9

Los dos caballos, tensos y nerviosos, tiraban del carro hacia la cima de la montaña. Habían estado ascendiendo durante horas, recorriendo su escarpado contorno. El camino estaba repleto de rocas y guijarros, y hubiera resultado de todo punto imposible atravesarlo en coche. Alguna que otra nube empezaba a abrazar los picos montañosos que les rodeaban, envolviéndolos con su armiño blanco. Doblaron una pronunciada curva y ante ellos se desplegó una vista del profundo valle que había a sus pies, recorrido por un zigzagueante río que surcaba el monte hasta la misma cima. Su compañero tiró de las riendas bruscamente y se volvió hacia August.

—¡Mire!

Señaló hacia alguna parte, y en aquel momento la niebla se aclaró y un haz de rayos de luz se desplegó sobre el valle como una lluvia de plata, iluminando un pequeño villorrio que se acurrucaba en torno al río. En su centro se alzaba el campanario de una iglesia, cuya parte superior recibió aquella luz celestial por unos instantes.

—El pueblo de… —Y aquí la mano del hombre trazó un círculo que abarcaba el lugar al completo, y August pudo ver claramente los picos que les rodeaban— las tres montañas. —Sonrió de oreja a oreja, dejando a la vista una impresionante hilera de dientes de oro: era la primera sonrisa que esbozaba en horas—. Ahora entenderá usted por qué somos tan remisos a traer aquí a los extraños. Es uno de nuestros secretos mejor guardados: era un verdadero fortín durante la guerra. Solo puede alcanzarse a lomos de una mula y durante el día. Y es bastante hostil a los forasteros. Demasiado, tal vez. Está a tiempo de cambiar de opinión, amigo mío. Puedo llevarle de vuelta mañana mismo.

August lanzó una mirada a las montañas. La silueta de los tres picos, definida por su perfil escarpado y sus vertiginosos declives, se recortaba nítidamente contra el cielo, de un modo que resultaba reconocible al instante. Más extraordinario aún era aquel aspecto suyo, que seguramente no había cambiado después de trescientos años. Las montañas que visitó el médico Elazar ibn Yehuda, señaladas por él como uno de los lugares secretos recogidos en su mapa: a August le sorprendía pensar que Elazar había visitado aquel enclave en el año 711 y posteriormente Shimon Ruiz de Luna había hecho lo propio en 1610, y que él mismo seguía ahora las huellas de aquellos dos hombres.

—Hemos llegado —susurró en inglés.

—Como usted diga —rio su compañero en español, sacudiendo las riendas. Reluctantes, los caballos iniciaron el descenso.

Le había pedido al conductor que le dejase, junto con sus bolsas y el cabritillo, a la entrada del pueblo: su estrategia consistía en llegar en silencio, sin nada que delatase su presencia allí; antes debía peinar a fondo la geografía y conocer a sus gentes si quería planificar adecuadamente cómo iba a actuar y dónde se quedaría. Visto de cerca, el villorrio era más pequeño de lo que había imaginado: las casas eran las tradicionales moradas vascas enjalbegadas, de techos pronunciados, con sus pintorescos postigos rojos y verdes. La mayoría de las casas parecían haber sido construidas en la Edad Media, y daba la impresión de que pocos arreglos habían recibido desde entonces. Pero algunas parecían mucho más viejas, labradas en piedras grises y amarillas que, supuso August, solo eran conocidas en las montañas de los alrededores. Cubrió su cabeza con la capucha. Mientras avanzaba por los estrechos caminos de piedra, apenas rozando los adoquines con el abarkak, y el cabritillo balando en el saco que llevaba a la espalda, August se sintió sobrecogido ante la calma preternatural que rodeaba Irumendi, casi como si se tratase de un pueblo fantasma, o como si algún repentino desastre hubiera borrado misteriosamente a sus ocupantes de la faz de la tierra. Recordó entonces que era domingo.

Dobló la esquina y llegó a una plazoleta en cuyo centro se alzaba una fuente cubierta de musgo. Justo enfrente se encontraba el pequeño edificio que hacía las veces de casa consistorial, con un balconcito y un reloj anclado en la fachada. Al lado se hallaba la comisaría de policía, en cuyo mástil flameaba la obligatoria bandera española, aunque hecha jirones y con el aspecto de no ser demasiado apreciada por aquellos lares. La comisaría compartía pared con la escuela local, una de cuyas fachadas servía a su vez de frontón, frente a la cual, a mano izquierda, había una serie de tribunas para presenciar el espectáculo. Un perro sarnoso, descuidado y con aspecto famélico, salió de un portón abierto, y siguió a August a lo largo de unos cuantos metros, hasta que, rendido, venció sus huesos en el umbral de otra puerta.

August se detuvo en mitad de la plaza y miró lentamente a su alrededor. Si había algo todavía más inquietante que sentirse vigilado, era la sensación de que nadie te observase en un pueblo aparentemente vacío, pensó. Había algo poco menos que catastrófico en aquella profunda soledad, como si sus habitantes hubieran sido volatilizados por alguna fuerza de proporciones dantescas. Entonces, de pronto, comenzó: era el sonido de un cántico procedente de la iglesia, el edificio más voluminoso que había en la plaza. Era un himno, cantado en un lenguaje que reconoció como euskera. Las voces, en su mayoría femeninas, flotaron sobre la plaza desierta, recogiéndose entre sus anchos muros de piedra hasta perderse valle abajo.

—Extraordinario —dijo August en voz baja, aunque solo le contestó el balido del cabritillo—. Este debe de ser uno de los pocos oficios en vasco que se celebran en todo el país.

Levantó la vista hacia el campanario que se alzaba junto a la iglesia románica. Aquella torre era la construcción más alta de Irumendi: cada una de sus plantas estaba rematada por una ventana arqueada, algunas más grandes que otras. Era exactamente lo que August estaba buscando.

Se detuvo bajo la campana de bronce que colgaba del bastidor a unos cinco metros sobre su cabeza. Sujetándose con una mano, asomó al exterior, con unos prismáticos aferrados en la otra. La vista era impresionante; desde lo alto del campanario, August podía ver el valle con diáfana claridad: la extensión boscosa de robles y hayedos, la diminuta línea de cal que representaba el sendero por el que horas atrás había descendido a través de la montaña, y allá entre las otras dos mesetas se veía un jirón azulenco en el que August distinguió el océano Atlántico. Aparte de la propia villa, no había signos visibles de civilización alguna. Era tal y como Shimon Ruiz de Luna lo había descrito en sus crónicas, hasta los detalles de la ornamentación de la torre de la iglesia coincidían exactamente con sus palabras. August tuvo la sobrecogedora sensación de que había un vínculo entre el alquimista y él, casi como si lo tuviera allí mismo, a su lado, trescientos años atrás: atenazado por la esperanza y el miedo, sumido en la expedición de su vida y acechado por los sabuesos de la Inquisición. Sin previo aviso, una bala pasó casi rozándolo, evitando por meros centímetros la cabeza de August y reduciendo a añicos un saliente de piedra que había a su lado. Devuelto de aquel modo brusco a la realidad, August se precipitó al suelo, mientras el cabritillo balaba a su espalda presa del pánico.

—¡Baje de ahí! ¡Podemos verle!

La orden, proferida por una voz de hombre, procedía de algún lugar allá abajo, en la plaza. August se acuclilló, arriesgándose a asomar al exterior. Allá en la plaza, con los brazos cruzados en un evidente gesto de desafío, vio al párroco local, rifle en mano. A su alrededor se amazacotaban algunos de sus feligreses, trajeados con sus galas de domingo: las mujeres con el tradicional traje vasco (vestidos largos cubiertos por mantos de vivos colores, las cabezas cubiertas por pañuelos blancos y los brazos envueltos en mantillas negras), algunos niños, ancianos y ancianas, mujeres de entre treinta y cuarenta años, un par de adolescentes y dos individuos corpulentos enfundados en camisas a cuadros bien ceñidas y tocados con boinas negras… Todos levantaban la vista hacia él. August levantó los brazos y sonrió.

—¡No disparen! Vengo en son de paz. Además, es pecado matar en domingo —gritó en español.

Por toda respuesta, recibió un disparo que pasó silbando junto a su oreja.

Cuando August surgió de entre las sombras de la torre, la multitud le aguardaba con eléctrica impaciencia. Huraños, de rostros impenetrables, se sumieron en un silencio incómodo mientras August caminaba hacia ellos, cuidándose de mantener las manos bien visibles.

