A la mañana siguiente, la señora Aznar preparó a August una taza de café bien cargado, y se lo sirvió junto a una rebanada de pan crujiente cubierto de miel. Gabriel ya estaba en el campo, y la mujer parecía impaciente por comenzar las labores del día.
—¿Sabe? Siento curiosidad por saber cómo ha dado usted con nuestra aldea.
Estaba sentada frente a él, y el olor inconfundible de su sudor, de sus cabellos, entreverado a un débil atisbo de vainilla, flotaba en el ambiente, distrayendo los pensamientos de August. Tuvo que tomar aire antes de responder. No quería mentir, pero decir demasiado podía ponerla en peligro.
—Un amigo, un americano que estuvo aquí en 1945, me habló del lugar. —Midió sus palabras cuidadosamente, y, para su sorpresa, la mujer alzó la vista con un respingo.
—En 1945 no había americanos en el pueblo —replicó.
El doblar de las campanas de la iglesia interrumpió sus palabras. Se volvió hacia el lugar del que procedía el sonido.
—Qué raro, no es domingo, ¿no? —señaló August.
La mujer se levantó y se dirigió a la ventana para mirar hacia la aldea.
—Las campanas doblan cuando hay fiesta, o problemas, o cuando alguien ha muerto, pero no hay ninguna fiesta hasta julio. Podemos leer las campanas como si de un libro se tratase. Estas campanas doblan a muerto: un hombre.
Tenía el rostro rígido por la tensión. August comió un poco de pan y lo pasó con un trago de café, tras lo cual se limpió los labios.
—Tenía el propósito de ir esta mañana al pueblo. Puedo averiguar quién ha muerto, si desea saberlo.
—Sería muy amable de su parte. Gabriel y yo tratamos de evitar en lo posible acudir a la aldea. Hay ciertos recuerdos que… —Por un momento, August pensó que había visto una sombra de temor nublando sus ojos, y, lo que era más inquietante aún: pánico—. Puede coger la bicicleta de mi marido. Está junto al establo de las mulas.
Con la cámara y los prismáticos ocultos en la mochila y el boina negra calada hasta las orejas, August pedaleó en dirección a la aldea. Tenía pensado subir al campanario de la iglesia para buscar la curiosa anomalía que había visto entre el lindero de árboles, y localizar su ubicación exacta. Necesitaba un lugar lo suficientemente alto desde el que hacerlo, y el campanario se ajustaba perfectamente a sus necesidades.
Avanzando entre las sacudidas producidas por los guijarros, fue dejando atrás las afueras del pueblo, hasta alcanzar el pequeño centro y su ramificación de tiendecitas locales. La niebla de la mañana que había envuelto las montañas comenzaba a dispersarse, pero el cielo seguía cubierto por nubes grises, y una ligera llovizna empapaba el rostro de August en su firme pedalear contra el viento. El aroma fragante de la tierra húmeda y recién labrada, el olor acre del estiércol, teñían la brisa, y la suave lluvia (al igual que el café) le había devuelto el vigor a sus nervios. El gañido de los oxidados pedales y el de su respiración acezada parecían rebotar entre las paredes de las casas. August se sintió sobrecogido por un espejismo idéntico al que sufrió nada más llegar a la aldea: que Irumendi era una ciudad fantasma, habitada únicamente por los espectros de su imaginación: y, aún peor, por distorsionadas quimeras de gente a la que había conocido tantos años atrás, luchando en aquellas mismas montañas. No podía evitar pensar en Charlie y la visita que le había hecho la noche pasada. ¿Acaso la España que había conocido se ocultaba en su cabeza como un escenario congelado en el tiempo, aguardando a mostrar la miríada de posibilidades que podían haber tenido lugar de haber sido otras las circunstancias, o, simplemente, a servir de telón de fondo a los siniestros guiñoles de su fantasía? La desolación que inundaba las calles desiertas no servía de mucha ayuda. ¿Dónde estaba todo el mundo? Durante la contienda bélica, solo había dos razones por las que un pueblo quedaba tan vacío como aparentaba estar este: o bien por una invasión, o por una masacre. Cuántas veces había llegado a lugares así, en busca de un refugio, para encontrar un dédalo de casas en ruinas, agujereadas por el mortero y las balas perdidas, la bandera fascista en el campanario (que inspiraba el temor de saberse vigilado por el objetivo de un francotirador) y los árboles ornamentados con la lúgubre fruta de un ahorcado. Todo aquello volvía a sus recuerdos mientras pedaleaba por aquel laberinto de fachadas vacías: aquellas ciudades sin vida, aquellas batallas sin sentido, aquellas calles por las que desfilaba entre el sordo retumbar de sus suelas, con sus camaradas flanqueando unos pasos cada vez más amedrentados…
