió uno de los rifles y le quitó la costra de barro que cubría su culata. En ella se podía leer lo siguiente: «Propiedad del Ejército de los Estados Unidos». August observó durante unos segundos la inscripción, luego volvió a arrojar el arma al interior de la tumba, y se sintió vencido por las náuseas.
Un grito terrible llegó a sus oídos procedente del bosque cercano. Pensando que se trataría de algún animal, quizá incluso un lobo, August se limitó a regresar junto al muro, pero vio que era Gabriel quien corría erráticamente por entre los pinos. Para espanto de August, se dirigía hacia la tumba. August corrió hacia él, resuelto a proteger al muchacho, y lo cogió por la cintura.
—¡Gabriel, no!
Por un instante, ambos forcejearon, debatiéndose August por retener al chico e impedirle ver lo que había a pocos metros de él. Finalmente, Gabriel se zafó de su abrazo y corrió hacia la tumba, y al llegar se arrojó junto al cadáver de la mujer, sin dejar de llorar y gemir, mirando una y otra vez el cuerpo con una expresión angustiada, enloquecida, como si no pudiera soportar mirarlo y, al mismo tiempo, no pudiera evitar hacerlo. August consiguió apartarlo del cadáver y le ayudó a sentarse en una roca, mientras él hacía lo propio a su lado. Rodeó con un brazo los hombros de Gabriel.
—Vi… Vi…
Gabriel apenas podía hablar; sus facciones se retorcían y contraían, recordando aquella visión espantosa.
—¿Qué viste? ¿Viste la masacre, a tu tía?
Con el mayor tacto, August trató de hacerle hablar. Pero el chico se mostró inconsolable.
—¿Mi tía? —Gabriel miró a August, desconcertado—. La Leona era mi madre.
Izarra se encontraba ante el granero, abierto de par en par, haciendo girar la manija de un molinillo de maíz. Tan pronto vio al consternado joven con August, dejó la manija y corrió hacia ellos.
—¿Qué es lo que has hecho? —gritó a August en español, y luego se volvió hacia Gabriel, alargando un brazo para tocar su rostro.
El muchacho apartó bruscamente las manos de Izarra.
—¿Qué te pasa, Gabriel? ¡Dímelo!
Ignorándola, August condujo al muchacho a la puerta de la casa.
—Venga, entra, luego iremos contigo —le dijo. Emocionalmente exhausto, el joven desapareció en el interior de la casa.
August se volvió hacia Izarra.
—Anoche, al revelar las fotos que tomé del laberinto y de las ruinas, apareció una extraña sombra en el muro, en una de las fotografías. Era un perfil que enseguida reconocí. Así que esta mañana, cuando ya no os encontrabais aquí, regresé a las ruinas. Algo, un instinto, la vieja corazonada del soldado, llámalo como quieras, me hizo buscar algo allí… Y me puse a cavar.
—¡Dios mío! —El rostro de Izarra estaba pálido como la ceniza, y sus facciones se contraían en un desesperado intento por no llorar.
August prosiguió:
—Encontré los restos de ocho soldados, algunos del Ejército republicano, varios vascos, siete hombres y una mujer. —Al oír aquello, Izarra lanzó un grito ahogado—. Creo que fue obra de una ejecución ex profeso, tal y como Jimmy describió lo sucedido. Habían sido alineados contra la pared y allí mismo les dispararon. Quienquiera que los enterrase, lo hizo con la mayor de las prisas, como si en realidad no temiese ni el descubrimiento de los cuerpos ni, quizá, las consecuencias de aquel acto. —No pudo evitar que en este punto su voz adoptase un amargo sarcasmo—. Después de todo, no eran más que un puñado de republicanos y vascos, ¿a quién le iba a importar?
—¡Calla! ¡Calla! —Izarra se tapó los oídos.
—No, tienes que oírlo, ¡ya ha pasado el tiempo de guardar secretos! —De un tirón, le hizo apartar las manos de los oídos—. Cuando terminé de desenterrar los cuerpos, Gabriel apareció de la nada. No sé si es que el chico me siguió. Vio los cuerpos y comenzó a sollozar y gritar como un animal, y luego se arrojó al suelo… Intenté apartarlo, protegerlo.
