La escarpada costa francesa apareció en el horizonte. Eran pasadas las once, pero a esa hora los botes pesqueros, pintados con colores brillantes, los remolcadores y los trabajadores del muelle ya se amazacotaban en el hervidero que parecía ser el puerto de Calais. El ferry atracó en un revuelo de gritos y cuerdas mientras August, divertido al ver la manera indolente y lacónica con que los marineros aseguraban el casco a los bolardos de metal, aguardaba junto a los otros pasajeros a que descendiera la pasarela. Al pisar suelo francés se le pasó por la cabeza la idea de que la última vez que estuvo en Francia lo hizo de incógnito, y que su estancia allí tuvo como fin actuar de enlace con la resistencia en sus intentos por localizar a un aviador aliado que había sido abatido de un disparo pero al que todavía no habían capturado. Ahora, dirigirse a la frontera francesa y al control de pasaportes de la aduana se le antojaba un acto incómodamente peligroso a la par que estúpido. Es la fuerza de la costumbre, se repitió August mentalmente, aunque casi esperaba ver a un soldado alemán sentado junto al inevitable oficial francés que llevaría la también inevitable insignia del gobierno de Vichy adherida a la solapa. Pugnando contra el impulso de echar a correr, August se acercó a la ventanilla con su pasaporte americano y sus papeles en la mano. Ajeno al tumulto que sacudía el interior de August, el oficial de la frontera francesa que había al otro lado del tabique tomó educadamente el pasaporte. August le observó colocar la página donde aparecía su fotografía y su fecha de nacimiento junto a una lista en la que se mostraban los nombres de los antiguos nazis que trataban de escapar del tribunal de crímenes de guerra, posibles espías soviéticos y otros criminales buscados por la Interpol. August sintió que se le formaba un nudo en el estómago: había dado por hecho que su nombre no aparecería en ninguna lista, pero que en caso de que así fuera probablemente sería porque los americanos lo habían tachado de comunista y habrían contactado con el aviso a la Interpol. Era bastante improbable, pues su última relación oficial con el partido comunista había tenido lugar quince años atrás, pero era imposible zafarse de los temores más arraigados, y el oficial, con el rostro sumido en una concentración que podía calificarse de pedante, parecía tardar más de lo necesario.
—Ha pasado un tiempo —dijo August en un francés perfecto.
Sorprendido ante aquella pronunciación sin tacha, el oficial levantó la mirada:
—Habla muy bien mi idioma, para ser americano —señaló, con lo que parecía un tono de recrudecida sospecha.
Reparando en la insignia metálica que el oficial llevaba en la solapa —el emblema de la Francia Libre, que indicaba que aquel tipo había luchado contra los alemanes—, August le tendió el pase sellado por el MI6 a todos los miembros de su equipo, lo que demostraba que era un empleado del Gobierno británico y las fuerzas aliadas y que, como tal, tenía libre acceso al conjunto de los países aliados. Rezó por que el oficial no advirtiera que el pase ya había caducado. El oficial lo atrajo hacia sí y lo examinó con los párpados fruncidos, delatando su miopía.
—Durante la guerra entré y salí varias veces del país, por supuesto bajo cuerda. Invitado por esa institución maravillosamente francesa, la Resistencia. —August se entretuvo en las explicaciones—. Veo que también usted fue uno de sus miembros —añadió, en un intento deliberado de distraer el oficial con su encanto personal. Este levantó la vista y vio que August había reconocido la insignia.
—Así es. A mi manera, luché por Francia. —Descorchó una sonrisa—. Encantado de conocer a otro héroe anónimo. —Selló entonces el pasaporte de August—. Y gracias, monsieur, por contribuir con su ayuda a liberar mi país.
El expreso a Ruán de la Sociedad Nacional de Ferrocarriles Franceses no partía hasta las dos de la tarde, y, tras comprar su billete en la Estación Central, August se dirigió a la plaza de la ciudad y compró una gorrilla de fieltro —al estilo del que llevaban los marineros franceses del lugar—, unos baratos pantalones de obrero y un anodino jersey azul. Se cambió en la propia tienda, y, tras ocultar sus cabellos rubios bajo la gorra, se echó un vistazo de arriba abajo en el espejo. Pese a su altura y su mentón cuadrado, casi podía pasar por francés: desde luego, si algo no parecía era un turista. El joven que atendía el comercio, sorprendido de que un extranjero tan guapo como August decidiera ponerse aquellas prendas que no le favorecían en nada, le miraba estupefacto. El toque final se lo dio una vieja bolsa de cuero, del tipo utilizado por los obreros cuando acudían al trabajo. August guardó la cámara, el libro y el Mauser en ella y se la colgó en bandolera. Era un atuendo de lo más confortable, y la inevitable excitación que siempre le había acompañado al adoptar una nueva identidad comenzó a propagarse por sus venas. Se sentía libre, y tanto Londres como el tumulto que le había acompañado durante los dos últimos día parecían desvanecerse.