Las campanas iniciaron de nuevo su repicar doliente, y August, estirando las piernas, aceleró hasta el centro de la aldea. Allí, la estrecha calle por la que avanzaba desaguaba en una plazoleta al doblar una esquina, y en esa estribación del pueblo las nubes parecían haber inaugurado un nuevo dominio de grises. August detuvo su pedaleo y dejó la bicicleta apoyada contra un mojón de piedra. Un grupo de mujeres, vestidas de negro y con pañoletas atadas a la cabeza, y las mantillas cubriendo sus hombros como las alas de un cuervo, se congregaban bajo el pórtico de la iglesia. Se volvieron como un único ser (un extraño animal) al escuchar los pasos de August, y le miraron con abierta hostilidad. Algunos lugareños desfilaban por las puertas que daban acceso a la iglesia. La motocicleta de un policía, adosada a un sidecar, aguardaba en la cuneta, desafiante, angustiosa, mientras a su lado un indiferente policía fumaba y observaba a los lugareños, hablando distraídamente con un compañero. Un hombre de unos cincuenta años, con un rifle de caza y una ristra de conejos muertos echados sobre el hombro, pasó junto a August.
—Perdone, amigo, ¿pero quién ha muerto? —preguntó August. El hombre se detuvo, y tras examinar en silencio la chaqueta de obrero que August llevaba puesta, su boina y el abarkak, pareció confiar en él.
—El alcalde. Murió súbitamente durante la noche, de un ataque al corazón. Pero, si quiere saber mi opinión, lo que sucedió es que el diablo vino a llevarse lo que ya era suyo.
—¿A qué se refiere?
El cazador miró a los policías y se acercó a August un poco más.
—Me refiero a su alma. El alma que le vendió hace sesenta años —murmuró sin evidenciar la menor sonrisa—. Pero, con todo, estamos obligados a mostrarle nuestros respetos. De hecho —hizo un gesto apenas visible con la cabeza en dirección a los agentes—, informarán de quienes no lo hagan. Después de todo, el alcalde era un tipo muy popular. Dígame, ¿cuántos hombres reciben escolta policial durante sus funerales? ¿Y con qué fin? ¿Para proteger al cadáver de las plañideras?
—¿Quiere que le acompañe, amigo? Cuantos más seamos, más seguros estaremos —dijo August, cuidándose de teñir de ironía su comentario.
—En lo que se refiere a nuestro pueblo, no hay nada seguro, ni tampoco sagrado, ya puestos… Pero si lo que desea es ver muerto y bien muerto al mal personificado, venga conmigo, haré los honores.
Dicho aquello, August se unió a él y ambos cruzaron la plaza, dejando atrás las susurradas condenas de las ancianas de negro para adentrarse en la iglesia. Apenas había luz en el interior: su crepúsculo eterno solo se veía rasgado por la lumbre de los enormes candelabros que se alzaban en las cuatro esquinas de la nave. Allá delante, en un pequeño claro creado por la ausencia de bancos de madera, que habían sido retirados a un lado, se alzaba un ataúd abierto sobre un pedestal de madera. La gente rodeaba lentamente el ataúd, depositando junto a él algunas flores, tras lo cual se arrodillaban para musitar alguna oración y santiguarse antes de seguir adelante. El aire estaba cargado a causa del incienso quemado, y, en general, aquella atmósfera penumbrosa, mullida de susurros, hizo que August recordase con terrible claridad las misas que atendió de niño en la Iglesia episcopaliana de Back Bay, Boston. Entonces, como ahora, se sentía presa de una insoportable claustrofobia. A la luz de las velas podía ver al sacerdote ante el altar, con el semblante adusto, impenetrable, en un gesto de estudiada objetividad. El cazador se puso a la cola, arrastrando los talones por las losas del suelo, y August le siguió de cerca. La curiosidad era mayor que su cautela.
