8

Oyó un repiqueteo vago, remoto. Apenas consciente, August reparó en que estaba tumbado en una dura cama de madera. Por un momento no recordó dónde se encontraba, pero el aroma del café recién hecho, entreverado a la gélida brisa que acariciaba sus mejillas, y aquel insistente repicar en el que reconoció las campanillas de un rebaño de cabras, le trajeron a la memoria los sucesos de la noche anterior que habían tenido lugar antes de caer rendido en la cama. Recordó que el contacto de Joseba le había llevado hasta una cabaña en la montaña, donde le había servido un buen vaso de txakoli y le había cubierto los hombros con una manta de piel de oveja, y al instante palpó bajo la almohada con la mano, en busca de la Mauser que recordaba vagamente haber dejado allí antes de sumirse en el sueño. La pistola no estaba allí. Se incorporó, inquieto, y casi se golpeó la cabeza al hacerlo con la cama que había sobre la que él ocupaba. Maldiciéndose por su estupidez, abandonó el lecho. Temblando de pies a cabeza, vestido únicamente con los calzoncillos y una camiseta, se puso los pantalones y echó una mirada a cuanto había en la cabaña. Había una estufa de metal contra la pared del fondo, sobre la cual hervía una cafetera. Unos esquíes de madera que parecían datar de los años veinte se apoyaban contra otra pared, y, aparte de las literas, no había más que una mesa de madera y un banco bajo la ventana. La Mauser estaba en la mesa. Se acercó a ella. Alguien la había limpiado y aceitado: la mujer, sin duda. La cogió y amartilló el percutor. Este retrocedió con suavidad, mucha suavidad. De hecho, ahora casi parecía recién comprada. August sonrió y se inclinó para mirar por la ventana. De un lado a otro se extendía una maravillosa vista de los Pirineos. Era insoportablemente hermosa.

August se dirigió a la puerta y la abrió, y de inmediato la gélida brisa, que llevaba en volandas los olores de la hierba mojada y las flores recién abiertas, llenó sus pulmones, infundiéndole un nuevo vigor. En la meseta que se desplegaba ante él crecía la hierba entre retazos de nieve. Algunas cabras pastaban en aquella vegetación espléndida: estaban domesticadas, a juzgar por las campanillas que colgaban de sus cuellos. Sentada a cierta distancia en una enorme piedra se encontraba la mujer. Parecía contemplar el valle, cuidando de su rebaño, supuso August, pero también vigilando que no aparecieran intrusos o invitados no deseados. August la saludó con la mano: ella respondió a su saludo, pero no se movió de donde estaba. Buscó el sol en el cielo y se dio cuenta de lo tarde que era, quizá incluso era mediodía. Tenían que ponerse en marcha. August regresó al interior de la casa y se sirvió un café en una taza de hojalata. Estaba muy fuerte, pero resultaba reconfortante. Abrió su bolsa y sacó el cuaderno. Allí estaba la apresurada traducción que había hecho del texto de Shimon Ruiz de Luna acerca de la primera de las ubicaciones secretas que el español había visitado siguiendo la descripción del antiguo mapa de Elazar ibn Yehuda. Vio el pequeño saliente, bastante tosco, que correspondía al pueblo de Cabo Ogoño, de donde procedía la esposa de Shimon Ruiz de Luna, situado muy cerca de la villa pesquera de Elantxobe. A cierta distancia, en las tierras del interior, estaba el lugar señalado. A la izquierda de un pueblecito llamado Mañaria, en las proximidades de Guernica, aparecía una aldea al pie de tres montañas: Irumendi. Justo debajo, August había apuntado la traducción de la cita de Shimon Ruiz de Luna escrita en latín: El primero de los emplazamientos sagrados de Elazar ibn Yehuda se encuentra aquí, entre el abedul y el roble, en las proximidades de la cueva de la diosa.

August dejó caer la mano sobre el dibujo. Sabía que Irumendi debía estar a unos ciento cincuenta kilómetros de donde se encontraba. El ansia del explorador, del investigador que enlaza dos hechos que nada tienen que ver entre sí y de pronto advierte una sincronicidad extraordinaria atenazó los sentidos de August. Un tímido golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. Logró cerrar el cuaderno justo en el momento en que la mujer entraba en el cuarto, con un cayado en la mano y una ramita de un árbol, despojada de sus hojas, en la otra; su ajado rostro estaba tan arrugado como una ciruela.

