Había sido un vuelo lleno de turbulencias, y el Boeing no había dejado de sacudirse desde su salida en Madrid. Por más que lo intentaba, Tyson no lograba acostumbrarse a volar. Era ridículo: había saltado a la jungla desde helicópteros, al océano desde pequeños aeroplanos, y bastaba con sentarle en un avión comercial para que se echara a temblar. El problema era no tener el control: Tyson era la clase de hombre que odiaba perder el control sobre las cosas. Le turbaba mirar por las ventanillas y ver aquellos motores girando enloquecidos contra el vacío. Los vuelos nocturnos eran lo peor de todo. Siempre semejaba haber algo profundamente insensato en ellos: el rugido del motor y la implacable oscuridad que envolvían el avión sin tregua.
Durante aquel vuelo, Tyson apenas había logrado pegar ojo. Pero, tan pronto aterrizó, se sintió lleno de un nuevo vigor, como si la inminencia de la caza hubiera comenzado a apoderarse de él. Bajó la ventanilla del Austin siete y dejó que el frío aire de Londres le despojara del cansancio que irritaba sus cansados ojos.
El hombre que se sentaba junto a él, una figura musculosa y taciturna que para cualquier otro hubiera resultado amenazadora, entregó a Tyson un dossier con diversas fotografías en blanco y negro. Tyson extrajo la primera. En ella aparecía Jimmy van Peters frente a una verja de hierro forjado de alguna mansión eduardiana que parecía haber sido convertida en un edificio de apartamentos. El músico, aunque mayor y mucho más delgado de lo que Tyson recordaba, era reconocible al instante, y su inconfundible postura hizo recordar a Tyson aquel campamento en un bosquecillo del País Vasco. Nunca odió a aquel tipo, al contrario: Tyson siempre había sentido en sus adentros que Jimmy y él compartían el raro parentesco de los intrusos y los que estaban al margen, pero el músico, simplemente, se había metido donde no debía.
—Es él, Vinko. Bien hecho —le dijo al silencioso croata. Había rescatado a Vinko, cuya educación no procedía de las calles sino de las aulas universitarias, de un tribunal por crímenes de guerra en 1947, después de que la Interpol finalmente hubiera conseguido atraparlo junto con el antiguo asesino de la ustashe y campeón de tiro con arco. Tyson, que había reconocido ciertas características en su porte así como admiraba su enorme capacidad para guardar silencio incluso bajo tortura, entabló amistad con aquel taciturno gigante, y luego se aseguró de que los cargos le fueran retirados. En cuestión de un mes, Vinko trabajaba para él y el Gobierno de los Estados Unidos, aunque de manera no oficial. Tyson no perdió ocasión de hacerle entender al croata que le debía la vida y que tendría que hacer cualquier cosa que él le ordenase.
Tyson echó un vistazo a la siguiente fotografía, sacada desde los ventanales del sótano de ese mismo edificio. Jimmy van Peters aparecía hablando con un hombre más joven que él: un tipo rubio, alto, con aspecto de ratón de biblioteca, pese a su cuerpo musculoso.
—¿De quién se trata? —preguntó Tyson.
—August E. Winthrop, un segundón. Antiguo agente de operaciones especiales durante la guerra. Antes de aquello pasó un tiempo luchando en España, ahora simplemente se deja arrastrar por la corriente de la vida académica. Un don nadie, hijo de alguien ciertamente importante: Clarence E. Winthrop, antiguo senador republicano y ahora diputado en las Naciones Unidas.
—Qué interesante… El hijo de Clary.
Tyson miró más atentamente la fotografía. Constató ahora que Van Peters le estaba entregando algo al tal August, a ese don nadie.
—¿En qué campo?
Vinko frunció el ceño: aquella no era la pregunta que estaba esperando.
—¿Campo?
—Académico, Vinko.
Tyson tuvo buen cuidado de evitar que a su voz asomase la irritación. Si había algo que pudiera provocar la furia del impasible Vinko era la sensación de que le trataban con condescendencia, y un Vinko enfadado era algo terrible.
—Literatura clásica y botánica: una mezcla curiosa. Por lo visto, imparte clases esporádicas sobre el empleo mitológico de las hierbas mágicas, qué payasada —respondió Vinko en su inexpresivo acento croata.
Bajo su pesado abrigo de lana el corazón de Tyson dio un brinco, y la mandíbula se le tensó en su intento por controlar cualquier reacción que aflorase a sus rasgos. Se sentía como un perro de presa al olfatear el metálico olor de la sangre tras una temporada de obligada abstinencia.
—¿Y me decías que habéis perdido a Van Peters?
—Creemos que ha salido del país. París ha retomado su búsqueda.
—Sigue al otro tipo. Quiero saber exactamente dónde va y cuándo.
—Pero es un don nadie.
—Síguele.
El tono de Tyson no dejaba lugar a las ambigüedades.
El Reform Club de Pall Mall tenía, en opinión de August, sus ventajas como sus desventajas. Una de las ventajas era que aún mantenía el veto al género femenino, lo que contribuía a hacer de tan majestuoso club, con su magnífico atrio alrededor de cuyo eje irradiaban las salas de lectura, un lugar tranquilo en el que imperaba una atmósfera acartonadamente masculina. Pero también, al menos para August, permitía que uno enfocase la mente en lo que debía, sin distracciones femeninas. La desventaja era que el lugar exigía que incluso los visitantes llevasen una corbata, la cual se les podía proporcionar en la misma puerta si alguien cometía la estupidez de intentar entrar en sus salones vestido de manera inapropiada.
Durante sus labores para el Servicio de Operaciones Especiales, aquel era uno de los lugares en donde Malcolm Hully comía ocasionalmente con el americano cada vez que acudía a Inglaterra. August se había acostumbrado a aquella atmósfera enrarecida. Erudita e idealista, había sido iniciada por el partido whig, fundadores del liberalismo británico y sus filosofías tan igualitarias como utópicas. Como americano, orgulloso de la génesis revolucionaria de su país, August se sentía como en casa entre aquellos bustos de individuos con los que compartía una fe similar en la libertad, los cuales parecían observarle con una mirada aquiescente.
Se sentaron en una de las mesas de la galería superior, dispuesta sobre el enorme atrio que recorría toda la altura del edificio y estaba decorada con una serie de retratos de sus miembros fundadores; ante ellos había una bandejita repleta de sándwiches. Su antiguo jefe, ahora más corpulento que en el pasado, podía presumir todavía de esa tez rubicunda e inconfundiblemente inglesa que pregonaba una infancia en el campo. Era un hombre al que no le costaba controlar sus emociones, pero cuyo inane entusiasmo a veces asomaba sin el menor cuidado en todas sus acciones. Malcolm había tenido como función decodificar mensajes y supervisar las operaciones de August en la Francia ocupada, desde la seguridad que le ofrecía mantenerse tras las bambalinas, allá en el cuartel general del Servicio de Operaciones Especiales de Baker Street.
Malcolm había tenido que hacer un inconmensurable esfuerzo para mantener a raya a aquel americano enormemente imaginativo, inconformista y conocedor de un buen montón de idiomas, pero, además, el vasto conocimiento que August tenía de los Pirineos, tanto en la frontera francesa como en la española, así como su dominio de varios lenguajes, le hacían completamente imprescindible. Y la apuesta había tenido una generosa recompensa. Las bravatas y el coraje del americano siempre se veían coronados por el éxito, fueran cuales fuesen sus posibilidades.
August había cumplido a la perfección cuatro misiones en la Francia ocupada, en coordinación con la resistencia: los rebeldes republicanos y franceses habían contribuido a organizar la Operación Cometa, consistente en hilvanar una serie de pisos francos y asegurar una ruta de escape para los soldados de aviación aliados que se habían visto obligados a aterrizar en territorio enemigo. Aquello les permitía llegar hasta los Pirineos a través del País Vasco y luego escapar en barco desde las costas españolas hasta Southampton.