De vuelta en la Estación Central, localizó un restaurante que parecía haber permanecido intacto desde los gloriosos días de la belle époque. Los camareros vestían chaquetas blancas, la decoración era art decó, el maître tenía un poblado bigote y llevaba el oscuro cabello peinado hacia atrás a la perfección, y allá arriba las vigas de metal de la cúpula que remataba la estación se alzaban como imponentes notas musicales por encima de las mesas cubiertas de manteles de lino y brillantes copas de vino. La grandeza de aquel despliegue arquitectónico le recordaba a August a una catedral, una basílica dedicada al más selecto epicureísmo. Era como si la guerra nunca hubiera tenido lugar. Había incluso un tenue atisbo de prosperidad: los camareros iban de un lado a otro, atendiendo a la clientela, portando bandejas de plata sobre los hombros mientras un acordeonista tocaba La Mer en una esquina.
August tomó una mesa en la esquina opuesta y cogió el menú, que, para su deleite, parecía haber escapado de los racionamientos. Llamó a uno de los camareros y pidió mejillones, seguido de un filete con patatas fritas. Hecho aquello se arrellanó en su asiento, y se detuvo a reflexionar sobre el viaje que tenía ante sí. Según sus cálculos, estaría en Burdeos a las seis, y de allí partía un tren de cercanías con parada en Saint Jean de Luc, pero este no llegaría hasta muy tarde. Tenía que encontrar un hotel económico y buscar a su contacto. Después, debía convencer a aquel individuo de dos cosas: de su identidad y de su sinceridad. Repasando mentalmente el perfil que el Servicio de Operaciones Especiales había configurado basándose en las comunicaciones enviadas por Marcos, August imaginó que probablemente se trataría de un tipo malhumorado, agresivo y suspicaz por naturaleza. La mayoría de los combatientes vascos que había conocido en España lo eran, pero tenían buenas razones para ello. Sin embargo, el hecho de que August fuera ahora un disidente que operaba sin la necesaria sanción oficial iba a hacer todavía más difícil granjearse esa confianza, en especial cuando ni August ni él se habían visto nunca cara a cara. Pero August no tenía otra opción. Conocía al menos a otros dos miembros de las Brigadas Internacionales que habían regresado a España tras la Guerra Civil: uno de ellos estaba en la famosa cárcel de Carabanchel, y el otro había sido ejecutado. Era casi un suicidio pensar en volver. Pero lo haré, tengo que hacerlo.
La última vez que August se había comunicado con Marcos fue allá por 1945. Tenía un bar en la plaza pública de Saint Jean de Luc, un popular lugar de encuentros conocido como La Baleine Échouée («La ballena varada»). Marcos había demostrado ser el enlace perfecto para la Operación Cometa: había escondido a cientos de pilotos y aviadores, tanto americanos como aliados, en la ruta desde Urrugne hasta Biriatou a través de los Pirineos, y de ahí a San Sebastián. ¿Pero tenía August alguna prueba de que Marcos y La Baleine Échouée seguían estando en Saint Jean de Luc? Habían pasado muchos años.
August levantó la vista. De nuevo percibía esa extraña sensación en la nuca. Echó un vistazo al restaurante, con cuidado de no llamar la atención. La mitad de las mesas estaban ocupadas, principalmente por familias que, supuso August, habían recalado allí como jalón en su viaje al sur para pasar el verano. Vio a varias parejas enfrascadas en sus asuntos, y una mujer de cierta edad, tal vez una profesora, con la cabeza metida en un ejemplar de Le Monde. Nadie parecía siquiera reparar en él. ¿Acaso aquella sensación de que le estaban siguiendo era otra secuela más de la guerra? ¿Era el hábito de la paranoia? ¿O es que la misma gente que había asesinado al profesor estaban ahora siguiéndolo a él?
August dio un sorbo a su copa de vino y trató de centrarse en la estrategia a seguir. Marcos, Saint Jean de Luc: tenía sentido, había escuchado rumores de que esa ruta seguía siendo utilizada por los combatientes del maquis en el lado francés de la frontera, que intentaban pasar información, o incluso pasar ellos mismos, a la España fascista. Si alguien podía introducir a August en Vizcaya, ese era Marcos.
