5

August se apoyó en el pasamanos que asomaba a los vastos arrecifes de caliza. El mar azotaba el pie de la imponente costa para luego disolverse en niebla. Era un ciclo inacabable: olas, rocas, la espuma del mar… Hipnótico. Infinito. El viento, impregnado de sal y del olor a gasolina que acompañaba al humo procedente de la chimenea del ferry, golpeaba su rostro y sus cabellos, borrando todo remordimiento. Si algo lo llenaba en su lugar era la punzante gelidez del viento y una imaginaria sensación de camaradería con las generaciones de emigrantes que partían a ignotos destinos y, al igual que él, daban media vuelta para admirar la majestuosa inmanencia de la costa de Dover. Era un grato sentimiento de liberación.

El ferry emitió un último y prolongado balido que resonó por aquel mar gris azulado, para luego ganar velocidad al poner rumbo a Calais. August arrojó la colilla de su cigarro por la borda, antes de enfilar sus pasos hacia la cubierta superior.

En su interior se hallaba la habitual multitud de pasajeros que pululaban de un lado a otro: algunos turistas, ingleses, ruidosos, riendo y hablando con indisimulable excitación de las cosas que habían adquirido en las tiendas libres de impuestos, los clubes que iban a visitar en París, las frustraciones que suponía pasar horas en una cola para sellar el pasaporte; mientras que varios comerciantes en viaje de negocios se sentaban en bancos de madera en grupos de uno o dos. Todos enfundados en sus trajes baratos y tocados con los sombreros de fieltro típicos de su profesión, algunos apenas afeitados, impacientes, ansiosos, aunque los de más edad se limitaban a repantigarse en sus asientos, sabios, experimentados y, por tanto, resignados a su suerte. Dos mujeres aguardaban con la boca abierta a que abriese la pequeña tienda de artículos libres de impuestos: los estantes del recoleto escaparate se hallaban atestados de frascos de perfume, de todos los colores y formas, pañuelos de seda y medias, todo ello ciertamente difícil de encontrar en Inglaterra. En una esquina había una muchachita llorando contra un pañuelo, delgada y elegante, vestida con humildad pero con gusto: francesa, sospechó August, una niñera que regresaba a casa, quizá, y dejaba atrás algún amante inglés. Se sintió tentado de acercarse a ella y tratar de consolarla, pero decidió que era más prudente mantenerse en el anonimato y pasar todo lo desapercibido que le fuera posible: no podía permitirse el lujo de mezclarse en problemas emocionales. Detrás de la joven había una mujer de mediana edad leyendo atentamente un libro. Vestida con un traje de tweed y guantes, daba la impresión de no carecer de dinero, y por un momento August se preguntó qué razón habría para que no viajara en primera clase, pero enseguida se olvidó de aquello y pasó a ocuparse de sus propios asuntos.

Encontró un asiento vacío en un banco que daba a proa. La vista del horizonte y las dos alas de océano se extendían por el enorme ventanal que había en la parte delantera del camarote. Constituía una visión atípica del mundo que August habitaba: el hombre estaba ausente, y solo despuntaban los elementos, desnudos, intemporales. Vistas así imbuían a August de una sensación de maravilla poco menos que primigenia; había sido así desde su niñez, cuando asomaba a las aguas del Atlántico desde la casa familiar a orillas del mar, en Martha’s Vineyard. Asomó por el ventanal, y recordó lo mucho que adoraba viajar, dar un paso y otro paso en pos de lo desconocido. Así era como August solía reinventarse a sí mismo, aunque Cecily le hubiera acusado de que en realidad lo que hacía era «escapar de quien era». Se estiró, tratando de despojarse de la implacable fatiga de la noche anterior. El control de la aduana de Dover, al que había tenido que enfrentarse durante la mañana, fue un momento ciertamente tenso. August esperaba que el detective hubiera expedido un aviso con su nombre a la Interpol. Por suerte, aún conservaba su pasaporte americano, y el pase que el MI6 le había proporcionado tras la guerra seguía siendo válido. El inspector de aduanas había alzado las cejas al ver el pasaporte americano, pero calló cuando August sacó su visado, sellado por el propio gobierno con su imponente marbete. Fuera como fuese, August se preguntó si los franceses serían tan parcos en palabras.