El cura entregó el rifle a una niña de unos doce años, y luego dio un paso al frente.

—¿Quién eres, forastero? —le preguntó con un fuerte acento español que sonó casi arcaico.

—Soy un amigo.

August se retiró la capucha y examinó los rostros, manteniendo una expresión franca y amistosa para demostrar que no mentía. Nadie le sonrió.

—Aquí no tenemos amigos, solo enemigos, tanto vivos como muertos —respondió una anciana con la barbilla salpicada de pelos grises, y luego lanzó un escupitajo a los adoquines.

—No vengo a hacerles daño. Solo soy un profesor de historia que ha venido a investigar la maravillosa arquitectura de su región —dijo, tratando de sonar lo más inocente posible.

La multitud seguía mirándole con indisimulable hostilidad. Un niño de unos trece años se acercó hasta él.

—¿Y entonces por qué hablas español como si fueras de Barcelona, y tienes esos rizos rubios?

—He venido a ver a la familia de… —Iba a pronunciar el nombre de la Leona cuando se escuchó un grito procedente del otro lado de la plaza, y la multitud se giró al unísono hacia allí. August alcanzó a ver a un policía saliendo a toda prisa de la comisaría, abotonándose la chaqueta al mismo tiempo. Parecía que acababan de sacarlo de la cama. Una mujer de prominente busto y pelo teñido de rubio salió tras él: no llevaba sujetador y los pechos le rebotaban bajo una blusa demasiado fina.

—¡Padre! ¡Padre! ¿Pero qué está haciendo? —gritaba el policía mientras atravesaba la plaza, dirigiéndose hacia la multitud.

La anciana se volvió hacia August.

—¿No quiere historia? Pues aquí tiene a nuestro fascista con la puta del pueblo —dijo, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que los otros la escuchasen, pero no tanto como para que pudiera hacer lo propio el policía. Alguien lanzó una risita al ver llegar al agente, rubicundo y sudoroso. Este cogió el rifle de manos de la chiquilla.

—¿Cuántas veces se lo tengo que decir, hombre? Esta no es manera de recibir a los forasteros. —Su acento lo situaba como español, y, más concretamente, de Madrid.

—Me alegra ver que observa el domingo, comandante Castillo, descansando como Dios manda —señaló secamente el sacerdote. El comentario desató las carcajadas de la multitud y la ira de la mujer, obviamente una prostituta: sonrojándose hasta las orejas, se cubrió con la chaqueta del policía.

—¡Díselo, Pepe! ¡Dile que no te tiene ningún respeto!

El agente la apartó de un empujón.

—Calla, mujer. —Se volvió hacia August—. ¿Y bien? ¿A qué se debe su visita?

Esperando que no le pidiese los papeles, August se dirigió a él con el acento español más refinado que le fue posible adoptar.

—He venido a estudiar la casa de Ruiz de Luna. Tengo entendido que su arquitectura es particularmente interesante.

Un estremecimiento recorrió la multitud, y algunas mujeres intercambiaron miradas inquietas. El policía frunció el ceño:

—Pero aquí no hay ninguna casa con ese nombre, ¿no es así, padre?

El sacerdote miró intensamente a August, y este se dio cuenta enseguida de que los lugareños ocultaban demasiadas cosas al policía.

—Por supuesto que no, Castillo Juana —replicó finalmente el sacerdote, dirigiéndose a él a la manera vasca: aquello era un claro desafío a la autoridad del policía español. La tensión se mascaba en el ambiente. El policía se lo pensó un momento, antes de pasar por alto la ofensa. Se volvió hacia August.

—¿Y qué clase de profesor viaja con una cabra a la espalda, eh? —prosiguió, triunfal.

—Supongo que uno lo bastante práctico como para evitar pasar hambre —respondió August. Hubo algunas risas entre la multitud, para irritación del policía. Resuelto a actuar antes de que la situación se fuese de las manos y el policía terminara peligrosamente humillado, August se llevó una mano a la chaqueta y sacó una carta que había falsificado antes de abandonar Londres. Estaba escrita en inglés, y tenía el marbete del Museo Británico bien visible: su contenido dejaba a las claras que el portador de la carta era profesor de historia y que estaba escribiendo un tratado sobre la arquitectura española del siglo XIII. La tendió al policía.

—No quiero faltarle al respeto, señor, pero aquí tiene mis credenciales.

El policía echó un vistazo a la carta con expresión miope; era obvio que no entendía una palabra de inglés, pero el impresionante marbete hablaba por sí solo. Su actitud hacia August pasó de la displicencia a una deferencia reluctante.

—¿Y entonces, profesor, dónde piensa quedarse? No tenemos ni hoteles ni posadas en nuestra aldea.

Su tono era cualquier cosa excepto amistoso. August examinó los rostros de la gente que le rodeaba; ninguno le dedicaba la menor simpatía.

—Supongo que siempre podré encontrar un viejo granero o algo parecido en las afueras del pueblo. No voy a quedarme mucho tiempo, solo unos días —replicó, con tanta vaguedad como fue capaz de reunir.

—De acuerdo, de acuerdo, ahora largo de aquí todo el mundo —dijo el policía, agitando los brazos, pero nadie se movió. Ignorando a la multitud, dejó caer una mano en el hombro de August y el gentío comenzó a murmurar, para inquietud de August: ¿acaso iban a detenerlo? Pugnando contra el deseo de arremeter contra el policía, se dejó, sin embargo, llevar a dondequiera se dirigiese.

—En cualquier caso, debo llevarle a la comisaría y notificar su presencia. Es el procedimiento oficial con los extranjeros. Quizá tenga que llamar a las oficinas centrales. Los extranjeros interesan allí sobremanera.

August se envaró. Por encima del hombro del policía, examinó de un rápido vistazo la plaza, preguntándose cuánto tardaría en escapar si trataba de huir por allí. A juzgar por el estado anímico de la multitud, estaba seguro de que alguien le ayudaría. Un débil murmullo recorría a los espectadores: un posible arresto no dejaba de ser un arresto aun cuando se tratase de un forastero, y la gente empezaba a mostrar su descontento. Los dedos del policía se cerraron con más fuerza en el hombro de August. Si el agente comprobaba sus datos en comisaría, era evidente que lo arrestaría.

Cuando ya se disponía a zafarse del policía, una voz de mujer provocó que las cabezas del gentío se volviesen.

—Ya basta, Pepe.

August giró en redondo. Una atractiva mujer, alta, pálida, con ojos negros y un cabello de noche sin luna que llevaba recogido en un moño, se abrió paso hasta August y el policía. Un muchacho alto, quizá de unos quince años, marchaba torpemente a su lado, con las orejas rojas de pura timidez.

—Señora de Aznar —saludó el policía, inclinando la cabeza. August se dio cuenta de que la gente a su alrededor reaccionaba con reverencioso respeto, lo que le llevó a pensar que debía tratarse de la hija o la esposa de algún terrateniente local. Fue únicamente cuando la mujer se detuvo ante él que reparó en que vestía el luto típico de las viudas.

—El profesor puede quedarse en mi casa. Hay muchas habitaciones vacías en la etxea de Aznar.

—Es usted muy amable. Puedo pagarle —se ofreció August.

—Y aceptaré su dinero encantada. Son tiempos difíciles, profesor —replicó en un perfecto inglés, para sorpresa de August.

—Gracias, señora de Aznar.

La mujer inclinó la cabeza con gélida severidad, y August sintió la incomodidad que atenazaba a la multitud reinante. La gente parecía apartarse encogida de ambos, casi como si fueran los portadores de una infección invisible, o, más bien, como si la mujer y el muchacho hubiesen sido marginados por el resto. Resultaba tan desconcertante como incómodo. El chico se acercó hasta él y levantó unos ojos enormes, marrones y dolientes.

—Sabía que ven… ven… vendría —tartamudeó, dirigiéndose a August, con exagerada severidad. Por un momento August se preguntó si no sufriría algún retraso intelectual.

La señora Aznar, probablemente su madre, se volvió hacia el chico:

—Gabriel, ayuda al profesor con sus bolsas… y la cabra.

El sonrojado adolescente tomó del hombro de August la bolsa donde transportaba el cabritillo. La señora Aznar se volvió entonces al policía:

—Y por cierto, Pepe, no es necesario tomarse la molestia de registrar al profesor. Después de todo, es un invitado en nuestra estimada aldea, y así es como debemos tratarlo.