—¿Has tomado el café? —Su español tenía un fuerte acento vasco.

—Gracias, está muy bueno, y gracias también por limpiar mi pistola —respondió sonriendo abiertamente. Ella no le devolvió la sonrisa. En su lugar, cerró la puerta de la cabaña, dejó la ramita y el cayado junto a ella y se sirvió un café.

—Es una pistola bastante vieja. Necesitarás una nueva si tienes intención de usarla.

—Me siento cómodo con la que tengo. No es más que un viaje de investigación arqueológica. Pero tuve problemas con Franco —mintió, resuelto a cubrir sus huellas.

La mujer se volvió con el café en la mano.

—No tengo por qué saber el motivo por el que estás aquí. Ya me has hecho la entrega, así que has dejado de ser responsabilidad mía —replicó.

—Comprendo —dijo, y retiró la otra silla para que la mujer se sentase. Esta se acomodó en el asiento, sin dejar de mirar a la puerta.

—Deberíamos irnos en media hora. Eso nos dará tiempo para llegar al pueblo de al lado.

—Permíteme que te haga una pregunta.

La mujer levantó una mirada interrogante, estrechando los párpados con suspicacia.

—¿Conoces un pueblo llamado Irumendi? —August examinó atentamente su rostro. La mujer apartó la mirada, pero por un momento August captó un tenue brillo en sus ojos.

—No, no he oído hablar de él —replicó, en un tono de voz bajo y cauto. August comprendió de inmediato que le estaba mintiendo.

—En ese caso, ¿podrías llevarme hasta San Sebastián?

—¿Donostia? —preguntó la mujer, utilizando el nombre vasco—. Puedo hacerlo, pero insisto, el pueblo de las tres montañas no existe, salvo quizá en las guías turísticas americanas —añadió con evidente cinismo, lo que convenció a August de que aquel pueblo no solo existía sino que la mujer intentaba por todos los medios evitar que la visitase: aquello, simplemente, contribuía a aumentar su curiosidad—. Nos disfrazaremos de pastores. Debes ponerte estas ropas. —Le lanzó un blusón largo y burdamente tejido que le recordó al que los pastores del lugar llevaban encima del pantalón, y un par de abarkak—. Si encontramos algún control, tú eres mi sobrino gallego, pero debes esconder tu cabello rubio bajo la gorra.

August procedió a ponerse el blusón, hecho lo cual cogió el abarkak y ató los cordones sobre sus tobillos. Reparó con satisfacción que aquel blando cuero se adaptaba perfectamente a sus pies. La mujer le observaba atentamente, con una expresión divertida en su severo rostro, mientras August se incorporaba adoptando la prestancia que creyó apropiada para el caso.

—Vaya, sabes cómo cambiar tu aspecto, igual que un demonio. ¿No habrás sido espía…?

August no dijo nada, y se limitó a sonreír enigmáticamente. Cuanto menos supiera, mejor.

La mujer se encogió de hombros y siguió hablando:

—Nos reuniremos con un conductor que nos llevará hasta Donostia, o sea, San Sebastián. El punto de encuentro está a solo una hora de camino a pie, pero si alguien nos para no hables. Tu presencia ya resulta bastante sospechosa, pues no quedan muchos hombres. O bien fueron asesinados por los fascistas o bien se exiliaron. Esta región la llevamos las mujeres. Vas a ser muy popular.

Por primera vez, la mujer sonrió, con un brillo travieso iluminando sus ojos negros.

—Yo solo he venido a hacer mi investigación. No pretendo meterme en problemas —replicó, sorprendido de que incluso se sonrojase al hacerlo.

La mujer se encogió de hombros, incrédula, dejó su café y llevó la ramita a la mesa. Tras buscar en los bolsillos de su voluminosa falda, sacó una navaja automática y la abrió con facilidad profesional. La hoja brilló a la luz del sol. Por un segundo, August se preguntó si tendría que defenderse, pero, para su alivio, la mujer cogió la ramita y procedió a tallarla.

—Cuando lleguemos a Donostia estarás solo. —Levantó la vista de la ramita tallada—. Completamente solo.

—Entiendo.

—La carta que Joseba me envió decía que luchaste al lado de los republicanos, y que ese es el motivo por el que, oficialmente, no estás aquí —dijo, concentrándose en la talla.

