11

Para cuando August había regresado a la granja ya eran más de las cuatro, y comenzaba a oscurecer. Encontró a la señora Aznar cambiando la paja del granero que había en la planta inferior de la casa. Las tres vaquitas se volvieron al oírle, observándole por encima del hombro con un gesto melancólico en la mirada, todavía mascando el heno. Dos cabras triscaban junto al cabritillo que él había llevado a la casa, lanzando incansables balidos, y al otro lado de la puerta la mula yacía bajo un dosel de juncos trenzados a mano comiendo zanahorias.

Colgadas de la pared del establo había diversas tijeras metálicas y algunas esquiladoras que August reconoció enseguida, pues en su casa veraniega de Cape Cod las había a montones en el pequeño refugio que fue uno de los escenarios predilectos de su infancia. Convencido de que debía estar equivocado, aparcó la bicicleta contra la pared y se acercó a examinarlas.

—¿Y bien? —La señora Aznar le hizo respingar. Se quedó mirándole, con una horca de tres dientes entre las manos; su pálido mango de madera parecía pulido por años de uso—. ¿Quién se ha muerto? —preguntó bruscamente, mientras dejaba la horca contra la pared.

August desató de la bicicleta la ristra de ajos y la bolsa de patatas que había comprado en el pueblo.

—El alcalde. Un ataque al corazón.

Le entregó los vegetales. La mujer sonrió.

—Vaya, esas sí que son buenas noticias. Habrá fiesta, entonces. Tendremos que esperar unos días, hasta que la Guardia Militar haya regresado a Donostia, pero seguro que lo celebraremos. Y será una fiesta de máscaras, para que los espías no puedan traicionar a los asistentes. Mucha gente odiaba a ese tipo. —Se frotó las manos, regocijándose, y luego giró en redondo hacia el pequeño prado que había tras la casa; allá a lo lejos, la solitaria figura de Gabriel se afanaba en hozar los altos penachos de hierba—. ¡Gabriel! ¡Gabriel! —El joven se echó la guadaña al hombro y se dirigió hacia ellos campo a través.

—Por lo que veo, era un tipo muy popular.

August la examinó atentamente, preguntándose cuándo llegaría el momento de hablarle directamente de su linaje. Ahora, el aire vagamente oriental de sus ojos, en un rostro por lo demás inconfundiblemente vasco, la nariz aquilina y aquellos labios gruesos y vivos, comenzaron a tener sentido, si uno buscaba en ellos los rasgos del alquimista Shimon Ruiz de Luna.

—Aparte de carlista, colaboraba con el régimen. Traicionó a muchos, incluyendo a mi padre —replicó la mujer.

—Mateo me ha dado un mensaje para usted.

—Ese viejo calavera.

—Me ha dicho que no deben dejar de ir mañana a la procesión que precederá al funeral. Me ha dicho también que la Guardia Civil los vigila. A usted y Gabriel.

—Me lo pensaré.

Se volvió para recibir a Gabriel, que procedía a abrir la puerta con dos peludas liebres muertas colgadas del hombro. August la cogió del brazo.

—Tiene que ir. Si no lo hace por usted, hágalo por el niño.

—Se cree que sabe cómo es la vida aquí, ¿no?

—Sé más de lo que crees, Izarra. En 1934 luché aquí, en el bando republicano.

—¿Con la brigada Abraham Lincoln? —preguntó la mujer, perpleja.

—Sí. Y tú eres Izarra Ruiz de Luna Merikaetxeberria, hermana de la Leona. El clan familiar de tu madre procedía de los Ruiz de Luna.

Ya lo había dicho, acababa de mostrar sus cartas. La cuestión era si ella también mostraría las suyas. August observó a Gabriel; por suerte, todavía estaba lejos y no podía escuchar lo que decían. Se acercó un poco más a Izarra.

—Tu familia también luchó contra Franco.

La mujer le miró, aterrada.

—¿Quién eres?

August le dejó caer una mano conciliadora en el hombro.

—No pasa nada, soy un amigo. He venido a traerte algo que me dio Jimmy van Peters.

Izarra tragó saliva.

—¿Has visto a Jimmy?

—Me entregó algo para que lo devolviese a la familia, algo que pertenecía a los Ruiz de Luna.

—¿Las crónicas del alquimista?