Malcolm había terminado por celebrar las hazañas y éxitos de August, pero tras la guerra, y con la llegada de la paz, muchos de los antiguos operativos del SOE resultaban superfluos. Algunos se retiraron, otros regresaron a sus anteriores encarnaciones como académicos, matemáticos o funcionarios. Los más brillantes se embarcaron en negocios privados, y ya en los albores de 1950 comenzaron a emerger como los nuevos empresarios del mundo financiero. Unos cuantos engrosaron las filas del MI5 o el MI6, lentamente, en secreto, como por ejemplo Malcolm, mientras que otros se perdieron en la austera lucha de la posguerra, esos años baldíos de racionamientos y desempleo. Malcolm siempre había contado a August entre los casos perdidos. Había empezado a desaparecer del circuito de las fiestas privadas, de las recepciones de embajadas y empresas, de las inauguraciones de galerías de arte, dos años atrás, y eso había ayudado a que ambos perdiesen el contacto. En ocasiones, el nombre de August aparecía en las columnas de sociedad o en alguna conversación pasajera durante una cena cualquiera, pero lo cierto era que Malcolm no tenía la menor idea de lo que August había estado haciendo realmente desde que la guerra acabó, y, del mismo modo, confiaba en que August tampoco supiera una sola palabra de la verdadera naturaleza de su propio trabajo.
August tomó uno de los sándwiches.
—Dios mío, es beicon de verdad: creo que no había visto algo así desde 1942.
—Es de Canadá. Creo que el club tiene sólidos vínculos con los antiguos alumnos que hay en las Colonias. Disfrútalo mientras puedas, la semana que viene serán sándwiches de pescado. ¿Y bien? ¿Sigues comprometido con esa preciosidad?
—Cecily.
—Eso es, leí sobre ella, Cecily Highton-Smith, bella, inteligente y bastante rica, si no recuerdo mal. Su padre es un antiguo diplomático que en la actualidad ocupa un escaño en la Cámara de los Lores, ¿no es cierto?
—Lord Highton-Smith…
—Bueno, August, nunca has sido la clase de tipo que hace las cosas a medias, pero no acierto a imaginar cómo demonios conseguiste obtener su aprobación… Tu carisma natural, supongo. Pero nunca tuviste demasiado, y tampoco demasiado tiempo para cuidarlo. ¿Entonces, todo bien?
Malcolm no pudo por menos que reparar en que el americano parecía hambriento, resacoso y pobre.
August mordisqueó el sándwich, dejando que aquellos sabores punzantes se filtraran sin trabas en sus sentidos. Por un momento, como por arte de magia, le dio la sensación de que Inglaterra, la próspera Inglaterra, nunca había cambiado. Malcolm Hully le observó divertido: una mirada atenta revelaba que los puños de la camisa del americano, la cual, sin duda, tiempo atrás le había debido de costar un dineral, estaban raídos, y él mismo ni siquiera se había afeitado. También parecía que no había pegado ojo en varios días. Malcolm comenzó a sopesar la clase de información que August podía ofrecerle, y de qué modo podría utilizarla en su beneficio: ¿acaso aquel antiguo prodigio mantenía conexiones relevantes con el partido comunista inglés, o incluso con los propios soviéticos? August siempre había sido marcadamente de izquierdas, y últimamente, la carrera de Malcolm se había visto estancada en una suerte de anquilosada apatía. Cualquier información podía tener un valor incalculable. La atmósfera que se respiraba en Leconfield House era tensa, incluso paranoica, tanto en el MI5 como en el MI6, en especial desde la deserción de Guy Burgess, dieciocho meses atrás. La idea de que pudiera haber un topo en la cúspide de la pirámide jerárquica de Oxbridge no había sido confirmada oficialmente, pero era ampliamente aceptada por ambas instituciones, y Malcolm, como oxoniense que era, y, además, de los que habían reclutado activamente en la universidad para los servicios de espionaje, allá en la marejada política de los años treinta —cuando tanto Oxford como Cambridge se inundaban de jóvenes apasionados como August Winthrop, atraídos por sistemas aparentemente igualitarios como el socialismo, aunque a menudo como reacción al auge del fascismo—, podía ser considerado, naturalmente, sospechoso. Winthrop era uno de los hombres más brillantes que había conocido, y aquella mezcla de encanto e inteligencia era cualquier cosa excepto inútil. Pero, en su fuero interno, Malcolm siempre se había preguntado el porqué de que August hubiera escogido el apodo de «Hombre de Hojalata», de El Mago de Oz, como nombre en código para sus operaciones secretas. A veces Malcolm llegaba a la conclusión de que aquella insólita elección indicaba una debilidad en la psicología del americano, un miedo inconsciente, pero arraigado, a la posibilidad de que también él careciese de corazón. Pero, por supuesto, un hombre inteligente que careciese de corazón era mucho más útil que uno que sí lo tuviese, como cualquier buen espía podría decir. La empatía era un obstáculo, y aun así, ¿por qué gustaba tanto a las mujeres? Malcolm se sentía perplejo, y pensó, no sin desagrado, en el indisimulado entusiasmo que su esposa Marjorie había mostrado al mencionarle que iba a comer con Winthrop.
August se terminó el sándwich.
—No exactamente. Puede decirse que el compromiso terminó ayer. Hubo algunas… complicaciones.
August dejó en el aire el significado de aquella última palabra, deseoso de no haber sonado demasiado insensible.
Malcolm Hully sonrió de oreja a oreja, y luego dio un rápido sorbo al oporto, bastante malo, que les habían servido.
—Bueno, como dicen, la monogamia es por lo general una actividad llevada a cabo por dos personas… y por lo general las mismas dos personas durante un período considerablemente largo de tiempo.
—Eso dicen los rumores —replicó August, también sonriendo. Ambos dejaron escapar una suave risa.
—Dios, ¿recuerdas cuando encontré al viejo Bodery en el armario escobero con una de las enfermeras? No sabía si felicitarle o degradarle.
Malcolm se arrellanó en su asiento, repentinamente feliz de recordar los viejos tiempos.
—La verdad es que creo que deberías haberla condecorado a ella por hacerle perder la virginidad. De hecho, ¿cuántos años tenía?
—Treinta y nueve por entonces. Dios, qué tiempos tan felices. ¿No los echas de menos?
August apartó la mirada, pues no quería mostrar sus sentimientos. Se llevó una mano al bolsillo para coger un cigarrillo. No le quedaba ninguno, se habían acabado. Al instante Malcolm le ofreció uno de los suyos, unos Peter Stuyvesants, disponibles únicamente en el mercado negro, según advirtió August, quien también reparó en el reloj nuevo de Malcolm y sus gemelos de oro. De nuevo, intentó recordar a qué se dedicaba ahora Malcolm. Creyó recordar que en el Departamento de Exteriores, en un puesto administrativo. Cogió el cigarrillo, pero no pudo evitar preguntarse cómo Malcolm podía permitirse tales lujos con el sueldo tan escaso que le correspondía dado su puesto de trabajo. Lo encendió y soltó un penacho de humo.
—¿Echarlos de menos? Algunas mañanas ni siquiera me reconozco. Lo trágico del asunto es que sospecho que nací para el combate. Ya me conoces, Malcolm, no soy la clase de hombre que puede sentar cabeza. Creo que Cecily vio mi farol, aunque ella lo valoró en términos de una disfunción psicológica.
Malcolm levantó la vista, y advirtió la vulnerabilidad que mostraba el rostro de un desprevenido August.
—¿Y quién puede decir lo que es psicológicamente funcional y lo que no, hoy día? —se aventuró a decir—. Hay que ir tirando, nada más. Todos llevamos encima las cicatrices de la guerra. Nuestra generación, quiero decir, y así será hasta que nos entierren.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó August, resuelto a dejar de ser él el tema de conversación.
—Oh, no puedo quejarme. Tenemos una bonita casa estilo georgiano en Mayfair, dos hijos en Eton y una granja en Sussex.
—El Departamento de Exteriores debe pagarte bien, por lo que veo…
Era un comentario nada inocente, y ambos lo sabían.
Malcolm no apartó la mirada.
—Mi suegro murió y nos quedó una buena herencia. —Regodeándose en la mentira, decidió decorarla un poco más—. Pero me pagan bien por mi trabajo, aunque es bastante aburrido, ya sabes, quedar con gente y mover contactos, pero ya conoces a Marjorie: siempre ha tenido mucha ambición social —concluyó, más a la defensiva de lo que había planeado.
—Entonces me alegra que te eligiera a ti y no a mí —no pudo evitar August replicar.
El funcionario apartó la mirada, aunque un pequeño tic bajo el ojo derecho le traicionaba. Había pasado por su mente la imagen de August y Marjorie haciendo el amor: era un escenario que solo estaba en la realidad, pero no ignoraba Malcolm que aquello había tenido lugar en la realidad, en las últimas semanas de desesperación que acompañaron a la concentración de tropas en Dunquerque, en ese lapso de tiempo que se extendía entre el instante en que le propuso matrimonio y ella terminó por aceptar.