—Es cierto.

—Entonces, con el debido respeto, camarada, deberás ser consciente del peligro que tu presencia acarreará a cualquier pueblo vasco si la Guardia Civil te sorprende. Vienen del sur, nos vigilan como halcones, y nos golpean si nos oyen hablar en euskera. Las únicas noticias que llegan a nuestra región proceden de la propaganda franquista, así que estamos aislados. Ten cuidado, amigo mío, pero no solo con tu propia vida.

Terminó de tallar la madera y entregó a August el cayado que había hecho con aquella ramita.

August estaba sentado en campo abierto, rodeado de diez cabras que habían transportado en la parte trasera de un camión hasta la falda de la montaña, y observaba el camino que se perdía a su espalda. La recogida había tenido lugar sin incidentes. El conductor del camión cogió el paquete procedente de Joseba y ayudó a la mujer y a las cabras a subir al vehículo. Él y la mujer intercambiaron unas escuetas palabras, pero en euskera —incomprensible para August—, y ambos actuaron con la rapidez y eficiencia habituales en quienes estaban acostumbrados a obrar de aquel modo. El conductor, un hombre rubicundo de avanzada edad, se limitó a mirar una sola vez a August y únicamente para advertirle de que debía calarse la boina un poco más para ocultar su cabello.

El trayecto desde las montañas hasta la costa y luego a San Sebastián había estado jalonado por los paisajes más exuberantes, pero las cicatrices de la guerra y la pobreza subsiguiente resultaban todavía evidentes: granjas bombardeadas, campos baldíos y, dado que Franco había arrebatado a la provincia buena parte del dinero que le pertenecía, Guipúzcoa parecía mucho menos próspera de lo que August recordaba que era hacia 1938. La diferencia más notable radicaba en la escasez de hombres: allá donde August mirase solo había mujeres, ancianos y niños, cortando la hierba con enormes guadañas, trabajando estoicamente en hileras que se perdían más allá del horizonte de tan escasos terrenos.

La carretera pasó a convertirse en una calle asfaltada, que poco a poco fue estrechándose hasta penetrar en los suburbios de la ciudad portuaria. A la izquierda de August reptaba el majestuoso río Urumea, cuya orilla opuesta se veía flanqueada por elegantes palacios decimonónicos y diversos edificios gubernamentales. Saltaba a la vista que San Sebastián era uno de los núcleos comerciales y administrativos de la región. Aun así, tenía el aspecto de una ciudad pudiente que hubiera alcanzado su cénit el siglo anterior; las casas particulares se alineaban por el lado que daba al río de aquella ancha avenida, mostrando una profusión de balcones y fachadas sobriamente ornamentadas. La mujer codeó ligeramente a August: una repentina andanada de ajo y cabra.

—¿Sabes que Franco tiene aquí su casa de verano? —dijo con una risita, y luego escupió sobre el borde del camión, aferrándose a su costado para aminorar las sacudidas producidas por los baches—. Es todo un valiente —añadió con cinismo.

La mujer se había transformado en una campesina, con el tradicional tocado acabado en punta atado sobre las orejas. Un pequeño cabritillo asomaba de una bolsa que la mujer llevaba colgada del hombro, mirando de un lado a otro con ojos espantados. Todo rastro de la dura combatiente política que August había tratado en la cabaña de las montañas había desaparecido por completo.

Sacudiéndose como un barco en la marea, el camión seguía su curso; en un determinado momento giró hacia la izquierda por el puente Zurriola, en dirección al casco antiguo de la ciudad. Pasó junto a una furgoneta de tres ruedas que marchaba en dirección contraria, cuya parte trasera iba cargada hasta los topes de la pesca de la mañana, reducida a un montón de sardinas.

—Aquí la gente es arrantzale: gente del mar. Pero yo soy baserritarra, cultivo la tierra. Si alguien se dirige a ti, desconfía. Hay carlistas y franquistas incluso entre los nuestros —le aconsejó, con cuidado de no levantar la voz. Dejaron atrás la Pescadería, la calle que conducía a la lonja: el lugar se hallaba atestado de granjeros que traían los productos cosechados en las montañas y valles de los alrededores—. El lunes es día de mercado, y como ves se llena de gente. Te llevaré a La Brecha, allí te será más fácil desaparecer.