—Es extraordinario. —August se disponía a hablarle de sus traducciones pero la mujer alzó una mano,

—No hablemos de ello delante de Gabriel. Los recuerdos los guardo bajo siete llaves: solo así podemos llorar a los muertos. Ya hablaremos más tarde, pero mañana Gabriel y yo marcharemos detrás del ataúd de ese cerdo, aunque solo sea para mantenernos libres de toda sospecha.

Se apartó de August y comenzó a hablar rápidamente a Gabriel en euskera. A una prudente distancia, August pudo ver los vibrantes arrebatos de pasión que irrumpían a través de la estoica fachada de la joven vasca, la belleza de su rostro volátil. Pero ahora podía ver a las claras la tragedia que formaba parte de su existencia: la misma que había dejado caer un peso amargo sobre sus hombros, la misma que había teñido sus facciones de aquel gesto siempre a la defensiva, la misma que había enterrado sus emociones bajo la superficie de cada ademán, de cada gesto, como un río subterráneo que rugía imperceptiblemente, indiferente al paso del tiempo.

El rico aroma del conejo, entreverado al del ajo, los tomates y la salvia se dispersó por la cocina cuando Izarra abrió la tapa de la olla. August estaba hambriento. En silencio, Izarra sirvió el guiso en tres platos, quedándose con la porción más escasa. Luego cogió los vegetales.

—¿Patatas?

Izarra sostenía el cucharón por encima del plato. Un rizo de mantequilla se derretía sobre las patatas.

—Pon hasta que te hartes.

August intentó evitar que le sonasen las tripas, pero no pudo, y Gabriel sonrió desde el otro lado de la mesa.

—El aire de la montaña me da hambre —dijo August, en tono exculpatorio.

—Bueno, has traído las patatas, así que puedes comer tantas como quieras —dijo Izarra con su acostumbrado timbre hosco, a la defensiva. Era como si todas las cosas fueran una conspiración en su contra, advirtió August, y, para colmo, la tensión que había entre ellos parecía haber aumentado, como si su mera proximidad hubiera creado una intimidad indeseada.

—Pues yo cogí el conejo —bromeó Gabriel.

Izarra le dedicó una mirada severa.

—¡El señor August es nuestro invitado!

En vez de replicar, Gabriel se encogió de hombros, apartando su magra ración por el plato con el tenedor. August miró a Izarra de reojo. Tenía las mejillas arreboladas por el calor de la cocina y se había desabotonado la blusa de algodón, dejando ver buena parte de su escote. Desearla irritaba a August. No podía permitir que sus emociones se interpusiesen a los verdaderos motivos de su estancia allí. Como si acabara de leerle la mente, Izarra le miró desafiante y le sirvió una porción embarazosamente cuantiosa de patatas en el plato.

August le sostuvo la mirada hasta que, vencida, Izarra apartó los ojos. Después atrajo hacia sí el plato de Gabriel y le sirvió parte de su ración de patatas al niño.

—Toma, Gabriel, tienes que crecer.

—Gracias.

Sin mayores ceremonias, el joven comenzó a llevarse la cuchara a la boca con visible ansiedad. August supuso que debía de pasar mucha hambre, y que aquella espléndida comida era bastante infrecuente en la casa.

—¿Puedo ir a la fiesta después del funeral? —preguntó Gabriel a Izarra, en español.

—No, eso puede ser muy peligroso. —Pero tras ver la expresión alicaída del muchacho, Izarra se ablandó—. Sabes que lo es. La gente joven estará muy vigilada.

Izarra tomó asiento. August esperó a que ella empezase a comer antes de atacar su plato. La simplicidad de aquella comida, así como el hecho de que todo estuviese tan fresco, resultaba deliciosa. Por un momento, el titilar de la vela que había sobre la mesa, el resplandor del fuego en la chimenea, el brillo del cabello de Izarra al recibir la luz, incluso el conmovedor atisbo de bigote que se adivinaba sobre el labio del muchacho, hicieron que August se sintiera dueño del lugar. Tenía la extraña impresión de que acababa de ocupar la piel de otro hombre y que se había convertido en el elemento que faltaba para completar la familia: el marido, el padre, el protector. Lo más perturbador de todo era que le agradaba aquella sensación.

—¿Entonces luchaste en la guerra, con los r… r… republicanos? —preguntó Gabriel bruscamente, sin apenas ocultar su excitación.

—¡Gabriel! —La voz de Izarra rebosaba indignación—. ¿Cómo sabes eso?

—¿Crees que estoy sordo como una tapia? —replicó Gabriel, y luego se volvió hacia August—. Cuéntame cosas. Luchaste con los americanos, ¿verdad? Con la brigada Abraham Lincoln, del lado de los republicanos, nuestros aliados.