Su voz rebosaba autoridad, y, para asombro de August, el policía solo se atrevió a hacer una tímida objeción:

—Supongo que si está en sus manos… pero espero ver mañana esos papeles.

—Siga esperando —escuchó August que murmuraba la mujer en voz baja, mientras se dirigía hacia la multitud. August reparó en que, tan pronto como enfiló sus pasos hacia la muchedumbre, la gente comenzó a apartarse de ella con visible inquietud, con una expresión curiosamente tímida pero también reverente en sus semblantes. Las palabras «Aznar andrea» recorrían cada labio al despedirse de ella en euskera.

August había visto una reacción similar en los lugareños de Haití, adonde había acudido en un viaje académico, cuando visitó a un hechicero vudú de la región: era una mezcla de sobrecogimiento y miedo.

—Por aquí, profesor —le ordenó, y ambos, tanto el niño como August, la siguieron a través de la plaza hasta un sendero lleno de inmundicias flanqueado de alcornoques en flor. Caminaron en silencio por aquel camino que reptaba en torno a la montaña, rumbo a las afueras del pueblo. Al pasar junto a una cabaña, una anciana que aguardaba en el umbral se persignó silenciosamente, como para protegerse del mal de ojo.

La etxea era una enorme casa de campo de cuatro pisos de alto, pintada de blanco, con postigos de color rojo. Saltaba a la vista que era el hogar de una familia adinerada, al menos en el pasado, y de nuevo August se preguntó si no habrían sido los dominios del terrateniente más importante de aquel valle. La señora Aznar ordenó a Gabriel que llevase el cabritillo al establo, junto con los otros animales, y luego abrió la puerta principal; de inmediato, un enorme perro de presa gris corrió a recibirla. Gruñó a August, y la mujer tuvo que aferrar al animal del collar.

—Bonito perro —dijo August, rodeando como pudo a aquella bestia.

—Sí, es un buen perro guardián, pero no le gustan los hombres —dijo secamente, invitándole a pasar mientras encerraba al perro.

Ingresaron en un vestíbulo yermo y desde allí se dirigieron a una pequeña salita, cuya pieza central era una enorme chimenea con un testero de madera donde descollaba un escudo de armas. No había nada más en aquella sala, salvo dos antiguas sillas de roble apoyadas contra la pared y el retrato de algún patriarca. Dotado de un profuso bigote y vestido a la moda del siglo XVIII, aquel autócrata de mediana edad tenía un aspecto imponente, majestuoso. La señora Aznar siguió la mirada de August y señaló la pintura con el mentón.

—Es mi bisabuelo. Y esta es su casa.

Aquella respuesta no parecía admitir mayores comentarios.

Reparó August en que sin el jovencito a su lado la mujer parecía más irritable, casi agresiva, a la defensiva. Tenía un cuerpo muy bonito, de anchos hombros y redondeadas caderas. En su bien cincelado rostro destacaba una prominente nariz aquilina, una frente alta y despejada y unos labios gruesos, pero sus ojos eran el rasgo más distintivo: grandes, de pestañas largas, parecían hablar de un linaje más bizantino que vasco. Su acento español revelaba su alta alcurnia, y había algo aristocrático en su porte y modales. Aunque, al alargar un brazo para tomar la chaqueta de August, este reparó en que sus manos estaban tan agrietadas y resecas como las de una campesina. Sin duda, se trataba de una mujer que había trabajado en el campo.

—Ha sido muy amable por su parte invitarme a su casa —dijo un tanto incómodo en medio de aquella pequeña sala; el espacio entre ellos se había llenado repentinamente de electricidad. Intentó sonreír. Ella le miró fijamente, inexpresiva: su rostro y sus ojos resultaban imposibles de interpretar. Con todo, August percibió una vulnerabilidad soterrada, una enorme fragilidad. Había visto esa ausencia de personalidad en otros supervivientes: probablemente era un doloroso intento de superar alguna pérdida inconmensurable. Por un segundo no supo cómo debía responder a esa actitud; era difícil no dejarse llevar por los hábitos acostumbrados, encenagarse en el clásico flirteo que la proximidad de una mujer atractiva siempre desencadenaba en él. Para su sorpresa, se dio cuenta de que estaba nervioso. La señora Aznar dio un paso atrás, poniéndose a la defensiva.

—No ha sido por amabilidad, créame. Necesito dinero —dijo—. Su habitación es por aquí; por favor, coja sus bolsas.

Abrió una pequeña puerta que conducía a un recoleto pasillo y desembocaba en una escalera de peldaños estrechos, que ascendía a los pisos superiores desde la parte trasera de la casa. Las antiguas habitaciones de la servidumbre, supuso August. De nuevo, el pasillo y las paredes estaban vacíos, como si la pobreza o un robo a gran escala hubiera despojado a la casa de sus posesiones y ahora se ofreciera yerma, baldía, sin siquiera unos trapos para cubrir su desnudez. ¿Era una secuela de la guerra? ¿O alguna catástrofe había sacudido a la familia? Tratando de responder a aquellas preguntas, August se distrajo momentáneamente de las firmes caderas de la mujer, mientras esta le conducía a las habitaciones superiores por aquella escalera de intriga gótica, que crujía entre lamentos a cada pisada.

Llegaron a la primera planta, y August observó cómo la señora Aznar abría una portezuela, revelando así una habitación sin luz, casi una caja de cerillas, con una única ventana horadada en la pared opuesta. Aguardó a que la mujer abriese la ventana de madera y sus postigos. De inmediato, la luz del sol entró a raudales en el cuarto, iluminando unas paredes empapeladas, amarillentas y llenas de grietas, y una cama metálica con un polvoriento colchón de rayas deslomado sobre ella.

—Por favor, no se quede en la puerta —dijo, adusta.

Agachándose para poder pasar bajo el dintel, August entró en el cuarto: el olor del almizcle, del polvo y de las rosas ajadas era casi insoportable, y no pudo evitar un ataque de estornudos.

—Lo siento, la habitación ha estado mucho tiempo cerrada —comentó la mujer, encogiéndose de hombros.

Una cruz de madera colgaba de un clavo en la pared, sobre el cabecero de la cama, y un armario de roble, jalonado de cajones, se apoyaba contra una pared lateral, mientras que en una esquina había una palangana desportillada y una jarra de agua: parecían contener el aliento, como a la espera de que llegase a la habitación su anterior ocupante. En la parte superior del armario había un cepillo de marfil, y August no pudo evitar reparar en el mechón de cabellos negros que se enroscaban en su dentadura amarilla.

La habitación tenía un aspecto espartano, utilitario. Daba la impresión de estar congelada en el tiempo, de que nadie había dormido en ella durante años, desde que su último ocupante la abandonó presa de una urgencia repentina.

—Este era el cuarto de mi tía, hasta que murió. Era una mujer sencilla, humilde y religiosa. Era tan creyente que ni siquiera soñaba.

—No puedo prometer que no vaya a soñar, pero soy buena gente —bromeó August. De nuevo, la señora Aznar le dedicó una mirada carente de expresión, y August se vio obligado a hacer una nota mental para evitar poner a prueba su humor en el futuro.

August colocó su bolsa de viaje en la silla y se sentó en la cama: una nube de polvo se esparció a su alrededor, recibiendo de lleno los rayos del sol.

—Le limpiaré la habitación. ¿Es de su agrado? —preguntó la mujer, con un inesperado timbre de vacilación en la voz.

—Es perfecta.

—Le traeré agua. Lávese y luego baje a la cocina, le prepararemos algo de queso con vino. Lo hacemos nosotros, ya sabe que hay racionamiento… —Parecía disculparse por ello.

—No hay nada más delicioso que el queso casero.

Ella le respondió con una sonrisa, y por un momento su porte adusto se desvaneció por completo, abriéndose como una nuez, y August pudo ver que la mujer no era solo bonita, sino realmente hermosa, y aún más al parecer totalmente inconsciente de ello. August no hizo ningún ademán, a sabiendas de que si alargaba el brazo para estrecharle una mano ella evitaría tocarle. Así que se limitó a inclinar la cabeza, aunque se sintió bastante estúpido por conducirse con tanta formalidad.

—Gracias otra vez —dijo. Y, sin añadir nada más a aquello, la mujer cerró la puerta a su espalda.