Malcolm se había enamorado de Marjorie en el mismo momento en que esta apareció en su despacho: rubia, menuda, irradiaba esa inevitable mezcolanza erótica procedente de la vulnerabilidad y de la inteligencia. Instintivamente, él supo que aquella mujer estaba lejos de su alcance: era demasiado hermosa, de una clase demasiado elevada, y (si tenía que ser sincero consigo mismo), muy probablemente, demasiado inteligente. Pero, fuera como fuese, Malcolm se había enamorado de ella, y sufría ante su proximidad los dolores del más terrible martirio. Aterrado ante la posibilidad de verse rechazado, se trababa ante ella, o se mostraba brusco y aparentemente indiferente a su mera presencia, incapaz de dar el primer paso. Había sido la prestancia de August, recién regresado de una misión en Francia, con el cabello alborotado y eléctrico de pura adrenalina, lo que había hecho que Malcolm se viese impulsado a actuar. Suponía que debía de darle las gracias al americano por aquello, pero por entonces estaba suficientemente furioso por el modo indolente con el que August había puesto los ojos en Marjorie, y, tan indiferente como el mejor de los cazadores, procedió a desplegar sus hábitos de seductor irreductible. Aquel tipo era incorregible. Aún peor, para horror de Malcolm, ella había respondido a sus requiebros. Por suerte, antes de que la relación se consumara, August había sido enviado a otra misión. Marjorie se mostró inconsolable, bueno, casi, y esta vez Malcolm se aseguró de estar allí para aliviar sus penas. Dio la casualidad de que justo entonces los mensajes codificados que August remitía desde Francia dejaron de llegar, y el departamento tuvo todos los motivos para creer que había sido capturado, y, posiblemente, eliminado. Malcolm aprovechó la oportunidad para proponer a Marjorie en matrimonio.
Para cuando August reapareció en algún lugar de la Francia de Vichy, y sus mensajes habían sido descodificados, Marjorie había aceptado la proposición de Malcolm, pero cuando el americano regresó a Londres, pasaron juntos una noche de amor: algo que ella le había confesado a Malcolm el año anterior.
Mirando ahora a August, al que, pese a todo, aún aureolaba un carisma que hacía volver cabezas, Malcolm le odió por un momento, a causa de la facilidad con que tanto las mujeres como la suerte de sobrevivir a la adversidad parecían acompañarle. Una vida tocada por la suerte, independientemente del destino que pareciera levantarse ante él. De nuevo, la idea de poder tener al americano en sus manos excitaba a Malcolm.
—¿Sabes, August? Nunca he podido entender por qué abandonaste Oxford. Podías haberte graduado, volver después a Boston y seguir adelante con tu vida, en el seno de tu aristocrática familia.
—Al principio fue Charlie Stanwick quien me unió al partido, pero tras ver la ambición de Hitler, me sentí moralmente impelido a partir como voluntario a la guerra de España. Las armas de los nazis, sus aviones, que trataban a españoles y vascos como si de una suerte de ensayo para una masacre se tratase, Guernica, Madrid, Bilbao… ninguno de nosotros, ya fuéramos marxistas, republicanos, las brigadas internacionales, los nacionalistas vascos, lo que fuese, nos hacíamos ilusiones de que la paz sobrevendría bajo tal tiranía. Es una lástima que el resto del mundo no se parase a escuchar.
—Bueno, todos hemos pagado el precio.
—Y siempre te estaré agradecido porque me permitieses tener la oportunidad de seguir en la lucha. Nadie más confió en mí, y sabía que tampoco sería bienvenido de regresar a los Estados Unidos, aún menos siendo comunista de carné.
—¿Y ahora qué? ¿No te gustaría volver a casa? Allí todo está en auge, el albor de una nueva y próspera era industrial. Aquí, en cambio, solo asistirás a la caída y entierro del Imperio británico: aunque la mitad de mis colegas se nieguen a admitirlo, cualquiera creería que todavía gobernamos la India, China y Oriente Medio.
—Los americanos no querrán que vuelva. Y menos con el senador McCarthy haciendo sonar el tambor del anticomunismo. Y con Eisenhower en la Casa Blanca, estoy seguro de que se prepara una nueva guerra: Corea, Egipto, la Unión Soviética, China… Unos y otros están a la espera de que suceda lo inevitable.
—Como si no lo supiera. ¿Y de qué lado estás ahora?
—Antes solía calificarme como marxista; ahora no estoy seguro, con todos esos rumores que circulan sobre los campos de trabajo y los arrestos practicados por Stalin. Lo que sí te digo es que va a ser un infierno cuando el tipo muera. Espera y verás. Yo no me precipitaría en guardar la ropa de faena. Pero, sea como sea, todo eso ya queda a mi espalda. He pasado los últimos años prosiguiendo mis estudios académicos.
Malcolm examinó atentamente su rostro, sin creerle una sola palabra.
—Me preguntaba adónde irías. Incluso escuché el rumor de que en cierta ocasión estuviste en la Unión Soviética. —Malcolm mantuvo un tono de voz indolente, diríase despreocupado.
—Acudí a una conferencia sobre la flora georgiana a través de los mitos.
—Eso es, tú y tus estudios ocultistas.
Malcolm trató de no parecer sarcástico, pero no lo consiguió, y vio que a August le cambiaba la cara.
—Me mantiene lejos de los problemas, y me sirve para pagar las facturas… más o menos. Y siempre fue para mí una segunda pasión. Además, ahora se me respeta como historiador, e incluso tengo doscientos lectores esperando la salida de mi segundo volumen: Famosos envenenamientos en la Historia, la belladona y otras plantas peligrosas.
—¿Y en serio quieres que me crea que has dejado la política?
—Oye, todavía estoy suscrito al Diario del Obrero, pero los días en que pertenecía al partido han terminado. Supongo que soy mucho más cínico en lo referente a la política de lo que solía ser.
—Como todos. Aun así, considerando que tu padre representa a los Estados Unidos en las Naciones Unidas…
August levantó una mirada colérica: detestaba que le relacionasen con su padre.
—No nos dirigimos la palabra desde 1936. Nunca me perdonó por haberme unido a la brigada Abraham Lincoln, y yo nunca le perdoné a él por ser el fascista que era. ¿Sabes que siempre apoyó a Hitler, hasta que Inglaterra le declaró la guerra? Lo conoció en la fiesta de una embajada en Berlín, en los años treinta. Por lo visto, Der Führer causaba bastante impresión. No te engañes. Para mi padre soy persona non grata, y me gustaría que las cosas siguiesen así.
—Es una pena, porque ahora podría ayudarte.
—¿Ayudarme? Haría que me arrestasen. Me ha costado treinta años salir de su sombra y no voy ahora a volver a ella, no señor. Odio a ese tipo. —August bebió de un trago el whisky que había pedido, a cuenta del Departamento de Exteriores, y luego se lamentó de no haber saboreado la malta. Hablar de su padre le provocaba ansiedad y furia, en una mezcla que era cualquier cosa excepto llevadera—. Escucha, Malcolm, no soy ningún ingenuo. Sé que durante el tiempo en que se prolongó la guerra me estuvisteis espiando, y ahora también, ¿no?
Malcolm decidió no responder. ¿Sabía August que trabajaba para el MI5? Ahora, ambos jugaban al mismo juego.
—August, ¿cuál es el verdadero motivo de esta reunión?
August recorrió de un vistazo la galería: solo había otro socio a la vista, y parecía dormitar bajo un ejemplar del Times, pues una página del periódico ondulaba suavemente a cada ronquido. Aun así, August acercó la silla un poco más hacia Malcolm.
—Necesito información.
Era una petición tan directa como honesta: algo poco común en el americano, que era harto conocido por su independencia. Malcolm reconoció la sinceridad de sus palabras. Aquello lo envaró.
—Te estoy escuchando.
—¿El día 31 de octubre de 1945 te dice algo? En relación a los asuntos anglo-franceses, quiero decir. —Los dos hombres miraron la expresión del otro, ambos buscando inconscientemente un gesto revelador, el atisbo de una expresión que pudiera revelar algún subtexto oculto. Ambos mantuvieron el gesto imperturbable. La partida quedó en tablas. August fue quien rompió el silencio—. Me figuraba que podrías haber sabido algo, al pertenecer al Departamento de Exteriores.
Malcolm lanzó un suspiro, relajándose casi imperceptiblemente. Casi.