—Gabriel, hablas demasiado —insistió Izarra.

August apartó la vista, pues no estaba seguro de que la mujer quisiera que hablase de ello, pero la expresión ansiosa del niño resultaba difícil de obviar.

—Bilbo, Brunete, Tarazona. Erais unos va… va… valientes, luchando por esos ideales, una mera abstracción. Mi pue… pue… pueblo luchaba al menos por su país y por sus vidas. No teníamos otra opción —prosiguió Gabriel.

—¿Pero qué vas a saber tú? Si ni siquiera habías nacido —dijo Izarra.

—Sé las historias que ella me contó.

Aquella afirmación brotó de los labios de Gabriel con tal rabia que August supo al instante que el chico se refería a la Leona, y que había traspasado un límite, al revelar los secretos de un miembro de la familia. Izarra golpeó la mesa con el puño, haciendo que la cubertería respingase con un repiqueteo amedrentado.

—¡Ya basta! ¡Coge tu plato, seguirás comiendo en tu habitación! —le ordenó, poniéndose en pie. Paralizados, se miraron el uno al otro: la mujer luchaba por mantener su dominio sobre el joven, y August se dio perfecta cuenta de que solo era cuestión de meses que Gabriel se convirtiese en un hombre. Al fin, Gabriel inició la retirada. Recogió su plato.

—Esta vez has ganado. Pero iré a la fiesta —le dijo, y se volvió hacia August—. En otro momento hablaremos de la guerra.

August esperó hasta que oyó a Gabriel perderse escaleras arriba, y luego alargó un brazo. Puso su mano sobre la de Izarra. Al instante, un deseo voraz los recorrió a ambos como un relámpago, revelador, innegable. Ella apartó la mano.

—¿Todo bien, señora de Aznar? —preguntó en un suave tono de voz.

—Sabes que me llamo Izarra. Por favor, deja las formalidades. Tienes que disculpar a Gabriel, no ha conocido demasiados hombres a lo largo de su vida. Te ve como un héroe, y eso que ni siquiera te conoce.

—Intentaré no decepcionarlo —dijo, lo que implicaba que intentaría también no decepcionarla a ella.

La mujer se sonrojó.

—¿Conociste entonces a Jimmy? —preguntó tímidamente.

—Luché junto a él, en Teruel. En cierta ocasión me salvó la vida.

—Amaba a mi hermana… Fue una tragedia. —Cambiando de tema, miró la comida, que empezaba a enfriarse—. Por favor, acaba tu plato.

—Está delicioso.

—Antes cocinaba muy bien, al menos cuando tenía con qué cocinar.

Izarra sonrió, y August sintió que la confianza volvía a instalarse entre ellos. «Debo actuar rápido, volver a ganármela…».

—Izarra, la crónica…

—Era una reliquia familiar, de modo que solo puedo sentirme agradecida de tenerla de vuelta.

—He estado investigando la figura de tu antepasado, Shimon Ruiz de Luna. Ciertamente, era un hombre extraordinario.

Para su asombro, la mujer adoptó una expresión impenetrable.

—No sé nada de él. Nosotros solo guardábamos el libro. Durante siglos, fue nuestro deber, una obligación familiar.

—Eso tenía entendido, pero he estado traduciendo la crónica…

—¿La has leído? —Parecía perpleja.

August estudió su reacción. Debía tener cuidado: cualquier movimiento en falso y volvería a regresar a su concha.

—¿Por qué te interesa tanto? —dijo Izarra, incorporándose de su asiento, con los hombros rígidos de temor—. ¿Quién eres en realidad? —susurró, con voz áspera.

—Izarra, por favor, no soy ni un enemigo ni un espía. No estoy del lado de los que mandan. Por favor, debes confiar en mí.

—Imposible. —Se había cerrado por completo, y August supo que había llevado las cosas demasiado lejos—. Por favor, no me hagas más preguntas, o de otro modo tendré que pedirte que te vayas. Teniendo en cuenta tu experiencia bélica en España, creo que no te costará entender lo que te digo.

Su tono no dejaba lugar a las dudas. Dejó el tenedor y el cuchillo en el plato y retiró su silla de la mesa.

—Cuando termines, hay natillas de huevo en la despensa. Te veré mañana, después del funeral. Limpiaré todo esto cuando te hayas ido a la cama —le dijo, cortante, y luego abandonó la cocina, dejando a August con la vista perdida en la mesa desierta. Al cabo de un rato, apagó la vela y se quedó pensativo, sumido en la oscuridad, iluminado únicamente por los rescoldos de la chimenea.

