7

Ya eran pasadas las nueve cuando el tren de cercanías se detuvo en la estación de Saint Jean de Luc. Cargando al hombro su bolsa de viaje, August atravesó las estrechas callejuelas que conducían al centro de la ciudad, caminando en paralelo al puerto pesquero. A su izquierda, la oscura silueta del monte Urgull descollaba sobre el pueblo fronterizo, allá en Francia, como un malévolo guardián, mientras seguía el sendero del puerto. Aquel pueblecito de pescadores aún hervía de gente, y August contempló sin prisas sus alrededores mientras descendía la avenida de Verdún en dirección a la plaza mayor —la plaza Luis XIV—, donde se hallaban el pequeño puerto y el malecón. Varios barcos de pesca, pintados en vivos colores y amarrados a las argollas, se mecían suavemente sobre el oleaje, en tanto otros concluían su regreso a puerto desde las profundas aguas del Atlántico. Algunos pescadores, vestidos con las ropas tradicionales vascas —la clásica chapela, una chaqueta de faena y unos pantalones oscuros— recogían las redes desde la cubierta de un pequeño remolcador, observados desde el otro lado de la ensenada por las casitas encaladas de Cibourne, cuyos inclinados tejados rojos y persianas rojas se recogían en la falda de la colina, dominada por el inconfundible promontorio que constituía el campanario de D’Auvergne.

Un quiosco de música se alzaba en medio de la plaza, flanqueado de cafés y bares, así como el viejo ayuntamiento y la mansión que en 1660 albergó al Rey Sol, que por aquel entonces contaba con veintidós años, y su novia española, María Teresa.

Varias personas, reunidas en torno a las mesas del café, cenaban y charlaban animadamente, aunque algunos se detuvieron a mirar a August cuando este pasó junto a ellos. Reparó en que en uno de los pisos superiores de un edificio de dos plantas una mujer anciana, envuelta en un manto negro, levantaba un pico de la cortina para asomar solemnemente a la calle. Respetuoso, August se llevó dos dedos a la frente en señal de saludo, pero el rostro de la mujer permaneció imperturbable. Una suave brisa soplaba desde el Atlántico; August sintió aquel frío vivificante al pasar junto a un restaurante cuyas mesas estaban cubiertas por manteles a cuadros rojos y blancos, pero enseguida aquella sensación se vio suplida por una andanada de aromas dispares: ajo, carnes a la brasa, incluso café recién hecho, y no pudo por menos de advertir que no había comido nada desde la mañana. Todo resultaba terriblemente normal, como si se hallase a un millón de kilómetros de Londres.

No había tenido problemas con el cambio de tren en Burdeos. En aquella ajetreada ciudad era fácil confundirse con la población flotante de comerciantes y turistas. Pero, aun así, la sensación de que lo perseguían se había intensificado. Por dos veces August se había girado en redondo convencido de haber visto a la misma persona —un joven con pinta de matón con el que recordaba haberse topado en el tren de Calais— siguiendo sus pasos. La segunda vez que se volvió vio que el mismo tipo se detenía a saludar a su novia, y luego ambos desaparecieron por una de las callejuelas que se perdían en el corazón de la ciudad.

August oyó por primera vez el nombre de Saint Jean de Luc y La Baleine Échouée de labios de un joven aviador americano al que visitó en un hospital de Londres: el aviador era uno de los muchos militares aliados derribados en la Francia ocupada y había pasado algún tiempo en esa pequeña villa pesquera antes de salir de allí en un bote de remos, bajo cuerda, a través de San Sebastián. Aquel muchacho de apenas veinte años era hijo de un granjero del Medio Oeste, y tras sobrevivir a los peligros de la Operación Cometa había regresado a Inglaterra, donde le diagnosticaron un terrible caso de ictericia. Durante su convalecencia, le refirió a August los pormenores de aquella semana que había pasado oculto en la bodega de un bar, recuperándose de un esguince de tobillo y acumulando fuerzas para poder emprender el peligroso recorrido de diez horas hasta el pueblo de Sare y luego el paso de los Pirineos, enfilando ríos y senderos montañosos con ayuda de sus guías vascos, para, por último, cruzar la frontera a primeras horas de la mañana, eludiendo la vigilancia impuesta por los alemanes en el lado francés y por los fascistas en el lado español. En medio de su delirio, el aviador había descrito el bar y el valor estoico del propietario, cuyo coraje le permitían atender por un lado a los oficiales alemanes de las SS mientras que por otro ocultaba en el sótano a los aviadores caídos. El americano le había dicho a August que el bar se encontraba en la rue de la République, una callejuela que descendía desde la plaza al malecón y el paseo marítimo de la Plage. El joven aviador lo había descrito como un edificio de cuatro plantas con los balcones pintados de rojo y contraventanas: el bar, sencillo y discreto, se encontraba en el piso inferior, en cuya entrada podía verse un tapiz con la historia del País Vasco donde se reproducía la caza de ballenas de siglos anteriores, los enormes y estrechos barcos balleneros, y los marinos que, remo en mano, luchaban titánicamente contra las poderosas corrientes del Atlántico, lanzando los arpones con la sola fuerza de sus brazos. Había una miniatura de bronce de una ballena colgada en la puerta.

Moby Dick —le dijo finalmente a August, mientras parecía delirar con los ojos abiertos—. Quién lo hubiera pensado: Moby Dick en Francia.

Su rescate y fuga habían sido los más emocionantes que jamás le habían sucedido a ningún aviador, y August dejó el hospital preguntándose si aquel muchacho regresaría alguna vez a Milwaukee.

August se dirigió a la rue de la République, una estrecha callejuela cuyo extremo opuesto daba al malecón. Algunos turistas, principalmente franceses, se sentaban a las mesas del hotel que había en la calle de enfrente, mientras un hombre tocaba una melancólica tonada al acordeón bajo una farola. La tranquilidad que se respiraba en el lugar le inquietaba. Parecía algo idílico, demasiado idílico. Un poco más allá, algo que oscilaba a la luz de una lámpara le llamó la atención. Era el cartel de La Baleine Échouée. El alivio le llenó por dentro, inundándole.

El bar tenía un techo bajo, escalonado de vigas. Las paredes estaban decoradas con redes de pesca y platos de cerámica pintados con el inevitable Laburu, y los asientos se limitaban a unos cuantos barriles de madera que rodeaban unas mesas igualmente de madera. Junto a la puerta había una enorme jaula en cuyo interior revoloteaban algunos canarios que parecían comunicarse entre sí mediante suaves canturreos. Tras la barra había una hilera de fotografías enmarcadas de varios pescadores locales que posaban ante el pequeño puerto lanzando miradas transidas de orgullo a la cámara, allá por 1890. Una ikurriña colgaba en el centro. Más allá de la barra, en el otro extremo del bar, se alzaba una gramola, que allí se asemejaba a un extraño altar del futuro: sus arcos y sus colores resultaban totalmente incongruentes al mezclarse con el decorado. August reconoció la marca: era una Wurlitzer, probablemente de los años 40. Era justo lo que estaba buscando.

Una rubia de bote, delgada, se hallaba tras la barra, limpiando unos vasos, mientras su cigarrillo se deshacía en un cenicero próximo. Levantó la vista hacia él: la sonrisa le favorecía bastante, pensó August.

Aparte de ella, no había más que un par de individuos jugando a las cartas en una esquina. No había rastro de Marcos, o de alguien que encajase en su descripción. August se acercó a la gramola, introdujo dos francos en la ranura y eligió una canción. Aguardó a que el disco descendiese al plato y la aguja procediese a devanar sus surcos. De inmediato, la canción Boom, de finales de los años 30, comenzó a sonar. Los dos hombres, ambos de avanzada edad, levantaron la vista hacia él, miraron a la camarera y luego salieron discretamente del bar, dejando su partida a medias. La rubia dejó el vaso que estaba abrillantando y salió de detrás de la barra.