Rebuscando en su bolsón, August sacó un cuadernillo negro, un diario de viaje cubierto de notas garabateadas, horarios de trenes y apuntes sobre botánica. Verificó la ruta que había trazado en la neblinosa Londres a primeras horas de aquella misma mañana. Tomando en cuenta la posibilidad de que pudieran haber lanzado la alarma sobre su identidad, tendría que evitar las grandes ciudades, y coger trenes de cercanías como medida de precaución, aun cuando su itinerario diese más de un rodeo. Tomaría el tren a Ruán, luego otro vehículo a Le Mans, después atravesaría Tours, hasta llegar finalmente a Burdeos, donde cambiaría a otro tren de cercanías aún más pequeño que le dejaría en la propia Saint Jean de Luc. Iba a ser un viaje ciertamente largo, pero, tras el asesinato de Copps, August no iba a asumir ningún riesgo.
Un cuenco repleto de mejillones, un pan recién hecho y otro cuenco lleno de agua para limpiarse los dedos interrumpieron sus pensamientos. El aromático vapor brotaba de las conchas salpicadas de ajo y perejil, todas boquiabiertas. El olor era delicioso. August abrió una de ellas y rebañó la bulbosa carne naranja con el tenedor. El sabor era increíble, acostumbrado como estaba a las insulsas comidas que componían el actual menú británico. A medida que el sabor salado de los mejillones le llenaba la boca, August se sintió como si volviera a ver el color tras varios años perdido en un mundo de tonos grises. Siguió comiendo sin parar, tratando de recordar la última vez que había comido mejillones. Debían haber pasado como mínimo diez años; de hecho, debió de ser en otra vida, en otra época. Era extraordinario, reflexionó, que la guerra pareciera haber acelerado la historia, dando forma a Europa de un modo inconcebible solo unas décadas atrás. Y con Stalin, y el abismo cada vez más profundo que separaba la Europa del Este de la Europa Occidental, August no podía sino tener la sensación de que se encontraban al borde de un nuevo precipicio. ¿Sobreviviría a otra guerra? Era un escenario terrible, que prefería no tener que contemplar.
Olivia lo observó desde el borde del periódico que sostenía ante sí. Pese a las vulgares ropas que llevaba y la gorra calada hasta las cejas, lo reconoció casi al instante: lo había seguido desde el ferry a la estación de tren y había leído los labios del vendedor de billetes cuando este repitió el destino solicitado por el americano.
Saint Jean de Luc.
Un pequeño centro turístico y puerto pesquero próximo a la frontera con España. La pregunta era, ¿por qué allí?
El traqueteo del tren al pasar sobre las vías era como un mar incesante sobre el que ahora navegase. Hipnótico, balsámico. Al otro lado de las ventanillas, el paisaje francés desfilaba ante sus ojos a toda velocidad. Una vez salieron de Calais, los árboles, retorcidos y desgarrados, dieron paso a los campos de trigo y las hileras de remolacha que trataban de brotar de una tierra calcinada, reseca. De vez en cuando, el tren lanzaba una señal acústica al pasar junto a los restos de una ciudad bombardeada: allí, las nuevas estructuras de madera se alzaban desafiantes junto al armazón quemado de una iglesia o un ayuntamiento, o los frágiles muros de una alquería cuyos ladrillos habían quedado expuestos como si de un revoltijo de vísceras se tratase. A August aquellas imágenes desoladoras le resultaban demasiado familiares, y no le costaba imaginar los sucesos que habían llevado a tamaña destrucción: luchas a brazo partido entre las fuerzas alemanas y las tropas aliadas, la traición a la resistencia local, que habría ocasionado la matanza de todos los varones, fueran adultos o niños, y el bombardeo arbitrario de la aviación alemana y aliada, cuyos proyectiles habrían convertido las granjas y las cabañas de las proximidades en un montón de naipes sueltos. Fragmentos de una memoria que creía enterrada comenzaron a poblar los pensamientos de August, en sincronía con el vertiginoso giro de las ruedas del tren. «No pierdas el control, no pierdas el control». Aferrándose al borde de su asiento, August se esforzó en derivar su atención al resto de los pasajeros.
El compartimento de segunda clase podía alojar a seis viajeros, pero, aparte de August, solo tres ocupaban aquel recoleto espacio. Un sacerdote católico, anciano y enjuto, que dormitaba en el asiento que había frente al suyo con un rosario entrelazado en las manos; tenía el rostro marcado por la viruela e historiado tanto por su exposición a los climas adversos como por un indeseado ascetismo, y llevaba bajo el arrugado mentón el inevitable alzacuellos. Su semblante adusto, apoyado en el reposacabezas de cuero, se bamboleaba suavemente con las sacudidas del tren. Sus pies, enfundados en un par de sandalias, su sotana y la tosca cruz de madera que colgaba de su cuello, le conferían el aspecto de un monje que hubiera viajado al presente desde la mismísima Edad Media. Solo el reloj, que penduleaba en su arrugada y frágil muñeca, lo delataba como un habitante más del siglo XX.