Cuando le llegó el turno a la mujer que tenían por delante de ellos, esta hizo una pequeña reverencia ante el altar, se persignó y luego depositó un lirio al pie del ataúd. Por encima del hombro, August asomó a mirar su interior. El alcalde, voluminoso y todavía provisto de un aire autoritario que realzaba su traje negro, probablemente comprado para la ocasión, parecía un muñeco de cera, y hasta sus labios y mejillas habían sido maquillados hasta la exageración, quizá para borrar el gesto de agraviada sorpresa que el responsable de aquella carnicería cosmética no había sido capaz de suprimir. El alcalde no debía de haber cumplido los sesenta y cinco, y lo cierto era que, pese a lo dicho por el cazador, la expresión de su rostro no podía ser más benévola. La mujer dedicó una mirada furtiva al sacerdote, que en aquel momento estaba de espaldas, y, rápida como un relámpago, escupió a la cara del cadáver: la espumosa saliva cayó por una de sus mejillas y recorrió su rostro como una hórrida lágrima. Estupefacto, August miró a su alrededor. Nadie mostró la menor reacción. Los lugareños prosiguieron con el ritual sin mover un solo músculo de la cara, mientras la mujer, transformada nuevamente en una recatada viuda de mediana edad, abandonaba la iglesia.
—El alcalde traicionó al marido de esa mujer en el treinta y seis —susurró a August el cazador, mientras aguardaban frente al féretro de marfil. Obsequioso, el cazador se persignó y tomó uno de los algodonosos cadáveres de la ristra de conejos muertos que todavía colgaba de su cuello. Arrodillándose, dejó el animalito junto a la pila de flores que honraban la memoria del difunto—. Era tan escurridizo como un lebrel —dijo en voz alta, en euskera, al levantarse del suelo. Algunos de los hombres que formaban fila a su alrededor rieron al oírlo.
* * *
Afuera, la multitud iba aumentando a medida que la gente de los alrededores se sumaba a las honras fúnebres. August miró a lo alto del campanario que se alzaba sobre la nave principal de la iglesia. Era imposible subir allí justo ahora, sin atraer la atención de la gente. Además, había que contar con el problema añadido de los dos policías.
Apartándose del gentío, August reparó en que uno de los dos cafés que daban a la plaza tenían bajo sus toldos verdes, blancos y rojos, enmarcadas y colgadas orgullosamente en la pared, una serie de fotografías panorámicas. Saltaba a la vista que era la obra de un aficionado con mucho talento. Curioso, August enfiló sus pasos hacia el escaparate y examinó las fotografías, que reproducían escenas de la aldea y la plaza. Había también algunas instantáneas del valle: dos de ellas habían sido realizadas desde la propia ciudad y otras tres desde lo que parecían altozanos situados en la cima de las tres montañas. Las mesas estaban vacías, así como el propio café. A través del ventanal podía ver al propietario, un hombre menudo y delgado, limpiando unos vasos detrás del mostrador. August entró en el café y se dirigió a la barra.
—Tiene unas fotos muy bonitas ahí detrás. ¿Las ha hecho usted?
—Por supuesto. Soy el mejor fotógrafo de Irumendi. Bueno, a decir verdad soy el único fotógrafo de Irumendi. También hago bodas, bautizos, comuniones y funerales, pero ese no lo haré.
Hizo un gesto hacia la iglesia y puso ante August un vaso de sidra.
—Invita la casa, estamos de celebración.
Aguardó a que August saborease la sidra.
—Está muy buena.
—Pues claro que está buena, la hago con mis propias manzanas.
—Debe de ser usted la única persona que no va a las exequias —señaló August.