—¿Marcos? —preguntó August, sonriendo. Ella le miró de arriba abajo, y luego, inesperadamente, le despojó de la gorra. Sorprendida, dio un paso atrás.

—Es de buena educación retirarse el sombrero en presencia de una dama, ¿no?

Hablaba un inglés perfecto. August cogió la gorra que sostenía en ambas manos.

—Lo siento. Trataba de pasar desapercibido.

—Para eso necesitaría algo más que una gorra. ¿Americano?

—Lo fui.

—¿Qué quiere de Marcos?

—Solo dígale que soy un viejo amigo, un amigo que necesita ayuda. Y si eso no funciona, pruebe a decirle «Hombre de Hojalata».

Aquello hizo respingar a la mujer. Le miró de hito en hito.

—¿Es usted el Hombre de Hojalata?

—Por favor, disculpe a mi hija.

Un hombre de elevada estatura, de unos cincuenta años, salió de una puerta en la que August no había reparado: su alargado rostro no dejaba de tener cierta apostura, aunque tenía la nariz torcida y unas orejas inconfundiblemente grandes. Aquello lo distinguía como vasco.

—No hay por qué. Lamento no haber enviado un telegrama avisando de mi llegada, pero los tiempos han cambiado. —Aguardó a ver la reacción del hombre al escuchar la música—. Usted debe de ser Marcos.

August le ofreció la mano, pero el vasco se apartó, negándose a estrecharla.

—¿Cómo puedo saber que de veras es usted el Hombre de Hojalata? ¿Cómo sé que no es en realidad un espía fascista enviado por Franco?

Boom.

—¿Y? —Marcos se encogió de hombros, indiferente.

—Bien, ¿qué me dice de Winston Holinger, el joven aviador que usted rescató en abril de 1942? Fue él quien hizo lo necesario para traerle la gramola: un hito en la historia del mercado negro. Antes de aquello, los aviadores que venían aquí solían tocar los primeros compases de Boom en un viejo piano.

Marcos cogió una botella de sidra de un velador y puso dos vasos en la barra. Comenzó a escanciarla.

—¿Cómo están Winston y su joven esposa?

—Winston está bien, aunque no está casado, al menos la última vez que me escribió —replicó August, consciente de que le estaba probando.

Marcos sonrió para sí. August presintió que se había ganado su confianza. El vasco terminó de escanciar la sidra y ofreció un vaso a August.

—Así que eres el Hombre de Hojalata. —Le entregó el vaso—. ¿Sabes? Te imaginaba más guapo —bromeó, inexpresivo. Levantó el vaso y August brindó con él—. A la guerre —exclamó—. Por supuesto, para muchos de nosotros la guerra no ha acabado —añadió en inglés—. ¿En qué puedo ayudarte, Hombre de Hojalata?

August recorrió el bar con la mirada. La hija había desaparecido y ya solo estaban allí ellos dos.

—Tengo que cruzar la frontera.

—¿Y hay algún problema para que no puedas cruzarla como todo el mundo? Un americano no encontraría ningún obstáculo.

—Luché con los republicanos en la brigada Abraham Lincoln. Me arrestarían tan pronto como pusiera un pie en suelo español.

—Nos arrestarían a los dos, ¡gora Euskadi askatuta! —Marcos se sentó en una de las mesitas que había junto a la ventana, indicando a August que se uniese a él—. Por favor. —August se sentó, convencido de que seguía estando a prueba. El vasco le acercó un plato de sardinas y pan—. Sabrás que todavía me dedico a pasar gente al otro lado.

—Algo he oído.

—Mi gente, la mayor parte de los vascos que lucharon en la guerra, están muertos o se han exiliado, muchos incluso sin la compañía de sus familias. América, Cuba, Australia, aquí, en Francia, en cualquier parte excepto su país, sus pueblos. No hay ninguna manera de tener información si no es a través de Radio Francia o la BBC. Franco lo censura todo. Seguimos librando una guerra clandestina. Mucha, muchísima gente confía en mí para llevarles noticias, o pasar al otro lado de la frontera a sus seres queridos, a muchos de los cuales hacía años que no los veían. Así que dime, Hombre de Hojalata, ¿qué razón habría para que arriesgase todo esto por ayudarte?

August se quedó mirando su sidra y de pronto sintió el cansancio de un día de viaje. Sabía que en realidad no tenía ningún argumento de peso.

—Estoy detrás de algo… es una investigación histórica que podría ser de enorme importancia si culmino mi viaje con éxito. Pero te seré sincero, Marcos, la política la he dejado atrás.

—Me llamo Joseba. Marcos era mi nombre en clave.

—Bueno, mi verdadero nombre es…

Pero Marcos alzó una mano.

—Por favor, creo que es mejor si te sigo conociendo como Hombre de Hojalata. ¿Entonces es mejor si no te ayudo?

August bebió su vaso de un trago.

—Quizá sea lo mejor.

Por segunda vez desde que se conocieron, Joseba, o Marcos, sonrió, y luego escanció otros dos vasos para él y para August.

—Tienes suerte, esta noche no hay luna. Podemos partir en unas horas. ¿Tienes un buen abrigo, y botas pesadas?

August asintió, pues el alivio le había dejado sin palabras.

Bon, puedo llevarte a un sitio desde el cual descenderemos por el río que serpentea montañas abajo, quizá nos lleve cuatro horas. Allí te dejaré: hará frío, nevará, seguramente hiele. Tendrás que caminar otras tres o cuatro horas más. Quizá te mueras congelado, quizá no. Pero puedo garantizarte que habrá alguien esperándote al otro lado de las montañas. Después estarás solo y yo no te conoceré de nada, ¿entendido?

—Entendido. ¿Cómo puedo agradecértelo?

—No tienes por qué, llevarás un paquete en mi nombre. No me preguntes qué hay en él porque no te lo diré, pero si llegas al otro lado tendrás que entregarlo a mi contacto. Ese es mi precio por ayudarte.

—Me parece justo.

—¿Entonces estamos de acuerdo?

—Estamos.

Joseba alzó un pico de la cortina que colgaba de la ventana. Asomó a la calle y se volvió de nuevo hacia August.

—Hay una cosa más. Te están siguiendo.

August se volvió hacia la ventana. La calle parecía desierta: salvo por los dos ancianos del bar, que ahora compartían un cigarrillo allá fuera, no parecía haber nadie más que una muchacha paseando un perro.

—No veo a nadie.

—Uno de mis hombres te siguió desde la estación. Vigilamos a todos los visitantes que vienen del extranjero, como es tu caso. Una mujer mayor salió de tu mismo tren. Te estuvo siguiendo hasta una calle cercana. Luego conseguimos distraerla. ¿La conoces?

—No tengo ni idea de quién puede ser. Hasta donde yo sé, nadie de por aquí me conoce.

—Parece que alguien sí. No importa, te aseguro que no nos verá salir esta noche. ¿Trato hecho entonces?

Ahora fue él quien extendió la mano hacia August.

—Trato hecho.

Se estrecharon las manos, pero August no podía dejar de pensar en quién lo estaba siguiendo. Si no era del MI6, ¿de quién se podía tratar?