La mayoría de los coches que August veía tenían unos veinte años, y la gente parecía pobre y hambrienta. El camión frenó en seco junto al mercado. La mujer salió del vehículo, seguida de August.

—Tenemos que dejarte aquí —le dijo en español, en voz baja e impaciente—. Llévate esto. —Se descolgó del hombro la bolsa con el cabritillo y se la entregó—. Con esto resultarás menos sospechoso. Y te dará suerte. Si no fuera así, siempre puedes comértelo. El bar al que debes ir se llama La Lamia: significa «la sirena de río». Si te aceptan, allí encontrarás la información que buscas. Está entre el bar Eceiza y el bar Manolo.

August se colgó el cabritillo del hombro izquierdo, su bolsa de viaje en el derecho, y luego se volvió para despedirse, pero la mujer ya había desaparecido, perdida en la multitud. Permaneció un tiempo al pie de la plaza, contemplando la entrada de piedra que daba al mercado, en cuya parte superior, ligeramente arqueada, se podía leer la palabra Merondo, que parecía vigilar atentamente a los granjeros que llevaban de un lado a otro sus productos: queso de cabra, queso de oveja, jamón, tomates, judías, pimientos verdes, lechuga y patatas. August sabía que la ciudad seguía presa del más estricto racionamiento, pero, con todo, algunos comerciantes vendían no pocos lujos: desde el inevitable chorizo a los frutos secos, pasando por abundantes ristras de ajos.

Una hilera de mulas y carretas se asentaban en uno de los extremos de la plaza, junto con algunos carros muy antiguos, a no mucha distancia de un grupo de granjeros que fumaban de sus pipas mientras charlaban animadamente. Reparando en el recién llegado, uno de ellos echó una mirada a August, con una expresión entre curiosa e interrogante: su mirada repasó con visible suspicacia las ropas que August vestía y el cabritillo que llevaba a la espalda, tratando sin duda de averiguar quién era aquel desconocido y cuál era su procedencia. Justo entonces August advirtió el cambio que se operó en el grupo de comerciantes, cuya atención se vio distraída por algo que tenía lugar en el otro extremo de la plaza. Se volvió. Dos guardias civiles, con sendas pistolas al cinto y un par de porras penduleando en sus fundas de cuero, se mezclaron entre los vendedores. Se volvió nuevamente hacia los granjeros: los hombres habían comenzado a dispersarse en silencio. August miró una vez más a los policías. Se habían sentado en una de las mesas que ofrecía la terraza de un bar, profusamente obsequiados por el camarero. Aún no había reparado en August. Con la mayor naturalidad, August siguió a un par de individuos a través de una serie de callejuelas flanqueadas por viejas viviendas, salpicadas aquí y allá por algún que otro bar. Siguió sus pasos a una discreta distancia, adoptando la pose de un tímido campesino, los ojos bajos, los pies inseguros al pisar los adoquines que conformaban el camino, el cabritillo balando lánguidamente a su espalda. No tardó en encontrar el bar de La Lamia junto al bar Manolo.

El lugar era de reducidas dimensiones; naturalmente, no faltaba la habitual barra de madera recorriendo a todo lo largo uno de los extremos de la sala, así como varias fotografías de la Real Sociedad colgadas de una de las paredes. Pero apenas era posible ver algo más, dado que el bar se encontraba abarrotado de pescadores y granjeros, vestidos con boinas negras y camisas a cuadros. La atmósfera estaba cargada a causa del humo de las pipas y el aromático olor del café negro y el ajo. Buena parte de los parroquianos bebían salda (caldo de pollo), pero también había una selección de los célebres pintxos, una tapa típicamente vasca que atestaba los expositores de vidrio que había sobre la barra. Cuando August entró al bar, varios hombres se volvieron para mirar por encima del hombro al recién llegado, y, tras mirar con evidente escepticismo su boina y sus ropas, retornaron a sus cafés y sus pintxos, con los hombros encorvados sobre los platos. August se abrió paso hasta la barra.

—Un coñac, por favor —dijo, tratando de conferir a sus palabras un acento lo más parecido al vasco que era capaz de producir. El camarero, incrédulo, le miró de arriba abajo, y luego se encogió de hombros.

—Primero la cabra —murmuró. August le miró, confuso. El camarero alargó un brazo por encima de la barra.

—La cabra. No te preocupes, no te la voy a robar.

Indeciso, August le tendió el bolso con el cabritillo.