—Soy ateo, tercera generación. Mi abuelo abandonó la fe cuando el gobierno confiscó sus tierras —rio amargamente—. Aunque, ahora que el alcalde ha muerto, puede que rompa con la tradición familiar y empiece a creer en Dios. Pero, por supuesto, me haría católico. ¿No ha escuchado la radio?
August pestañeó sin saber qué decir. No había escuchado nada.
—El papa Pío ha reconocido finalmente a Franco. Establecerá en Roma un concordato para aceptarle como caudillo de España e institucionalizar el catolicismo como la única religión dominante. Así que quizá esté de suerte al ser ateo: si fuera una bruja, un judío o un comunista, estaría bien jodido.
—Me temo que el alcalde no gozaba del afecto de su pueblo.
—Lo odiábamos. —El hombre cogió un plato de sardinas y lo colocó frente a August—. Cuando perdimos la guerra fue él quien acudió a la Guardia Militar para traicionar a la mitad de las familias de Irumendi. Por tan honorables servicios le hicieron alcalde. Mañana lo enterrarán y habrá una procesión por todo el pueblo a la que los ciudadanos tenemos la obligación de acudir. Si no lo haces… —en este punto, señaló hacia la policía que aguardaba en el exterior de la iglesia—, esos tipos tomarán buena nota. Nos vigilan como halcones de presa. Así que todo el pueblo estará allí, incluso yo, arrastrándonos como presos engrilletados detrás del ataúd. —Se sirvió un vaso de vino y lo alzó hacia la iglesia—. Por Judas.
—Lo que viene, se va.
—En mi tierra tenemos otro dicho: «La palabra de un alavés es como una llave de madera».
August rio. Por lo visto, entre esas dos provincias tan diferentes entre sí no parecían profesarse el menor cariño.
—Álava es muy bonita —replicó, diplomáticamente—. Al igual que Vizcaya.
—Es una de las más bonitas, pero también es verdad que es la única que conozco. Una vez fui a Madrid, pero me entró tal morriña… Y además allí hablan muy raro —bromeó, y luego bebió su vino de un trago, tras lo cual se sirvió otro vaso. La muerte del alcalde había hecho que reinase el nerviosismo por todo el pueblo, advirtió August. No cabía duda de que su ausencia llevaría a una nueva lucha por el poder—. Usted es el historiador que se aloja en la casa de la viuda de Aznar, ¿verdad?
—Así es.
—Esa sí que es una familia llena de secretos. Antes eran siete, ahora no quedan más que dos, y a saber quién es el padre del muchacho. Dicen que a la mujer nunca la vieron embarazada. Pero esa familia… siempre iban a la contra de todo.
—¿A la contra en qué sentido?
—Ya lo averiguará.
El individuo se cerró en banda tan aprisa como había comenzado a hablar. August tuvo la impresión de que debía restablecer la confianza que se había iniciado entre ambos. Echó un vistazo a las fotografías que también cubrían las paredes del interior.
—¿Sabe que yo también hago fotografías, para documentar mi trabajo?
—¿De veras? ¿Qué equipo utiliza?
—Una Rolleiflex, con una lente Leica.
El propietario del café lanzó un silbido admirado.
—No sabe lo que daría por tener una de esas en mis manos. Aquí es difícil comprar una así, hay que pedirlas por correo y la cosa se alarga meses y meses. Y además, es muy caro.
—Yo podría ayudarle con eso.
—¿Cómo?
—Necesito un cuarto oscuro. Y no me vendría mal alquilar el suyo durante el tiempo que permanezca aquí.
—Es bastante anticuado.
—Me basta con una ampliadora y las cubetas para el revelado.
—De eso tengo. Me encantaría mirar por una lente Leica.
—Será un honor para mí, habida cuenta del talento que usted tiene.
El hombre le examinó un momento, y luego sonrió de oreja a oreja.
—Trato hecho. Por cierto, me llamo Mateo.
—Kaixo, Mateo. —August respondió a la presentación con una de las escasas palabras en vasco que conocía—. Hay otra cosa que también necesito: un mapa, pero que esté bien detallado.