Vestido con un mono de faena blanco en cuyo peto aparecía bordado el nombre de «Kensington Electrics», Malcolm aguardaba a que Eddie Watkins, el hombre del departamento de vigilancia, irrumpiese en el apartamento de August, cosa que hizo en cuestión de segundos simplemente reventando la cerradura con una soltura criminal. No había puerta en el oeste de Londres que Eddy no fuera capaz de abrir, y a menudo presumía de tener llaves maestras para las del resto de la ciudad, algo que había servido para que Malcolm no fuera capaz de dormir profundamente por las noches. Eran las cuatro de la tarde y el edificio estaba vacío, a excepción hecha del anciano que vivía en el apartamento de enfrente, que había estado observándoles con suspicacia desde detrás de los visillos, tal y como Malcolm pudo advertir al pasar junto a su ventana. Malcolm se había llevado los dedos a la gorra para saludarle, asegurándose de que tanto la insignia como la caja de herramientas quedaban a la vista. El viejo pareció tragar el anzuelo, y, frunciendo el ceño, se había retirado al tenebroso interior de su apartamento. Pero ahora, mientras aguardaba en aquel descuidado vestíbulo con sus desconchones de pintura y su desagradable olor a humedad, no estaba tan seguro de ello. Un encontronazo con la Policía Local podría resultar embarazoso para el MI5. Ya habían tenido más de un incidente no menos humillante de lo que podía ser aquel, uno de ellos durante un ejercicio de entrenamiento, en el que varios reclutas bastante ansiosos por demostrar su pericia recibieron la orden de irrumpir en una casa e interrogar a un «sospechoso». El problema fue que entraron en el apartamento equivocado y, por pura coincidencia, terminaron interrogando a un ladrón de poca monta que, aterrado, los confundió con la policía y empezó a cantar. Para solucionar aquel entuerto Malcolm tuvo que tirar de imaginación, además de pagarle al aterrorizado ladrón un billete a París, gentileza de su propio bolsillo, para evitar que su confesión pusiera al MI5, y obviamente también a él, en una situación comprometedora.

Los tres hombres, Malcolm Hully, Eddy Watkins y el hombre de confianza de Eddy, un tal Keith, entraron en el piso, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.

El lugar estaba sumido en una oscuridad casi total. Las cortinas estaban echadas, y había algunas prendas tiradas sobre la cama y la silla.

—Parece que se ha ido echando leches —señaló Eddy, antes de dirigirse al rodapié y pasarle los dedos por encima en busca de algún hueco que pudiera ocultar escondites secretos o incluso cables.

—Un tío a la fuga —dijo su adlátere, un tipo robusto y de pocas palabras, una característica que nacía del tedio de escuchar las grabaciones de miles de conversaciones ajenas. Levantó el auricular del teléfono y probó el receptor unas cuantas veces—. El teléfono está limpio.

—Pínchalo —le ordenó Malcolm. Echó un vistazo a su reloj—. Bien, caballeros, tenemos menos de una hora, hagamos esto sin prisa pero sin pausa; cualquier cosa ligeramente sospechosa que encuentren, fotografíenla, y, si es preciso, guárdenla como prueba.

Se calzó unos guantes, y los otros hicieron lo propio.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Edie, que en aquel momento se afanaba en abrir con una palanca un tablón suelto.

—Un transmisor de radio, un libro de códigos, una escritura secreta, micropuntos… lo de siempre —replicó Malcolm, que ya iba derecho al escritorio.

Keith levantó una lata de sardinas a medio comer:

—Si es del KGB, no parece que le paguen mucho.

—Los hombres como Winthrop prefieren los ideales políticos al dinero —replicó Malcolm, abriendo uno por uno todos los cajones. El que había en la parte superior derecha estaba cerrado. Rebuscó en el bolsillo y sacó una navaja, con la que no tardó en abrirlo. En su interior había una caja vacía que, por su aspecto, parecía haber contenido alguna joya, y un puñado de sobres de correo aéreo unidos por una goma elástica: eran cartas de la madre de Winthrop, escritas allá en Boston. Debajo había un papel doblado. Aquello intrigó a Malcolm. Lo desdobló: había varios párrafos escritos en ruso, a mano, y firmados en inglés abajo del todo. La firma pertenecía a Yolanta Ashivokova.

—Bingo —dijo para sí, y luego recorrió las líneas con la mirada. Parecía un poema, suficientemente enigmático como para poder tratarse de un código—. Caballeros, creo que hemos dado con algo.

Olivia apretó la bolsa de hielo contra su tobillo hinchado. Al otro lado de la puerta, podía escuchar a la portera del hostal de mala muerte que había encontrado tras el paseo marítimo de la Plage discutiendo con su marido por el precio que había cobrado a la inglesa. Si aquel joven pescador no hubiera pillado el talón de su zapato con la red que llevaba cuando ella pasó junto a él… de no ser por eso, no habría tropezado ni se hubiera doblado el tobillo. Y también hubiera visto la calle por la que August desapareció. Tal y como fueron las cosas, para cuando consiguió librarse de la red de pesca y de los brazos demasiado atentos del pescador, el americano ya se había desvanecido por completo. Echó un vistazo a su hinchazón, que había adquirido un tono violáceo. Por lo menos no parecía estar roto, pero seguramente tardaría tres o cuatro días en poder apoyarse en él, y no iba a seguirlo ayudándose de un bastón. Si lo había perdido, tardaría semanas en localizarlo de nuevo. Sosteniendo su peso sobre un paraguas, se acercó entre tambaleos a la ventana. La habitación se encontraba en un edificio triangular del siglo XIX que imitaba las construcciones góticas, en la esquina de dos estrechas callejuelas que daban al mar. Había escogido aquel lugar por las vistas: desde su balcón podía ver un enorme retazo de mar, incluso de noche, el viejo casino La Pérgola y varios de los cafés y hostales que recorrían las dos callejuelas traseras, la rue de la Baleine y la rue de la République.

Como era temporada baja, la pequeña ciudad costera que había tenido su apogeo a finales del siglo XIX le hacía pensar en los encuentros ilícitos y fugaces romances que ella había tenido en retiros similares muchos años atrás. Le hacía sentir extrañamente nostálgica. Contempló un pequeño bote de remos que pugnaba contra el viento allá en la línea del horizonte, tratando de abrirse paso hasta el puerto; recordar resultaba doloroso.

August debe de estar en el pueblo, quizá en uno de los hotelitos de la rue de la République, decidió. La pregunta era: ¿en cuál, y por cuánto tiempo? Olivia no tenía elección. Tendría que recorrer el pueblecito y sentarse en la terraza de uno de los cafés de la plaza Luis XIV, pedir su cena y vigilar. Tarde o temprano, August tendría que aparecer. Empezó a percibir una sensación ardiente en la nuca, como si algo o alguien de naturaleza hostil la estuviera mirando fijamente. Se volvió sobre sus talones, recorrió la habitación de un vistazo y luego enfiló sus pasos hacia la cabecera de la cama; una vez allí, volvió hacia la pared la enorme cruz de madera con el dramático Cristo que había clavado en ella. Ya tenía suficientes problemas.

—Así pues, Hombre de Hojalata, ¿la conoces?

Desde el umbral del bar, Joseba señalaba discretamente al espejo oculto en el nicho de la viga que recorría la entrada y reflejaba la calle a su izquierda, mostrando cuanto había a una distancia de más de diez metros. Sentada en la mesa de un café en el edificio de al lado había una mujer menuda, de mediana edad, con un pañuelo atado a la cabeza. Estaba de perfil, así que no era fácil ver claramente de quién se trataba, pero August estaba casi completamente seguro de que no la había visto con anterioridad.

—No, creo que no.

—¿Seguro que no es la madre de alguna jovencita a la que has deshonrado? —bromeó el vasco, de nuevo con esa expresión imperturbable que August comenzaba a considerar un rasgo característico de aquel individuo.

—Te aseguro que no la conozco.

Pero cuanto más miraba aquel cristal curvado, más cuenta se daba de que aquello no era cierto. Había algo en la mujer que le resultaba vagamente familiar, pero no sabía decir el qué.

—Es muy raro, pero esa mujer es muy importante. ¿Sabes cómo lo sé? Porque hace una hora alguien más llegó a Saint Jean de Luc, pero la está siguiendo a ella, y el tipo no me gusta nada. Se trata de un asesino: americano, como tú, pero hay algo en él que resulta muy desagradable. Es el olor de la muerte. En cuanto a tu novia… —Joseba hizo un gesto hacia el espejo—. Si se trata de una tigresa, tiene las uñas mochas. En cambio, ese tipo… —Se pasó el pulgar por el cuello—. Quiero que se largue de mi ciudad en cuanto te hayas marchado. Dime una cosa, Hombre de Hojalata: ¿qué te hace tan popular?