August volvió a sentarse en la cama y miró por la ventana. Devolver el libro iba a ser una labor más difícil de lo que había imaginado en un principio. Los lugareños eran demasiado cautos, ¿y quién sabía si la hermana de la Leona seguía viva, o si alguien de la familia había sobrevivido a la masacre? «¿Cómo puedo siquiera comenzar sin despertar sospechas?». La curiosa reacción de los lugareños a la mera mención del nombre de Ruiz de Luna volvió a dibujarse en su mente. Parecía una mezcla de aprensión y respeto, y quizá algo más… Recordaba aquella tensión que invadía cada rostro. La había visto antes, en las víctimas de las peores atrocidades. Era la deliberada inexpresividad de quienes, simplemente, intentaban olvidar.

La cocina estaba situada en la parte posterior de la casa, con un hornillo metálico situado frente a un anticuado horno de piedra. Daba la impresión de que aquella era la habitación donde la señora Aznar y Gabriel pasaban la mayor parte del tiempo. Una enorme mesa de roble se asentaba junto a la estufa. En su superficie había muescas y cortes, jeroglíficos de siglos de comensales impacientes. Una caja para guardar hielo, hecha de madera, dormitaba en un rincón. Una hilera de utensilios para cocinar colgaban de una viga situada sobre la mesa —enormes cucharones de plata, brochetas metálicas, cuchillos y tenedores—, con su aspecto de arsenal para gastrónomos. Aquello confirmó la impresión de August de que la casa había pertenecido tiempo atrás a una familia adinerada. Recién lavado, vestido con una camisa nueva que se acomodaba perfectamente a su piel refregada, vaciló unos segundos ante la puerta.

Gabriel, que holgazaneaba en un sillón situado junto a su baqueteado compañero, un viejo sofá de cuero, frente a la chimenea, aguardaba sin saber qué hacer, dominando toda la sala. Su desgarbada figura parecía comprimirse bajo aquel techo tan bajo.

—Por favor, pase, hemos preparado la comida.

—Huele maravillosamente.

August inclinó la cabeza para evitar golpearse contra el dintel de la puerta al entrar en la cocina. La señora Aznar estaba sentada en un extremo de la mesa, cortando tomates. A su alrededor había varios platos cubiertos con rodajas de pimiento verde, una tabla de queso de oveja, un plato de caracoles al ajillo y salsa de tomate, aceitunas, algunos higos secos y una rebanada de pan de centeno.

El hambre de August se manifestó abiertamente con un rugido que hizo temblar su estómago.

—Tiene un aspecto delicioso.

La señora Aznar se encogió de hombros.

—Es lo que hay. Lamento que no pueda servirle pescado o carne, pero parece que los conejos han corrido más rápido esta semana, y es demasiado pronto para pescar truchas. Los restantes productos los confisca el gobierno y los envía al sur. Por favor, siéntese. Gabriel, ¿txakoli?

Con la esmerada dejadez de los muy tímidos, el adolescente se dirigió hacia una garrafa de vino y procedió a servir tres vasos. La señora Aznar hizo a un lado una de las sillas para que August se sentase.

—Por favor, tome asiento, debe de estar muy cansado después de tan largo viaje.

—Gracias —replicó August. La formalidad de la mujer era contagiosa, y por un instante August tuvo incluso el deseo de hacer una reverencia.

Gabriel dejó el vaso frente a August, y luego se apresuró a tomar una silla para él: la timidez del muchacho irradiaba de cada uno de sus poros como una ola de calor.

—Yo nu… nu… nunca he viajado —dijo lentamente, en un español diríase flácido. August se preguntó si acaso aquel jovencito hablaría únicamente en euskera. Mucha gente lo hacía en las áreas más remotas. Pero luego comprendió que era un problema de tartamudez.

—A los vascos no nos de… dejan —explicó Gabriel—. Franco cree que viajar nos haría pe… pe… pensar, pero se olv… ol… olvida de que la imaginación tiene alas.

—¡Gabriel! —La señora Aznar respingó, pero enseguida se rehízo, y sonrió exculpatoriamente hacia August—. Perdone al muchacho, me temo que piensa demasiado. Un día va a pensar tanto que acabarán arrestándolo.

Lanzó una mirada a Gabriel, en la cual había algo que iba mucho más allá de la simple reprobación. August levantó el vaso para romper la tensión.

—No hay nada que disculpar. —Quiso decir algo más, pero en su lugar miró a Gabriel, que ardía de cólera, y de un modo tal que apenas pudo August reconocer en él al muchachito tímido de un instante atrás—. Tiene una casa muy bonita, señora. —Tan pronto como aquella frase abandonó sus labios, se arrepintió por completo de haber pronunciado aquella perogrullada.

—La casa está vacía, señor. En el pasado esplendía, aunque eso fue muchos años atrás. En otra época, muy diferente a la que nos ha tocado vivir. Mi bisabuelo era un viajero consumado. Hizo dinero en América del Sur, y luego regresó. Mi abuela, su hija, nació aquí, al igual que mi madre, pero la diferencia es que ella un día trajo a su marido a esta casa: un español, nacido en el sur. Mi padre. A nadie le gustó lo que hizo. Hay mucha gente en este pueblo que aún no la ha perdonado por no casarse con un vasco.

La señora Aznar guardó un repentino silencio que August comenzaba a reconocer como un rasgo de su personalidad; la quietud parecía cernerse sobre ella, enviándola a otra parte, muy lejos de allí.

—Usted es de América, ¿verdad? —dijo Gabriel.

—Lo soy, de Boston. Pero hace muchos años que no vivo allí.

—¿Por qué no? Si yo fuera americano, me encan… encantaría vivir allí todo el tiempo. De hecho, me gustaría vivir allí aho… ra mismo. Nueva York, Chicago. Donde viven los gánsteres.

—Ya no quedan tantos gánsteres, a menos que te refieras a los capos de la industria.

—Gabriel está obsesionado con todo lo relacionado con América. Incluso le gusta esa música tan ruidosa que tienen. Música negra.

—El jazz, me encanta el jazz. Eddie Cochran, Charlie Parker… Hasta tengo un disco que un señor le compró a mi madre…

—Gabriel, hablas demasiado, y el profesor está cansado.

—No, en absoluto. Además, me gusta mucho el jazz. Tengo muchos discos.

—¿De veras?

—Ya basta, come de una vez. —La mujer dio un golpe al chico en los nudillos.

—¿Tienen un tocadiscos? —preguntó August tímidamente.

—Sí, pero es muy viejo. A veces oigo música de jazz en Radio Amsterdam, en la gramola.

Reparó entonces August en la enorme gramola de 1920 que descansaba sobre una mesita junto a la chimenea. Estaba en excelentes condiciones. Consciente de que la radio proporcionaba el único asidero con el mundo real que tenía lugar lejos de la España de Franco, miró a la señora Aznar, que le devolvió la mirada con expresión desafiante.

—La radio es el único lujo que tenemos. —Era una afirmación neutral, la aseveración de un simple hecho. Prosiguió, casi disculpándose—: la mayor parte de los enseres que teníamos hubimos de venderlos durante la guerra. Del resto nos despojamos en los años de la hambruna, cuando solo quedábamos nosotros dos: me vi obligada a vender muchas reliquias de mi familia para poder comer. Pero no me deshice de la radio y de unas cuantas cosas básicas. Un día volveré a llenar esta casa: lo prometo.

August observó atentamente a la mujer, recordando las paredes vacías, la ausencia de retratos y fotografías, el solitario cuadro del patriarca de la familia: su abuelo. Era bastante inusual en una casa vasca, donde a menudo consagraban una pared a las fotografías familiares, por lo general ordenadas cronológicamente. Era como si hubieran borrado deliberadamente una época completa de aquella casa.

—Habla inglés muy bien, sin apenas errores —comentó, alargando un brazo para coger el pan.

—Cuando era joven vivía en el pueblo una inglesa con la que mi madre entabló una estrecha amistad. Me daba lecciones de inglés. Mis padres tenían muchas esperanzas puestas en mí. En aquel tiempo no carecíamos precisamente de dinero. La mujer era oriunda de Bexhill-on-Sea. ¿Lo conoce?

—Lo he visitado una vez. Es bastante bonito. Muy inglés.