Sentado junto al sacerdote había un hombre de unos cuarenta años, de aspecto belicoso y rostro enrojecido, vestido con un traje barato y demasiado apretado cuyos pantalones le quedaban cortos. Parecía un granjero vestido para asistir a misa. Había extendido un pañuelo sobre sus rodillas y mascaba ruidosamente una barra de pan en la que asomaban los restos de una salchicha de ajo: el olor inundaba el compartimento, provocando una mezcolanza de ruidos gástricos en el resto de los viajeros, e incluso el muchachito que se sentaba al lado de August no dejaba de moverse nerviosamente y mirar con aprensión y deseo aquella interminable cascada de migas. El niño, un rubio etéreo, a la manera casi transparente que parece patrimonio de los muy pálidos, viajaba con una mujer mayor, quien, en opinión de August, debía de ser o su madre o su tía. Pero al mirar la voracidad con que aquel delgado jovencito observaba la barra de pan, reparó en la etiqueta que había en la baqueteada maletita que se recogía a sus pies. En ella se leían las palabras «DP-Lager» junto al símbolo de la Cruz Roja. La mujer que se hallaba sentada junto al niño captó la mirada de August.
—Lo sé, lo sé, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Pues sí, es alemán. Huérfano, ni siquiera había cumplido dos años cuando mataron a sus padres. Yo trabajaba en el campamento de desplazados y el pobre niño estaba hambriento, y no solo de comida, a decir verdad —le explicó a August, disculpándose, en francés.
—Madame, es un acto de caridad cristiana —intervino el sacerdote, ya despierto, mientras asentía con la cabeza—. No es cosa del hombre culpar a los hijos de los pecados cometidos por sus padres.
—Así es, padre —replicó August, cuidándose de que su francés sonase lo más auténtico posible.
—¿Qué va a saber un cura? —cortó el granjero bruscamente, tras lanzar un eructo que dejó un desagradable olor a ajo en el compartimento—. ¿Alguno de los suyos luchó? No, en mi pueblo el cura fue el único al que durante la ocupación no le menguaron ni el estómago ni el oro. ¿A eso lo llama ser cristiano?
El sacerdote, con las mejillas ardiendo de rabia, no respondió a la afrenta, y la mujer, visiblemente incómoda, tampoco dijo nada. August recordó de nuevo que la ocupación había dividido a familias y vecinos en colaboracionistas y resistencia. La mujer le miró disimuladamente, pero August sabía que su acento le libraba de cualquier prejuicio y, además, necesitaba permanecer en el anonimato. Pero entonces, incapaz de soportar la mirada del niño por más tiempo, se inclinó hacia él.
—Hungrig? —le preguntó.
El niño asintió con timidez. August se llevó una mano al bolsillo y sacó la manzana que había comprado en la estación, y luego la tendió hacia el niño, que aguardó un gesto de su guardiana antes de tomarla vorazmente entre sus manos.
—Danke schön —susurró, y luego añadió en voz alta—: merci —cuando su guardiana le propinó una palmadita en la pierna.
August escuchó voces procedentes del compartimento de al lado. Parecían provenir de más de una persona. Instintivamente, se llevó una mano al bolsillo delantero de la chaqueta para comprobar si el pasaporte y los billetes seguían allí. Se levantó para dirigirse a la puerta del compartimento, y desde allí vio a un vigilante del tren y un policía de la frontera comprobando billetes y pasaportes. De nuevo, luchó contra el deseo de echar a correr. ¿Era posible que las autoridades inglesas ya hubieran contactado con la Interpol? Después de todo, era sospechoso en un caso de asesinato. Al apartarse de la puerta, un hombre alto y calvo, vestido con una chaqueta de cuero y un sombrero, echó un vistazo al interior del compartimento al cruzar el pasillo. Vinko no tardó ni dos segundos en localizar a August. Satisfecho de tener otra vez al americano en su radar, siguió pasillo adelante tan silenciosamente como había llegado. Tenía que hacer una llamada en cuanto el tren se detuviese en la siguiente estación.
El revisor miró a la mujer de mediana edad que tenía ante sí y luego a la granulada fotografía en blanco y negro de su pasaporte. En ella, la mujer tenía un aspecto vivaz, diríase licencioso: había algo ciertamente animal en la forma en que el cabello se le descolgaba por el rostro y sobre los hombros, y sus ojos prometían un buen montón de problemas, pero de los que un hombre recibía con los brazos abiertos. Era la clase de mujer que por lo general prefería ligarse: peligrosa, quizá demasiado madura para su gusto, pero sin duda prometía un buen polvo. Aun así, no iba a mirarla dos veces. Era como si hubiera aplacado deliberadamente toda sensualidad y carácter: la mujer de carne y hueso estaba en blanco y negro, mientras que la fotografía del pasaporte era en color. Fue eso lo que hizo sospechar al revisor.