—Pensaba que era demasiado pronto. Si le hubiera dicho lo que sucedió, que su madre había muerto…
—Así que eres su tía.
Izarra asintió.
—Gabriel tenía siete años. No supe de la masacre hasta tiempo después, cuando ya era demasiado tarde. Ni siquiera sabía que Gabriel había estado jugando aquel día en el bosque. Pensé que lo olvidaría, que los recuerdos desaparecerían, que podría liberarlo del peso que aquello suponía simplemente negando que alguna vez hubiera sucedido.
—Tengo que conocer toda la historia.
—¿Cómo puedo saber que no te envía el gobierno, que no eres un espía?
August levantó un dedo, aquel al que le faltaba la yema.
—Esto fue obra de un francotirador fascista en Jarama, en 1937. Tuve suerte: a mi amigo, que estaba justo a mi lado, recibió un tiro en un ojo. La cicatriz que tengo en la cara es de un impacto de metralla, durante el sitio de Teruel. Entregué cuatro años de mi vida a la causa republicana. Luchamos junto a tu pueblo. Dos de los muertos que ocupan esa tumba son soldados republicanos: ¡eres tú quien me debe una explicación!
Izarra levantó la vista hacia él, y luego dejó caer una mano en su brazo.
—Ven, ven adentro, te mostraré algo.
Le condujo a una salita que había en el piso de arriba. Para pasmo de August, colgada en la pared había una fotografía enmarcada del general Franco, vestido de uniforme.
—No es lo que piensas —dijo Izarra al reparar en su reacción. La apartó y cogió un mazo de fotografías que habían sido pegadas con cinta aislante en la parte posterior de la fotografía. Las colocó sobre una mesita y procedió a repasarlas; dos de ellas eran, obviamente, de su padre, pero otras reproducían la imagen de una atractiva joven, que guardaba cierto parecido con Izarra: la Leona.
—Estas son las únicas fotografías que mi hermana se hizo en vida. Quería pasar lo más desapercibida posible.
—Recuerdo que incluso en tiempos de guerra estaba convencido de que era una ficción, un ardid propagandístico para levantar la moral de las tropas.
Izarra sonrió.
—La Leona ardió durante su vida como una estrella. Cuando el Ezko Gudarostea, el cuerpo de Ejército vasco, se rindió en Santoña en 1937, mi hermana no pudo perdonar a Aguirre. Y siguió luchando, ella y sus hombres.
Izarra sacó una pequeña fotografía de un grupo de gente vestida de uniforme, alrededor de unos árboles. En el centro se encontraba Andere, con el brazo alrededor de un hombre alto, de pelo castaño, que August reconoció enseguida. Jimmy van Peters, mucho más joven, vibrante y, cosa poco común, radiante de felicidad. Vestido en el uniforme caqui de la infantería americana, inclinaba la cabeza para mirar con orgullo a esa mujercita de facciones duras, tocada con una boina negra que caía de lado sobre su frente noble y vestida a su vez con un mono de trabajo. La mujer sonreía, y devolvía la mirada al americano. No cabía duda de que estaban enamorados. August observó por un momento a Jimmy.
—Es él. Pero apenas podrías reconocerle ahora… Se está muriendo.
Izarra, sin dejar de mirar a August, se ablandó al percibir aquel rapto de vulnerabilidad.
—Lo lamento mucho. Me gustaba. Era un hombre honrado.
August cogió la fotografía. En segundo plano se veía a dos soldados republicanos: el púrpura, amarillo y rojo que conformaban las franjas de la bandera republicana estaban cosidos en sus camisas, los mismos restos hechos jirones que había visto en los cadáveres. Uno estaba limpiando su rifle; el otro miraba a la cámara con expresión recelosa. De corta estatura y piel bronceada, tenían los rasgos afilados de la gente del sur, lo que les situaba muy lejos de casa. En la esquina superior derecha, August alcanzó a ver a otros dos hombres, vestidos con el uniforme americano, afanados en montar una tienda. ¿Era alguno de ellos Damien Tyson? August no lo tenía del todo claro. Tyson no era la clase de hombre que dejaría que lo fotografiasen, supuso August. Volvió a dejar la foto en el escritorio.
—¿Qué fue lo que ocurrió, Izarra?