August se sentía cada vez más incómodo. ¿Se había topado accidentalmente con la clase de familia contra la que habría luchado quince años atrás? ¿Eran carlistas o falangistas? En una palabra, ¿apoyaban a Franco? Las cosas parecían apuntar a esa posibilidad: la familia más rica del lugar, y la hija tenía una tutora inglesa. ¿Pero dónde estaban ahora aquellos privilegios? Sin duda, se estarían beneficiando del trato preferencial o al menos de la protección que les brindaba la policía franquista. En todo caso, August había percibido una hostilidad apenas reprimida en el policía local hacia la señora Aznar; y puede que aquel individuo la temiese, pero también, sobre todo, la respetaba. Por otra parte, si se trataba de una familia de fascistas era muy probable que espiasen a los lugareños para informar a la Guardia Civil de sus actividades. Sabía muy bien que el régimen medraba gracias a los informadores locales, y que recurría continuamente a las amenazas de prisión o al puro chantaje para que estos traicionasen a sus familiares y amigos. Pero también era un caso típico de «divide y vencerás»: en cada aldea, en cada pueblo, familias y vecinos se hallaban divididos por sus tendencias políticas, que se remontaban a una época muy anterior a la Guerra Civil. Algunos habían traicionado e incluso asesinado a sus parientes y compañeros de trabajo, gente con la que habían compartido mesa, cantado en misa o acudido a la escuela. Tras la guerra, el bando vencedor había prosperado enormemente: las casas y los negocios de exiliados y ejecutados habían sido confiscados, tanto de manera oficial como extraoficial; comunidades enteras siguieron con su vida de siempre, aunque con las heridas todavía abiertas: cicatrices a las que nunca se aludía pero que recorrían el subsuelo de aquellas relaciones obligadas como una falla tectónica, siempre a punto de provocar un nuevo temblor de tierra. Aquello servía a Franco para perpetuar un clima de temor y desconfianza constantes. August debía de tener cuidado, mucho cuidado. Si la mujer era una espía, se encontraría en un verdadero peligro.

—La guerra causó numerosas agitaciones. Lamento que perdiera a su familia. Eran días difíciles tanto para España como para el País Vasco.

A su alrededor, el aire parecía electrificarse. Reparó en que Gabriel miraba con ansiedad a su madre.

—¿Qué le hace estar tan seguro de que perdí a mi familia a causa de esos problemas? —saltó la mujer.

—Perdón, pero entendí que…

—Entiende demasiado, profesor.

—Por favor, llámeme August.

—Por lo que respecta a esta familia, 1939 es el Año Cero. Nada existía antes de eso. Gabriel y yo viviríamos entre fantasmas de no creerlo así, y nosotros somos supervivientes. ¿No es verdad, Gabriel?

—Es ver… ver… verdad.

Pero la emoción hacía que el muchacho cortase el queso con un doloroso envaramiento. En alguna parte de la casa un reloj dio dos campanadas. La señora Aznar se levantó y procedió a retirar los platos de la mesa. August se incorporó de un salto para ayudarla.

—No, por favor, es nuestro invitado —dijo, insistiendo en que volviese a la mesa. Cogió un viejo cubo de hojalata que había en un rincón de la cocina—. Mientras tanto, Gabriel, vete a coger caracoles. —Lanzó el cubo al muchacho.

—¡Pero ya es por la tarde!

La mujer miró por la ventana.

—Acaba de llover, así que habrán salido. Venga, vete.

—Yo le ayudaré. —August se levantó. «Sacaré más del niño que de la mujer. Es completamente reacia a hablarme»—. Cuatro ojos ven más que dos. Además, de ese modo Gabriel me enseñará sus impresionantes tierras.

—Bosque y tierra de labranza, aunque buena parte de ella se ha echado a perder —dijo la mujer, mientras lavaba los platos.

—No te olvides de mi huertito —añadió Gabriel lleno de orgullo—. Yo he plantado los tomates que acabamos de comer.

—Tenemos campos de maíz, un huerto de manzanos y un terreno para que pasten nuestras vacas, y nuestra familia, además, es la guardesa de una parte de la montaña, nada que revista interés histórico. Esa es su especialidad, ¿no es cierto?

El sarcasmo que impregnaba su voz era más que evidente, y August se preguntó si la mujer ya empezaba a sospechar que él no era quien decía ser. Bueno, que siguiese sospechándolo. Estaban en igualdad de condiciones, pero su belleza era un fastidio. No estaba acostumbrado a que las mujeres se desentendieran de sus encantos. Y, para su disgusto, el impulso del deseo, tan acostumbrada como innegable, era mucho más intenso al considerar a aquella mujer tanto más inalcanzable. «Esto es lo que me faltaba, liarme con una posible fascista».

—Vamos, Gabriel, salgamos a coger caracoles antes de que oscurezca. Te contaré mil historias sobre los clubes de jazz que he visitado.

Gabriel apartó su silla de la mesa y recogió el cubo.

La luz que se tejía en los robles y los abedules era intemporal. El cascabeleo de un arroyo cercano cortaba el aire, mientras el suave sol de la tarde bañaba el pequeño claro de una luz pálida, verdusca. El aire, recién lavado por la lluvia, rezumaba la misma frescura que las hojas húmedas y las ramas recién florecidas de los alcornoques; y bajo el bordoneo de los insectos se escuchaba el contrapunto que formaba el croar de los sapos. August y Gabriel se inclinaban sobre la tierra, apartando con las manos algunos helechos que bordeaban el claro para buscar los escurridizos caracoles, mientras el perro hociqueaba la tierra húmeda junto a ellos. El bosque vibraba de vida, como si tuviera su propia alma: August tenía la impresión de que los árboles y los picos de las montañas le vigilaban, y además con una mirada que no era del todo benévola. Justo entonces encontró varios caracoles adheridos a la raíz de un helecho.

—Es extraordinario. Es como si nada hubiera cambiado en siglos —murmuró, echando los caracoles al cubo que habían colocado entre ellos.

—Ese es el problema. Na… na… nada ha cambiado, por lo menos para bien. —Sin mayor cuidado, Gabriel lanzó por los aires un caracol. Se escuchó el ruido que hizo el caparazón al golpear contra el fondo del cubo—. ¿Es bonita América?

—Algunos sitios sí, pero aquí uno puede sentir el latido de la historia. Es mágico.

—Oh, magia sí que hay. —La voz del joven se antojó demasiado solemne, como si estuviera revelando alguna gran verdad. Por un momento, August pensó que su comentario no había sido correctamente interpretado.

—En inglés, el término significa «extraordinario», como cuando hablamos de algo extraordinariamente hermoso.

—Lo sé, pero no he dicho nada que no crea. Aquí tene… ne… nemos brujería y dioses ancestrales, que todavía nos quieren. Por ejemplo, Mari. Mari viv… viv… vive en la cima de las montañas. Una vez la vi, cruzando el cielo en una bo… bo… bola de fuego, con el cabello ardiendo como una estela, a su espalda. A veces la llamamos la Dama de Anboto. Su compañero es Sugaar: es un dios serpiente. Luego está Urcia, que es dueño del cielo y responsable de cuanto le sucede al aire y a las nubes. Y Basajaun, que es mi fa… fa… favorito. Es grande y peludo, y vive en el bosque. Oh, casi me olvidaba de las Lamias, son muy her… her… mosas.

—¿Las Lamias?

—Sirenas que viven en los arroyos y los ríos. Yo las he vis… vis… visto cuando he ido a pescar truchas. Aquí el mundo es mucho más viejo. La ciencia y la industria no han sep… separado la religión de las formas más antiguas de la magia.

August levantó la vista de aquellos vibrantes helechos de jade y miró el ancho rostro de Gabriel. El muchacho carecía por completo de malicia, de eso estaba seguro: era una convicción casi escalofriante, que casi hizo que August compartiera aquel viejo sistema de creencias. Alzó la mirada hacia el escarpado pico de la montaña que se erguía ante ellos, donde un solitario halcón trazaba entre graznidos una errática espiral. El paisaje le contestó con un susurro, y August no pudo por menos que sentir un escalofrío.

—Pero, con todo, me gustaría ir al Cotton Club de Hamburgo aunque fuese una sola vez, y escuchar a Charlie Parker, quizá con una hermosa pe… pe… pelirroja a mi lado, como Ava Gardner.

La voz del chico, ronca y todavía víctima de algún que otro gallo, devolvió a August a su yo más visceral. Rio a carcajadas.

—Bueno, eso no es imposible.