Al otro lado del pasillo la joven francesa había dejado de llorar y ahora miraba a la lejanía con expresión ausente. Uno de los comerciantes se había quedado dormido, y emitía un suave ronquido mientras sus compañeros parecían resueltos a emborracharse con el whisky adquirido en la tienda. Un período de calma, pespunteado por la excitación de los viajeros, se había asentado en la semivacía cubierta, que empezaba a mecerse suavemente a medida que el ferry se abría camino a través del canal. August cerró los ojos y, de nuevo, la imagen del cuerpo del profesor desmadejado en su apartamento y el rostro convulso de Cecily poco antes de desaparecer de su vida inundaron su mente. No servía de nada, no podía librarse de ellos. Abrió otra vez los ojos, posando una mano sobre la bolsa de viaje en un instintivo gesto con el que esperaba proporcionarse alivio, como si aquello fuera su ancla durante el viaje. Bajo los dedos podía sentir los bordes del libro oculto en su interior; era una sensación reconfortante. Abrió la bolsa y sacó las páginas de la crónica que había logrado descifrar a primeras horas de la mañana, y comenzó a leer: las palabras del alquimista resonaban en su cabeza, ahogando incluso el rumor de los motores del barco.

Mi primer reto era traducir el antiquísimo diario de Yehuda, escrito en el lenguaje de mis antepasados, y aunque mi padre me enseñó el idioma hebreo, si alguien me descubría portando tal documento me habrían arrestado bajo el cargo de herejía. El propio diario estaba incompleto: no era sino una pequeña colección de notas escritas en una caligrafía brusca y casi ilegible; también había mapas, en los que menudeaban extrañas referencias a tierras de las que nunca oí hablar. Estudié el manuscrito durante un año; por la noche, hasta muy tarde, cuando Uxue dormía. Noche tras noche encendía una vela, y me preparaba para luchar contra el críptico relato de la expedición del maestro: la pesadilla de seguir la carnicería que el Ejército de Tariq dejaba a su paso, la batalla moral en que sentía dividirse su interior, al ser a un tiempo médico y conquistador.

A lo que parecía, Elazar ibn Yehuda había obtenido información de un gran secreto botánico, el cual podía convertir a un hombre en un dios o en un monstruo. Había oído que el primer lugar en el que debía buscar era en los remotos valles montañosos que servían de frontera natural entre godos y vascones. Cuanto más escuchaba acerca de este gran tesoro, más resuelto se sentía de encontrar y conquistar su poder: no para beneficio del califa, desde luego, sino para el suyo propio. Por fin, llegado el momento, alcancé a comprender que había encontrado varios lugares boscosos entre los cuales debía de hallarse una pista botánica que conducía al lugar en el que descansaba el propio tesoro. El primero de esos lugares se encontraba en Vizcaya. Fue entonces cuando escuchamos rumores de que la Guardia Inquisitorial y sus señores dominicos ya habían llegado y comenzaban a arrestar a los inocentes.