—Por favor, no lo hagas… Es el único amigo que me queda.

El granjero que se hallaba sentado ante él lanzó una carcajada, mientras el camarero colgaba la bolsa con el cabritillo sobre uno de los barriles de coñac. El animal, deslumbrado por el ruido y el humo de los cigarros, temblaba de miedo. El camarero llenó un vaso de coñac y lo empujó hacia August.

—Haces bien en tener a los amigos cerca. Por aquí tienen la fastidiosa tendencia de desaparecer, por lo general a San Marcos, pero al contrario que el bueno de nuestro general, prometo que no dispararé sobre tu amiguito.

August, consciente de que San Marcos era uno de los campos de concentración que Franco había ordenado abrir, alzó el vaso en un piadoso brindis.

—Por los amigos que ya no están, hayan sido comidos o disparados.

Mantuvo la mirada firme, grave la voz. Se hizo el silencio en el bar, solo profanado por el traqueteo de las ruedas de los carros que pasaban al otro lado de las ventanas, y August supo que había pisado en terreno peligroso. Ahora, la cuestión era si iban a confiar o no en él: ese era un riesgo que no le quedaba más remedio que asumir. Aquellos hombres darían cuenta de él tanto como los fascistas, si presentían que podía traicionarles. No bajó el vaso ni le tembló la mano. Por fin, tras lo que se le antojó una eternidad, el camarero se sirvió un coñac y chocó su vaso contra el de August, y la tensión desapareció tan repentinamente como la lluvia en un día de primavera.

—Por los amigos que ya no están —replicó el camarero, enarbolando una sonrisa; sus rasgos curtidos se suavizaron con aquel simple gesto.

—Por los amigos que ya no están —repitieron en euskera varios hombres, alzando sus vasos, y, tras mirar a su alrededor, August se sorprendió una vez más al ver el escaso número de jóvenes que había en el lugar, la mayoría, probablemente, muertos o exiliados.

—No eres de por aquí… ¿De dónde eres? ¿Del norte?

El camarero señaló el cabello rubio de August.

—No, un poco más arriba. Pero quizá puedas ayudarme. Quiero visitar Irumendi, es posible que hayas oído hablar de ella. Tengo que llegar allí antes de la noche, y necesito saber por dónde se va.

Bastó la mención del nombre del pueblo para que un estremecimiento recorriera el bar. El camarero miró con expresión harto significativa a un hombre que, situado en el fondo de la habitación, exudaba el peligro de un observador a sueldo. El camarero hizo un gesto con la cabeza, y el hombre, sentado en un taburete, abandonó su asiento y se dirigió a una habitación trasera. August se envaró, luchando contra el impulso de abrirse paso hasta esa puerta. «Mantén la calma, mantén la calma, no cambies la expresión de tu cara, tú eres quien dices ser». El adiestramiento que había seguido durante su estancia en la Francia ocupada volvió a él con suma facilidad: las técnicas que, según sabía, engendraban confianza, simplemente por el mero hecho de cambiar su frecuencia, la vibración de su personalidad.

En el fondo del bar se formó un pequeño escándalo. Los granjeros se apartaron a un lado, e inclinaron respetuosamente sus cabezas hacia el anciano que enfilaba el pasillo abierto entre ellos. Parecía tener unos ochenta años, y no debía medir más de un metro sesenta, pero sus hombros eran anchos y musculosos, probablemente a causa de muchos años de trabajo físico. Sus piernas tenían un aspecto dolorosamente marchito, y mucho más delgadas que el voluminoso torso. Caminando a tientas, se plantó frente a August, casi diríase que cuadrándose ante él. Hecho lo cual, le dedicó una mirada fiera, más allá de la expresión lúgubre que por naturaleza mostraba su rostro. Sus enormes orejas sobresalían por entre los mechones plateados que enmarcaban su estrecho cráneo, confiriéndole un aspecto infantil y vulnerable; era curioso, tratándose de un rostro tan historiado de cicatrices.

—Hay lugares que existen sobre los mapas y otros que no, ¿me entiendes, muchacho? —espetó en un español tortuoso, arrastrado. August supuso que no era ese el idioma que estaba acostumbrado a emplear, o, al menos, no con el afecto que uno conserva hacia su lengua materna.