—Antes de la Guerra Civil vivíamos todos juntos, en esta casa: mis padres, mi hermana y su marido, aparte de mí. Por tradición, las mujeres somos sorginas, y mi madre nos había enseñado a mi hermana y a mí a proteger la cueva de Mari y el laberinto. Pero cuando estalló la guerra, mi padre, el marido de Andere y ella misma se unieron al Ejército vasco: cuando todo acabó, Andere era viuda y nuestros padres habían muerto. Andere era mayor que yo, y más fuerte. Era la persona más valiente y resuelta que jamás he conocido. A algunos les producía un miedo cerval. A mí no. Yo era su hermana, había visto su lado más humano. Fue la guerra, la ejecución de su marido y las muertes que había tenido que presenciar lo que la había vuelto una mujer distante, fría. Cuando llegó la retirada, Andere hizo correr el rumor de que la habían matado. Así pudo volver a casa, a estas montañas, y continuó su lucha tras la rendición oficial.
»Era fácil. La aldea no es muy conocida en España, y los vascos se obstinan en que así sea. Durante seis años, ocho de ellos vivieron aquí, aguardando, haciendo cuanto les era posible para ayudar a los refugiados: hombres que temían por sus vidas, que trataban de llegar a Francia o buscaban escapar para luchar codo con codo junto al bando aliado. En 1945, tras la caída de Berlín, los americanos hicieron una visita a mi hermana: eran un grupo de oficiales, despachados allí directamente por orden del presidente de los Estados Unidos. Jimmy era uno de ellos. Dijeron que querían ayudarnos, entrenarnos, proporcionarnos armas.
La imagen del documento que August había visto aquella lejana tarde en Grosvenor Square se materializó en su mente.
—Operación Lagarto —dijo en voz alta, más para sí mismo que para Izarra.
—¿Lo sabes? —inquirió la mujer, y a su rostro afloró una vez más la desconfianza.
—Solo sé lo que Jimmy me contó. Pero cuanto más me digas, mejor podré ayudarte. Quizá incluso pueda atrapar a los asesinos.
—Los asesinos están en tu gobierno.
—No es tan fácil. Por favor, debes confiar en mí.
—Al principio, Andere los recibió calurosamente. Nos dijeron que, ahora que los aliados habían destrozado a Hitler, si algo les preocupaba era un nuevo estallido fascista en Europa. Truman pensaba que una España democrática y una república resultaría más segura para sus vecinos europeos. Así que comenzaron a trabajar junto a Andere y sus hombres. Había otros oficiales americanos consagrados en entrenar con el Gobierno vasco en el exilio en París.
—¿Cuántos llegaron?
—Seis. Oficiales de alto rango, asesinos natos. El hombre que se encontraba al cargo de la operación se llamaba Tyson. Nunca podré olvidarme de él.
—Jester. Su nombre en clave era Jester.
—¿Jester? —Izarra rio amargamente—. Así es como llamáis en América a los payasos, ¿no? Pero Damien no era ningún payaso. Un actor, sin duda, pero no un payaso, aunque tenía el encanto profesional de un payaso. Andere puso en él y sus hombres toda su confianza. Nunca en mi vida le había visto hacer algo así, pero creo que mi hermana había comprendido que aquella podía ser la última esperanza que les quedaba de tener su propio país, independizado de España, y los republicanos, así como el grupo de Andere, no carecían de familiares asesinados o torturados por Franco, de modo que rendirse no era una opción. Así pues, Damien y los otros cinco hombres acamparon en el bosque, al otro lado de las ruinas, y entrenaron a Andere y sus hombres en combate de guerrilla. Todo iba bien. Aquello era una nueva esperanza en sus deseos de conseguir un país independiente, y una posibilidad de derrocar a Franco. Y poco a poco fuimos confiando en los americanos, y poco a poco nos iban gustando. Andere y Jimmy tuvieron una relación. Entonces Damien Tyson recibió nuevas órdenes desde Washington, según las cuales debía acabar con los mismos hombres a los que había estado entrenando.
—Izarra, eso no es cierto. Tyson engañó a sus hombres para llevar a cabo esa masacre. Pensaban que estaban siguiendo órdenes.
—¿Sí? ¿O no quieres aceptar que tu propio gobierno podría cometer un crimen?