—¿Inglesa? —preguntó, como si no fuera suficientemente obvio.
—Así es —replicó, con ese aire de superioridad típicamente inglés que el revisor encontraba terriblemente ofensivo—. Voy a visitar a mi hermana en Saint Jean de Luc. Trabaja allí como profesora de inglés —añadió innecesariamente, y sin siquiera sonreír. Encogiéndose de hombros, el revisor entregó el pasaporte al policía, que lo volvió de todas las maneras posibles, y luego pasó las páginas para buscar los sellos de cada aduana que había traspuesto. Había algunos de Oriente Medio: Egipto a principios de los años 30, la India en 1935, y uno donde decía Hungría 1938, en lo que se antojaba un destino bastante extraño, pensó, para alguien tan aburrido y formal. Volvió a mirar la fotografía del pasaporte y, al igual que su colega, le resultó difícil asociar a la mujer de la foto con la mujer que tenía delante.
—¿Olivia Henries?
Leyó el nombre en inglés, con un tosco acento de pueblo.
—Sí, soy yo —replicó, con aquella voz carente de emoción; demasiado, a juicio del policía. Además, el nombre le sonaba de algo. Si pudiera recordar de qué…
—Turista, ¿verdad?
—Por supuesto. Solo pretendo quedarme en Francia un mes, y luego, si Dios quiere, estaré de vuelta en Inglaterra. No es que su país no me parezca bonito…
Su francés era correcto y desagradablemente neutro. Tan poco atractiva la voz como el físico, concluyó el policía, ajeno a que su colega había llegado a la misma conclusión.
El policía cerró bruscamente el pasaporte y se lo devolvió a la mujer.
—Madame, disfrute de su estancia.
Los dos oficiales regresaron al pasillo, y se disponían a seguir su labor cuando de pronto algo hizo retroceder al policía.
—Espera un momento, Jean-Marc.
Sacó un cuadernillo del bolsillo y lo abrió por un listado de nombres. Los revisó uno por uno. En la segunda página lo encontró. Olivia Henries, claramente escrito entre otros dos. Voila. Como poco debía costar cien francos. Volvió a mirar el número del compartimento y anotó la hora, el número de tren y la última estación por la que habían pasado. Efectuaría la llamada desde Burdeos, antes de que la inglesa cogiera su tren a Saint Jean de Luc. El americano estaría encantado, y no dudaría en mostrar su generosidad. Qué más daba si no pertenecía realmente a la CIA: el americano le pagaba con suficiente holgura como para evitarse el problema de tener que hacer preguntas. Además, eran negocios ajenos, problemas ajenos. ¿Por qué no iba él, un francés, a sacar un beneficio de ello? Después de todo, eso no iba a afectar a Francia. Feliz de poder comprarse un nuevo rifle de caza con los cien francos que esperaba cobrar, cerró el cuadernillo y los dos hombres se dirigieron al siguiente compartimento.
—Pero ya mostré mis papeles en la estación.
El granjero, ardiendo de indignación, se cruzó de brazos con aire desafiante. El revisor miró al policía. «Genial», pensó August, «justo lo que más necesitaba, dos policías cabreados y tensos». Intentó no levantar la vista hacia el portamaletas que había sobre su cabeza, pues era allí, en el viejo bolsón de cuero, donde guardaba su Mauser semiautomática. Le resultaría muy difícil explicar el motivo por el que el arma estaba en su posesión, en el caso de que decidieran registrarlo. «Relájate, evita el contacto visual, no sudes, no los calientes más», intentó decirle con la mirada al irritado granjero. No funcionó.
—¿Qué es esto, un estado policial? —prosiguió el granjero.
—Por favor, monsieur, solo es una comprobación de rutina —respondió educadamente el revisor.
—Limítese a mostrarnos los papeles —gruñó el policía, y su fastidio turbó al malhumorado granjero de tal modo que no dudó en llevarse la mano al bolsillo de su chaleco y, tras sacar los papeles, los tendió al oficial. El policía los inspeccionó, para enseguida devolvérselos. Los dos oficiales se volvieron hacia los otros pasajeros: el sacerdote ya tenía los papeles en la mano, constató August, al igual que la mujer. Finalmente llegaron hasta August, que se adelantó a entregarles su pasaporte americano. El policía le miró a la cara, y luego echó un vistazo al pasaporte. El tiempo pasaba a cámara lenta mientras August pugnaba por mantener la calma.