—¡Un mapa! —El dueño del local rio con ganas, dejando ver cuatro dientes de oro en su hilera inferior—. Hay uno, pero no busque el pueblo que no aparece. Lo cual es bueno y malo según como se mire. Es bueno si no quieres que te encuentren, pero malo si quieres que vengan a verte los amigos. No, amigo mío, los mapas no te enseñarán nada acerca de estos valles y estas montañas. Para conocer Irumendi tienes que respirar, comer y cagar el aire. Irumendi no es una puta con la que te puedas acostar una noche, sin más. La gente viene aquí a perderse, no a que los localicen tirando de mapas.
—Aun así, necesito uno.
Mateo levantó las manos:
—Confío en ti, no sé por qué coño lo hago pero huelo en ti la honestidad y mi olfato nunca me engaña. Existe un mapa, muy antiguo, que se conserva en el ayuntamiento. Si pides que te lo enseñen, lo harán.
—Gracias. —August sirvió a Mateo otra sidra—. Esta la pago yo.
—Salud. Y ten cuidado con la viuda de Aznar. Es una sorgina, y una bruja, como todas las de su clan. Debes tener cuidado, ¿pero para qué preocuparse, no? Seguramente eres ateo, como yo. Y nosotros no creemos tales cosas, ¿verdad?
—Verdad.
Mateo hizo chocar su vaso contra el de August.
—Pero yo que tú me andaría con cuidado. Esa clase de mujeres, o te quieren follar o te quieren… —Dramático, trazó una línea alrededor de su garganta—. Sea como sea, lo que quieres es levantarte con la cabeza sobre los hombros. De otro modo, amigo mío, estás jodido —concluyó, filosóficamente—. Regresa a la casa y dile a la mujer que el alcalde ha muerto. Mañana tendrá que ir al funeral, tanto ella como su hijo. Están obligados a ir, ya lo saben. En cuanto al cuarto oscuro, ven cuando quieras, vivo en el piso de arriba, sobre el café. Pero mantengámoslo entre nosotros. Aquí todo el mundo habla, y yo no he vivido todo este tiempo para que me maten de un tiro porque digan que soy un espía.
August volvió a mirar por el ventanal del café, en dirección a la plaza: los policías seguían allí. No tenía elección: inevitablemente, lo verían si subía a la torre con todo el pueblo arremolinándose allí. Tendría que dejarlo para el día siguiente. Dio las gracias a Mateo y se marchó del local usando una puerta lateral.
Se dirigió entonces al ayuntamiento, donde, después de muchas vueltas, dio con una anciana sentada tras una sencilla mesa de roble en una salita de recepción que hacía las veces de biblioteca. La mujer no se dejó impresionar por los encantos de August: se presentó como la esposa del actuario del pueblo, quien se encontraba en el funeral, y que no podía responder a su solicitud sin el permiso de su marido. August tuvo que prometerle que le haría una fotografía, y que llevaría a Inglaterra un mensaje para un hijo al que no había visto desde su huida de la España de Franco, para que al fin accediese a su petición. Tras conducirle a una mesa de lectura cubierta con un cristal (la cual, por cierto, era la única ornamentación de aquella sala), la mujer desenrolló el manuscrito con un aire de solemne intriga. Parecía ser un detallado grabado del siglo XVII, con adendas del siglo XIX escritas con sumo cuidado en la parte superior: la leyenda original del mapa estaba en español y latín, y, habida cuenta del énfasis religioso y topográfico, August sospechó que debió de ser utilizado, muy probablemente, por los agentes de la Inquisición. Las adendas más recientes estaban caligrafiadas a tinta, y en euskera. Recorriendo las señales con un dedo, August reconoció la plaza mayor y la iglesia, aunque una de sus alas parecía ser un añadido tardío a la construcción medieval original. Había tan solo un puñado de casas alrededor de la plaza y los aledaños del pueblo, dispersas entre pequeños huertos y granjas. Su atención se vio atraída por un edificio situado junto a la iglesia: era una cárcel, y tras ella había una armería, las cuales se le antojaron enseguida unas construcciones bastante inusuales para un pueblo tan pequeño. ¿Había sido acaso una especie de centro militar