—No he puesto un pie en América desde 1932, y ciertamente no apruebo su actual régimen, pero también sé que cometer una masacre es más arriesgado que una retirada a tiempo. No hubiera sido nada práctico para los americanos. La orden que se le dio a Tyson obedecía a una cauta retirada. Tyson quería ver muertos a tu hermana y sus hombres.
—Lo único que sé es esto: que ese día, Damien Tyson engañó a Jimmy y lo envió a cubrir una misión que resultó ser falsa. Damien sabía que debía separar a Jimmy y Andere para hacer que esta fuese más vulnerable. Damien atrajo a Andere y sus hombres a una trampa, y luego disparó sobre ellos: todos. Nunca lo olvidaré, el estrépito de los rifles, un breve informe… Supe al instante lo que había ocurrido. Llamé a Gabriel, pero había desaparecido. Me hubieran matado también a mí de no ser porque corrí a ocultarme en el escondite que hay en la casa, construido a lo largo de las guerras del último siglo. A mi alrededor podía oír el ruido de objetos y muebles estrellándose contra el suelo, de cajones vaciados y volteados. Fue horroroso. Permanecía agachada en la oscuridad, sin moverme, rezando porque Gabriel estuviera a salvo. Cuando salí de mi escondite, dieciocho horas después, la casa estaba patas arriba, la crónica había desaparecido, y Tyson y sus hombres se habían esfumado, y los cadáveres habían sido enterrados. Por fin encontré a Gabriel, escondido en una cueva. Había permanecido allí a lo largo de dos días. Estuvo una semana sin hablar. Fue más tarde, al reencontrarme con Jimmy, cuando descubrí que Andere le había entregado el libro para su protección, y preferí que se lo quedase. Pensaba que lo traería de vuelta al cabo de un año. Pero han pasado ocho años y eres tú quien lo trae, ¿por qué?
—Jimmy me pidió que lo hiciese. Estuvo en la misma división que yo, la Brigada Lincoln.
—¿Jimmy combatió con la Brigada Lincoln? Nunca me lo dijo.
—Había estibadores, intelectuales, camioneros, filósofos, y luego estaba Jimmy. Jimmy tendía a mostrar sus opiniones en el teatro de la guerra y no en la seguridad de los aledaños. No sé dónde, pero siempre he tenido la sensación de que Jimmy había estado en otras guerras. Era el más profesional de todos los soldados que allí estábamos. Sin embargo, él solía decir que no era más que un jugador de cartas y un músico de jazz que, simplemente, creía en el mundo libre de los obreros. Y vaya si tocaba bien la guitarra. También era el mejor tirador que jamás hube conocido. Y, aunque yo no era más que un chaval idealista, imberbe, sin ninguna pasión más allá del mundo clásico, enseguida nos hicimos amigos. Él fue el primero que vio algo en mí de lo que yo ni siquiera era consciente.
—¿Algo que te da miedo? —preguntó Izarra a quemarropa.
August levantó la vista, sorprendido de la agudeza de su observación, y luego comprendió que lo había estado estudiando muy atentamente desde el día en que lo conoció. Asintió con gravedad.
—Así es. Al igual que él, me di cuenta de que más allá de mi dedicación, de la nobleza de mis sacrificios y de la profunda creencia de que estábamos allí para derrotar a Franco y a Hitler y salvar el mundo, el único momento en que me sentía realmente vivo era cuando estaba en el campo de batalla. Éramos adictos a ello: el miedo, la excitación, el puro entusiasmo. Jimmy lo vio desde el principio; a mí me llevó un montón de años comprenderlo y asimilarlo.
—Pero, ahora que lo sabes, ¿crees que es algo tan malo?
—No es algo de lo que pueda sentirme orgulloso. En 1938 fui capturado en Perpignan. Capturado y torturado. Dos días después, sentado allí, en aquel infernal agujero que tenía por celda, aguardando a que me pegasen un tiro o a que llegase la mañana siguiente, Jimmy me rescató. Pero luego perdimos el contacto cuando terminó la guerra. Pensé que había muerto. —August volvió a mirar la fotografía—. Y después aparece en la puerta de mi casa con ese libro en la mano.
Izarra dejó caer suavemente una mano sobre la de él.
—¿Y por qué lo has traído, porque le debías la vida?