—Bueno, aparte del final de la guerra y la Conferencia de Paz celebrada en Potsdam durante el mes de julio, no me suena de nada. —Se inclinó hacia August, lo suficiente como para que este recibiese de lleno el olor de su loción de afeitado: de nuevo, no pudo por menos de preguntarse de dónde sacaba Malcolm el dinero—. Pero te aviso, August, no te mezcles en los asuntos de Franco. Los ingleses le han puesto espías, al igual que los americanos. Espías que el MI5 silenciaría sin más, y de la manera menos agradable que puedas concebir.
—¿Tengo aspecto de espía? —replicó August, sonriendo.
—La verdad es que sí. —Malcolm no alteró su adusto semblante, y August sintió un escalofrío recorriendo su piel: otros lo hubieran llamado miedo. Con el codo apoyado en la mesita, Malcolm hizo oscilar su copa de oporto—. Escucha, siempre has sido mi hombre y me he partido la cara por ti más veces de las que puedas imaginar. Pero los tiempos han cambiado. Cada día se entablan alianzas más nuevas y sorprendentes, en la cúspide se promueve un pensamiento más y más interesado, y, desde la llegada de Burgess y Maclean, ha nacido un nuevo tipo de paranoia. Las cosas ya no son blancas o negras. Vivimos un clima de ambigüedad moral. Y cada cual tiene que vigilar sus espaldas.
—De modo que la fecha tiene un significado.
—¿He dicho yo eso?
August se encogió de hombros, pensando que Malcolm podría estar evitando responder a su pregunta. Pero había algo más, algo que flotaba en la amenaza subliminal de Malcolm, una pista que había dejado escapar. August, arrellanándose en el respaldo de su silla, fingió una indolencia que el funcionario interpretó como fanfarronería.
—Escucha, August, todavía se te considera un riesgo de seguridad, y ahora mucho más a causa de la Guerra Fría. Te ayudaré, pero no puedo protegerte.
Y, para sorpresa de Malcolm, aquello sonó como si fuera cierto.
Afuera, August reflexionaba acerca de la conversación que los dos hombres habían mantenido, mientras contemplaba la suave llovizna que comenzaba a caer sobre Pall Mall. Un hombre de negocios pasó a toda prisa junto a él, tocado con un sombrero hongo, envuelto en su abrigo negro y protegiéndose con un paraguas: aquel era el uniforme de los moradores de la ciudad. Alto y delgado, tenía una apariencia casi fúnebre en su atuendo negro. ¿Qué había pasado en su vida para verse obligado a correr por la calle con tanta urgencia?, se preguntó August. ¿Aquel hombre era lo que parecía? El tipo reparó en el interés de August y, malinterpretándolo, le dedicó una sonrisa irónica que despuntó bajo su sombrero hongo, y August, dándose cuenta de su error, tuvo la decencia de sonrojarse antes de volver la espalda. «No, definitivamente no es del MI5», dijo para sí mientras volvía a poner los ojos en la calle. Por efecto de la lluvia, la nieve comenzó a aguarse, pero, con todo, había algo reconfortante en la forma en que aquel señorial paseo había sobrevivido a la guerra sin apenas cambiar un ápice de su antigua prestancia. Era el nexo de unión entre historia y tradición. Aquello era lo que August siempre había amado de Londres.
Con la vista perdida, August empezó a ver cómo cobraba forma en su mente la pista que Malcolm había dejado escapar: se dio cuenta entonces de que su antiguo jefe había mencionado a los americanos en relación con Franco, pese al hecho de que August no los había metido en la conversación. Arrancándose a actuar, se quitó la espantosa corbata que le habían obligado a llevar en el club y se puso el casco, hecho lo cual arrancó la moto.
Enfiló Piccadilly en dirección a Berkeley Square. Había alguien a quien podía pedir un favor.
Desde la calle, la barcaza anclada en la Pequeña Venecia parecía un barco más, alargado y de suelo liso, entre los que habían sido convertidos en residencia. Había cortinas de encaje en las ventanas, y pequeñas macetas rebosantes de geranios rojos.
Una vez dentro, si uno dejaba de lado algunas antigüedades notablemente caras como la mesa de costura del siglo XVI que se ovillaba en una esquina o el candelabro de plata que se erguía en una de las mesas, parecía la clase de lugar donde viviría una ancianita con ínfulas artísticas: inofensiva, quizá incluso un tanto kitsch, pero esa era exactamente la impresión que Olivia Henries quería dar al mundo.
Estaba sentada ante una mesita extensible, de madera, que daba a una silla vacía: la mesa era para dos personas, pero solo se había utilizado el plato de Olivia. En aquel momento examinaba atentamente una fotografía que sostenía en la mano, donde se leía «Gatesways Club, 1950» escrito en tinta justo al pie. En ella aparecían dos mujeres en una mesa de un bar. La más joven, vestida de traje, con un sombrero graciosamente inclinado sobre un ojo, y apenas visible su recortado cabello negro, sostenía una larga boquilla en la mano, mientras devolvía una mirada desafiante a la cámara y abrazaba posesivamente los hombros de su compañera con la otra. La mujer de mayor edad, con los labios pintados y su larga melena roja derramándose sobre sus hombros desnudos, apartaba la mirada de la cámara, mirando con una expresión adorable a otro lado: pero la proximidad de ambas no dejaba lugar a las dudas. Había un ligero borrón en los rasgos de la mujer de más edad, como si se hubiera movido o alguna luz oculta hubiera bañado sus facciones, pero, para aquellos que sabían quién era, resultaba fácilmente reconocible. Olivia examinó su rostro, luego, con un dedo, recorrió sus líneas, recordando la suavidad de aquel vestido de satén, la pulsión erótica que se sentía al saberse de otra, mucho más joven que ella, mucho más impaciente por vivir la vida, y, quizá, por acabar con ella involuntariamente.
—Idiota… hermosa idiota —dijo en voz alta, dirigiéndose a la silla vacía, sin saber si gritar o llorar, para darse cuenta después de que la rabia trascendía esas dos emociones. Cogió una agenda telefónica de un anaquel y comenzó estudiarla minuciosamente: no había ninguna entrada con el nombre de A. E. Winthrop, así que sin duda el americano ya no estaba en la guía. La única pista que tenía para averiguar su dirección era la matrícula de su motocicleta, pero lo máximo que había logrado sacar de la Asociación de Vehículos a Motor de Gran Bretaña era el nombre de la calle en la que vivía, pero ni el número del portal ni del piso. Conocía la calle y la zona: era uno de esos barrios enormemente habitados de Londres, lleno de multitud de apartamentos de una sola habitación, pisos y casas de huéspedes rebosantes de estudiantes y la inevitable marea de inmigrantes que esperaban obtener trabajo, por no mencionar los miles de refugiados de guerra que llegaban en hordas a la gran ciudad. La calle tenía una longitud de cuatro manzanas.
Resignándose a acometer una larga búsqueda, Olivia se puso su gabardina y se dirigió a la cabina de teléfonos más cercana, situada en la intersección del canal y uno de los puentes. Ignorando estoicamente la docena de tarjetas de trabajo que se apilaban contra la parte superior del aparato, donde aparecían dudosos anuncios tales como «Señorita francesa busca alumno», «Modelo de arte, rubia, buen cuerpo, busca ejercer», «Bailarina exótica busca cliente», Olivia insertó una moneda de dos peniques y marcó el número.
—Oh, hola, ¿hablo con la estafeta de correos de Kensignton? —dijo, subiendo la voz una octava, tratando de parecer de tan alta alcurnia como pretendía—. ¿Ah, sí? Maravilloso. Estoy tratando de localizar a mi sobrino, he de enviarle algo de dinero, ¿sabe usted? El pobre es un manirroto, pero ya sabe cómo son estos estudiantes. El problema es que conozco el nombre de la calle, pero no el número de su casa… ¿podría usted…? Maravilloso. El nombre es August E. Winthrop.
Mientras aguardaba a que el funcionario de correos del otro lado de la línea localizase la dirección, se entretuvo en hacer garabatos sobre una de las tarjetas. Una vez y otra se dedicó a trazar una serie de rayas negras hasta atravesar el cartón, visualizando el rostro de August cada vez que pintaba una nueva línea, hasta que la afable voz con acento cockney del funcionario acudió a interrumpirla.
—Piso 3, número 45 de Hurlington Terrace —repitió la mujer—. Oh, es maravilloso, muchísimas gracias por su ayuda —dijo, deshaciéndose en agradecimientos, y luego se dio cuenta de que los garabatos que había dibujado en la tarjeta formaban una calavera.