Como la melodía del Flautista de Hamelín, las quejumbrosas notas del txistu comenzaron a sonar, llenando los rincones de la plaza con su lamentar de juncos. A la flauta se unió enseguida un tambor que reproducía el zortziko —un compás de 5/8 característico de la región—, llamando a los dolientes a la iglesia. Oculto en el umbral de una tienda cerrada a cal y canto, August observó cómo la procesión se preparaba para salir de la iglesia. El txistulari, enfundado en las tradicionales galas blancas, con una faja de color escarlata en la cintura y una boina del mismo color en la cabeza, tocaba la flauta con una mano mientras con la otra golpeaba el tambor ayudándose de un mazo. Era él quien se disponía a marcar el paso de la comitiva; a su espalda, diez ezpata dantzariak —artistas de la danza del sable— adoptaron la pose que daba comienzo a su baile. Vestidos a la manera del folklore inglés, con campanillas en las pantorrillas, el traje regional blanco, la faja y la boina roja y la flor local, la siempreviva amarilla, en las solapas, los bailarines blandían unas espadas de imponente aspecto. El líder se colocó al frente del grupo, armado de una suerte de bandera o pendón. El txistulari dejó de tocar, un cuervo graznó en el valle, y los dantzariak se arrodillaron solemnemente cuando el abanderado, en un gesto teatral comenzó a agitar el estandarte (no sin peligro) sobre sus cabezas, como dándoles la bendición. Tras el último revuelo de colores, el txistulari hizo sonar una vez más la flauta, y los dantzariak iniciaron el baile, tocando la punta de la espada de quien tenían al lado mientras ejecutaban pequeños saltos y pasos de baile. Por detrás de los ezpata dantzariak se posicionaba el sacerdote, flanqueado por dos monaguillos que portaban los quemadores de incienso del ceremonial. Todos ellos se detuvieron ante el coche fúnebre, envuelto en telas negras y tirado por dos poderosos corceles negros, en cuyas riendas habían sido atadas un par de escarapelas negras; los animales aguardaban impacientes el fustazo que iniciaba la marcha, sacudiendo sus largas colas negras contra sus humeantes flancos. Reunidos tras el coche fúnebre se encontraban los familiares del alcalde: una mujer alta, delgada, con el rostro transido de dolor, y dos muchachos de veinte años que flanqueaban a una jovencita de no más de trece. El grupo era seguido de cerca por los dignatarios locales, algunos de los cuales parecían combatir el frío de primera hora de la mañana fumando compulsivamente sus cigarrillos de importación, mientras que el resto de lugareños, como invocados por el txistu o demasiado temerosos de no acudir a su llamada, se abrían paso a través de la plaza; algunos grupos iban apareciendo por las silenciosas calles que desaguaban en ella, mientras que otros surgían de las casas que la rodeaban. Todos, vestidos de luto riguroso y con expresión incólume, se fueron congregando por detrás del carro que portaría el ataúd. Abuelas con bebés en los brazos, jóvenes viudas y mujeres sin marido, ancianos con el rostro abatido por la resignación y la rabia contenida, aguardaban en silencio a que el ataúd fuera sacado de la iglesia y depositado en el carro.

El txistulari comenzó a tocar una marcha fúnebre y la procesión partió de la plaza, acompañada del crujido lúgubre de las ruedas del carro. Lo que más sorprendió a August era ver que los hijos del alcalde eran los únicos hombres en todo aquel gentío que superaban los veinte y no llegaban a los sesenta. Oculto cuidadosamente entre las sombras, asomó la cabeza hasta que divisó finalmente las figuras de Izarra y Gabriel, unidos en su lento caminar al resto de los lugareños. Eran los últimos de la comitiva, y pudo ver que Gabriel llevaba el paso a regañadientes, lo que obligaba a Izarra a tirarle constantemente del brazo. Un coche de la policía seguía lentamente al grupo: aquello no contribuía sino a aumentar lo claustrofóbico de la atmósfera.

August aguardó a que desapareciesen por el otro extremo de la plaza. Calculó que tenía al menos media hora hasta que el grupo volviese sobre sus pasos. Cuando se perdió en la distancia el murmullo de la procesión, corrió hasta el otro lado, con el equipo fotográfico colgado a la espalda, hecho lo cual se internó en la iglesia desierta por una puerta lateral que, según sabía, desembocaba en la escalinata de piedra que ascendía en espiral hasta lo alto del campanario.