—Al igual que otros muchos. —Incluso antes de terminar de pronunciar aquella frase, August supo que era lo más sincero que se había dicho a sí mismo en muchos años. Quizá ese era el motivo por el que estaba allí otra vez, en Vizcaya, tratando de rescatar a su yo más joven—. Pero hay algo más, Izarra. Oculta bajo el texto escrito hay otra historia. El hombre que la escribió, Shimon Ruiz de Luna, tu antepasado, estaba en un gran peligro. Deja que te lo muestre.
August cogió la crónica, junto a su cuaderno con las traducciones, y volvió a la habitación. Izarra lo desenvolvió con gesto impaciente.
—Gracias a Dios, está a salvo.
Miró August cómo Izarra depositaba delicadamente el libro sobre la mesa como si fuera un objeto sagrado, no para ser abierto y mucho menos leído, sino para ser conservado e inmortalizado como una reliquia sagrada. Colocando su cuaderno con el texto descodificado junto a la crónica, los abrió por la primera página y los puso el uno al lado del otro.
—¿Ves cómo han sido tratadas las páginas de la crónica? Bien, mediante un ligero entintado y cierta presión sobre ellas, he podido sacar una copia del texto y traducir algunas de las páginas. Izarra, todo el libro es una clave. Shimon escribió su diario en código por temor a ser descubierto. Aunque parece ser un inofensivo texto sobre hierbas y plantas, en realidad es una guía para entender un diario mucho más antiguo y polémico conocido como «el mapa de Elazar ibn Yehuda». La familia de Shimon, que en aquel entonces eran adinerados mercaderes y judíos secretos y vivían en Córdoba, lo había heredado, y lo fue pasando de generación en generación. Yehuda era un filósofo y médico muy nombrado que trabajaba para el califa Al-Walid, primer gobernador de Andalucía. Se encargó de elaborar el mapa cuando viajaba por la península junto al conquistador y general Tariq. El mapa obsesionaba a Shimon. Su padre le había dicho que el mayor tesoro de la familia se escondía detrás de ese mapa, si alguien, claro, se molestaba en seguirlo y descubrir el tesoro del que había hablado Yehuda. Así pues, cuando la familia fue arrestada y ejecutada en un auto de fe, Shimon escapó únicamente con el mapa, y a partir de aquel instante comenzó su vasta odisea por todo lo largo y ancho de España, viviendo bajo una identidad falsa. En algún momento, a principios del siglo XVII, se casó con Uxue, una mujer vasca de esta misma región. El tío de Uxue vivió en esta aldea, y cuando se vieron obligados al exilio fue aquí donde acabaron, aunque no sé por cuánto tiempo; lo cierto es que, en mi opinión, fue Shimon quien construyó el laberinto basándose en el mapa de Elazar, y que hay algunos otros, y que esa era la manera en que Shimon protegía el secreto de Elazar. No sé exactamente cómo, pero me gustaría tener tu permiso para averiguarlo. Quiero seguir descifrando la crónica y seguir los pasos de Shimon.
—Eso es peligroso, muy peligroso —dijo Izarra—. Te ejecutarán si te cogen.
El rostro de Izarra se tornó gris, diríase lúgubre, y por primera vez August tuvo el pálpito de que no se refería a los soldados de Franco. ¿De quiénes hablas, Izarra? ¿Qué me ocultas? ¿Me escondes algo acerca de quienes creen en el libro?
—Izarra, tienes que saber que empiezo a creer que tu hermana y sus hombres podrían haber sido fusilados a causa del libro. ¿Por qué, si no, Tyson registraría tu casa, después de los crímenes? Además, Jimmy estaba convencido de que a lo largo de estos años lo han estado vigilando.
—Peligro dentro, peligro fuera.
—¿Qué quieres decir?
—Yo sabía que el libro era un código, pero mi madre siempre nos dijo que los secretos de la crónica debían quedar custodiados entre sus páginas.
—Pero Shimon lo escribió para que alguien, un día, siguiera sus palabras.
—Alguien, un día, lo hizo. —Su voz era ominosa y, al mismo tiempo, extrañamente formal. Un escalofrío recorrió la espalda de August. Izarra se levantó y le indicó que la siguiera—. Por favor, ven conmigo.
El ganado que había en el establo parecía inquieto: no dejaba de moverse y agitar el rabo. Volvieron los pesados cuellos y miraron a August de un modo lastimero, casi acusatorio, como si fuera él directamente responsable de la nueva tensión que se mascaba en la casa.