— § —

Shimon se hallaba sentado ante la humilde mesa de roble que tenía junto a la ventana de su cabaña, bajo un alero de la alquería. Ya apenas quedaba sebo en la lámpara de aceite, y pese al aire tan gélido que soplaba en el exterior, había abierto los gruesos cristales del ventanuco de par en par, para que el negro humo procedente del pabilo pudiera disolverse en el viento nocturno. Los papeles de Elazar ibn Yehuda se esparcían por toda la superficie de la mesa; el amarilleado pergamino crujía y se enrollaba en los bordes. La caligrafía era apenas visible: una mezcolanza arcaica de la que Shimon solo podía entender cada segunda o tercera palabra. La transcripción se encontraba a su izquierda; una labor de horas, que sin embargo solo cubría unas cuantas páginas de la crónica. Dejó la pluma cuidadosamente sobre la mesa, para no desperdiciar la tinta, excesivamente cara, y luego miró a la luna. Parecía llamarlo: casi completamente llena, brillaba en lo más alto del cielo, revestida de un tono rojizo, casi marrón, aunque había algo portentoso en su rostro picado. Era un mal presagio, pensó, mientras se preguntaba cómo sería su propio futuro. Allá afuera, el valle que se extendía más allá de la cabaña recibía la luz de la luna como un maravilloso tapiz. El río Ebro, convertido en una serpiente negra y reluciente, culebreaba por el bosque con pausada majestad. Mucho más verdes y exuberantes que los áridos paisajes del sur donde había transcurrido su infancia, los alrededores de Logroño se habían ido convirtiendo para Shimon en un lugar preciado, sumamente especial. Al igual que la cabaña que habían alquilado en un pueblecito a las afueras del pueblo, una pequeña casita con dos habitaciones: una habitación principal donde recibían a sus pacientes, dotada de una mesita ante la cual Shimon se hallaba sentado y un camastro de metal más decorativo que útil, y otra habitación más, al fondo de la casa, con un hornillo para cocinar, una mesa de madera para comer (sobre la cual Uxue colgaba manojos de hierbas secas) y un lecho; era allí donde ambos dormían. Por pequeña que fuese, la cabaña disponía de suficientes tierras como para permitirles cultivar maíz, tener tres vacas, unas gallinas para obtener huevos y un burro. De los dos terrenos que poseían, uno estaba dedicado por completo al cultivo de hierbas y plantas que Shimon empleaba en la farmacia, y el otro lo utilizaba Uxue para sus labores como curandera: saúco negro, celidonia, ruda y suge belarra —la hierba de la serpiente—, entre otras.

Comparada con la espléndida casona cordobesa de su infancia, aquella cabaña era ciertamente humilde, y Shimon era consciente de que su padre, un mercader, la hubiera considerado una mera casita de campesino y hasta se hubiera sentido desolado al ver que su único hijo y heredero, un joven de buena cuna al que no habían faltado las numerosas oportunidades mercantiles que Córdoba podía ofrecer, se había visto reducido a vivir como un pobre granjero. Y, con todo, Shimon no podía sentirse más feliz. Durante los cinco años en que había vivido aquella vida doble, había ahondado en las ciencias y sus conocimientos eran excelentes, amaba y era amado, y, lo que era más importante, había echado raíces. Malhumorados y agresivos al principio, les costó ganarse a los lugareños, pero una vez conseguido aquel propósito se mostraban leales de por vida. Y lo cierto era que allí era muy necesario un médico que no solo tuviera un amplio conocimiento de sus artes sino que además no cobrara un precio desorbitado por sus servicios. Muy pronto, Shimon fue conocido como «el médico del pueblo». A menudo no cobraba a los más pobres, y no se negaba a que aquellos que no tenían dinero le pagasen en especies: como resultado, su despensa siempre estaba llena.