—No lo sé. Te juro que nadie sabía que me marchaba de Londres, y menos a dónde me dirigía.

Joseba entró nuevamente en el bar, cerrando la puerta a su espalda.

—En tal caso, amigo mío, solo habrán podido seguirte hasta aquí. Te lo prometo.

Hacia la medianoche, ambos abandonaron el bar por la puerta de atrás. Joseba metió a August casi a empellones en el asiento trasero de su viejo Citroën y le insistió en que no levantase la cabeza hasta que no hubieran dejado atrás las estrechas calles de Saint Jean de Luc y ya estuviesen circulando por el camino de cabras que cruzaba el campo. Como había dicho antes, era una noche sin luna. Joseba conducía como un lunático en aquella oscuridad impenetrable, de lo cual August dedujo que debía conocer el trayecto de memoria. La bolsa en cuyo interior viajaba la crónica de Ruiz de Luna brincaba una y otra vez sobre el regazo de August a causa de los baches que menudeaban por aquel camino. Para extremar las precauciones, August había guardado su Mauser en el bolsillo del pantalón, lo que le facilitaba empuñarla rápidamente en caso de necesidad.

Una hora más tarde, el vasco detuvo bruscamente el coche en lo que parecía campo abierto. Apagó el motor y bajó la ventanilla. Al instante se escuchó el canto de las ranas, el susurro del viento al reptar entre los árboles y el de algún arroyo lejano.

—¿Joseba? —se aventuró a decir August.

—Calla.

El vasco levantó una mano y ambos permanecieron inmóviles en sus respectivos asientos. August aguzó el oído y poco a poco, bajo el caparazón de ruidos procedentes del bosque, escuchó el rumor de un camión. El ruido se fue haciendo más y más fuerte a medida que el camión se acercaba a donde ellos se hallaban. August empuñó la culata de la pistola y trató de ver algo por entre la espesa niebla que revestía los troncos de los árboles. Era imposible ver el camino por el que avanzaba el camión, pero debía de encontrarse muy cerca, pues ambos pudieron escuchar claramente la canción Cry de Johnnie Ray procedente de la radio del vehículo. August miró a su compañero. El rostro de Joseba estaba tenso, lo cual no era ni de lejos reconfortante. Justo cuando August comenzaba a tensar los músculos de las piernas, preparándose para salir disparado del coche, el camión pasó de largo: sus faros trazaban un arco que barría ciegamente las copas de los árboles.

August lanzó un suspiro de alivio. Miró nuevamente a Joseba. El vasco sonrió, para luego indicarle que debían seguir guardando silencio. Por fin, el sonido del camión se perdió por completo. Cinco minutos después, Joseba comprobó la hora que marcaba su reloj.

—Era la Policía de la Frontera que se dirige a hacer el cambio de guardia. La una de la mañana en punto.

—Han pasado muy cerca.

—No te preocupes, de momento todavía no me han pillado. Bien, a partir de aquí empezamos a andar. Yo te acompañaré por el río hasta la meseta que usamos para pasar al otro lado. Llegaremos más o menos a las cuatro de la mañana, que es la hora en la que los policías de la frontera están más distraídos, e incluso algunos hasta aprovechan para dormir. Allí nos separaremos: a ti te quedarán otras tres horas de marcha para cruzar la frontera. Uno de mis hombres te estará esperando al otro lado. Si Dios quiere.

Salió del coche, dando vueltas a su makila, un bastón de alpinista con el pomo de plata y el extremo acabado en punta utilizado para escalar las escarpadas pendientes de los Pirineos. August le siguió, tomando la bolsa al salir: sus botas se hundieron en los cenagosos penachos de césped que menudeaban por el sendero. Joseba abrió el maletero y sacó otro bolsón. Aguardó a que August se colgara su bolsa del hombro y luego le tendió la que acababa de sacar del portaequipajes. August la cogió.

—Pesa bastante.

Por su volumen, parecía que el bolsón contenía las piezas de algún equipamiento: August podía sentir unos bordes bastante duros a través de la tela. Pensó que se trataba de un arma, pero sabía que le estaba vetado hacer preguntas. Joseba la volvió a coger, y luego se la colgó del hombro.

—No te preocupes, yo la llevaré hasta que te toque estar solo.

—Cuando te vayas, ¿cómo sabré qué camino coger?

—No te preocupes, no será difícil. Hay señales por todas partes. Además, estuviste en la Guerra Civil, ¿no? Espero que la paz no te haya ablandado. —Dio un suave golpecito a August en el estómago—. Otra cosa que debes saber es que si los fascistas te pillan con esa bolsa la pena de muerte no te la quita nadie. Y amigo, me parece que la embajada americana no se va a preocupar mucho por ti.

—No voy a dejar que me pillen. —August sacudió los pies para desentumecerlos del frío cada vez mayor que le subía desde la punta de los dedos—. Debemos ponernos en marcha.

—Bien. Y una última cosa: nada de hablar durante el camino, ¿entendido?

August asintió. Joseba se besó la mano y luego tocó el Citroën como para llamar a la buena suerte. Procedió a avanzar con paso furtivo hacia un pequeño claro que tenían ante sí. August le siguió, cuidándose de seguir la ruta exacta marcada por el vasco. En algún lugar, por encima de sus cabezas, escuchó el ululato de un búho.

— § —

Era temprano, y un búho que regresaba de una noche de caza planeó en silencio sobre sus cabezas, apenas agitando las alas contra un cielo que la mañana comenzaba a platear. El susurro del ave hizo que Shimon levantara la cabeza, y también que envidiase la libertad de aquella inconsciente criatura, una emoción que no había sentido desde hacía muchos años. Luego, resignado, el alquimista prosiguió su camino, ignorando el palpitar de sus pies, el acalambrado dolor que perforaba su estómago, aunque desconocía si la causa era el hambre o el miedo. Parecía que habían pasado días, y no horas, desde la última vez que guardaron aquellas posesiones que no podían dejar atrás en los zurrones de cuero que colgaban de los costados de la mula. Ahora, el animal avanzaba pesadamente tras ellos, con las orejas caídas como en señal de rendición, siguiendo el estrecho camino que se internaba en el bosque. Habían partido durante la noche, solo unas horas más tarde de presenciar aquella procesión de condenados que la Inquisición había hecho desfilar junto a su cabaña. Uxue había insistido en que no podían permitirse el riesgo de verse traicionados, ya fuera por un enemigo o un vecino al que hubieran metido el miedo en el cuerpo. Shimon, vestido con la túnica negra de los frailes, llevaba la característica campana del leproso colgada del cuello, la cual emitía un suave repique cada vez que el camino presentaba una hondonada. Iba a la cabeza, mientras que Uxue, disfrazada de leprosa, le seguía a cierta distancia, caminando en silencio al lado del animal, con el cuerpo envuelto en un manto de muselina blanca y el rostro cubierto por un apestoso velo.

Les había costado un terrible esfuerzo dejar la seguridad que les ofrecía la cabaña, por escasa que fuera: allí habían vivido los momentos más dichosos, los primeros de esa índole que Shimon había experimentado desde su infancia. Por encima del hombro, lanzó una rápida mirada a los zurrones que cargaba la mula. El mapa de Elazar ibn Yehuda estaba escondido en uno de ellos, envuelto en un trozo de cuero viejo. Aquel pensamiento le reconfortaba, pues era el único recuerdo que le quedaba del linaje que se había visto obligado a ocultar y, por último, abandonar.