August echó una mirada en torno a sí. A juzgar por la expresión reverenciosa que la multitud consagraba a aquel anciano, obviamente se trataba del patriarca, una especie de líder. August inclinó respetuosamente la cabeza.

—Entiendo.

—¿Qué interés tienes entonces en Irumendi?

Al oír aquello, August sacó de un bolsillo la medalla que había ganado luchando por la República, y por unos instantes mostró discretamente al anciano la cinta y el metal. La expresión del anciano cambió visiblemente.

—Un amigo junto al que luché es de allí —le dijo August, odiándose por tener que mentir, pero era consciente de que necesitaba ganarse cuanto antes la confianza del anciano—. Me gustaría visitar a su hermana.

El anciano asintió, aprobando aquellas palabras, aunque la mirada que dedicaba a August seguía siendo suspicaz.

—Está a tres horas en coche desde aquí, y el camino es estrecho y muy peligroso. ¿Cómo pretendes llegar allí?

—Tengo dinero y una cabra. Tengo que llegar allí, de otro modo mi amigo el camarero podría perder a ese nuevo amigo que acaba de hacer. ¿Me comprende? —replicó August, sin inmutar una ceja.

El anciano se volvió y murmuró algo al individuo que tenía al lado. Un momento después, otro granjero, alto y pálido, y cuyo rostro equino parecía sacudido a partes iguales por el hambre y la pobreza, dio un paso adelante.

—Yo le llevaré —le dijo a August, sin sonreír.

Se vieron de pronto interrumpidos por un griterío procedente del exterior, y varios hombres entraron atropelladamente por la puerta.

—¡Han arrestado a Xabier! —gritó uno de los hombres por encima del tumulto. El anciano llegó a marchas forzadas hasta la ventana, seguido de August, aunque este se cuidó de evitar que le viesen desde el exterior.

Algo más lejos, en la plaza, vio a dos agentes arrastrando a un joven hacia un furgón de policía; el joven, con las manos atadas a la espalda, trataba de liberarse a empellones de sus presas, aunque de nada le sirvió. Un grupo de hombres y mujeres se congregaban en el lugar, observando silenciosamente la escena con una creciente hostilidad dibujada en sus facciones.

—Alguien le ha delatado —murmuró uno de los granjeros.

—El dinero afloja las lenguas —dijo el anciano, mientras una oleada de desagrado recorría el bar. El anciano se volvió hacia August.

—Ya ves cómo nos vemos obligados a vivir, como ovejas acobardadas. Podemos haber perdido una batalla, pero la guerra continúa. Dale recuerdos de mi parte a tu tío.

Le lanzó un guiño y dos hombres altos, de anchas espaldas, lo escoltaron de nuevo hasta la puerta de atrás.

Malcolm Hully se acababa de quitar la gabardina y procedía a ponerse un pañuelo en el cuello cuando el teléfono de su escritorio comenzó a sonar.

—¿Diga?

—¿Hola? Hablo con Malcolm Ully, non?

Aquel acento era parisino, autoritario, maduro y masculino. Malcolm trató de calmar sus latidos antes de responder en un perfecto francés de colegio privado.

—Buenas tardes, monsieur, en efecto habla con monsieur Hully.

—Aquí la Interpol. Tenemos una pista sobre el paradero de su amigo, monsieur Winthrop.

—¿De veras? Interesante.

—Ha aparecido en nuestro sistema. Calais, Rouen, Saint Jean de Luc… Un oficial de aduanas nos envió los detalles por cable. ¿Qué quiere que hagamos? ¿Desea que informemos al MI6?

La voz era ligeramente irónica; sin duda, el oficial francés se preguntaba por qué había recibido la orden de informar directamente a Malcolm y no a su superior, pero Malcolm había decidido reservarse cualquier información relacionada con Winthrop, al menos de momento. Ya había demasiadas tensiones y rivalidades entre el MI5 y el MI6; en ambos departamentos se creía que el topo estaba justamente en la casa del otro. De modo que había movido algunos hilos entre los colegas franceses que había hecho durante su servicio en Operaciones Especiales.

—No, aún no, pero gracias por el ofrecimiento. Henri, ¿verdad?

—Pues más bien Mathias. Henri está de vacaciones.