—¿Que no? Los jóvenes vascos no po… po… podemos salir del paaaa… aaa… país sin más, ¿sabe? Hay que pedir documee… en… entos específicos y aun así nunca te los dan. Lo que les interesa es saaa… sa… saber por qué no quieres entregar tu sangre y tu sudor a la Madre España. ¡Madre España! —rio amargamente, y por un instante August captó un atisbo del hombre en que se iba a convertir.

—Pero tu madre quizá tenga amistades importantes en las que confiar, como un coronel local, o un capitán… —August dijo aquello con total indiferencia.

—¿Qué? ¿Cree usted que somos fa… fa… fascistas? —Gabriel le miró con auténtico odio, y acto seguido cerró el cubo de un golpe—. Se acabaron los caracoles.

Se incorporó y procedió a dirigirse al abrupto sendero que parecía perderse en las montañas. August le siguió, pero el jovencito era tan ágil como una cabra. Usando de todas sus fuerzas, August consiguió alcanzarlo.

—Gabriel, lo siento, no pretendía ofenderte.

—Y yo no he hecho lo correcto al enfadarme. Un tu… tu… turista como usted no puede saber cómo son aquí las cosas. ¡Yo se lo mostraré!

Se abrió paso por entre unas zarzas. August le siguió hasta una parte del claro oculta desde el sendero.

Frente a ellos se abría la bocana de una cueva enterrada al pie de la montaña, una pequeña área abierta —casi un círculo— interrumpida únicamente por un viejo robledal, el más antiguo de cuyos árboles estaba retorcido por siglos de nudos y, al mismo tiempo, abierto de par en par por un pino que, quién sabía cómo, había crecido en su mismo tronco, creando una quimera vegetal. Las puntiagudas ramas del pino se fundían con las hojas verduscas del roble. August no había visto en toda su vida nada como aquello. Resultaba inquietantemente antinatural: un pino como parásito de un antiguo roble. Emplazada frente a la cueva había una pequeña capillita de piedra, consagrada a la Virgen María. August sabía lo suficiente sobre la cristianización forzosa de la región como para no ignorar que la capilla debía de haber sido construida para contrarrestar de la única manera posible el viejo paganismo vasco: un intento fallido por fundir la figura de Mari, la diosa de la montaña, con la Virgen María, para hacer creer que las creencias cristianas se remontaban a una época tan antigua como la de las tribus de cromañones que poblaban la región aun antes de la invasión de los indoeuropeos. Echó una mirada a Gabriel, que ahora guardaba un sobrecogido silencio ante la cueva. El pálido semblante del joven era un ajedrez de concentración y sombras.

—Esta cue… cue… cueva está sobre tierra consagrada. Aquí han tenido lugar muchos akelarres.

¿Akelarres?

—Las brujas… las brujas se reu… reunían aaa… aquí.

—Las brujas no existen.

—Nadie pue… de es… tar seguro de eso, na… adie puede asegurar que no existen, pero, sea como sea, señor, bajo ninguna circunstancia debe entrar usted aquí. Es una de las casas de Mari y sería pe… pe… peligroso que un forastero lo hiciera, y aún más si no cree. Sería una violación de los espíritus de esta tierra.

August escuchó atentamente, e intuyó que el muchacho estaba cometiendo una transgresión terrible al hablarle siquiera de la existencia de la cueva.

—Gabriel, te prometo que guardaré el debido respeto. Pero sí que puedo entrar en la capilla, ¿sabes? Después de todo, soy cristiano, aunque no practico.

—Bueno, con la capilla no hay problema.

Gabriel sonrió de oreja a oreja, convirtiéndose en el travieso muchachito de quince años que sin duda había en él. August se volvió y enfiló sus pasos hacia el pequeño claro que daba a la capilla: allí, los bancos de madera de cedro endulzaban el polvoriento aire. Arrodillándose, dejó caer las manos sobre la gastada madera. Frente a él, por detrás del altar, había un antiguo fresco de la Virgen María rezando al pie de la cruz de Cristo. A juzgar por la ingenua representación de rostros y túnicas, debía de datar del siglo XIII o el XIV.

Miró más atentamente. En la porción de cielo pintado que rodeaba la cabeza de Cristo pudo ver una pequeña figura voladora, una mujer vestida con una túnica blanca, con el cabello esparcido a su alrededor, montada aparentemente sobre una bola de fuego. August la miró fijamente, preguntándose por qué, si se trataba de un ángel, no tenía alas. En un instante, se dio cuenta de que era una representación de Mari, la diosa pagana del panteón vasco, que alguien había incorporado al mural cristiano. De igual manera, otra figura llamó su atención, aunque resultaba casi invisible al contraste con el pie de la cruz. Acuclillado ante ella había un hombre de cabellos desgreñados cuyo cuerpo era mitad humano, mitad ofidio. Aquel debía de ser el compañero de Mari, del que Gabriel le había hablado antes: Sugaar, el dios serpiente de los vascos. August había visto aquella asimilación de creencias locales por toda la faz de la tierra, desde la princesa-rana de Balo hasta los dioses romanos, que tenían una enorme influencia de las deidades del Antiguo Egipto: era una herramienta perfecta en manos del colonialismo.

En tanto observaba el simplista, aunque crudamente representado, rostro redondo de Mary al contemplar a su hijo crucificado, August no pudo evitar preguntarse si Shimon Ruiz de Luna habría visitado aquel mismo bosque, aquella cueva, incluso aquella capilla, pues seguramente ya existía en su época: los troncos de los robles serían mucho menos gruesos, aunque sus ramas tendrían la frondosidad de la juventud, y la cueva quizá sería un poco más profunda, un poco más prístina en sus misterios, un poco más saturado de las súplicas apenas susurradas de los desesperados y los creyentes. Sentía la presencia del alquimista como una figura ingrávida, invisible, que presidía cada rincón de su consciencia: sentía su juvenil excitación, y, de alguna manera, sentía también que uno de los enclaves secretos sobre los que Shimon había escrito se hallaba cerca. Tejiendo su red, una araña descendía desde una viga de la capilla como un paracaidista suicida, y August vio con resignación la realidad que le circundaba, devuelto de aquel modo brusco de los ámbitos de su consciencia.

—Debemos seguir nuestro ca… ca… camino antes de que anochezca.

Gabriel le aguardaba en la puerta. Sin pronunciar palabra, August siguió al muchacho hacia el bosque.

Se sentaron en un escarpado saliente, separados únicamente por el cubo de caracoles. Las piernas de Gabriel colgaban perezosamente por el borde de la roca, y pateaba el aire con hosca violencia: la brisa de la tarde les acariciaba las mejillas con sus dedos de hielo, mientras el vasto paisaje que se extendía a sus pies parecía batirse en retirada. La presencia del muchacho le incomodaba. Gabriel era una turbadora mezcla de extrema ingenuidad e inteligencia precoz. August se preguntó si aquello no sería otra consecuencia más de la guerra.

Allá en el valle se podía ver claramente la pequeña aldea, ovillada en la falda de la colina, y las tierras que la flanqueaban por la derecha, cubiertas por un olivar compuesto de poco más de diez árboles y un pequeño viñedo. Tanto los árboles como el viñedo parecían viejos y abandonados, un testimonio casi perdido de la prosperidad del pasado. Por detrás de la aldea reptaba el pequeño sendero que ambos habían enfilado para ascender la colina. Se recogía alrededor de un puñado de árboles, perdiéndose más allá de la escarpada roca que, según sabía August ahora, ocultaba en su regazo la cueva sagrada —apenas visible desde donde se encontraban—, y luego seguía su curso adoptando una forma de «S». Un poco más cerca, al otro lado de la empinada cuesta, acertó a ver una pequeña inclinación cubierta de césped en la que descollaban las piedras de algún antiguo emplazamiento funerario, conformando un círculo. Era un enclave prehistórico. August había visto lugares similares en la vieja Escocia.

—¿Te has acostado con muchas mmmm… muuu… mujeres?

Gabriel rompió el silencio con aquel incómodo interrogante. August no pudo evitar sonreír.

—Unas cuantas. Hay quien diría que en eso soy algo compulsivo.

—¿Compulsivo?

—Bueno, ya sabes. Algo que no puedes dejar de hacer.

Gabriel frunció el ceño, y luego procedió a rascar la roca con la punta de un palo, enrojeciendo vivamente.

—Eso pensaba. Tienes pinta de haberte acostado con muchas.

—Lo consideraré un cumplido.