—Perciben cuando Gabriel está inquieto. —Izarra bajó por la escalera, seguida de August. Se dirigió a un fardo de heno y lo apartó a un lado, dejando ver una trampilla en el suelo—. Aquí fue donde me escondí cuando Tyson registró la casa. —Abrió la trampilla, lo que dejó al descubierto un recoleto escondrijo de no más de un metro y medio de alto por tres de ancho—. Mi tatarabuelo lo construyó durante las guerras carlistas del pasado siglo. Muchas casas de los alrededores tienen escondites similares, pero esas cosas preferimos callarlas.
Descendió Izarra hasta su interior, mientras August aguardaba junto a la portezuela. Observó que retiraba un ladrillo, y que luego sacaba una cajita de madera oculta tras él la cual, acto seguido, le entregó a August.
—¿Sabes francés? —preguntó, mientras salía del escondite.
—Lo suficiente.
Esperó a que Izarra cerrase la trampilla y ocultase nuevamente la entrada con el fardo de heno. Solo entonces abrió la caja. En su interior había un viejo pergamino, una carta escrita en francés antiguo. Comenzó a leer.
Padre Bernard de Montfaucon
Orden de San Benedicto
Abadía de Saint-Germain-des-Prés
París, Francia
En el uno de octubre del año de Nuestro Señor de Mil Setecientos Diez
A la familia Ruiz de Luna,
Tengo conocimiento de que vuestra familia es descendiente directa del famoso rabí y erudito Ishmael ibn Ruiz de Luna, alumno del célebre filósofo judío Elazar ibn Yehuda. Perdonad mi atrevimiento por escribiros sin mediar conocimiento alguno de mí, pero me mueve una preocupación profunda. Tiene que ver con uno de los jóvenes monjes que están a mi cuidado. El hermano Dominic Baptise, que, creo, ya no se cuenta entre los vivos.
Solicité los servicios del hermano Baptise, entonces uno de mis estudiantes, para que tradujera un antiguo texto que me había sido entregado, descubierto en Constantinopla, escrito en hebreo por Elazar ibn Yehuda. Fuera como fuese, nunca me entregó la traducción que hizo. Antes de terminar su labor, el hermano Baptise, inspirado por los contenidos del tratado místico, se embarcó en un curioso viaje en busca de lo que, según insistía en decir, le conduciría a la unión definitiva del Alma y el Intelecto con Dios. Naturalmente, el obispo y yo mismo hicimos cuanto nos fue posible por desalentar al joven monje de sus intenciones, pero insistió mucho en su empeño y abandonó la abadía un año atrás. Se le vio en diversas ciudades y países durante los siguientes meses; la última de ellas, la ciudad de Hamburgo. Pero desde entonces parece haberse desvanecido misteriosamente en un viejo enclave asociado de algún modo con el filósofo Yehuda.
La preocupación cristiana que siento hacia mis congéneres humanos me impele a escribiros, pues el hermano Baptise habló a menudo de otro libro que, según supo, guardaba relación con el texto de Yehuda, escrito por un tal Shimon Ruiz de Luna, el cual, creo, pertenece a vuestra familia.
Por favor, si existen otros documentos escritos por vuestro antepasado referidos a Elazar ibn Yehuda y sus obras, destruidlos o guardadlos bajo llave para salvar a otra pobre alma del mismo destino, pues no concibo que se trate de una llamada cristiana sino muy probablemente de la obra del diablo.
Vuestro, en la fe de Cristo,
Padre Bernard de Montfaucon
August terminó de leer con la boca seca por la emoción. Sabía exactamente quién era Bernard de Montfaucon: un monje benedictino al que la historia consideraba el padre de la paleografía, o estudio, e interpretación, de los textos antiguos, que en el caso de Montfaucon se centraba principalmente en los clásicos griegos y egipcios, pero también tenía amplios conocimientos de hebreo, copto y sirio. Era muy probable que se hubiera encontrado con uno de los manuscritos de Elazar ibn Yehuda.
—Todo esto me convence aún más. Debes dejar que concluya el viaje de Shimon, por él, por Leona y por todos los soldados que murieron. Se lo debes a ella.
—¿Qué crees que le sucedió a ese pobre monje?