de la región, una suerte de fortaleza secreta? Era difícil imaginar algo así. Las casas tenían los nombres de sus propietarios escritos cuidadosamente bajo los prolijos detalles topográficos. Por lo que August podía decir, la mayoría de las familias habían vivido allí durante siglos, y cada nueva generación había heredado los terrenos de la anterior en un flujo constante. No cabía, pues, sorprenderse de que la comunidad tuviera arraigos tan fuertes entre sí: la intimidad, incluso la vigilancia mutua debía de haber sido claustrofóbica, advirtió August, reflexionando sobre su propia naturaleza, más inclinada a la marginalidad y al ansia de conocer mundo. Recorrió con la mirada la parte más alta del pueblo así como el borde dentado de las montañas, tratando de encontrar alguna señal de la presencia de la villa Aznar. Para su perplejidad, el nombre «Viuda de Ruiz de Luna» había sido garabateado junto al símbolo de la casa. Ruiz de Luna. El mismo nombre del alquimista. ¿Podía tratarse entonces de la casa de Uxue, la viuda de Shimon Ruiz de Luna, y que la señora Aznar hubiera decidido esconderle deliberadamente la verdadera identidad de la familia? Aquello tenía sentido, en especial si se trataba de la hermana de la Leona: una relación tal le hubiera granjeado el arresto inmediato, y en Irumendi no faltaba gente resuelta a proteger su identidad como si de una misión sagrada se tratase. Pero también había quienes no dudarían en traicionarla. Lo cual hacía perfectamente comprensible que la familia no confiase en nadie.
Resultaba extraordinario. La asfixiante sensación de predestinación le invadía con la fuerza del vértigo. Bajó la vista hacia la esquina inferior del mapa. Había dos fechas: 1630, obviamente la fecha del grabado original, y, escrito sobre ella, 1890. August se reclinó en la silla, devanándose en cálculos: si el alquimista había sido ejecutado en 1613, y Uxue, su mujer, había escapado a Inglaterra, y desde allí, a saber cómo, había regresado a España, era posible que hubiera decidido establecerse allí. Así que era también posible que en 1630 Uxue no tuviera más de cincuenta años. ¿Era Izarra Aznar un pariente directo, o había heredado aquellas tierras de manera indirecta? Señaló la marca que había en el mapa.
—¿La viuda Aznar? —preguntó a la anciana, que le miró con indisimulada suspicacia, a lo cual respondió con la voz entrecortada:
—Sí, la viuda Aznar procede del clan de los Ruiz de Luna. Aznar era el apellido de su marido, y ella lo adoptó por honrarle, pero la familia de su padre eran los Ruiz de Luna.
La mente de August empezó a dar vueltas al pensar en las implicaciones de aquello. Volvió a mirar el mapa para buscar la zona boscosa que había avistado el día anterior desde la cima de las montañas. No tardó en encontrarlo, recogido en el escueto latín del siglo XVII con el ominoso aserto de Tierra pagana, no consagrada. August contempló aquellas palabras, procesando lentamente su significado. En ningún otro mapa había visto escrito algo semejante a aquello: toda tierra que no perteneciese a los límites de una iglesia era tierra sin consagrar, así pues, ¿con qué fin se subrayaba especialmente aquello? En realidad, era como una advertencia.
Apoyada en el murete del muelle, Olivia miraba la plaza Luis XIV, el hermoso centro neurálgico del antiguo puerto. Observaba a un pequeño grupo de niños que jugaban alrededor del quiosco de música emplazado en el centro, mientras sus padres tomaban un aperitivo en las mesitas del café cercano. Llevaba ya tres días en Saint Jean de Luc, tratando de rastrear, aunque sin éxito, los movimientos de August. Era como si se hubiera desvanecido en el aire; como si, en realidad, nunca hubiera estado allí. Primero, no pudo averiguar dónde había estado, y segundo, había logrado escabullirse sin que nadie lo advirtiese. Desde luego, el americano no había utilizado el tren, y era imposible alquilar un coche en aquella ciudad tan pequeña, como ella misma había podido descubrir por sí misma.