—Tengo hambre. —Uxue se detuvo en la cuneta del camino—. Y me duelen los pies. Descansemos un momento, por favor…

Shimon levantó la vista. Podía escuchar el rumor de un arroyo. Había flanqueado un lado del sendero durante varios kilómetros, y estaba seguro de que tras la siguiente revuelta encontraría un puente para cruzarlo. Habían estado caminando durante tres horas y el sol ya estaba en lo alto del cielo. La última persona con la que se habían cruzado era un cuidador de cerdos que llevaba un puerco a los mercados de Logroño. Al escuchar la campanilla de Shimon, el porquero se apartó del camino y se ocultó detrás de unos árboles. Cubriéndose el rostro con una mano, el aterrorizado individuo tiró del cerdito para dejar paso al supuesto fraile y al leproso. Shimon le lanzó una bendición al pasar, aunque sintiéndose por dentro presa de la excitación al ver que su disfraz funcionaba a la perfección. Pero no podían permitirse asumir riesgos. En el pueblo todos notarían su ausencia, y su repentina desaparición se antojaría demasiado sospechosa. Entonces el estómago empezó a gruñirle y comprendió que también él estaba hambriento.

—Nos pararemos, pero solo un rato. —Vio un pequeño claro extendido entre el sendero y el arroyo. La luz del sol caía a raudales, iluminando un altozano donde podrían sentarse y mucha hierba para alimentar al burro. Shimon señaló hacia el lugar—: Allí. Yo llevaré al burro.

Guiando al burro por entre las rocas, llegaron hasta el claro. En tanto él ataba las riendas a la rama de un árbol, Uxue abrió uno de los zurrones y sacó pan, queso y manzanas. Comieron en silencio, sentados en un estanque de luz solar, aunque los miembros les temblaban tanto por la fatiga que les embargaba como por el miedo que sentían, ese terror constante a ser descubiertos que parecía pender sobre ellos como una sombra.

Shimon miró a Uxue. Se había bruñido el rostro con una pasta que la mujer había confeccionado con gachas y hierbas prensadas, y había adquirido el aspecto granuloso que eran comunes en los primeros estadios de la enfermedad. De nuevo, no pudo por menos de asombrarse ante el amplio abanico de recursos a que podía echar mano su mujer.

—Estás más guapa que nunca —le dijo, sonriendo. Ella le devolvió la sonrisa, aunque el gesto provocó que afloraran algunas grietas en aquella pasta.

—Y tú más beato que nunca.

Ambos rieron, y Shimon sintió que el corazón se le oprimía en el pecho al pensar en aquel amor sin esperanza. Nunca le había confesado a Uxue cuál era su verdadera identidad. Nunca había tenido el valor de hacerlo, temiendo su rechazo, y, pese a ello, sabía que ahora, más que nunca, era eso lo que les ponía verdaderamente en peligro.

—Hay muchas cosas que no te he contado, Uxue, esposa mía.

Ella bajó los ojos, pasando un dedo por los pétalos de la margarita que crecía a su vera.

—Sé más de lo que imaginas. No me casé contigo con los ojos cerrados. No me digas nada, es mejor así.

—Te amo.

—Y yo a ti.

—¿Estamos haciendo lo correcto?

—Estamos haciendo lo que debemos: sobrevivir. Pero, esposo mío, todos estos años te he visto leer ese mapa que guardas con un amor más grande que el que nos une, más grande que nuestro matrimonio o que el amor de Dios. Y ahora, la Inquisición nos ha dado un motivo para seguir el camino del que nunca debiste apartarte. El que tu padre te legó.

Sorprendido, levantó la vista hacia ella. Los ojos de Uxue relumbraban: sabía más de lo que él podía siquiera sospechar.

—Para ser mujer, sabes demasiado.

—Sé demasiado precisamente por ser mujer.

Se vieron interrumpidos por un rumor de voces y el inconfundible estrépito de las espuelas. Ambos se pusieron en pie de un salto. Uxue, tras retroceder hasta la grupa de la mula, se echó el velo sobre la cara mientras Shimon, dando un paso adelante, comenzaba a hacer repicar vigorosamente la campanilla que avisaba de la presencia de un leproso.

Justo en aquel momento aparecieron sobre la colina un contingente de soldados a caballo, cinco de ellos envueltos en los mantos y tocados con el bonete que caracterizaba a los alguaciles. Todos, excepto el cabecilla, ralentizaron el paso. Miró a Shimon y Uxue desde lo alto de su montura, primero a uno, luego a la otra, y arrugó la nariz con visible desagrado. Con un gesto indicó a sus hombres que detuvieran los caballos, los cuales comenzaron a resoplar y patear el polvoriento suelo con sus pezuñas. Con un pesado ruido de metales, desmontó y avanzó con cautela.

—¿Quién vive? —preguntó.

Con el corazón en un puño, Shimon dejó de agitar la campanilla.

—Un pobre fraile y la infortunada mujer a la que acompañó a Errentería, al hospital de leprosos. Esta dama sufre la enfermedad de san Lázaro.

El alguacil avanzó unos pasos más, con un gesto suspicaz en el rostro.

—Es un viaje muy largo. ¿De dónde habéis partido?

—De Gazteiz, en Vitoria: la dama a la que acompaño es la hija de un rico mercader. Sufrió mucho al tener que separarse de su hija, y me rogó que la llevase a la colonia. Pero por favor, buen señor, no os aventuréis a acercaros, podríais infectaros vos también.

—Nosotros también venimos de Vitoria. Y no he oído nada de lo que me contáis.

El alguacil se acercó un poco más, echando un buen vistazo a Uxue y la mula, que continuaba pastando, indiferente a la escena que tenía lugar ante sus ojos. La mente de Shimon se debatía por encontrar un modo de contrarrestar las sospechas del alguacil.

—El buen mercader ha tenido oculta a su hija durante el último año por miedo a la reacción de sus vecinos y a la posible pérdida de sus negocios. Es comprensible, pero que Dios le perdone por ello. Yo me ocupé de recogerla en secreto y partimos al cuidado de la noche. Pocos saben siquiera de su existencia, y mucho me temo —aquí, Shimon lanzó una dramática mirada de pesar hacia Uxue, que al instante se persignó— que ya nunca lo harán.

El alguacil se había detenido a unos pasos de ambos, de modo que ya era imposible no ver la insignia de la Inquisición que llevaba en el pecho. De nuevo, Shimon pugnó por recuperar la compostura: el terror le mantenía los pies pegados al suelo.

—Qué interesante. Sabed que un médico y su esposa también huyeron durante la noche, a solo quince kilómetros de aquí. ¿No se habrá cruzado con ellos, por un casual?

El alguacil se acercó un poco más, y miró de arriba abajo con evidente sospecha el hábito de Shimon.

—No hemos visto otra cosa que a un porquero y su piara, buen señor, pero por favor, temo que os contagiéis si os acercáis más.

Ignorándolo, el alguacil observó atentamente el rostro de Shimon.

—Tu tez es inusualmente morena para ser un fraile.

—Procedo del sur.

—Entonces estás muy lejos de tu hogar.

—Voy allá donde el buen pastor me lleva, señor —replicó Shimon, tratando de reprimir el temblor de su voz.

—Y esa dama, sus manos son demasiado ásperas para ser una aristócrata.

Se dirigió hacia Uxue, y Shimon, urgido por el deseo de proteger a su esposa, apretó sus temblorosos brazos contra los costados. Presa del temor, Uxue se agachó en la hierba, y levantó una mirada inquieta y aterrada hacia el oficial. Shimon no estaba seguro de si aquel terror era real o fingido.

Esperando con ello distraer al hombre, Shimon lo agarró por el manto.

—Está muy cansada y sufre del corazón, por favor, no aterréis más a esta pobre criatura. He prometido que la llevaré viva a la colonia.

El alguacil apartó a Shimon de un empellón y se dirigió a Uxue, que seguía acuclillada en el suelo, gimoteando. Se inclinó hacia ella, pero enseguida retrocedió, llevándose una mano a la nariz.