* * *

La brisa de la mañana era más fuerte en lo alto de la torre. Mirando hacia la garganta que encerraban las escarpadas laderas de las tres montañas, August podría ver nítidamente el bordado de luces y sombras que se hilvanaba a las copas de los árboles y sobre las cimas, allá donde el viento jugaba a perseguir nubes, doncellas de pies nevados. Se apoyó contra el muro que servía de parapeto, y su palma encontró a tientas una de las muchas muescas que horadaban la piedra. Allá en lo alto, podía oler el aroma fragante de los pinos, llevado a lomos de la brisa, y el suave olor del romero; era como un verano anticipado, oculto bajo el gélido viento de la primavera. August miró hacia abajo y reparó en los agujeros producidos por la metralla; incluso aquí encontraba aquel siniestro recuerdo de la Guerra Civil.

Su mente se remontó a septiembre de 1937, y más concretamente a una pequeña aldea aragonesa, desde cuyo campanario defendía aquel bastión contra la ofensiva fascista. Volvía a estar allí una vez más: los anchos hombros del francotirador alemán —amigo y miembro del Thälmann Battalion, marcadamente comunista— se recortaban contra la estrecha abertura al devolver los disparos fascistas, el repulsivo golpe seco de una bala perdida, la cabeza de su amigo echándose violentamente hacia atrás, y sus sesos dejando una marca roja en la pared opuesta. Al instante siguiente, August, sin otro pensamiento que el de sobrevivir, apartó el cadáver de su amigo a un lado y tomó su lugar en la ventana.

Todavía seguía embrujado por aquel recuerdo, aquellos instantes en los que se sentía absolutamente vacío de cualquier emoción. Agachado contra la pared del campanario, en los sentidos de August no había cabida sino para aquella sensación de alerta extrema, para el ácido olor de la pólvora, para el punzante y metálico aroma de la muerte, para el repicar de su arma, fusionada a los doloridos músculos de sus hombros; el mundo entero quedaba reducido a una sola cosa: lo que sus ojos veían a través de la mirilla del rifle.

Una repentina brisa arrastró la arenisca de un ladrillo suelto. Se derramó sobre los hombros de August, que respingó hasta el tiempo presente. Se incorporó lentamente y luego, con gestos meticulosos, procedió a colocar el trípode.

La Rolleiflex se alzaba sobre el trípode como un pequeño cíclope con forma de caja: la lente despegada de la Laica sobresalía de la cámara como una enorme extensión fálica. August miró a través del visor. La imagen, atravesada por unas líneas cruzadas que permitían al fotógrafo posicionar y enfocar la lente, recogía la zona boscosa en la que, estaba seguro, se contenía la brecha que había visto entre los árboles cuando paseaba junto a Gabriel. Desplazó la cámara hacia la derecha y luego ligeramente a la izquierda, hasta que la perspectiva cambió en el visor; ahora se veían muchos más árboles en el encuadre. August miró atentamente. Parecía haber una tenue línea blanca en las copas y en los troncos. Se enderezó y se llevó los prismáticos a la cara, y miró en aquella misma dirección, barriendo con ellos la ladera de la montaña.

Por fin, la encontró. Era la misma brecha que había visto en el bosque. Miró hacia la colina, y la casa solariega —que desde tan lejos parecía una pintoresca casita de muñecas— surgió ante sus ojos. Volvió a mirar la montaña: la brecha parecía estar a la misma distancia que él había calculado en la biblioteca. Tenía que ser ese el lugar que buscaba. Apartando los prismáticos, se inclinó sobre la cámara y cambió el enfoque: de inmediato, las copas de los árboles adquirieron un perfil mucho más detallado; muchos de ellos eran robles añejos, entreverados a los más altos y elegantes abedules. Pero lo que resultaba más fascinante era la claridad con la que ahora podía ver que aquella brecha no era simplemente una zona arrasada por un incendio o una franja donde los árboles se habían secado. No. Sin duda, se trataba de un claro. ¿Podía ser ese el enclave del que Shimon Ruiz de Luna había escrito en su crónica, el primero de los enclaves sagrados que, según Elazar ibn Yehuda, se hallaban entre el abedul y el roble, junto a la cueva de la diosa? Volvió a mirar a través de la cámara, calculando el lugar en que podría encontrarse la cueva que Gabriel le había mostrado. No cabía duda: se hallaba muy próxima al claro. En tal caso, ¿por qué no le había llevado hasta allí? Desde luego, Gabriel parecía sumamente nervioso cuando August quiso pasear hasta allí. ¿Le había estado ocultando algo?