¿Pero lo era? El historial sentimental de August se alzaba entre sus restantes hitos biográficos como una maraña compleja, frustrante, comparado con el ingenuo optimismo del muchacho que se sentaba ante él. El amor, y dejando de lado a la primera mujer de la que te enamoras, no es algo que tenga lugar pensando que puede volver a repetirse: se repetirá, naturalmente, pero ninguno brillará tanto como ese. La vacilación del chico le hizo pensar a August en su incapacidad para comprometerse: no quería desilusionarle.

—¿Y cómo es?

—Más problemático de lo que debería, en proporción a las ventajas que se supone que tiene. Pero al mismo tiempo es maravilloso. Ya lo averiguarás por ti mismo.

—¿Cómo? Aquí no hay nadie.

—Eso no es verdad. He visto unas cuantas chicas en la aldea.

Gabriel se encogió de hombros, que parecieron hundirse ante el peso de su desesperanza.

—No lo entiendes. Estamos solos en esta aldea. Además, aunque fuera aceptado por los demás, los chicos y las chicas no pueden bailar juntos, ni siquiera en las fiestas.

Aquello era lo más triste que August había escuchado desde su llegada.

—Gabriel, te prometo que un día te llevaré al Cotton Club y que te pasearás entre sus mesas con una rubia de infarto colgada del brazo.

—Ese no es el futuro que me toca vivir. —El joven dijo aquello con tal seriedad que August no pudo por menos que sentirse inquieto. En un intento de pasar página, alargó un brazo para coger los prismáticos que llevaba colgados del cuello y volvió a mirar hacia la aldea.

Vio varias ramitas de olivo y diversas prendas en un tendedero vecino, y al desplazar los prismáticos a la derecha vio a la señora Aznar quitando el polvo al edredón que cubría la cama del cuarto recién alquilado. Armada de un palo, golpeaba la colcha con rabia errática, como exorcizando sus demonios interiores. Era una visión tan turbadora como íntima. Tuvo la sensación de estar cometiendo un acto nefando al observarla con tanta impunidad, de modo que dirigió los prismáticos al sendero que Gabriel le había mostrado; vio la cruz que descollaba de la capilla, apenas visible en la maraña de árboles, pero ahora, examinando el claro, reparó en el caminito que llevaba hasta la bocana de la cueva a través de diversas señales naturales. Una hilera de rocas y el enorme roble que había en la entrada: era una demarcación natural, y no cabía duda de que ese debía de ser el sendero que recorrían los peregrinos para encontrar el templo a medida que se internaban más y más en el bosque. Le satisfizo poder verlo: muy pocos hubieran reparado en ello, pero sus ojos estaban acostumbrados a buscar tales signos. Aquello le hacía sentir más cerca de Shimon, a la impresión que el español debió de tener al mirar aquel mismo paisaje.

Observó atentamente el bosque que se extendía más allá de la capilla, al otro lado de la aldea. Parecía no haber otra cosa que aquella eternidad de árboles que se apiñaban entre sí: las siluetas dentadas de los pinos, de un color verde oscuro, rotas ocasionalmente por las majestuosas formas de los robles, mucho más delicadas y elegantes. Advirtió entonces que había un cambio ciertamente notable en la línea que seguían los árboles, una pequeña brecha en el bosque, unida a una forma angulosa, jaspeada, que parecía desteñir el suelo. August supuso que se trataba de un terreno de cultivo.

—¿Qué estás mirando? —El tono de Gabriel rebosaba suspicacia.

—Nada. Observaba la aldea.

—Si la Guardia Civil te pilla con esos prismáticos, te detendrá por espía.

—Pero no me pillarán, ¿verdad, Gabriel?

En vez de responder, Gabriel hurgó en una grieta con una ramita, desprendiéndole un penacho de musgo que cayó sobre la tierra.

—¿Me prometes que no vas a poner en peligro mi casa? —preguntó, mirando a otra parte—. Porque, si lo haces, tendré que matarte. —El muchacho no bromeaba. Sorprendido, August le miró fijamente: la sensación de que aquel joven era sobrenaturalmente inteligente o intuitivo le ponía la carne de gallina.

—Te lo prometo. Soy vuestro amigo, Gabriel. Te lo digo en serio. Además, ya sabes que he venido únicamente a hacer una investigación académica.

—Creo que más bien has venido a decir cosas que nosotros no podemos decir, abrir cajas en cuyo interior nos aterra mirar. —Hablaba sin tartamudear, con una voz hipnótica, casi como si pronunciase un ensalmo, o, más bien, como si aquella voz perteneciera a otra persona—. Cuando te vayas de aquí, habremos cambiado tanto que apenas nos reconoceremos.

Pronunció aquello como una verdad irrefutable, y el muchacho parecía tan seguro de ello que August pensó por un instante que no había escuchado bien. Se disponía a contestar cuando, de pronto, Gabriel se puso en pie de un salto y, aferrando el cubo, exclamó:

—¡Vamos! ¡Te echo una carrera hasta abajo!

August retiró los postigos con no poco esfuerzo y luego abrió las ventanas de par en par. Una cacofonía de ranas prodigaba su canto abrupto, y a lo lejos se escuchaba el ladrido de un perro, mientras las polillas danzaban alrededor de un jirón de luna. Asomando al exterior, dejó que el frío nocturno bañara su rostro: los árboles dentados se afiligranaban contra la oscuridad del cielo, en cuya pizarra vacía comenzaban a perfilarse las primeras estrellas. La sensación de misterio latía en su garganta, confundida con la emoción del descubrimiento: era una sensación muy similar a la producida por el miedo más visceral. Tomó una profunda bocanada de aquel aire que descendía desde las montañas y regresó a la habitación. Iba siendo hora de empezar.

Arrastró una de las mesitas del pasillo hasta su cuarto, para usarla de escritorio, y la colocó bajo la ventana. Colocó la lámpara en su superficie: una de las polillas se desgajó del grupo y comenzó a revolotear alrededor de la luz, dejando en el aire un polvillo de fábula. August rebuscó en su bolso y sacó la crónica. Dejando el tomo sobre la mesa reverenciosamente, pensó en las palabras que Gabriel había pronunciado, aquellas que hablaban de un poder mágico todavía presente en el bosque. Mientras contemplaba aquel antiguo libro, en cuyas cubiertas de cuero todavía eran visibles las marcas del sello abierto, August estaba seguro de que podía creerle. Podía imaginar que esa ciega creencia en los fenómenos preternaturales también se encontraría entre aquellas páginas ancestrales, de la misma forma en que el susurro del mar se esconde en el interior de las caracolas. Lo único que debía hacer era encontrarlo y liberarlo: la cuestión era cómo seguir los pasos del viaje del alquimista. Movió la lámpara al otro lado, lo que provocó que las páginas del libro se vieran inmersas en un estanque de luz ambarina; hecho lo cual, buscó la parte en la que el autor se refería a Irumendi, cuya descripción estaba garabateada en un margen del mapa de la región, que una mano diestra había dibujado al detalle.

El dibujo que el alquimista había hecho del valle, al pie de las tres montañas, se correspondía a la perfección con los parajes que August había visto con sus propios ojos, solo que, naturalmente, la aldea era ahora un poco más grande de lo que fue tres siglos atrás. Había un número mayor de granjas y graneros en las inmediaciones del pueblo, aparte de que el ayuntamiento parecía ser un añadido arquitectónico posterior. Descontando aquello, sorprendía ver que el pueblo apenas había cambiado. En el mapa de Shimon Ruiz de Luna, trazado en el siglo XVII, aparecía una crucecita que señalizaba el torreón de la iglesia, y varios cuadrados que identificaban otras tantas casas: la mayor parte de sus dibujos se centraban en las tres montañas que rodeaban el valle, mientras que el río y la aldea tenían un papel más bien secundario. Echando un vistazo al dibujo que él mismo había realizado, y luego al libro de Ruiz de Luna, August trató de calcular dónde se encontraría la casa familiar de la señora Aznar en relación con la montaña junto a la que se recogía. Empleando un cordel, midió la distancia entre la aldea y la montaña y luego hizo lo propio tomando como punto de partida el centro del pueblo, para finalmente utilizar un compás para averiguar la posición exacta. Sabía que la casa tenía unos quinientos años: tendría que haber existido, por tanto, en la época del alquimista. Trazó algunas indicaciones en el dibujo que había hecho y examinó concienzudamente el libro, usando para ello una lupa. Para su sorpresa, encontró un pequeño círculo en el bosque, muy cerca de la aldea, el cual, según sus cálculos, era el lugar exacto en el que debía estar situada la casa. El siguiente reto consistía en encontrar el enclave secreto mencionado por Shimon Ruiz de Luna. Volvió a detenerse en las palabras que Shimon había usado para describir el lugar del que había hablado Elazar ibn Yehuda: La primera de las ubicaciones sagradas de Elazar ibn Yehuda se encuentra aquí, entre el abedul y el roble próximo a la cueva de la diosa.