La cabaña estaba lo bastante próxima a la ciudad como para que sus más adinerados clientes pudieran visitarle pero también lo suficientemente lejos como para brindarle una suerte de protección ante las autoridades. El trabajo que Uxue y él llevaban a cabo dependía únicamente del boca a boca. ¿De qué, si no, podían depender, del mecenazgo? Y, dado que habían demostrado ser buenos en su oficio, habían prosperado. Pronto podrían incluso permitirse tener hijos. Pero todavía no era el momento, se dijo Shimon; en la cercana Miranda habían oído hablar de los arrestos ocurridos en Zugarramurdi. El miedo se había extendido entre los pueblos cercanos como una infección, transmitida a la velocidad del viento. Uxue se había mostrado especialmente preocupada: como curandera vasca, instruida en los métodos más antiguos, podría ser particularmente vulnerable a las sospechas. Justo entonces escuchó Shimon el murmullo de su esposa, que se agitaba en sueños allá en la pobre yacija de su habitación. Shimon echó un vistazo por la puerta abierta. Al pie de la cama dormía su perro, Menditxu, un labrador vasco cuya enorme cabeza descansaba entre dos enormes pezuñas, y cuya mandíbula dejaba caer una espesa baba. ¿Cuánto tiempo quedaba para que la pequeña utopía que habitaban fuera destruida? ¿Y cómo podría Shimon proteger a la mujer que amaba, cuando él mismo era un hereje? Y, viviendo aquella existencia marginal a la que parecían condenados, ¿podrían confiar alguna vez en su propia felicidad? Allá en el suelo de madera las orejas de Menditxu se estiraron, y sus enormes ojos, inyectados en sangre, se abrieron de par en par, como si hubiera escuchado o sentido algo en la distancia. El perro se levantó de donde estaba y corrió hasta Shimon, las orejas erectas y alerta, la cabeza vuelta hacia la ventana.

—¿Qué has oído, chico? —le preguntó Shimon, con voz suave, guardándose de no despertar a Uxue. En respuesta, el perro gruñó levemente, y se dirigió de nuevo a ocupar su lugar bajo la ventana—: shh, Menditxu —dijo Shimon, y, encogiéndose, el perro se ocultó bajo la mesa.

Shimon miró por la ventana. En el extremo opuesto del estrecho sendero —árboles en un lado, el valle y sus pendientes alfombradas de verdor en el otro— se podía ver el resplandor de las antorchas, acarreadas por un grupo de individuos a caballo que acababan de doblar una esquina. Shimon contempló con horror cómo aquella procesión —sumida en un completo silencio, salvo por el resuello de los caballos y el lejano traqueteo de los arreos y las armaduras sobre sus monturas— avanzaba por el sendero. A medida que se acercaban, Shimon pudo ver el hábito marrón de los monjes dominicos, que eran quienes sostenían las antorchas: sus enjutos brazos revelaban la determinación fanática que les animaba, ocultas sus miradas por los capuchones que ensombrecían sus rostros. Enfundados en la túnica negra y carmesí que delataba a la Policía Inquisitorial, con el escudo de armas real bordado en el peto, el rostro grave y las espadas colgadas a la cintura, flanqueaban a un desdichado grupo de prisioneros a caballo, cabalgando silenciosamente en dos hileras de cinco jinetes. Y justo al ascender la cuesta en que se elevaba el sendero, poco antes de llegar a la granja, la luz de la luna bañó los rostros de los prisioneros. Treinta, calculó Shimon: treinta hombres, mujeres y niños, esposados y envueltos en ropas mugrientas, apenas humanos, avanzaban a trompicones entre los guardias y los silenciosos monjes. Algunos de los hombres tenían los tobillos ensangrentados a causa de los grilletes que atenazaban sus pies. Todos ellos iban descalzos, llevaban los cabellos sucios, desgreñados, además de una espesa barba en el caso de los varones. Todos ellos mostraban señales de tortura. Uno de los niños, que parecía ser el más pequeño del grupo, de unos diez años de edad, tenía el rostro exangüe a causa del hambre, los ojos hundidos en las cuencas de pura fatiga, y miraba de un lado a otro con expresión curiosa y asustada. Parecía haber perdido la razón, observó Shimon. Debían de ser los acusados de Zugarramurdi y las restantes villas, pensó, mientras reparaba en una figura encapuchada, una mujer, que cabalgaba un corcel blanco flanqueada por un par de guardias e iba vestida con un largo manto púrpura y un capuchón que ocultaba sus facciones. Al pasar bajo su ventana, el caballo se alzó sobre sus cuartos traseros y el capuchón cayó de su rostro. Reconociéndola al instante, Shimon sintió que un escalofrío recorría sus miembros: era ella, la inglesa que había traicionado a su familia. Asaltado por el terror y la náusea, se apartó de la ventana. Se apoyó contra la pared, y solo entonces se dio cuenta de que estaba temblando de pies a cabeza.