Era exactamente como había sospechado. Tenía que ser España. August se lanzaba de cabeza a la guarida del dragón. Por un momento, Malcolm se preguntó si no sería mejor sobornar a sus homólogos españoles: tenía algunos, al menos de manera no oficial. Pero debía hacerlo rápido, si bien los resultados carecerían de interés. Sería mejor esperar a ver qué esqueleto sacaba del armario el Hombre de Hojalata. ¿Pero por qué España? Fuera lo que fuese, debía de guardar relación con Franco, concluyó Malcolm, pero si Winthrop estaba trabajando para los rusos, ¿qué interés podía tener en España? ¿Y por qué enviar a Winthrop? No había razón alguna para ello, a menos que fuera para rentabilizar sus antiguos contactos de la Guerra Civil, o para asesinar a alguien. ¿Y cómo encajaba el asesinato de Copps en aquel puzle?

—Bien, Mathias… Si la Interpol puede mantener los ojos abiertos en la frontera franco-española, en particular en la zona oeste de los Pirineos, lo agradeceríamos enormemente. De hecho… —Malcolm rebuscó en el cajón superior de su escritorio, hasta que por fin encontró el archivo que buscaba. Sujetando el auricular con ayuda del hombro, abrió la carpeta con ambas manos—. Creo que tenemos cierta información de un disidente argelino que puede interesarles. ¿Recuerda un atentado con bomba en Marsella? ¿A un tal Jean-Paul Mahmet?

—¿Sabe dónde se encuentra Mahmet?

—Digamos que si averiguan dónde está August Winthrop, podría decirles dónde encontrar a Mahmet.

—Trato hecho.

Bien, merci beaucoup, Mathias.

Pero el oficial francés ya había colgado el teléfono. Malcolm se arrellanó en la silla y contempló las vistas que el ventanal ofrecía de Curzon Street. Allí, una prostituta de ojos cansados era perseguida a pocos pasos por un posible cliente. Por lo general, aquello hubiera supuesto una grata distracción para Malcolm, pero ahora no podía concentrarse en ello; sin duda, estaba terriblemente perplejo. ¿De veras los soviéticos habían enviado allí a August? Sabiendo a lo que August se enfrentaba si era arrestado en España, solo podía pensar que, fuera cual fuese la motivación que tenía para aceptar aquella misión, debía de ser mucho lo que estaba en juego. ¿Qué era lo que preparaba la CIA en Madrid? Malcolm sabía que Franco estaba más que frustrado por la exclusión del aparato de la OTAN, así como por la negativa de los americanos a recibir los fondos del Plan Marshall, algo tremendamente beneficioso para italianos y alemanes, pues gracias a ello comenzaban a reconstruir sus países tras la destrucción provocada por la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué era lo que Franco podía ofrecer a los americanos que preocupase a los soviéticos de modo tal que no dudasen en enviar un agente? De pronto, Hully comprendió la respuesta: geografía. Franco les ofrecía la posibilidad de instalar bases americanas en la península. Para América, España era un lugar perfecto en el que abastecer sus aviones y barcos de camino a la Unión Soviética… por supuesto, siempre en el caso de que los americanos decidiesen bombardear a su poderoso rival. Todo lo cual aumentaría el interés de los soviéticos, sin duda alguna. Pero si estaba equivocado, y el MI5 estaba tras la pista de August, los resultados serían, a título personal, terriblemente desastrosos.

Por un segundo, Malcolm jugó con la idea de llamar a un tipo que conocía en la CIA, allá en Washington, pero se detuvo a tiempo. El Servicio Secreto británico había perdido mucha credibilidad con los yankees a causa del escándalo Burgess. August, en su papel de hijo pródigo de un antiguo senador que todavía gozaba de un enorme prestigio, podía resultar todavía más embarazoso para los americanos, en especial si resultaba que estaban equivocados acerca de sus andanzas. No, si Malcolm pretendía conservar su trabajo, tendría que manejar la situación con tanta calma e independencia como le fuera posible. Quién sabía, tal vez eso le condujera directamente al ascenso.

Tenía que haber alguien más que pudiera confirmar su teoría. ¿Pero quién? Recordó entonces a una antigua novia de August, americana para más señas, que ahora salía con alguien muy importante en la embajada. August le había roto el corazón, y daba la casualidad de que Malcolm sabía que la mujer le guardaba un profundo resentimiento: si había alguien dispuesto a confirmar su teoría, esa era ella. Se arrellanó de nuevo ante su escritorio y, en la creciente oscuridad de su despacho, levantó el auricular del teléfono.