Los otros pasajeros observaban la escena en silencio. August miró con aparente indiferencia a la salida, en tanto calculaba mentalmente si podría abrirse paso entre los policías y correr hasta el final del tren para saltar al exterior. Miró el paisaje que devanaba la ventanilla: el tren debía de estar marchando a más de noventa kilómetros por hora. No lo conseguiría. Por segunda vez aquel día, esperó con todas sus fuerzas que la Interpol no hubiera dado aún aviso de su fuga.
De pie ante él, el policía leyó atentamente el nombre, August E. Winthrop. No le sonaba de nada. No recordaba siquiera que hubiera ningún archivo a su nombre, ni en la lista de la Interpol ni en la otra lista, por cuyo seguimiento cobraba tanto dinero. Miró al americano: no dejaba de ser otro de esos turistas adinerados que parecían impacientes por ver hasta dónde podía llevarles su búsqueda de emociones fuertes, deseosos de ver la «verdadera» Europa. Que le jodan, pensó, y que le jodan sobre todo por vivir tan bien, probablemente hasta pensaba que esas estúpidas ropas de campesino que llevaba eran pintorescas.
—¿Cuál es el propósito de su viaje? —preguntó el policía bruscamente en inglés.
—La pesca. He oído que Saint Jean de Luc es un lugar extraordinario para la pesca en mar abierto.
El guardia suspiró, luego le devolvió el pasaporte, sin pronunciar ninguna palabra más, y los dos oficiales salieron del compartimento.
—¿Americano? —preguntó el sacerdote a August, tras un momento de silencio.
—Jimmy Cagney —saltó el niño alemán, con un pésimo acento hollywoodense, y todos estallaron en carcajadas.
* * *
Malcolm mordió el panecillo, y dio con una pasa inesperadamente dura que tuvo que sacar del hueco entre los dientes con la punta de la lengua. El día había amanecido terriblemente frío, y como el presupuesto de Leconfield House no daba siquiera para encender la calefacción, Malcolm había preferido no quitarse del cuello su pañuelo de seda de Gieves and Hawkes. Maxine, su secretaria, esperaba impacientemente, carpeta en mano, frente al pesado escritorio victoriano que presidía la pequeña oficina. Haciendo caso omiso a su irritación, Malcolm volvió a mirar el crucigrama, ya casi completo, del diario Times que prácticamente alfombraba la superficie de la mesa, y luego levantó el auricular del teléfono.
—Páseme con D1 —ordenó a la operadora—. Courtney Young, por favor.
La voz jovial del jefe del contraespionaje soviético brotó del auricular.
—La rana ha salido de la charca —murmuró Malcolm, críptico, y luego aguardó—. Los huevos volarán —dijo, repitiendo lo que había dicho la voz del otro lado de la línea antes de colgar.
Garabateó la frase en el margen del periódico con un lápiz y durante unos instantes la miró atentamente. Por fin, y tras elaborar una ancha sonrisa, escribió la respuesta correcta en el crucigrama, y subrayó las letras sin poder evitar una sensación de triunfo. La mañana estaba mejorando considerablemente.
—Upstairs está fuera, quiere hablar con usted —dijo Maxine, una chica prudente de los barrios bajos de Londres que disfrazaba el desdén que sentía hacia su jefe con un maternal autoritarismo, una fachada que descubrió que funcionaba a la perfección con funcionarios educados en colegios privados. Sostenía la carpeta como si esta contuviera explosivos.
—¿Sobre qué?
—Sobre alguien con quien usted solía trabajar: August E. Winthrop. Upstairs sospecha que ha cometido un asesinato —concluyó, con lúgubre satisfacción.
El pulso de Malcolm se aceleró. Cogió la carpeta y de inmediato procedió a examinarla. Un segundo después levantó la vista, y vio que Maxine seguía allí.
—Bien, hágalo pasar, y tráiganos un té y un panecillo de estos. Pero que el suyo tenga un glaseado rosa, ya sabe cómo es Upstairs para estas cosas.
—Este tipo, Winthrop, ¿no era uno de sus agentes en el Servicio de Operaciones Especiales? —preguntó Upstairs, más conocido por el nombre de Godfrey Smart, antiguo mayor Godfrey Smart de los Fusileros de Lancaster. Había acomodado su voluminoso cuerpo en la silla que había frente al escritorio de Malcolm.
—Era uno de nuestros mejores hombres en Comet, un soldado excelente, que yo mismo me ocupé de reclutar. Lo conocí en Oxford.
—Pero cuyas creencias políticas no dejan de ser desagradables: en fin, marxismo, esas cosas, y para colmo es profesor de lenguas clásicas.
—¿A dónde quiere llegar?
—Exacto —replicó Upstairs, críptico, ignorando la pregunta, un hábito que irritaba sobremanera a Malcolm—. Nunca he confiado en los idealistas: suelen ser tipos raros, y casi tan malos como los artistas.