—No lo sé, pero me encantaría averiguarlo.
Pero Izarra ya había cogido de sus manos la carta y la caja.
—Ya ha habido suficientes muertes.
August se quedó junto a la entrada del establo contemplando la noche, escuchando la respiración de los animales, sintiéndose extrañamente reconfortado por el olor del heno y el estiércol. Aquello lo devolvió a la normalidad, un lugar donde el mundo estaba dividido por estaciones interminables, donde no había conflictos, ni la política complicaba la relación entre los hombres y estos tampoco se veían empujados a matarse entre ellos. El sonido de una música lejana flotaba sobre la aldea. Como Izarra había predicho, en la aldea comenzaba una fiesta. El indómito sonido espiral de la armónica y los tambores, salpicado ocasionalmente por el fraseo de alguna canción prohibida del pueblo, recorría el valle, tironeando de sus pies como si apelase a algún instinto primitivo.
Había acudido allí para aclarar sus pensamientos y enterrar la decepción que había sentido al ver que Izarra no le permitía continuar la investigación del libro. Era un respiro temporal. Procedente de la habitación que había en el piso de arriba llegaba hasta sus oídos el rumor de la discusión que se había desencadenado entre Izarra y Gabriel, en la que esta trataba de explicarse ante el joven: el timbre de las voces alzadas corría por las vigas como ratones asustados, hasta que al fin se acalló en una suave quietud, seguida de unos apagados sollozos.
La verdad siempre es reparadora, por dolorosa que sea, ¿verdad? ¿Tengo algún derecho a abrir la espita del pasado? Temo haber quebrantado esa frágil alianza entre tía y sobrino. ¿Por qué se rompe todo cuanto toco?
De pronto, August escuchó un silbido apenas perceptible. Una sombra cayó sobre la puerta del granero: la sombra de un hombre con cabeza de toro. August alargó un brazo y cogió una horca que había apoyada junto a la puerta, y luego se dirigió sin hacer ruido hacia el patio. La silueta del hombre-minotauro surgió de las sombras: su enorme cabeza de toro era una máscara lasciva en la que no faltaban los cuernos ni el alocado girar de ojos. Por un momento, August imaginó que debía de haber caído en una suerte de infierno. Trató de pinchar a la criatura con la horca. El minotauro saltó hacia atrás, esquivando por poco sus dientes, y levantó la máscara, revelando así el rostro de un hombre joven, un hombre que August no había visto antes en toda la aldea.
—Por favor, soy un amigo —susurró el hombre, nervioso. August bajó la horca—. Traigo un mensaje urgente de París, de tu amigo Jimmy van Peters.
Su inglés era bueno, pero su acento era francés. Sacó una carta: el sobre recibió de lleno la luz de la luna. August la cogió.
—Gracias.
—Será mejor que vuelva a la fiesta, antes de que me echen de menos, pero saldré de Irumendi antes del amanecer.
Antes de que August tuviera opción de hacerle más preguntas, se volvió a poner la máscara y se internó entre los árboles: una figura mítica que se desvanecía en la niebla. August se dirigió hacia la luz que escapaba del granero y abrió la carta. La temblorosa caligrafía era casi irreconocible, como si la salud de Jimmy se hubiera deteriorado aún más.
Gus, espero que esta carta llegue a tiempo a tus manos. He tenido visita de nuestro amigo Tyson. Si estás ya en Irumendi, debes marcharte lo antes posible. Si es preciso, llévate mi diario, no está seguro. Nuestro amigo también me dijo que la tía y el tío Sam, así como la prima Patricia, están locos por verte. Estoy bien pero tengo un problemita en las manos.
Tu buen amigo
Dizzy Gillespie.
«La tía, el tío Sam y la prima Patricia: el MI5, la CIA y la Interpol están detrás de mí. ¿Cuánto podré correr antes de caerme?». August se apoyó contra una pila de heno, con la sensación acrecentada de que lo estaban acorralando. «En cuanto amanezca tengo que irme a París con el libro. No tengo otra opción. Tengo que ver a Jimmy y averiguar qué fue del monje Dominic Baptise. Ya es demasiado tarde para tener escrúpulos morales», dijo para sí: la necesidad de seguir el mapa adonde lo condujese volvía a alzarse ante él con la intensidad de un dolor físico. Se lo debía a la Leona y sus hombres. Se lo debía a Shimon Ruiz de Luna.