August tomó una fotografía por si podía necesitarla, y tras mirar nuevamente a través de los prismáticos, sacó su cuadernillo y realizó un esbozo del lugar, señalando la distancia entre la casa solariega y el claro, oculto por la frondosidad del bosque. «De no haber sabido dónde mirar, nunca lo hubiera encontrado. Es como si lo hubieran escondido deliberadamente». Se preguntó si algún otro de los lugareños sabría de su existencia. Estaba tan embebido que ni siquiera reparó en el sonido del txistu y del tambor, que llegaban a sus oídos flotando en una fría corriente de aire. La procesión discurría por la plaza en dirección al cementerio que había tras la iglesia. Tenía que darse prisa. Guardó el trípode y echó una mirada al rectángulo de la plaza. La sinuosa hilera que formaban vehículos y personas casi había llegado a la iglesia. August recorrió la procesión de un rápido vistazo en busca de Izarra y Gabriel. Dio con ellos, y para su espanto vio que Gabriel le estaba mirando fijamente mientras avanzaba hacia la iglesia: las miradas de ambos se encontraron, como si el joven hubiera esperado que August le buscase en la multitud. ¿Pero cómo? Esa habilidad preternatural del joven para anticiparse a él, adivinar dónde se encontraba y qué se disponía a decir, turbaba a August con el temblor de las premoniciones. ¿De veras podía confiar en Gabriel? El resto de los dolientes, incluida Izarra, miraban hacia delante, ausentes. August se retrepó contra el muro, casi esperando que el chico delatase su presencia allí. Pero Gabriel, con gesto inexpresivo, bajó los ojos y siguió andando. August lanzó un suspiro de alivio.

— § —

El monje cruzó la plaza cubierta de lodo, dirigiéndose a la iglesia para unirse a las oraciones vespertinas. Shimon no tenía mucho tiempo. Al ver al joven sacerdote pasar junto a un granjero, y que este apartaba a un grupo de bueyes de su camino, Shimon sonrió. Se respiraba tanta tranquilidad en aquel pueblo… Era como si perteneciese a otro mundo. Se volvió y miró desde el campanario cuanto había más allá de la plaza, en la falda de la montaña. Tenía el manuscrito de Elazar ibn Yehuda extendido ante él. Las tres montañas sobre las que el antiguo médico había escrito se alzaban en tres lugares, y se discernían los restos de un enclave pagano que aquel había descrito en sus textos, asentado, según sus palabras, junto al río que recorría tan escarpado valle. Un asentamiento que había pasado desapercibido al auge del cristianismo, escribió Yehuda, habitado por un pueblo de individuos altos y beligerantes que adoraban a los dioses de las montañas y los ríos, en lugar de Cristo, una tribu que hablaba un lenguaje impenetrable y radicalmente distinto de los que había conocido en sus incursiones por aquella región. Los romanos les habían llamado «vascones», y, no sin reluctancia, habían desarrollado un respeto creciente hacia aquel pueblo, que pronto demostró sus cualidades en el comercio y la contienda. El pueblo de mi esposa, pensó Shimon, maravillándose con orgullo de lo extraño de su unión: un judío y una vasca. Se volvió y miró de nuevo a la plaza, a la aldea. Podía ver una suerte de aura arqueológica del asentamiento original en los edificios que la jalonaban: el campanario construido en el lugar donde se hallaba la torre de madera descrita por Yehuda, y que ahora servía para afianzar la pared que rodeaba el asentamiento, y la plaza, donde en el pasado la gente se reunía a conversar o a comprar productos en el mercadillo ambulante. El lugar resultaba inconfundible.

Shimon se volvió de nuevo hacia las montañas. Estaba seguro de que el enclave sagrado del que Yehuda había hablado se encontraba allí, en alguna parte. Inclinándose, introdujo una mano en su zurrón y sacó la lente que había comprado a un precio abusivo en Gazteiz, durante sus exitosas labores como médico de la región: un tiempo que ahora le parecía impropio, ajeno, como si perteneciera a la vida de otro, cuando de hecho solo habían discurrido un puñado de años desde aquello.

—¡Shimon! ¡Shimon!