Varias migas de pan salieron propulsadas de sus labios al escupir la última palabra, cayendo sin miramientos sobre la pechera de Malcolm. Este se las sacudió reposadamente, consolándose para sus adentros de que algún día ocuparía el puesto de Upstairs y que sería a él a quien le tocase escupir.
—No cabe duda de que Winthrop es un disidente, pero los servicios que prestó a nuestro grupo fueron de primera clase. También es verdad que luchó en España con las Brigadas Internacionales, pero siempre he creído que nunca dejó de ser de los nuestros, por no decir que es un verdadero patriota. Patriota inglés, quiero decir.
—¿Y no es homosexual?
Malcolm no pudo evitar que una sonrisita asomase a sus labios.
—Todo lo contrario.
—Nunca se puede estar seguro tratándose de oxonienses —replicó el hombre de Sandhurst, con un deje oscuro en la voz—. Pero también es verdad que hay muchas cosas sobre las que uno no puede estar nunca seguro cuando se trata de oxonienses.
Aquello era una referencia indirecta a la traición de Guy Burgess y Maclean, los dos agentes del MI5, ambos de Cambridge y el primero de ellos un declarado homosexual, cuyo recuerdo, desde su deserción a la Unión Soviética, había frecuentado los pasillos del MI5 y el MI6 a la manera en que lo hubiera hecho un fantasma. Malcolm prefirió pasar por alto el comentario.
—¿Pero ha leído usted el documento? —insistió Upstairs.
—Así es, y de hecho conocía a la víctima desde mi época universitaria. Qué manera más terrible de morir.
—Una manera terriblemente extraña de morir, diría yo. Como un ritual. ¿No sería algo que la imaginación de su hombre, ese Winthrop, podría concebir? Se especializó en estudios Clásicos y Orientales, ¿no es cierto?
—Así que le ha investigado.
Algo comenzó a resonar en la mente de Malcolm: su instinto de supervivencia. Si habían investigado a Winthrop también lo investigarían a él. Ahora se daba cuenta, para su espanto, de que su antigua relación con August podría ser mucho más que un estorbo. Mirando la nariz bulbosa y cárdena de Upstairs, pensó que era más inteligente sopesar con tiento los pasos que debía dar. ¿Habría alguna manera de convertir aquello en una ventaja?
Upstairs siguió con su cantinela:
—A él y al viejo profesor, y hemos descubierto algunos desagradables huesos en el esqueleto de este último: por lo visto, tuvo relación con ese lunático de Aleister Crowley en los años veinte, una relación muy breve, a través de una antigua novia, y su nombre también fue mencionado en un informe sobre cierta redada que tuvo lugar en una mansión de Kent. La gente bailaba desnuda, envuelta únicamente en unas pieles de cabra, esa clase de cosas, que ciertamente podrían tener algo que ver con el método elegido para cometer el asesinato.
—¿Cree que el profesor Copps era un hechicero?
Malcolm, que siempre había considerado a su antiguo colega un auténtico plomo, se sintió desconcertado.
—Es posible. Francamente, me importa un carajo si resulta que en realidad era la amante secreta de la señora Simpson, pero todo este asunto tiene bastante molesto al MI6. Parece ser que el profesor llevó a cabo alguna que otra misión ocasional para ellos cuando zarpaba a sus aventuras arqueológicas en Oriente Medio, así que han decidido llevar personalmente todo este asunto. Me da que van a acusar a su amigo Winthrop del crimen.
—Winthrop era el favorito de Copps. Dudo mucho que lo haya hecho él.
Upstairs lanzó un reflexivo eructo.
—Quizá no lo conozca tan bien como cree. Uno de nuestros vigilantes vio a… —Echó un vistazo al documento que sostenía precariamente en el regazo—… Yolanta Ashivokova abandonando su apartamento cinco noches atrás, justo antes del asesinato de Copps.
—Le dije que le gustaban las mujeres.
—¿Las mujeres o el KGB? Yolanta es una conocida espía rusa, recientemente reclutada. La División D ha estado considerando la posibilidad de… convertirla. Tiene dos puntos débiles: es madre soltera, y ella y el niño tienen visados temporales, y están a la espera de conseguir sus pasaportes. Una potranca bastante atractiva, si me permite la expresión. El tipo tiene buen gusto.
—Dudo mucho que Winthrop sea un espía soviético —saltó Malcolm, visceral, y de inmediato se arrepintió de haberlo hecho. Aquel estado de paranoia iba a volverlos locos a todos.
—Sí, ¿verdad?
Upstairs levantó la vista del documento, perforándole con la mirada.