—¿Qué sucede, mi amor? —Uxue se incorporó en la cama, con el rostro transido de ansiedad.

—Nada, sigue durmiendo —murmuró, tan aprisa como pudo, pero el perro se había vuelto a levantar, y gruñía e iba de un lado a otro con visible inquietud; además, el ruido procedente de la marcha que tenía lugar bajo sus ventanas ya era claramente audible.

—¿Qué es ese ruido?

Uxue procedió a salir de la cama: su larga cabellera negra se le derramaba en espesos mechones hasta la rabadilla, y el camisón blanco se apretaba contra sus muslos. Aterrado, Shimon dio un paso hacia ella.

—Por favor, amor mío, ¡guarda silencio, hazlo por los dos!

Pero Uxue ya había alcanzado la ventana, y asomó al exterior: su cuerpo se envaró al darse cuenta de lo que estaba viendo. Shimon se llegó a su lado.

—Son los cazadores de brujas, están de regreso. Las víctimas de Pierre de Lancre —susurró Uxue, con los ojos abiertos de par en par de puro horror—. Pero a varias de esas personas las conozco.

—No hables, Uxue, o nos condenarás a ambos.

Consternados, vieron cómo la procesión pasaba bajo sus ventanas, alejándose en pos de las alquerías que escalonaban el camino a Logroño: los rostros de los sacerdotes se hallaban ocultos por espesos capuchones; los soldados, en cambio, dejaban a la vista de todos sus semblantes pétreos, su mirada impasible, clavada en el horizonte. Los prisioneros, en cambio, deliraban de espanto: solo sabían de su fatiga, del horror de dar un nuevo paso por el rocoso sendero que se abría ante ellos. Justo entonces, uno de los hombres alzó los ojos y vio los dos pálidos rostros que les miraban desde la ventana.

—¡Lagundu anaia! —gritó—. ¡Ayúdame, hermano!

En el interior de la casa, Uxue dio un respingo, y ya se disponía a responder cuando Shimon la apartó de un tirón de la ventana, mientras le tapaba la boca con la mano.

—¿Estás loca, mujer? ¿Quieres que te lleven con ellos?

Uxue estalló en sollozos, y Shimon la abrazó, dejándose caer ambos en el suelo a la espera de que las pisadas, el ruido de los cascos y el entrechocar de los metales pasaran de largo.

Cuando la violeta matutina comenzó a teñir de azul el suelo cubierto de paja, alumbrando las venas de los pies de su esposa, Shimon se levantó y cerró las ventanas. Uxue, todavía encogida, con el pesar impreso en su rostro y sus hombros, se sacudió los restos de paja que cubrían su camisón. Se esforzó porque el estoicismo que ahora veía en el rostro de su joven marido la envalentonara.

—Debemos irnos cuanto antes, ahora mismo, si podemos, Uxue. De otro modo nos exponemos a ser detenidos.

—Lo sé, amor mío. Yo también lo he pensado, ¿pero cómo? Todo el mundo nos conoce: nos verán y nos señalarán.

—Solo son señalados aquellos que tienen enemigos. Nosotros carecemos de ellos.

—Pero a veces quienes son torturados acusan a aquellos a quienes más aman, todo con tal de salvar sus propias vidas. Forma parte de la debilidad humana.

—Todos somos débiles.

—Esposo mío, hace dos días encontré semillas de lino dispersas delante de nuestra puerta.

—¿Semillas de lino?

—La gente cree que eso sirve para evitar que los hechiceros vuelen. Hay quien piensa que soy una bruja, Shimon.

Lo dijo con la voz transida de pánico.

—Nos iremos por la noche, ocultándonos en las sombras.

Shimon estaba decidido.