Seguía lloviendo en Grosvenor Square y todavía podían verse algunos funcionarios recorriendo los jardines de la plaza, contemplando con gesto lúgubre a las palomas que se peleaban por recoger las migajas que les habían echado. August subió velozmente los peldaños del número uno: las barras y estrellas ondeaban en el pórtico de piedra gris de la imponente hilera de casas que alojaban a la embajada de los Estados Unidos.
—Uf, ¿no es encantador el clima inglés? —dijo casi sin aliento al soldado del Ejército americano que montaba guardia al otro lado de la puerta de roble, tratando de parecer lo más americano posible. Funcionó: el soldado se hizo a un lado y August enfiló sus pasos hasta la mesa art decó que dominaba la zona de recepción.
—¿Puedo ayudarle en algo?
La recepcionista, una mujer adusta enfundada en un traje de sarga azul oscuro, dedicó una mirada nada halagüeña a August, que, disimuladamente, desvió los ojos hacia la lista de nombres que había junto a las puertas del ascensor, clavándolos en uno de ellos.
—He venido a ver al señor Horatio Sampson.
Se inclinó sobre la mesa, enarbolando una sonrisa seductora.
Sin dejarse impresionar, la mujer se limitó a alzar las cejas.
—¿Su nombre, señor?
—August E. Winthrop. Winthrop, como el hijo del senador Winthrop.
La expresión de la recepcionista pareció transfigurarse al escuchar el nombre de su padre, y August echó una mirada al enorme reloj que había sobre la cabeza de la mujer: eran las dos de la tarde, una hora perfecta, si la memoria no le fallaba.
—Me está esperando, así que le sugiero que avise a su secretaria —dijo August, odiándose por tener que recurrir a esa estrategia.
—Lo haré, señor Winthrop —replicó la mujer con una sonrisa bobalicona, y luego descolgó el auricular del teléfono.
—Hay un caballero que desea ver al señor Sampson. —Su sonrisa desapareció y frunció las cejas—. ¿Que no está? Pero es el señor Winthrop. —Bajó un poco la voz—. Eso es, el hijo del senador. El señor August E. Winthrop. —Su expresión cambió de nuevo—. Por supuesto. —Dejó el auricular y volvió a levantar la vista hacia August.
—Puede subir y esperarle en sus oficinas: cuarta planta.
—Gracias, y por cierto, ¿nadie le ha dicho que tienen unos lóbulos extraordinariamente hermosos?
August le guiñó un ojo antes de volverse con aire despreocupado, dejando a la recepcionista acariciándose los lóbulos, con la duda de si acababa de recibir un insulto o un cumplido.
Tyson se encontraba en el recoleto parque al que daba la fachada gris que tiempo atrás le traía tan buenos recuerdos: aquel pequeño trozo de América en el centro de Londres. La lluvia golpeteaba suavemente su paraguas abierto, produciendo un rumor vivificante, intemporal. Vinko había hecho muy bien su cometido, como siempre, y Tyson se había permitido el lujo de observar a su presa entrando en la embajada ajeno por completo a la presencia de los dos hombres, uno de los cuales le había estado siguiendo durante todo el día. Tyson miró su reloj: había llegado el momento de empezar a moverse.
—¡Dios mío, August! ¿Cómo puedes tener tanta cara?
Cindy Parsons, la secretaria del señor Sampson, una pelirroja alta y escultural originaria de algún lugar en el sur de Kansas, se había llevado las manos a sus amplias caderas, fingiendo una cólera que en realidad no sentía: resultaba realmente poco convincente, pues el placer de ver a August era más que evidente.
—Supongo que no tendrás cita con el señor Sampson, del mismo modo que debí de haber supuesto que nunca me llamarías tras haber pasado aquella noche juntos.
—Soy culpable de lo segundo, pero no tan culpable como el felizmente casado señor Sampson, quien, como correctamente «supuse», estaría viendo a esa amante suya a las dos de la tarde.
—Bueno, hay hombres que nunca cambian. Sois unos canallas, sin más.
Se volvió, airada, para dirigirse a los archivadores. August la siguió.
—Oh, vamos, Cindy, nos divertimos, ¿por qué destruir una hermosa amistad?
—Me rompiste el corazón.
—¿De veras? Me halagas. Una chica grande y fuerte como tú…
La mujer se volvió sobre sus talones y contempló al hombre alto que tenía ante ella. Parecía cansado, unos cuantos surcos habían aparecido en su frente, tenía la camisa arrugada y podía adivinarse por el tono de voz que su confianza había dejado de ser lo que era. Supuso que habían surgido algunas complicaciones emocionales que finalmente enturbiaban la indolente existencia de August. Era inevitable. Pero cuánto se lamentaba de aquella atracción que la embargaba cada vez que se encontraba en su presencia… Su madre estaba en lo cierto: el mundo era un lugar injusto, y aquellos que se habían visto bendecidos por el encanto y la belleza solían hacerlo aún peor.
—¿Qué quieres de mí, August?
—No seas así. ¿Por qué no piensas que simplemente he pasado a saludarte? ¿O a invitarte a cenar conmigo?
—Me parece que la invitación sería para un apestoso bar donde solo servirían pescado con patatas a dos peniques… Y correría de mi cuenta.
—Pues a bailar.
—¿Bailar? August, tú no bailas, tú te agarras como un pulpo y ya está. Además, detesto el jazz.
August se acercó por detrás y le mordió la nuca con fuerza. Aquello la derritió de inmediato: una ardiente andanada de recuerdos hizo que le temblasen las rodillas. En la cama se entendían muy bien. August Winthrop era una extraña combinación de belleza y generosidad sexual. Maldito fuese por ello.
—Vale, dejemos los preámbulos. —Lo apartó de un empujón—. Dime qué es lo que quieres: supongo que podrás convencerme. Pero no te hagas a la idea de que soy fácil.
—¿Fácil? ¿Tú? —August rio y le guiñó un ojo—. Si no recuerdo mal, me costaste lo tuyo.
Cindy volvió a sonrojarse.
—Bueno, ¿pero qué quieres exactamente? —le preguntó, cortante, intentando recuperar la compostura.
—Me preguntaba si no habría algún archivo sobre cierta operación que tuvo lugar hacia el 31 de octubre de 1945, en el lado español de los Pirineos, donde nuestros hombres se hubieran visto involucrados.
August le mantuvo en todo momento la mirada, consciente de que Cindy no se resistiría a sus artimañas. Lo que estaba pidiendo era causa de alta traición, pero si mantenía aquel tono entre seductor y despreocupado estaba seguro de que la mujer obedecería. Para asegurarse, barrió con la mirada el cuerpo de la mujer, de arriba abajo, de los pechos al pubis, como si de una larga caricia se tratase. Al otro lado de la mesa, Cindy dejó que de sus labios escapase un suspiro: no iba a poder evitarlo.
La recepcionista devolvió a Tyson su pase de la CIA.
—Bienvenido a Londres, señor, ¿a quién desea ver?
Aquel seco acento transatlántico hizo que Tyson frunciese los ojos ligeramente. Había algo cítrico y ácido en la presencia de aquella mujer que le disgustaba terriblemente: aun así, mantuvo la sonrisa adherida a sus labios.
—Gracias. —Se guardó el pase en el bolsillo trasero—. Lo cierto es que me preguntaba si alguien llamado August E. Winthrop se encuentra en el edificio.
La mujer le miró sobresaltada, aunque consiguió rehacerse en cuestión de décimas.
—Llegó hace unos minutos.
—¿Sabe dónde puedo encontrarle?
—En el despacho del señor Sampson, creo que quería verle. ¿Hay algún problema? —preguntó, dejando ver con ello su preocupación de haber dejado pasar a alguien que no debía al interior del edificio.
—No, ninguno en absoluto, Judith —le dijo, leyendo disimuladamente el nombre que había en la placa de la mesa—. Mera rutina: su padre me ha pedido que le vigile. Es la oveja negra de la familia.
El alivio de la recepcionista se hizo enseguida patente.
—Entiendo, lo encontrará en el despacho del señor Sampson, tercera planta, habitación 20.
—Gracias, no lo olvidaré.
Al apartarse de la mesa, Tyson comprobó la hora en su reloj. La frase mantenlo siempre frente a ti, a tiro de pistola, recuerda que ni siquiera sabe que estás aquí, se imprimió en su mente: era algo que su padre solía decirle durante sus cacerías furtivas: en aquellos terribles años de la hambruna. Concedió a Winthrop unos cuantos minutos más.
Cindy echó un vistazo al reloj de su mesa. Tenía aproximadamente una hora antes de que su jefe estuviese de vuelta, vivificado, relajado y mucho más jovial que cuando se hubo marchado. Para eso servía el sexo. Se volvió a August.