—¿Y cómo es que no me han informado de la operación Ashivokova? —replicó Malcolm, por más incómodo que se sintiese. Todo el mundo sabía que aún quedaba otro topo situado en las altas esferas al que no habían logrado descubrir, ni desde el MI5 ni el MI6, y las sospechas recaían sobre todos los miembros de ambos grupos; el hecho de que le hubieran mantenido al margen de una información interna sugería que también él era considerado sospechoso. Pasando por alto la pregunta, Upstairs volvió a mirar el documento.
—También hay vínculos con Guy Burgess y Arthur Wynn. Los unionistas han estado durante meses bajo nuestro radar.
Malcolm comenzaba a sentirse realmente descompuesto. Hizo una nota mental para no volver a probar aquellos panecillos en el futuro.
—Winthrop fue a la universidad con Wynn, así que la relación no es sorprendente. ¿Qué conexión tiene con Burgess?
—Por lo visto, Charles Stanwick, amigo íntimo de Winthrop y homosexual notorio, tuvo un encuentro con Burgess cuando luchaban en España. ¿Sabe que Winthrop ha abandonado el país?
—¿Es eso cierto?
—Hace dos días. Está en algún lugar de Francia. ¿Tiene idea de dónde ha podido ir?
Malcolm apartó la mirada y la dirigió a su pisapapeles favorito, una miniatura en bronce de un león que lanzaba un silencioso gruñido desde una esquina de la mesa. De nuevo, la vida parecía ofrecerle una gran oportunidad, pura, sin costuras: la oportunidad de dar rienda suelta a ese lento pero inesperado resentimiento que había acumulado a lo largo de los años, comenzando con la caballeresca seducción de la mujer con la que él iba a casarse hasta la reciente decepción y disgusto que le había supuesto darse cuenta de que ella todavía deseaba al americano. Pero había algo más, algo que ahora comenzaba a abrirse paso en aquel dolor de cabeza que se había apoderado de él, un instinto, un olfato, el presentimiento de que quizá August pertenecía realmente al KGB, y si así era, existía la posibilidad de que Malcom pudiera transformar su vacilante carrera en algo mucho más brillante, algo de lo que su suegro pudiera estar orgulloso. Por unos instantes el león pareció agitar su cola con nerviosa impaciencia. Malcolm alargó un brazo y lo cogió, y luego levantó la vista lentamente hacia Upstairs.
—Quizá. Puede que pretenda dirigirse a España, y si es así, tomaría la ruta que mejor conoce, la misma que usábamos para Comet. Pero le aviso: es un genio del disfraz, un verdadero transformista. Era uno de sus mayores talentos cuando trabajaba para nosotros bajo cuerda, allá en Francia. Pero esperemos a ver.
Upstairs sonrió:
—No voy a permitir que pase tanto tiempo, querido amigo. Un pajarito del Seis me ha dicho que hay una desacostumbrada cifra de agentes de otras organizaciones gubernamentales en Madrid. Parece que los yankees y Franco están tramando algo.
Sorprendido, Malcolm dejó nuevamente el león sobre la mesa.
—¿La CIA está en Madrid? ¿Sabemos el motivo?
Upstairs encontró una miga en su camisa y la barrió con un gesto despectivo.
—No, pero puede que su hombre sí lo sepa. Por supuesto, si ha sido… convertido, podría resultar un tanto inconveniente para el departamento, especialmente para usted, querido Hully, ya que ha sido su mentor en el pasado. No podemos permitir que eso ocurra, ¿verdad? Ya hemos perdido demasiada credibilidad con el Tío Sam como para que nos tomen por unos idiotas redomados.
Malcolm se sentía realmente enfermo. El tono de voz de Upstairs no dejaba lugar a las dudas: no solo él estaba bajo sospecha, sino que también su propio trabajo estaba en la cuerda floja. Maldito seas, Winthrop, maldito seas. Upstairs vio la angustia de Malcolm con indisimulable satisfacción; apoyó ambas manos en el reposabrazos de la silla y procedió a levantar su corpulenta anatomía.
—Dejaré que organice todo esto a su manera; por favor, no olvide devolver la carpeta al registro. —Se inclinó para dar unas palmaditas en la mano de Malcolm, un gesto que a este se le antojó indeciblemente repulsivo—. Buen chico… Siempre supe que era usted uno de los nuestros.
Tan pronto como Upstairs salió de la habitación, Malcolm, tras refregarse rabiosamente la mano con un pañuelo allí donde Upstairs había dejado el untuoso tacto de su piel, marcó el número del departamento de vigilancia para ordenar un registro en el piso de Winthrop. Si de veras trabajaba para los rusos, tendría que haber dejado alguna pista tras sí, y, cuando menos, siempre podían pincharle el teléfono.