La aurora comenzaba a teñir con sus pétalos ensangrentados el manto de la noche. August estaba sentado en el guardabarros de la cabina del camión, contemplando la aldea y el valle. La parte superior del campanario de la iglesia recibía la luz del sol, y los postigos rojos de las casas que la rodeaban seguían cerrados, como párpados en un rostro demasiado pálido. La aldea seguía durmiendo tras el estrépito de la fiesta, y en general parecía curiosamente benévola, pero algunos banderines abandonados barrían la plaza desierta, arrastrados por la brisa matutina, y un solitario globo flotaba sobre un roble, enredado su hilo a las ramas. Un quiosco elaborado con cajas de jabón seguía en pie junto a las mesitas del café, y alguien había colgado una máscara de papel con la cara de un cerdo de la puerta de la comisaría de policía. Ahora, después de todo cuanto había aprendido en las pasadas semanas, August no podía mirar a la plaza sin pensar en tantas cosas como dividían a aquella comunidad; el ayuntamiento que alojaba la comisaría de policía, con la bandera española colgada de un mástil sobre la entrada; el modo en que la gente pasaba del euskera al silencio y del silencio al español cuando el sacerdote o algún oficial merodeaban por los alrededores; el horror oculto que había descubierto en el bosque, compartimentado en otra época, mientras el pueblo se veía obligado a vivir sus vidas bajo la constante vigilancia de un enemigo; Izarra, la noche anterior, y su expresión desgarrada por la tragedia; el grito primitivo de Gabriel al ver el cadáver de su madre. Justo en aquel momento, un despeinado Mateo dio una palmadita en la espalda a August.
—Amigo mío, vete antes de que la Guardia Civil se levante a tomar el café y los vecinos empiecen a sufrir el envite de la resaca. Vaya noche, ¿eh? —dijo Mateo, que había hecho los preparativos necesarios para que August pudiera dirigirse a la villa pesquera de Elantxobe. August alargó un brazo y los dos hombres se estrecharon las manos—. Recuerda, cuando llegues a Elantxobe, el conductor te presentará a mi primo Emmanuel, que tiene un pequeño barco pesquero y a veces lo dirige hasta Burdeos. Como contribución a la causa, accederá a llevarte.
—Estoy en deuda contigo, Mateo.
—No te preocupes, ya me la cobraré. La próxima vez que vengas, trae contigo la última Rolleiflex, ¿de acuerdo? —Mateo sonrió de oreja a oreja.
—De acuerdo —replicó August, sorprendido de que le embargase la emoción con aquella despedida.
El conductor del camión, que ya estaba al volante, gritó un adiós en euskera. August colgó su mochila al hombro y subió a la cabina, y el camión partió con un rugido: tras sí quedaban tantas preguntas como las que aún tenía por delante.
Había sido un doloroso proceso de deducción, que requería una mente tan paciente como metódica, pero Olivia no tenía ninguna prisa. San Sebastián había resultado un frustrante remolino de pistas falsas y calles sin salida, hasta que Olivia fue abordada por un anciano que había visto sus merodeos por diversos bares muy conocidos por su relación con los nacionalistas vascos. El anciano, que se auto-declaraba carlista, se entusiasmó con Olivia cuando esta le dijo que también ella era monárquica, pero, con todo, tuvo que soltarle una cuantiosa suma para que le hablase de un cabrero rubio, procedente de Galicia, que había llegado allí una semana atrás pidiendo que le llevasen a cierto lugar conocido únicamente por los lugareños, asegurando que un tío suyo vivía allí. El anciano había sido testigo silencioso del intercambio de palabras pero había tomado nota mental del suceso, pues tanto la apariencia del hombre como su acento le resultaban sospechosos. Algo en la descripción que el anciano hizo de la aldea —un valle aislado, remoto, rodeado por tres montañas— le sonaba a Olivia de algo. Entonces recordó que en cierta ocasión había encontrado una referencia mística en uno de los libros de Copps, acerca de las tres hijas de Mari, la diosa pagana de las montañas que protegía un corazón secreto en el interior del valle. Más tarde, aquella misma mañana, pagó a un granjero para que la llevase hasta allí.