Pasó junto a ella un niño que corría detrás de un perrito, y la evitó por poco. Aquel panorama de tranquilidad doméstica estaba logrando turbar sus nervios, sabiendo como sabía del trasfondo político de aquella ciudad fronteriza: los refugiados republicanos de la Guerra Civil española que habían anegado literalmente el puerto en 1936, la ocupación nazi menos de una década después, el valor de la resistencia vasca. Entonces tuvo una epifanía: quizás aquella era la relación de August con el lugar. Debía de tener amigos en aquella comunidad de tan fuertes arraigos, pensó: y alguien decidió protegerle, alguien con bastante poder en el pueblo. Ella misma podía confirmarlo, considerando la manera en que los lugareños reaccionaban cuando ella empezaba con sus preguntas: con una estoica hosquedad. Y eso indicaba que tenían órdenes de no hablar. Pero también estaba ese otro asunto, el hecho de que a ella también le estuvieran siguiendo los pasos; y además, su sombra era uno de los pocos hombres a los que ella temía profundamente. Ambos perseguían a la misma liebre, en la misma madriguera. Olivia debía encontrar el modo de encontrar a August sin traicionar a su némesis, el hombre que podía destruirla. Iba a ser una empresa harto difícil.
Solo tenía una pista: en un pequeño estanco del paseo marítimo recordaban a August por la particular marca de cigarrillos que había comprado allí tres días atrás, así como por la caja de cerillas que había dejado en el mostrador mientras pagaba su compra. La cajetilla procedía de un café llamado La Baleine Échouée.
Bernadette, la hija de Joseba, se ocupaba de abrillantar los cubiertos. Acababan de terminar de comer, y finalmente había vuelto la calma al café. Todo seguiría así hasta que los parroquianos que solían acudir cada tarde comenzaran a ocupar sus asientos. La joven estaba cansada, había estado trabajando desde las cinco de la mañana y estaba impaciente por que llegase la tarde para ir a la playa en la Vespa de su novio. La rubia levantó la vista al ver entrar a una mujer alta, de mediana edad. Pese a su extraño modo de andar —una torpeza debida a la pesadez de los miembros inferiores, que la joven asociaba siempre a los ingleses—, la mujer tenía un aspecto ciertamente agradable, y por su porte no dudaba en que dejaría una buena propina. Aquello animó a la muchacha.
—¿Puedo ayudarla, señora? —preguntó, dejando a un lado las cucharillas de plata.
La mujer se acercó al mostrador y dejó caer su voluminoso trasero en uno de los taburetes.
Olivia recorrió el bar con la mirada. Era exactamente como lo había imaginado, y si cerraba ligeramente los ojos podía ver la impronta azulenca que la presencia del americano había dejado en el lugar: para ser precisos, en una mesita que había junto al ventanal. Interesante… como lo era la enorme jaula donde trinaban un par de canarios aferrados a las varillas de la portezuela. Los pájaros siempre resultaban útiles; eran muy fáciles de manipular.
—Espero que no sea demasiado pronto para pedir un coñac.
Olivia pronunció aquellas palabras con una voz cálida, reconfortante y un tanto reprobatoria. La chica se tragaría aquello.
—Nunca es demasiado pronto para un coñac, señora.
Bernadette le devolvió la sonrisa; su juventud hacía que la belleza irradiara de su delgado cuerpo. Cogió una botella y procedió a servir un vaso que dejó frente a Olivia.
—Tienes un pelo precioso —dijo Olivia, con un ronroneo casi gatuno.
—Merci, señora.
Había algo hipnótico en la voz de aquella inglesa que a Bernadette le traía a la mente la voz de su madre, cuando era niña, antes de que muriese: tibia y tranquilizadora, le hacía sentir segura, y eso era algo que hacía mucho que no sentía. Así que, cuando aquella inglesa alargó el brazo para acariciar sus cabellos, el gesto no le sorprendió, y tampoco le ofendió, y, por alguna inexplicable razón, cuando la inglesa arrancó un cabello con un brusco tirón, apenas reparó en ello. Al contrario, siguió sirviéndole el coñac y se quedó donde estaba, con la botella en la mano, sonriendo sin pronunciar palabra mientras la mujer enrollaba el cabello en uno de sus dedos.
—Bernadette, estoy buscando a alguien.