—No sé… La última vez que te «ayudé» casi me quedo sin trabajo.
—Vamos, esto es agua pasada, un reportaje inocente… Solo quiero verificar la historia de un viejo amigo mío. Mi amigo asegura que estuvo en España en el 45, y yo sé que no fue así: he apostado un montón.
August le pasó las manos por la cintura.
Le gustó su tacto: eran manos grandes, firmes y peligrosamente diestras. De nuevo sintió el revelador golpe de calor que subía de sus rodillas a sus ingles.
—¿Una apuesta?
—Cinco libras: dime si eso no vale para irnos a tomar una buena cena.
—Vale, pero te doy quince minutos, en cuanto pase ese tiempo te largas de la oficina hayas encontrado el archivo o no.
Cindy se dirigió a la oficina anexa, que pertenecía a su jefe. August la siguió.
—No husmees aquí, tú quédate en la puerta —le ordenó, mientras abría un cajón de la enorme mesa que presidía el lugar y sacaba un pequeño sobre marrón donde se leía: Documentos oficiales. Tras sacar la llave de la cerradura, dejó el sobre vacío sobre la mesa.
—Eres la mejor, Cindy.
—Como mi madre solía decir, si vas a caerte, mejor que te la pegues bien.
El nombre de Horacio Sampson estaba pintado en letras menudas y negras a lo largo de la ventana de la puerta que daba a la oficina, la cual, para sorpresa de Tyson, estaba entreabierta. Entró. La salita a la que dio era obviamente una pequeña recepción que haría las veces de despacho para la secretaria: un olor a perfume flotaba en el aire, así como la palpable sensación de que el lugar había sido desocupado recientemente. Avanzó aprisa y en silencio, dejando atrás la mesa de la secretaria, y entró en el otro despacho, el sancta sanctórum de Sampson. Un sobrecito marrón yacía olvidado en la mesa. Tyson lo cogió: estaba vacío.
Cindy condujo a August a la sala donde se guardaban los documentos oficiales como si de un dignatario se tratase y ella su guía, rezando por que no encontrasen a nadie conocido en el trayecto. Tuvieron suerte: todavía era la hora de la comida y no había nadie por los pasillos. Cindy abrió la puerta con una llave y lo dejó solo en una estrecha sala en la que únicamente había archivadores color menta alineados en hileras, como silenciosos centinelas. Allí era donde se guardaba la historia completa de las operaciones realizadas por el eje americano-europeo, para que los americanos del futuro pudieran algún día reflexionar sobre la sabiduría diplomática de su nación.
—Quince minutos, August, ni un minuto más.
—Gracias, Cindy, eres un amor.
—Una imbécil, es lo que soy.
—Pero de las guapas.
—Largo de aquí —bromeó Cindy, halagada pese a su fingido cinismo. Era difícil separarse de August: era tan arrolladoramente encantador… Salió de la oficina y, tras pensarlo bien, cerró la puerta con llave a su espalda.
* * *
August examinó aquel enorme hervidero de archivos, y después, sabiendo por anteriores visitas que la información se guardaba alfabéticamente, enfiló sus pasos hacia el archivador que contenía los documentos con la letra E.
Los pasó rápidamente hasta dar con España, incrustada entre Eslovaquia y Etiopía. Dentro del documento había otros cuantos archivos ordenados desde 1933 a 1945. El subarchivo de 1945 contenía doce secciones, una de las cuales llevaba por título Octubre.
1 de junio de 1945.
Creo que ahora que la guerra ha terminado deberíamos vigilar a Franco y cualquier inclinación que el dictador español pudiera mostrar a desarrollar una ambición expansionista similar a la de su antiguo aliado, Hitler. Dejar un país fascista en Europa es crear un riesgo potencial para una paz tan reciente como frágil. El apoyo de Franco al Eje, aunque no mencionado, durante la guerra, así como el flagrante aprovechamiento de la posición estratégica de España en el teatro europeo/norte-africano sugiere un carácter débil y corrompible. Fuera como fuese, sus ambiciones no pueden ser infravaloradas. Habiendo batallones y movimientos fascistas (aunque pequeños y aislados) dispersos por la Europa Occidental y Oriental, por no mencionar el bloque soviético, condenados todos ellos a pasar a un perfil de actividad bajo, creo necesario adoptar la política de entrenar y «alentar» a las facciones que se opongan al régimen instaurado en España, con la intención última de derrocar dicho régimen e iniciar un proceso democrático que tendría el completo apoyo (y la simpatía) tanto de los Estados Unidos como de los aliados. Se ha propuesto junto al Gobierno vasco en el exilio en París que levantemos un campo de entrenamiento para adiestrar tanto a soldados como a oficiales con el potencial de asestar un golpe exitoso. Esto tiene la aprobación del presidente Truman.
Fascinado, August siguió leyendo: de modo que Jimmy van Peters estaba en lo cierto. Parecía que la principal preocupación de Truman, tras la rendición de Alemania, era que hasta los más mínimos esquejes de fascismo, incluidos algunos movimientos nacionalistas en Europa del Este (quienes, bajo la promesa de la independencia, se habían alineado junto a Hitler), pudieran revitalizarse y alzarse de nuevo. Franco, como líder fascista al que la guerra no había derrotado, era un candidato más que obvio y Truman no tenía la intención de correr ningún riesgo.
La última página del subarchivo tenía por título Operación Lagarto. August se envaró al verlo, ardiendo de impaciencia: aquel era el equipo al que perteneció Jimmy, tal y como este lo había descrito, y ahora yacía ante August escrito en negro sobre blanco y en papel oficial. El informe describía cómo el Ejército de los Estados Unidos había enviado tanto armas como oficiales del ejército para entrenar a los remanentes del Ejército republicano exiliado en Francia con la intención de asestar un golpe al régimen de Franco, pero la operación fue anulada tras la reunión de paz de Potsdam, cuando Truman, tras encontrarse con Stalin, llegó a la conclusión de que el comunismo era una amenaza mucho peor para el mundo que había quedado en pie tras la guerra. El presidente Truman dio órdenes a los americanos de que se retirasen de los campos de entrenamiento vascos. En la página diez había algunos telegramas adjuntos:
14 DE SEPTIEMBRE DE 1945, WASHINGTON.
DESPACHADAS ÓRDENES DE RETIRADA A TODOS LOS AGENTES Y OFICIALES DE LAS CÉLULAS VASCAS TANTO EN FRANCIA COMO EN EL PAÍS VASCO: TODOS HAN ACATADO EL OPERATIVO SALVO LA OPERACIÓN LAGARTO. ESPERANDO COMUNICACIÓN DEL COMANDANTE CUYO NOMBRE EN CLAVE ES JESTER.
18 DE SEPTIEMBRE DE 1945, WASHINGTON.
AÚN NO SE HAN RECIBIDO NOTICIAS DEL AGENTE JESTER. PREOCUPANTE, DADO QUE LA OPERACIÓN LAGARTO SE ESTÁ LLEVANDO A CABO EN TERRITORIO HOSTIL.
URGENTE
4 DE NOVIEMBRE DE 1945, WASHINGTON. ASUNTO: OPERACIÓN LAGARTO
INFORMES AÚN NO CONTRASTADOS EN TORNO A UN INCIDENTE DE NATURALEZA CRIMINAL OCURRIDO EL 31 DE OCTUBRE, EN EL QUE SE HALLA INVOLUCRADO EL OFICIAL
CON NOMBRE EN CÓDIGO JESTER. HABIDA CUENTA DE LA NATURALEZA DE LAS OPERACIONES Y DE LA ACTUAL RELACIÓN CON EL GENERAL FRANCO, LAS FILTRACIONES TENDRÁN QUE SER EVITADAS A TODA COSTA. SE HA CONFIRMADO QUE TODO POSIBLE RASTRO Y CONOCIMIENTO DEL INCIDENTE HA QUEDADO LIMITADO A VIZCAYA. HASTA OBTENER UN INFORME DETALLADO Y UNA EXPLICACIÓN COMPLETA POR PARTE DE JESTER, DONDE DEMUESTRE QUE HA SIDO UN OFICIAL Y UN SOLDADO DE REPUTACIÓN EJEMPLAR, LA OPERACIÓN LAGARTO SE DARÁ POR TERMINADA.