—¡Por Dios santo! ¿Qué es este olor?

Se apoyó en un árbol, entre arcadas. Sorprendido, Shimon miró a Uxue, y entonces comprendió su engaño.

—Es carne putrefacta, mi señor —se apresuró a responder, señalando un brazo de Uxue, que esta ocultaba bajo una manga de muselina sucia—. Es cosa de la lepra. La carne ha empezado a desprendérsele de los miembros.

Cubriendo su rostro con una esquina del manto, el alguacil regresó entre tambaleos hasta su caballo, y lo montó tan rápido como pudo, mientras que el resto de la comitiva, todavía sobre sus monturas, retrocedían con visible nerviosismo.

—¡Largaos de aquí! —gritó a la pareja, antes de espolear a su caballo.

Los otros soldados le siguieron, y Shimon corrió sendero arriba junto a ellos.

Det deus felice iter vobis —canturreó, bendiciéndolos en latín mientras pasaban por su lado, sintiendo el ardor del triunfo corriendo por sus venas. Qué ironía, qué dulce venganza.

Aguardó hasta que dejó de escuchar el rumor de sus espuelas, y luego se volvió hacia Uxue. La mujer sonreía de oreja a oreja. Sacó el cuerpo putrefacto de un conejo de entre sus ropas.

—Estaba junto al arroyo, no pude resistirme.

Shimon la atrajo con fuerza hacia sí.

—Eres genial, mujer, pero hueles que apestas.

— § —

Caminaban en un silencio que se expandía y contraía a cada paso que daban. August había adaptado sus pasos a un ritmo constante, así como a la aterciopelada oscuridad del bosque y los macizos erizados de matorrales que le rodeaban. Comenzaba a adivinar las siluetas de los árboles contra el peltre oscuro del cielo, y había aprendido a distinguir entre los espinosos zarzales que flanqueaban el estrecho sendero de piedra que estaban siguiendo y las enormes rocas que de vez en cuando se alzaban a su paso: sus laceradas canillas podían dar fe de ello. Pero su cuerpo ya no estaba allí, sino en otras marchas nocturnas que August había tenido que emprender en territorio hostil: recordaba perfectamente ese estado de pura alerta que le hacía sentir la presencia del enemigo antes de que este exhalase su hálito caliente en la nuca.

Para intentar sobreponerse al terror que empezaba a anegarle, August trató de visualizar en su mente la imagen del libro del alquimista. Imaginó el viaje de Shimon Ruiz de Luna, y sintió en su interior una comunión ancestral con algo que era infinitamente más grande que una frontera, más grande que las diferencias políticas o los ideales por los que había estado a punto de morir en el pasado. Había comenzado su viaje, para bien o para mal, y ahora, mientras las estrellas acudían a engalanar el cielo nocturno, su propia condición mortal se le antojaba irrelevante.

Desplazándose aprisa, y con la consumada facilidad de quien ha recorrido mil caminos, Joseba avanzaba a unos diez pasos de August, saltando sobre las rocas y las ramas caídas como si pudiera ver en la oscuridad. August había perdido toda noción del tiempo. Sabía que debían haber caminado no mucho más de tres horas, pero tenía la impresión de que habían pasado días. Un repentino correteo entre los arbustos acudió a romper sus ensoñaciones: supuso que se trataba de un animalito, un zorro o un tejón probablemente. Por delante, Joseba hizo un alto y aguardó hasta que August le alcanzó. El vasco se hallaba ante la bocana de un pequeño claro. Dos enormes rocas señalaban el lugar donde concluía aquel sendero y comenzaba uno nuevo, al otro lado del claro. Por primera vez, August reparó en el tenue hilo azulado que empezaba a desbordar por el horizonte, augurando la alborada. Aquello casi le hizo entrar en pánico. ¿Tendría tiempo suficiente para cruzar la frontera bajo el manto de la oscuridad?

—Hemos llegado —susurró Joseba, señalando hacia los árboles—. La garita de la patrulla que controla la frontera se encuentra a un kilómetro en esa dirección. —Echó un vistazo a su reloj—. Debo dejarte aquí. —Señaló hacia la roca que había al otro lado del claro—. Esa roca de allí señaliza el sendero. Es el lecho de un viejo arroyo montañoso, aunque ahora está seco. En algunas zonas encontrarás un poco de agua, pero no demasiada. Su recorrido pasa por dos puntos de control: te darás cuenta de que uno de ellos es visible, pero no te preocupes, ellos no te verán a ti. Después de que lo hayas cruzado, mi contacto te estará esperando, a ti y al paquete. Buena suerte. —Se descolgó el bolsón y se lo entregó a August. Parecía mucho más pesado ahora que al comienzo de su viaje. August se lo colgó del hombro.

—Gracias —dijo August, estrechando la mano de Joseba. El vasco sonrió.

—No me des las gracias ahora, dámelas cuando hayas podido salir de la España de Franco.

Con una sonrisa irónica, le propinó un suave golpe en el pecho y luego hizo el saludo republicano. Sin pensarlo, August le devolvió el saludo. Hecho aquello, el vasco se marchó, fundiéndose silenciosamente con los árboles vecinos.

Olivia soñaba que sobrevolaba un bosque, en pos de alguien que corría entre los árboles. No recordaba exactamente a quién tenía que buscar, pero sabía que, si no lo encontraba, moriría. Era de noche, y los árboles que despuntaban allá abajo parecían unos dedos verdes y largos que trataban de alcanzarla, y de hecho sus yemas le rozaban el emplumado vientre. Plumas. Soy un pájaro, pensó, antes de que un ruido que no había tenido lugar en el sueño la despertase de pronto.

Abrió los ojos. Casa de huéspedes, rue de Rivage, Saint Jean de Luc, un esguince en el tobillo. La habitación estaba completamente oscura, salvo por un tenue resplandor plateado procedente de las farolas de la calle vecina, que se filtraba allí a través de la separación entre cortinas. Un débil rumor de olas, el mar embravecido por la tormenta, pero también una respiración, y no era la suya. Al instante, supo que había alguien cerca, podía sentir su calor, su presencia. Permaneció inmóvil entre las sábanas, valorando sus opciones: el miedo no era algo que Olivia pudiera sentir, o, al menos, así había sido a lo largo de los años, y lo único en lo que podía pensar era: ¿qué o quién podía ser tan estúpido como para allanar su dormitorio y registrar sus maletas? ¿Se trataba quizá de un mendigo de la zona en busca de dinero o de un pasaporte? Quienquiera que fuese, debía pensar que su víctima no era sino una pobre y aturdida inglesa ya entrada en años. Qué idiota, pensó, y sintió una extraña dicha arremolinándose en su bajo vientre: era la expectación del sádico, del cazador silencioso.

Al cabo, logró identificar el ruido. Era el sonido que un cajón producía cuando alguien lo intentaba abrir lentamente, y eso era lo que estaba sucediendo allí, en el pequeño dormitorio que servía de vestidor: era en aquel cuarto donde guardaba su equipaje. Tan silenciosamente como pudo, Olivia salió de la cama y, tratando de no apoyar el cuerpo sobre el tobillo afectado, se dirigió al vestidor, cuya puerta se encontraba entreabierta. Distinguió la silueta del hombre que había en su interior, y fue suficiente para darse cuenta de quién era y para que aquella certidumbre diera paso al horror.

En cuestión de segundos, el hombre llegó hasta ella, tapándole con una mano enorme la cara y la boca mientras le apretaba el cuello con el otro brazo, arrastrándola hacia el dormitorio. Olivia cayó al suelo, al tropezar con el cable de una lámpara que se estrelló sobre la alfombra, arrastrada por el pie de la mujer. Tanto ella como su atacante se desmadejaron sobre el suelo, confundidos sus cuerpos como si de luchadores o amantes se tratase: el olor a sudor que despedía el hombre asaltaba con un hedor agrio sus fosas nasales, aunque la sensación de ahogamiento no la producía únicamente aquello, sino también el musculoso brazo que rodeaba su garganta, apretando su nuez.