Qué raro, ni siquiera recordaba haberle dicho a esa mujer su nombre.
—Es un americano. Quizá puedas ayudarme.
—Sí. Guapo, alto —respondió, para su asombro.
—¡Bernadette!
La joven giró en redondo. Su padre apareció en la puerta de la bodega, con el gancho que empleaba para arrastrar los cajones de cerveza todavía en la mano.
—Yo atenderé a nuestra cliente.
La velada amenaza que teñía su voz le hizo saltar de la cálida nube en la que hasta aquel momento había creído flotar. Miró a la inglesa, y luego a la botella de coñac que todavía sostenía en la mano. Ni siquiera recordaba haberle servido el vaso.
—Sí, papá.
Devolvió la botella al estante y se retiró al extremo opuesto de la barra, mientras Joseba conducía a la inglesa hasta la entrada.
—Por aquí, señora. No tenemos nada que discutir.
El brazo que había aferrado se le antojó sorprendentemente musculoso, y Joseba supo al instante que la mujer no era lo que parecía. Cuando llegaron a la puerta, Olivia se zafó bruscamente de la mano, y al hacerlo se agachó para recoger una pluma amarilla, procedente sin duda de la jaula. Resuelta, se sentó en una de las mesas más próximas.
—Oh, yo diría que sí, caballero. Tenemos un amigo común, August Winthrop. Aunque sospecho que usted le conocerá bajo un nombre distinto.
—¿Y eso qué le importa?
Joseba permaneció en pie, bronco, con las piernas abiertas en franca hostilidad.
Ella miró en derredor, como negándose a reparar en aquel rechazo. Eso acrecentó el nerviosismo de Joseba.
—Para ser un bar tan pequeño, es bastante célebre en según qué círculos.
Procedió entonces a enrollar el cabello alrededor de la pluma, estrechándolo más y más. A su espalda, los canarios comenzaron a volar desaforadamente en el interior de la jaula, tornando más frenético su trino. Joseba miró las manos de la mujer, y se sintió inquieto por su laboriosidad. Había algo primitivo en ello, y, al mismo tiempo, extrañamente calculador. ¿Se trataba de un cabello de su hija? Las náuseas empezaron a embargarle. Se sentó pesadamente en una silla, frente a la inglesa; no había nada en ella que le inspirara confianza.
—¿Quién es usted? ¿Es del MI6? ¿De la Interpol? —le desarmó percibir el nerviosismo de su voz.
—¡Papá, algo les pasa a los pájaros! —gritó Bernadette desde el otro extremo del bar. Joseba hizo caso omiso a sus palabras; no podía apartar los ojos del pelo enrollado en aquella pluma amarilla.
—Nada de eso. Trabajo por mi cuenta, Joseba, y tengo que saber dónde oculta al americano.
La voz de la mujer parecía resonar en la cabeza de Joseba, pero este trató de resistirse a su hechizo.
—No se lo diré. Yo no traiciono a mis amigos.
El estrépito de los canarios alcanzó un volumen ensordecedor.
—¡Papá! ¡Se están matando entre ellos!
Bernadette se había precipitado hacia la jaula, y había abierto la puertecita metálica. Joseba seguía sin poder retirar los ojos del cabello enredado en la pluma.
—¿Ah, no, Joseba? Si crees que voy a aceptar esa respuesta, estás equivocado —dijo Olivia con una sonrisa. El cabello se rompió entonces, y de pronto el bar se llenó con el escandaloso trino de los canarios, que revolotearon sobre el rostro de Bernadette y picotearon insistentemente su rostro, en una nube de plumas amarillas y gotas de sangre.
—¡Donostia! —gritó Joseba. Olivia le miró sin cambiar el gesto, pues no conocía aquel nombre vasco—. ¡San Sebastián! Es lo único que sé. ¡Lo llevé a la frontera! —gritó Joseba, antes de apartar de un manotazo la pluma y el cabello, que cayeron blandamente al suelo. Corrió hasta Bernadette, tratando de alejar de su rostro a manotadas a aquellos pájaros diabólicos. Con toda calma, Olivia terminó su coñac y, hecho esto, se marchó.