La voz de Uxue resonó desde la base de la torre. Asomó al exterior; Uxue se hallaba entre un pequeño grupo de mujeres, con una enorme cesta llena de fruta y vegetales colocada sobre la cabeza, como era costumbre entre las mujeres del lugar. Sonriendo, le saludó con la mano, y él le devolvió el saludo, no sin antes reconocer a la tía y la prima de Uxue. Desde su llegada a la aldea, unas cuantas semanas atrás, Uxue parecía otra, pues por primera vez en muchos meses se sentía libre de preocupaciones y temores. No era para menos: el tío de Uxue los había recibido con una aceptación inmediata que no precisaba de palabras, sin preguntas incómodas ni sospechas. Tras viajar durante días bajo aquellos disfraces, evitando el menor contacto con la gente y al borde de la inanición, aquella hospitalidad era lo más parecido al paraíso que podían esperar, además de que la aldea se encontraba en un lugar lo suficientemente remoto como para protegerlos de la curiosidad ajena, al menos de momento. Uxue incluso mencionó la posibilidad de vivir en la aldea. Su tío era el propietario de un terreno virgen en la ladera de la montaña y no había dudado en ofrecérselo a su sobrina. Era muy tentador: su propio santuario, donde podían pasar el resto de su vida juntos, incluso fundar una familia. Pero Shimon sabía que, aun cuando Uxue decidiera quedarse, él tendría que partir tarde o temprano. El libro le obligaba a aquella insaciable búsqueda en pos del tesoro de Yehuda. Y la búsqueda se había convertido en una obsesión: en la mente de Shimon, aquello era la última obligación que debía cumplir en nombre de su padre, como si resolver el enigma pudiera servir para que su torturada alma encontrase por fin el descanso eterno. No tenía elección. Tenía que seguir buscando. Tenía que unir las piezas de aquel enigma.

Volviéndose hacia las montañas, levantó la lente y buscó el territorio marcado por Yehuda, en pos de algún indicio oculto, una pista que le indicase que alguien había intentado esconder algo. Las copas de los árboles tenían una altura uniforme: principalmente, se componían de robles y abedules. Pero a mitad de camino de una de las pendientes, bajo un saliente de rocas, el escenario cambiaba. Allá podía ver que los árboles eran más jóvenes, más pequeños y de troncos mucho más delgados, y algunos de ellos, además, eran pinos: la clase de árboles precisamente que no pertenecía a la región. Como si alguien hubiera despejado deliberadamente aquella zona, antes de repoblarla. La pregunta era: ¿por qué? Se vio interrumpido Shimon por un furioso batir de alas. Había turbado el descanso de un estornino, que pasó volando junto a él antes de zambullirse en el cielo azul: un agente libre.

— § —

Un estornino salió volando de detrás de un mirador de piedra y casi chocó con August y su trípode. Eran casi las tres y la procesión daba sus últimos coletazos; los aldeanos regresaban a su casa para dormir la siesta. August, todavía en lo alto del campanario, aguardó hasta que el sacerdote desapareció por la puerta lateral que se abría en la otra punta de la iglesia: sin duda se trataba de las dependencias del clero. La plaza se vio de pronto sumida en un silencio inquietante. Un perro huesudo, casi descarnado, cruzó cojeando aquel rectángulo vacío, medio saltando, medio trotando, en dirección a la fuente, y allí levantó una pata para mear en el monumento a los caídos de la guerra. August guardó la cámara y descendió por las escaleras de piedra. Si se daba prisa, llegaría a la casa a tiempo de que Izarra y Gabriel no hubieran despertado aún de la siesta, de modo que no encontraría ningún obstáculo para internarse en el bosque sin ser visto.

El mercader desenrolló el pergamino árabe y lo alisó contra la superficie del escritorio que presidía la habitación de Tyson. Miró a este, esperando instrucciones. Tyson estaba más que satisfecho. El mercader, un viejo de aire patricio con una frente alta y despejada, ojos negros y espesas pestañas, procedía de una familia de antiguos aristócratas de un arrasado país de Oriente Medio que solo en épocas recientes había conseguido liberarse de sus caciques coloniales para convertirse al credo socialista, haciendo que al mercader y su familia no les quedase nada más que un puñado de reliquias y antigüedades que ahora se veían obligados a vender. El mercader era uno de los proveedores de confianza de Tyson en lo concerniente a objets des sciences occultes a lo largo de un buen número de años. Ya era casi un amigo, y, sin duda, una de las pocas personas en el mundo que conocían con suficiente exactitud el enorme interés del agente de la CIA en aquel asunto. También vendía muy caro.