—Intenta gritar, bruja, y estás muerta —susurró el hombre, casi con una ternura de amante, con los labios pegados al oído de Olivia. Y esa voz que revestía cada sílaba de una melaza carente de emoción, le hicieron temblar de pies a cabeza. Imposible no reconocerlo. Diez, quince años atrás Olivia le había dado por muerto: la mayoría de los miembros del círculo le habían deseado el fin. Pero allí estaba, tan vivo como la propia noche, a punto de matarla. Le mordió la mano con todas sus fuerzas. Sus dientes se incrustaron en la rolliza carne del hombre, haciendo brotar una sangre caliente, salada, que Olivia sintió de inmediato el deseo de escupir. Solo entonces la soltó, pero al momento de hacerlo le golpeó en la sien con el codo. Por unos segundos Olivia no vio otra cosa que un revuelo de rojos y negros, y luego cayó al suelo, aturdida.

El hombre encendió la lámpara que se había caído, alfombrando el suelo con una luz horizontal y diríase dislocada. Olivia abrió los ojos, y vio que el tipo había eviscerado su maleta: todas sus prendas yacían desparramadas por el vestidor, en lo que sin duda mostraba un intento desesperado por dar con algo que, supuso Olivia, el hombre no había logrado encontrar. Movió los ojos para poder verle. Incorporándose, Tyson se llevó a los labios la mano que Olivia le había mordido. Habían transcurrido diez años, pero el tiempo no parecía haber hecho mella en él: al menos, en lo tocante a su rostro. Aún tenía esos rasgos armoniosos y esa ancha sonrisa que inspiraban confianza; los ojos verde claro, imposibles de recordar; la densa cabellera, prematuramente blanca, que le hacía pasar por un hombre mayor e inofensivo; el hoyuelo en la barbilla que invitaba a pensar en ciertas estrellas del mundo del cine o en uno de esos banqueros del pasado en cuyas manos uno ponía su dinero sin pensarlo dos veces. La única característica que le traicionaba era su físico. Si uno le observaba atentamente, con un ojo entrenado, sin duda reconocería en él a un hombre con un pasado militar, si no a un combatiente o a un asesino, a juzgar por el férreo control que imponía a cada uno de sus movimientos: una economía de gestos que hablaba a las claras del peligro subyacente, letal, que Tyson representaba.

—¿Qué es lo que quieres? —gimió Olivia, la voz brotando apenas de su maltrecha garganta. No se sentía con fuerzas para llamarlo por su nombre, pues sabía que, de hacerlo, aquello le conferiría mayor poder sobre ella.

Tyson dejó de sorber su herida, y sonrió. Sus dientes, perfectamente idénticos, estaban manchados de sangre.

—Lo que quiero es saber por qué estás tan lejos de tu hogar, Olivia. Una mujer tan hogareña como tú.

En lugar de responder, Olivia trató de incorporarse, pero se dio cuenta de que uno de sus brazos estaba tan maltrecho que no podía apoyar peso alguno en él.

—Supongo que estás detrás de algo, ¿me equivoco? Has encontrado algo nuevo, un mapa, una pista, quizá… —Alargó una mano y la aferró por el brazo herido, apretándolo con fuerza. Olivia se mordió el labio inferior para no gritar, sintiéndose a punto de caer desmayada por el dolor—. ¿Dónde están, Olivia? ¿Dónde están Las crónicas del alquimista?

—No lo sé —susurró. Al otro lado de la puerta, en el pasillo, se escucharon algunas voces y el rumor de unas pisadas. Tyson le soltó el brazo y este cayó sin fuerzas, roto, sobre el costado de Olivia.

—Pero estás siguiendo a alguien que sí lo sabe, ¿verdad?

Le cogió el otro brazo, el que no había sufrido daños, y comenzó a acariciarle la mano. Olivia tragó saliva; sentía tanto miedo que estaba a punto de vomitar.

—Tener un brazo roto es muy malo; pero dos brazos rotos es aún peor. Es mío, Olivia, ¿entiendes? Y si llegas la primera o encuentras algo, tengo que saberlo, así que espero que me lo digas. ¿Trato hecho?

Olivia asintió, en un mínimo gesto de acatación que sin embargo fue suficiente para que Tyson le soltase la mano. Se vieron interrumpidos por dos golpes en la puerta.

—Señora, ¿se encuentra bien? Hemos escuchado ruidos.

Era el propietario del hotel.

Tyson se puso en pie y le dio una patada a Olivia.

—Responde.

Olivia se incorporó, dolorida, y se dirigió tambaleándose a la puerta.

—Estoy bien. Me caí por culpa del tobillo, eso es todo —dijo a través de la puerta. Cuando se volvió, Tyson ya se había marchado, y estaba sola otra vez: la puerta que daba al balcón se hallaba entreabierta. Tyson había dejado una tarjeta de visita en la mesilla de noche, con la dirección de un apartado de correos suizo escrita sobre ella.

Tyson lanzó un juramento y sacó un pañuelo con el que se envolvió la herida abierta. Desde el balcón había saltado hasta una pequeña callejuela, una estrecha vía de paso que desembocaba en la ciudad. Se puso en pie apresuradamente, se sacudió el polvo de los pantalones y adoptó un aire despreocupado al dirigirse al paseo marítimo de la Plage. Necesitaba el aire del mar para refrescar su mente; necesitaba pensar. El americano había puesto rumbo a los Pirineos, estaba seguro de ello. ¿Acaso se disponía a visitar Irumendi? Quizá Jimmy van Peters le había revelado algo a Winthrop, una pista que a él le era completamente ajena. Tyson estaba convencido de que durante todo aquel tiempo, la crónica no había estado oculta en la casa familiar de la Leona. Había puesto patas arriba la cabaña, había echado abajo armarios, paredes, incluso había levantado los suelos. La situación no podía haber sido más tensa: los hombres que tenía a su cargo estaban al borde de la rebelión, todavía traumatizados por lo que se habían visto obligados a hacer, y no hubieran dudado en disparar también sobre él de haber sabido los motivos por los que Tyson había aceptado llevar a cabo aquella misión. Por lo pronto, habían estado a punto de volver las armas hacia él, su comandante en jefe, cuando les dio la orden de disparar contra la Leona y sus hombres. Prácticamente se quedó sin argumentos para convencerles de que solo seguía las órdenes de Washington. Había sido más fácil justificar el registro de la casa: bastó con decir a sus hombres que buscaban pruebas de que los vascos les habían vendido a los rusos. Era una hipótesis ridícula, pero los cuatro jóvenes soldados le creyeron.

Aun después de que Tyson se diera cuenta de que Jimmy van Peters había regresado al campamento y luego había huido a París, Tyson no estaba del todo convencido de que Jimmy tuviera consigo el libro, o incluso creyera en su existencia. Van Peters se había mostrado tan desdeñoso aquella noche, ante la hoguera del campamento, cuando la Leona habló con tanta pasión de los poderes mágicos que atesoraba el libro… ¿cómo se le iba a ocurrir que aquel cínico era la persona adecuada para guardar y proteger su reliquia? Fuera como fuese, con el paso de los años Tyson había enviado a algunos ladrones al apartamento de Van Peters en París que pusieron patas arriba el lugar. Incluso hizo que un falso electricista colocase micrófonos en el piso, pero al cabo de tres meses escuchando sesiones de jazz y sesiones de sexo aún más ruidosas con las jóvenes prostitutas de los alrededores, Tyson decidió desistir de toda vigilancia. Además, Jimmy había comenzado a mostrar una creciente paranoia, y cada semana cambiaba las cerraduras o hacía sonar el mismo disco una vez y otra a un volumen irracionalmente alto para ahogar todo cuanto pudiera hablarse en el interior del apartamento. Tyson ya no podía ni escuchar una nota de Prisoner of Love, de Perry Como: y no había encontrado la más mínima prueba de que la crónica estuviera en sus manos.