Perplejo, August contempló el documento: así pues, Jimmy había estado equivocado durante todos esos años. La orden de ejecutar a la Leona y sus hombres no procedía del Gobierno americano, la orden decretada había sido, simplemente, evacuar el lugar. ¿Entonces, por qué el agente Jester —Damien Tyson— ordenó la masacre? ¿Con qué propósito? ¿Y por qué esa preocupación por eliminar al resto de testigos a lo largo de los años siguientes?
El viejo ascensor se detuvo en el vestíbulo con una sacudida. Tyron descorrió las portezuelas metálicas y salió a un estrecho pasillo. La última vez que había estado en la embajada fue justo al final de la guerra y antes de que le enviasen a España, con el fin de adoctrinar al embajador acerca de en quién debía confiar y en quién no en el gabinete post-bélico de Churchill. La visita de Tyson no había sido acogida con muchas simpatías, y, en cierto modo, aquellos laberítincos pasillos del edificio georgiano se le antojaban una desagradable pero exacta metáfora de la insidiosa complejidad de la política británica. Reparando en que probablemente se encontraba en lo que tiempo atrás debieron de ser las dependencias de los criados, sintió que aquella vieja sensación de claustrofobia volvía a él. Sabía que la sala de archivos se hallaba a la izquierda, pasado aquel largo pasillo. Procedió a dirigirse hacia allí, pero justo en aquel momento el murmullo de unas voces —un hombre reprendiendo a otro con un claro acento cockney— reverberó por el corredor. Tyson se apresuró a mirar a un lado y otro: había una puerta, apenas visible, encastrada en una de las paredes. Tyson la traspuso y cerró suavemente, evitando por apenas un segundo a los vigilantes, que, ajenos a su proximidad, siguieron discutiendo mientras abandonaban el lugar. Allá en la más profunda oscuridad, Tyson pugnó contra una andanada de náuseas al comprobar que había entrado en un cuarto de baño.
August se vio interrumpido por el ruido de la llave en la cerradura. Aprisa, cogió la última página del subarchivo y la metió dentro de su camisa. Rehaciéndose, se volvió para saludar a Cindy.
—Tal y como pensaba, el tipo solo decía chorradas. La operación que según él había tenido lugar ni siquiera existía.
—Me alegra de haberte servido para algo, como siempre, ¿entonces, cena y baile en el Trocadero?
—Claro, cariño, cuando tú digas.
Procedente del pasillo, ambos escucharon el ruido de una puerta al cerrarse y el rumor de unas pisadas. August y Cindy se quedaron inmóviles al oír que alguien se detenía al otro lado de la puerta para luego proseguir su camino. Cindy miró con los ojos abiertos de par en par a August, y cuando el ruido de las pisadas se diluyó en la distancia, casi lo empujó hacia la puerta.
—Mejor será que te largues de aquí.
Una vez August se marchó, Cindy recorrió con la mirada los archivadores. Había uno en el fondo cuyo cajón estaba ligeramente entreabierto, como si alguien lo hubiera estado inspeccionando. Cindy se acercó hasta allí. Los documentos habían sido extraídos del cajón, lo que delataba que habían sido examinados recientemente. Uno sobresalía por encima del resto. España, 1945: faltaba la página diez. Maldiciendo su debilidad, volvió a colocar el documento en su lugar, esperando que si alguien reparaba en la página que faltaba lo hiciera muchas décadas después, y luego se dio cuenta de que August ni siquiera la había citado para un día y una hora en concreto.
Escuchó entonces el ruido de la puerta a su espalda. Asustada, se volvió en redondo.
—Perdone, no pretendía asustarla.
El hombre —menudo y musculoso, de unos cincuenta y pocos años, con el cabello prematuramente blanco y unos ojos de un extraño color verde claro— le sonrió, mostrando una hilera de dientes demasiado blancos y demasiado ordenados, de un desagradable aspecto carnívoro. Parecía de la costa este, por su acento, quizá de Washington, y vestía un traje muy caro de un diseñador de Manhattan que Cindy reconoció de inmediato. Dando por sentado que se trataba de algún oficial que casualmente había entrado allí, la joven se envaró, volviendo deliberadamente la espalda al archivador.
—No, en absoluto, solo buscaba información para mi jefe.
—¿Su jefe?
Hablaba en voz baja, y había algo en ella que la desorientaba: aquel tono impedía a Cindy concentrarse.
—El señor Sampson… Es quien lleva todas las operaciones en el Mediterráneo —explicó, y luego se maldijo a sí misma. No era que confiase en aquel individuo: más bien sucedía lo contrario, el tipo le daba miedo, e incluso sentía que algo faltaba en su presencia, tal vez un olor, o su propia sombra. Con todo, Cindy se sentía impelida a responder.
—Entiendo. —Caminó de lado hacia ella, un movimiento tan curioso como antinatural. El pecho de Cindy se tensó: tenía ganas de gritar, pero, con la espalda contra el archivador, ni siquiera pudo moverse—. Este es el archivo de la letra «E», ¿verdad?
—Eso es, «E» de «Europa» —dijo torpemente.
—Sabe… —Se acercó un poco más a ella, y Cindy pudo sentir el calor que irradiaba de su cuerpo bajo la camisa blanca, almidonada, y el traje de lana—. Estaba ahí fuera y juraría que he oído voces aquí dentro, la suya y la de otro hombre, un hombre que, al parecer, podría estar interesado en la E… —Sonrió de nuevo, y a Cindy le recordó a una hilera de aletas de tiburón cercándola más y más—. ¿Estoy en lo cierto?
Cindy le miró como hipnotizada, incapaz de moverse. En aquel preciso instante, se escuchó un portazo procedente del pasillo, y el hechizo desapareció.
—Lo siento, tengo que volver a mi oficina —dijo, apartándole a un lado para pasar.
Qué pena, pensó Tyson, con la imagen de sus nalgas y sus piernas enfundadas en un par de medias alejándose de él en un collage de movimientos verticales todavía ardiendo en sus retinas. Una chica tan bonita, con una piel tan sonrosada… La de cosas que él podría hacer con esa piel. Se lamió los labios, agrietados y secos a causa del vuelo, y luego recordó a una prostituta a la que se tiró durante un viaje a Londres. La llamaría esa misma noche.
Se volvió hacia el archivador y abrió el cajón donde se contenían los documentos relativos a España. No tardó ni un minuto en descubrir que faltaba una página. No se engañó con los motivos por los que esa página en concreto había sido robada. Así que a Winthrop le gustaba resolver misterios, pensó, recordando el rostro hermoso y confiado que había visto junto al de Van Peters en la fotografía; un antiguo espía, profesor de lenguas clásicas, botánico… y que conocía España mejor aún que él, provisto del talento del pensamiento lateral y con un interés más que notable en el ocultismo, en resumidas cuentas, un diletante privilegiado que jugaba a ser historiador. Tyson dejó caer la mano en el documento y se concentró en aquel tipo, en su persistente presencia, y un odio lento comenzó a amasarse en el fondo de su garganta, como un sabor acre, ácido.
Tyson siempre había sufrido la indignación de ver demasiado de cerca, de pertenecer, incluso, a ese esqueje de la humanidad al que las circunstancias habían obligado a acorazarse ante la humillación que significaba ver cómo las mejores oportunidades recaían en otros, los privilegios, los ascensos, y cómo aquellos los aprovechaban sin el menor esfuerzo. Reconoció en August Winthrop a una de esas criaturas: nacido en el seno de una familia distinguida, tras los imaginarios ventanales de la imaginaria mansión a través de la cual Tyson se sentía condenado a contemplar el mundo, independientemente del éxito o el poder que él mismo tuviera. Era una cuestión de autenticidad. Si tenía que ser sincero consigo mismo (y lo era, de una forma brutal), nunca se sentía satisfecho, nunca se sentía legítimamente poderoso. Era una sensación que hacía lo posible para ocultar a sus semejantes y, de hecho, había matado a muchos tipos por menos de eso.
Vástago, hecho a sí mismo, de un vendedor de seguros de una pequeña ciudad que había arrastrado a su familia al medio oeste durante la terrible crisis que asolaba el mundo, Tyson había comenzado como empleado en la Oficina de Servicios Estratégicos hasta que finalmente su habilidad para los idiomas y su inexorable sentido de la estrategia no pasaron desapercibidos. En cosa de tres años se había reinventado a sí mismo: luego vino la guerra y Tyson comenzó a prosperar. Los tipos como él, nacidos sin el obstáculo de la empatía, se crecían en los conflictos. Ese era su hábitat natural, su raison d’être en un sentido puramente evolutivo. Cuando la guerra concluyó encontró una nueva guerra donde podía seguir sus operaciones. Sin la injerencia de una relación, o la idea de una relación siquiera, Tyson demostró ser un operativo ciertamente eficiente, cuya única debilidad radicaba en su tendencia a mostrarse demasiado independiente de los criterios de la Oficina Central. Pero era tan obsesivo como meticuloso, y podía matar sin mostrar la menor duda ni el menor remordimiento. Aquel rasgo le hacía sumamente valioso para la organización, y él lo sabía.