Tyson se inclinó un poco más. En la parte inferior del pergamino había un sello escrito en tinta, muy antiguo, donde se reproducía el dibujo de un jazmín flotando sobre una ciudadela roja bajo la cual aparecía escrito en árabe la palabra «Alhambra».

—¿Estás seguro de su autenticidad?

—Completamente: fue hallado en la Alhambra. El texto está fechado en el año 810, unos cien años después del fallecimiento del califa Al-Walid I, y estaba en propiedad de uno de los emires omeyas de Córdoba, a quien sin duda le fue entregado de manos de un cortesano descontento. En él se narra la relación del califa con Elazar ibn Yehuda, su magnífico médico personal, según el relato de un viejo emir.

Fueron interrumpidos por el repiqueteo del enorme teléfono verde que se acomodaba en el otro extremo de la mesa. El mercader lanzó una mirada interrogante a Tyson, que dejó sonar el teléfono, hasta que, percatándose de que el timbre no iba a dejar de sonar, decidió levantar el auricular. Supo por el chasquido que se escuchó al otro lado de la línea que la llamada procedía de las oficinas centrales. Dio la espalda al mercader.

—¿Hola?

—Luz verde. Kissner estará en la ciudad de los toros el viernes, alerta máxima.

Tyson aguardó durante un segundo, sopesando mentalmente los movimientos y el itinerario del general americano: las reuniones con los españoles estaban perfectamente organizadas. Se podía permitir el lujo de mantener las distancias.

—Informaré a mi gente.

—Y, Tyson, no pierda de vista al profesor. No podemos permitirnos más errores innecesarios, ¿entendido?

—Entendido.

Dejó el auricular en la horquilla, y luego se giró en redondo hacia el mercader, que aguardaba con rostro inexpresivo.

—¿Quieres que te la traduzca? —preguntó el mercader, señalando a la carta.

—Por favor.

Desplegó entonces unas gafas de lectura y, pinzándolas en el puente de la nariz, examinó atentamente el amarillento pergamino sobre cuya superficie la caligrafía árabe parecía discurrir en una serie de brincos y arcos, tan ornamentados como apresurados.

—Esta es la parte que te importa, creo. —Comenzó entonces a leer con voz lenta y reposada—. «Se cuenta que el gran médico y filósofo Elazar ibn Yehuda se quitó la vida antes de que la orden dada por el califa, en su enorme sabiduría, hubiera llegado a la morada del médico. Fue como si este hubiera recibido un aviso o una premonición de su propia ejecución y hubiera resuelto poner aquel destino en sus propias manos. El suceso perturbó al califa grandemente. Poco a poco se convenció de que las perlas de sabiduría que Elazar ibn Yehuda afirmaba haber dejado por toda la tierra de Andalucía, recientemente conquistada por el califa, existían de veras, y que, si alguien se molestaba en seguirlas, recorrería un sendero que le investiría de gran sabiduría y le llevaría hasta un gran tesoro. Numerosas fueron las expediciones que se enviaron a descubrir la senda del judío, pero ninguna dio sus frutos. Y fue así que el califa, en su gran sabiduría, llegó a la conclusión de que el médico había perdido la razón y que las perlas del conocimiento que conducían al gran tesoro, o la iluminación, eran poco más que un símbolo del viaje iniciático en pos de la iluminación del espíritu a la que el propio médico había aspirado, y que muy probablemente tenía un significado místico para los judíos, oscuro, sin embargo, y ajeno para el hombre justo que solo se guiaba por el Corán. Poco antes de morir, el califa declaró que aquel tesoro no existía».

El mercader detuvo la lectura y miró a Tyson.

—¿Qué opinas? —le preguntó este.

—No es mi cometido tener una opinión. Sin embargo, he oído hablar de ciertos descubrimientos recientes en un asentamiento medieval judío en la ciudad de Gerona, donde se han hallado algunos textos cabalísticos que mencionan un lugar secreto en el que se habría manifestado el Árbol de la Vida, allí donde el paraíso roza el cielo, y por el cual los ángeles descienden y los hombres ascienden: pero es mi deber avisarte de que no todos los ángeles mencionados en esos textos son benéficos; muchos de ellos son ángeles caídos. Uno de los textos hacía referencia al mapa de Elazar ibn Yehuda.

—Entonces, las crónicas del alquimista existen de verdad… —concluyó Tyson, y el mercader sonrió, consciente de que si quería seguir con vida probablemente era más seguro no confirmar ni negar la existencia del manuscrito.