Uxue se quitó el camisón: sus blandos pechos revelaron su pálida desnudez, coronada por la hinchazón roja del pezón; la espesa pelambrera de su sexo se erizaba entre los dos gruesos muslos. Por un momento, Shimon observó que su esposa estaba perdiendo las gráciles formas que la habían adornado, adentrándose en la edad madura, y la amó por ello. Pensó en atraerla hacia sí y tomarla sin miramientos, pues aquello espantaría el miedo aunque fuera por unos minutos, pero Uxue ya se había puesto la falda y el blusón y se ataba el cabello con un lazo.

—A menudo he pensado en este día, y es ineludible. Tengo un plan, esposo mío.

Se acercó a ella y la tomó de la mano. Durante los cinco años en que habían estado juntos ella siempre fue la más práctica de los dos, el puntal que equilibraba la naturaleza soñadora de Shimon.

—¿Y bien?

—Me dijiste que ese antiguo libro que tienes apunta a Vizcaya como primer destino, y Vizcaya es la ciudad de mis antepasados.

—¿Y?

—Iremos allí. Escaparemos de la Inquisición, pero también haremos que nuestro viaje no sea en vano, pues, esposo mío, no permitiré que esa gente mancille nuestras almas.

La fiereza de su voz llenó a Shimon de orgullo. Esa era la entereza que necesitaba, el valor del que en sus adentros él siempre había pensado que carecía.

—¿Harás esto conmigo? ¿Me vas a apoyar en la búsqueda?

—Haré mucho más que eso: seré tu ayudante. Usando mis artes, te ayudaré en la búsqueda de todas las maneras que me sean posibles. Mi plan es que viajemos disfrazados. Pero se tratará de un disfraz que causará rechazo y hará que la gente se aparte de nosotros.

—¿Cómo es eso?

—Tú te disfrazarás de sacerdote, pero de los que socorren a los leprosos. Yo me disfrazaré con las galas de una mujer adinerada a la que la enfermedad ha desfigurado. La razón de nuestro viaje es llegar al hospital de leprosos de Errentería, al que tú me acompañas. Usando diversas hierbas, crearé una máscara de tan terrible apariencia que la gente apartará los ojos por miedo a contraer la infección.

—Es muy ingenioso. Nos llevaremos el burro y tú irás montada en él, en tu papel de paciente adinerada. Me pondré las ropas adecuadas y llevaré la campanilla para avisar a los habitantes de los pueblos a los que lleguemos. Uxue, este es un plan maravilloso, nadie se atreverá a acercarse a nosotros. Guardaremos lo que necesitemos y partiremos al amanecer.

—¿Y qué hay del perro, Menditxu?

—También vendrá con nosotros. Si lo dejamos, lo ahogarán al considerarlo un demonio familiar.

— § —

Gracias al anuncio emitido por el intercomunicador del ferry August pudo saber que atracarían en el muelle en diez minutos. Absorto en su lectura, apenas escuchó la voz, grave y profunda, que escanciaban los altavoces. Fue únicamente cuando vio que el resto de pasajeros comenzaba a recoger sus efectos personales cuando levantó la vista del mazo de páginas.

Olivia le observaba desde detrás de su libro; luego cogió su equipaje, con cuidado de no aproximarse a él, ni parecer interesada o, siquiera, consciente de la presencia de aquel americano de elevada estatura que ya se dirigía a la salida. Se disponía a seguirle cuando reparó en un hombre al que no había visto antes en el barco. Era un hombre alto, de aspecto eslavo, sin nada destacable en su aspecto salvo el porte musculoso y la extraordinaria longitud de los brazos, visible aun cuando los llevaba ocultos bajo una gabardina. Al enfilar sus pasos hacia el americano, Olivia pudo ver en décimas de segundo el rapto de decisión, de urgencia, que atenazaba sus movimientos. Aquello lo delataba. A August le han puesto un espía, dijo para sí. En el mismo momento, un rapto de temor, una sensación tan intensa que casi se antojaba sexual, se propagó por sus venas cuando se dio cuenta de que sabía quién podía ser aquel espía.