August valoró mentalmente el término «ubicación». El latín empleado por el alquimista tenía otros significados: misterio, enigma, laberinto.

Laberinto.

La ruptura en aquella línea de árboles en la que August había reparado al mirar el valle con los prismáticos volvió a dibujarse en su mente. ¿Era posible? Un laberinto secreto en mitad de un bosque, olvidado allí desde una época remota. ¿Pero con qué motivo alguien iba a construir aquella locura tan elaborada e incongruente en tan inencontrable enclave? ¿Era solo una coincidencia que Gabriel le hubiera impedido seguir mirando el valle en aquel preciso momento? ¿Acaso el muchacho sabía algo? Desde luego, quedaba claro que había tratado de impedir que August siguiera examinando los alrededores.

August echó una mirada a su cámara Rolleiflex que se encontraba sobre el armario. Tenía que encontrar un lugar lo suficientemente elevado desde el que otear todo el bosque, alguna cima que le permitiese usar las lentes de larga distancia de su cámara. El corazón le latía con repentino entusiasmo. Se sentía cerca de algo, muy cerca.

Oyó que la señora Aznar le ordenaba a Gabriel que apagase la luz para dormir, y luego sus suaves pasos ascendiendo las escaleras. Las pisadas se detuvieron al otro lado de su puerta. August contuvo la respiración: podía sentir aquella presencia ardiendo a solo unos pasos de él, aquella belleza que parecía puro fuego. Pugnó contra la necesidad que sentía de ella; deseaba que llamase a la puerta, que entrase, que le ungiese el rostro con la noche cerrada de sus cabellos, con sus pechos desnudos… Deseaba tumbarla en la cama y sentir la dulzura de su cuerpo prensada contra el suyo.

Maldiciendo lo absurdo de aquellos pensamientos, volvió a mirar a la puerta: la sombra de la mujer todavía era visible en el hueco que había bajo ella. Sabía que estaba allí, a solo unos centímetros de distancia. ¿Qué era lo que quería? ¿Era posible que sintiese la misma atracción que él? Antes de que pudiera llegar a una conclusión, la señora Aznar siguió pasillo adelante, sin murmurar una palabra.

Aquella noche, August soñó con Charlie: este aparecía en su dormitorio, vestido con los harapos de su uniforme oficial: la insignia de la hoz y el martillo cosida a mano en su chaqueta, la boina roja que siempre llevaba calada en la cabeza, y aquel miedo inexpresable que se había alojado en su mirada desde que estalló la guerra, y que había permanecido allí hasta que la contienda terminó convirtiéndola en la mirada de un maníaco. August vio todo aquello cuando Charlie le tocó en el hombro para despertarle. Despertarle, en realidad, de un sueño para arrastrarlo a otro sueño.

—Tienes que matarme, de otro modo no podré dormir —le rogó Charlie, y el sonido de su voz era tan real que August solo quería llorar o despertarse. Aquel espectro no parecía consciente de que ya estaba muerto, pero cuando August se disponía a decírselo Charlie estaba abriendo los postigos: su silueta se disolvía en las primeras luces del día. Fue así como August se dio cuenta de que aquello, en realidad, no había sido un sueño.

Malcolm despertó con el desagradable timbre del teléfono que repiqueteaba desde la mesilla, sajando sus sueños como si de un ataque aéreo se tratase. Se incorporó, arrojando el despertador contra el suelo, y luego, después de tantear a ciegas en la oscuridad, dio por fin con el auricular del teléfono. A su lado, Marjorie emitió un leve gruñido y luego siguió durmiendo, envolviéndose la cabeza con la almohada. Malcolm encendió la lámpara de la mesilla y vio la esfera del reloj despertador contemplándole desde el suelo. Eran las cinco de la mañana. Lo primero que pensó era que su padre había muerto.

—Al habla Hully. —Intentó no mostrar ninguna inquietud.

—Interpol, monsieur Hully. Lamento molestarle, pero hemos recibido cierta información de uno de nuestros agentes, en relación al hombre que está buscando, monsieur August Winthrop.

Malcolm se puso en pie de un salto.

—¿Lo tienen?

—Ciertamente, por eso no he querido demorarme en llamarle. Pensé que le gustaría tener la noticia cuanto antes, pues la información nos ha llegado desde el sur de la frontera.

—¿España?

—San Sebastián. Tenemos algunos espías en la localidad. Siempre son útiles, dentro de lo que cabe, habida cuenta de la promiscuidad política de Franco, para entendernos…

—De acuerdo, ¿y?

—Un hombre que encaja con la descripción de Winthrop ha sido visto en un bar del mercado de la plaza mayor hace un par de días. Por lo visto intentaba hacerse pasar por vasco.

—Su dominio del lenguaje es suficientemente bueno. ¿Ha dicho San Sebastián?

Su mente daba vueltas y más vueltas. De modo que había ido a España, como suponía… pero no a Madrid. El contacto de Malcolm, la ex novia de August, le había dicho que, por lo que hubo oído, iba a haber algunas negociaciones entre el general del Ejército de los Estados Unidos y los máximos mandatarios de la cúpula militar del general Franco. Lo único que le pudo decir era que el encuentro tendría lugar en Madrid, pero no podía dar ninguna fecha precisa. ¿Entonces, qué interés podía haber en San Sebastián? ¿Por qué había ido August al norte?

—Esa es la cuestión, señor. Winthrop no ha sido visto desde entonces, y nuestra fuente parece pensar que podría haber llegado a un acuerdo con la gente de la localidad para organizar su traslado.

Malcolm trazó mentalmente la geografía del lugar. Sabía, por su experiencia como coordinador de la Operación Cometa, que había docenas de villas y aldeas aisladas por toda la región, y cualquiera de ellas podía servir perfectamente como escondite. Aquel era un conocimiento que a August, por supuesto, no se le habría pasado por alto.

—Dicho de otro modo, lo hemos perdido.

—Eso me temo. ¿Desea que informemos a los españoles? Podría ser la manera más expeditiva de dar con él.

Malcolm sopesó aquella posibilidad por un momento. Dejar que la Policía Local se inmiscuyera podía significar no solo su búsqueda sino además el arresto de Winthrop y su posible ejecución, y Malcolm era consciente de que resultaría imposible extraditar a August una vez hubiera sido arrestado por los hombres de Franco, lo que arruinaría toda posibilidad de que el MI5 pudiera llegar a aclarar si pertenecía al KGB y si estaba recogiendo información interna para filtrarla a los soviéticos. No, era mejor seguir manejando las cosas por sí mismo.

—No, de momento no. Mantenga la información en un perfil bajo hasta que yo decida si América debe intervenir en esto.

Dejó el teléfono en el suelo y se tumbó con el auricular en el regazo, contemplando los borrosos perfiles de la habitación a medida que la luz de la mañana comenzaba a rehacer los contornos de las cosas: la alfombra con sus motivos florales y el calefactor de gas, todavía apagado. Trató de ponerse en la piel de August, imaginar por qué el americano había huido. ¿Había asesinado al profesor? Aquello se antojaba ciertamente improbable, incluso teniendo en cuenta las extrañas circunstancias del asesinato, pero de lo que no cabía duda era de que algo debía saber. Si la CIA estaba en lo cierto y Winthrop pertenecía al KGB, Malcolm y el departamento estaban obligados a detener cualquier posible sabotaje que August hubiera planeado para proteger el pacto establecido entre los Estados Unidos y el general Franco. Después de todo, era él quien había reclutado a Winthrop para el Servicio de Operaciones Especiales. Para todo el mundo, August era su hombre de confianza, con lo cual nadie dejaría de contemplar al americano también como su fracaso. No, si Malcolm quería sobrevivir, tenía que ser él quien desenmascarase a Winthrop. La fatiga le provocaba un intenso dolor en los ojos, le dolía la espalda y se sentía viejo, demasiado viejo para tales maquinaciones. Allá afuera, los pájaros habían comenzado a entonar su cántico de todas las mañanas: el día iba a ser demasiado largo.