¿Entonces, por qué Jimmy había visitado a August Winthrop en Londres? No había ninguna duda de que el profesor era el candidato perfecto para descifrar los símbolos y los mapas del alquimista. Mientras meditaba sobre la relación que podían haber mantenido aquellos dos hombres, Tyson observaba la luz de las farolas al reflejarse en las oscilantes aguas del puerto. Reparó en que no había luna. Era una noche perfecta para viajar sin ser visto. No, lo único que debía hacer era continuar la vigilancia y observar, antes de dar el siguiente paso. Un hombre de gran envergadura salió de entre las sombras. Era Vinko: llegaba antes de la hora prevista.

—¿Todo en orden, jefe?

Tyson volvió a mirar el océano. Para su enorme satisfacción, una gaviota, de cacería nocturna, se zambulló en el agua y salió de ella con un pez prensado en su pico.

—Perfectamente.

A August le bastaba con mirar a su alrededor para sentirse completa y profundamente solo. Avanzó hacia el claro. Desde allí podía ver el brillante arco de la Vía Láctea, y era como mirar por una ventana que se abría a la eternidad. Su eternidad. Le recorrió un escalofrío: la noche había alcanzado ese momento preternatural en que más fría se encontraba la superficie de la tierra. Sus camaradas españoles solían decir que era la hora de las brujas y de los espíritus. De los que caminaban por el mundo sin saber que estaban muertos. Había muchos así durante la guerra. Jóvenes de pueblos y ciudades que nunca antes habían visto un viñedo, arrancaban una aceituna de un árbol o sentían por última vez el calor intolerable del sol y de pronto estaban muertos, derribados de un disparo certero, con la sorpresa todavía pintada en sus rasgos. «Hemos dejado atrás enormes eriales de espectros foráneos. Charlie es uno más de ellos. No pienses, camina», se dijo August, frotándose los brazos y las piernas. Tenía que seguir moviéndose: decidido a vaciar su mente, avanzó resueltamente por el claro y consiguió llegar hasta la roca que señalaba el nuevo sendero, hecho lo cual se dejó engullir otra vez por las sombras.

El lecho del río era estrecho, y estaba cubierto de piedras y un mullido mantillo que se había abierto paso por entre la grava desgastada por el agua. August tenía los pies llenos de ampollas, y el cuello y la espalda le dolían terriblemente a causa de las dos bolsas que portaba. Poco a poco, el suelo iba recibiendo los copos de nieve que empezaban a caer, y la temperatura bajaba más y más a medida que ascendía el sendero. Sin previo aviso, el sendero se estrechaba radicalmente entre dos muros de roca, a los que únicamente separaba la ahora extinta corriente que debía de haber cruzado los dos escarpados salientes a lo largo de los siglos. El viento agitaba los árboles que flanqueaban ambas orillas, arrastrando consigo un débil rumor de voces. Procedían del lado izquierdo. August se detuvo en seco. Miró por entre los árboles cubiertos de nieve, entrecerrando los párpados para ver mejor en la oscuridad. Lentamente, la silueta de una torre de control se dibujó ante él, en una de cuyas ventanas se perfilaban las sombras de dos guardias. August miró a su espalda, y luego ante sí. No tenía otra elección, tenía que seguir avanzando hasta el punto de encuentro. Cargando ambas bolsas de sus hombros, procedió a caminar lateralmente a través del estrecho hueco que se abría entre las rocas, hundiendo los pies en la pequeña corriente de agua que debía brotar del cauce principal. Centímetro a centímetro, siguió adelante, aunque los brazos le dolían de un modo insoportable al tener que compensar constantemente el peso de las dos bolsas. Justo entonces golpeó con un hombro una roca suelta, causando una pequeña catarata de guijarros y piedras que rebotó estruendosamente contra las orillas. De nuevo se quedó quieto, inmóvil, deseando convertirse también él en piedra.

En aquel instante la parte superior del bosque estaba iluminada por una luz procedente de la torre. August pudo ver así con total claridad a los dos jóvenes soldados españoles que protegían la frontera, y con un estremecimiento se dio cuenta de lo cerca que en realidad estaba la torre, mucho más de lo que había calculado. Uno de los guardias abrió de par en par una de las ventanas. Miró a ciegas la oscuridad del bosque, con el rifle apuntando a la nada.

—¿Qué ha sido eso? —el español parecía incluso demasiado joven. Tenía mucho acento, casi se diría que de pueblo: debía de ser un pobre recluta que se limitaba a cumplir las órdenes que le daban, pensó August. El segundo guardia tenía bigote y parecía bastante mayor; llegó hasta la posición del primero, frotándose los ojos como si acabaran de despertarle.

—Nada, seguramente se trate de un lobo, hay muchos por aquí, ¿sabes?

Volvió la espalda a la ventana, indiferente a los temores del joven. Este no se movió de donde se encontraba. Muy al contrario, dirigió el rifle a la parte alta del bosque.

—Quizá deba matarlo —dijo, y los miembros de August se tensaron de golpe. No le gustaba el nerviosismo que mostraba la voz del guardia.

—¿Por qué? ¿Te dan miedo los lobos? Si es así, no deberías haber aceptado este puesto, amigo. —El guardia de mayor edad lanzó una carcajada—. Los lobos son lo de menos. Lo que debería darte miedo es ese vasco que vive como un salvaje en las montañas: dicen que tiene pelo por todo el cuerpo y los dientes de un demonio, y que come niños españoles para desayunar.

—Aun así, creo que deberíamos comprobarlo.

Se escuchó un chasquido, y la luz de un foco recorrió las ramas y las hojas, creando una veta de vívidos colores en aquel paisaje monocromático. La luz procedió a barrer la corriente hasta detenerse en el tronco de un árbol, muy cerca de August. Se agachó tanto como pudo, sin hacer ruido, y contuvo la respiración. Si le veían, lo más probable es que disparasen a matar. El agua comenzaba a calar sus botas, y el frío era tan intenso que apenas sentía la punta de los dedos. Trató de abandonar su cuerpo con el pensamiento; hacerse uno con el cielo nocturno, con el gélido aire, con aquella polilla que oscilaba a unos metros de él, esa acróbata solitaria que recorría la brisa atraída por la luz.

El círculo de luz se aproximó un poco más a su posición, rozándole la manga de la chaqueta. August cerró los ojos, esperando la bala que atravesaría su frente. Pero en vez de eso solo escuchó el silencio. Abrió los ojos de nuevo. La luz le había pasado por encima y ahora se filtraba por entre las ramas de los árboles que se arracimaban en la orilla opuesta.

—Creo que tienes razón —escuchó August que el joven soldado le decía a su compañero—. No es más que un animalucho de nada.

August permaneció agachado hasta que allá en la torre la luz volvió a apagarse y por fin, cuando supo a ciencia cierta que los guardias se habrían calmado, siguió su camino hasta el otro lado de aquella estrecha garganta.

Quince minutos después, tras ascender más y más por aquel sendero escarpado, el lecho del río desapareció hasta no ser otra cosa que un puñado de piedras lisas, y August se vio por fin en una pequeña meseta barrida por el viento. Un hombre encorvado, de escasa estatura, le aguardaba.

—¿Eres el Hombre de Hojalata?

Su voz carecía de sexo, aunque el acento era inconfundiblemente vasco.

August estaba demasiado entumecido por el frío como para responder, y se limitó a asentir con la cabeza. Se dio cuenta entonces de que se trataba de una mujer, probablemente de unos sesenta años, cuyos rasgos mostraban los signos de la pobreza y el trabajo duro. Cogió la bolsa que Joseba le había confiado a August y luego estrechó su mano helada y enguantada, frotándola vigorosamente.

—Ven, tenemos que reanimarte.