Se apoyó en el armario, sintiendo cómo se clavaba en su espalda el frío borde del metal. Le gustaba el dolor; eso realzaba las sensaciones, evitaba que el momento, simplemente, pasase. Las más dispares piezas de información parecían flotar ante él como naipes que aguardasen a ser repartidos en el orden exacto, el juego del solitario en versión espía. Déjale; déjale que él se entienda con el enigma, que sea tu desprevenido traductor, fue la respuesta que llegó a su mente. Bajó la vista al documento, con su página ausente. Ya tenía suficiente cebo para seguir el olor de su presa.
—El olor que llevará a August Winthrop a un lugar que he estado buscando a lo largo de media vida —dijo en voz alta, y luego cerró los dedos con fuerza, como si fuera a romper un cuello.
Mientras conducía por Russell Square, y al atravesar después la parte trasera de Lancaster Gate en dirección a Kensington, August reparó en que un Morris Minor de color negro le estaba siguiendo. Miró por el retrovisor. El conductor parecía ser una mujer de mediana edad, con el cabello recogido en un pañuelo de seda. Parecía una artista. «¿Me estoy volviendo tan paranoico como Jimmy?», se preguntó, sin apenas dar crédito a lo que veía. Dirigió su vehículo bruscamente hacia una callejuela que discurría por la parte de atrás de una hilera de antiguas caballerizas, reconvertidas ahora en casas. Para su espanto, el Morris Minor le aguardaba en el otro extremo, aparcado en el arcén. Tras abrir aquella discreta distancia entre ambos, el coche se apartó de la calzada y comenzó otra vez a seguirle.
¿Quién era esa mujer? Lo cierto es que no tenía aspecto de trabajar en la embajada, y mostraba suficiente torpeza a la hora de seguir un objetivo que difícilmente se podría asumir que trabajaba para el MI5. Aunque fuera un pensamiento inconcebible, si bien sumamente preocupante, se le ocurrió que podía tratarse de la madre de alguna chica que podía haberse sentido engañada por él. ¿Era aquello posible? Claro que no. En lo que a él respectaba, siempre tomaba precauciones y abandonaba a sus conquistas de forma elegante pero firme. Fuera como fuese, la insistencia de aquella misteriosa mujer le inquietaba; además, había algo familiar en el hermoso aunque adusto perfil que había visto en el espejo retrovisor. ¿Dónde la había visto? Haciendo un brusco giro, dio media vuelta y la perdió cuando estaba a tres manzanas de su apartamento.
La cena consistió en una lata de judías sobre una rebanada de pan tostado y un huevo frito, aunque muy mal hecho, como acompañamiento. August comió en su escritorio, mientras leía atentamente las primeras páginas de texto copiado de la crónica. Del latín había pasado al español, como si una nueva urgencia hubiera impelido al médico a retomar su idioma natal. Por suerte, August no había perdido su español, y, pese a la naturaleza un tanto arcaica de la prosa, pudo seguirlo sin dificultad.
De nuevo leyó las páginas en las que Shimon Ruiz de Luna se presentaba a los lectores. Con fluidez, aunque no sin barroquismo, aquellos pasajes enumeraban sus cualificaciones y habilidades como médico y alquimista, pero también apuntaban a prácticas más paganas y una arraigada creencia en lo oculto. En este punto, la caligrafía se tornaba un poco menos desmañada y más elegante de tirabuzones y arcos, como si la crónica comenzara a adquirir una nueva vida: la de una confesión personal.
Tenía veintitrés años de edad cuando me exilié de Córdoba, mi ciudad natal, lejos de la cual viviría diez años. Perdí a mi padre, mi madre y mis hermanas, pues habían sido juzgados y hallados culpables por la Inquisición, aunque su pecado no era otro que practicar su religión. Traicionados por una mujer que llegó a la casa de mi padre con la intención de robar el mayor tesoro de mi familia, un antiguo manuscrito que había estado en posesión de Elazar ibn Yehuda, médico del califa Al-Walid y doctor personal del invasor árabe Tariq ibn Ziyad. Yo logré escapar del arresto justo en el momento en que nuestra morada era registrada de arriba abajo, a través de una alcantarilla. Pero antes de huir pude hacerme con el antiguo manuscrito de Yehuda. Mi padre siempre me pidió que cuidase esa obra por encima de mi vida y las vidas de mis familiares, pues contenía las instrucciones para desentrañar un secreto que aseguraría no solo mi fortuna sino también la de mi linaje. Y así escapé de los gritos de mis pobres hermanas y padres, con el manuscrito envuelto en mi manto.
August apartó el plato y se limpió las manos con una servilleta. Comprendió por qué se había ocultado con tanto cuidado el auténtico mensaje del libro. Ruiz de Luna intentaba esconder su verdadera religión tanto como la caza del misterioso «tesoro» de Elazar ibn Yehuda. En la España de principios del siglo XVII, ser judío equivalía a verse condenado a muerte sin necesidad de que al cargo se añadiesen imputaciones por brujería. El propio August había conocido a varios españoles en el bando republicano que confesaban ser marranos —judíos secretos—, y que sus familias practicaban los vestigios de una religión que les había sido prohibida muchos siglos atrás. Lo cierto era que August no sabía cómo considerar aquellas extrañas e incongruentes confesiones. Era como si solo a él, por ser un extranjero sin prejuicios, y no a sus camaradas, le pudieran contar sus secretos. Uno de aquellos hombres había muerto en combate y a lo largo de los años August se había sentido abrumado por la confesión de su amigo. Reflexionando sobre los prejuicios y las paradojas que habían dado forma a la historia, devolvió su atención a la página que estaba leyendo.
Haciéndome pasar por cristiano, trabajé como aprendiz para un médico de Gazteiz-Vitoria, una ciudad que, según mis cálculos, se hallaba suficientemente lejos de mi hogar natal como para encontrarme a salvo. Durante diez largos años me consagré a mi labor con todas mis fuerzas y aprendí las artes de aquel sabio doctor maravillosamente. Pero un día, al regresar de un pequeño paseo para recoger las hierbas y flores que demandaba su práctica, lo encontré muerto en su casa, asesinado por una mano brutal. Aterrado al pensar que podrían culpabilizarme a mí de aquel espantoso crimen y que fuera revelada mi verdadera identidad, me vi obligado a huir de nuevo. En esta ocasión decidí ir a Logroño, una ciudad de poco fuste, donde enseguida supe que estaría seguro. Lo cierto es que enseguida encontré trabajo en una botica y en cosa de un año me había enamorado y casado con una mujer vasca procedente de una pequeña villa pesquera, Cabo Ogoño.
El timbre del teléfono al cortar el aire sobresaltó a August. Se giró en redondo, con los dedos todavía posados en la repujada cubierta del libro. Supuso que sería Cecily, pero para su sorpresa se dio cuenta de que no le apetecía contestar, consciente de que aquello daría nuevas alas a la fluctuante dependencia que había sido la naturaleza de su relación. Si de veras la amaba, era mejor dejarla libre: aquel pensamiento suponía una dolorosa epifanía. Dejó que el teléfono sonase hasta que sus timbrazos se acallaron.
No era fácil. Al rato comenzó a escuchar el eco en su cabeza, y a ella susurrando su propio nombre bajo el estrépito del timbre. Aguardó hasta que la sensación desapareció, mientras sus dedos trazaban a ciegas el Lauburu, el símbolo vasco. ¿Era aquella crónica una puerta abierta al pasado? ¿Acaso alguien le había dado deliberadamente una razón para mirar atrás, para encontrar lo que había perdido en aquel país y así volver a sentirse unitario, íntegro? Eso parecía.
Mi esposa se llamaba Uxue. Conocía la sabiduría antigua de los suyos y adoraba a una antigua deidad femenina llamada Mari, diosa del cielo y las montañas. Muchos acudían a mi esposa en pos de sus servicios. Podía tratar el mal de ojo, asegurar una buena cosecha y hacer que un hombre amase a una mujer por más que nunca la hubiera visto, y eso era solo una parte de sus talentos. Y fue así como nuestro hogar se hizo conocido por todos. Gentes de otros pueblos y lugares acudían a visitarnos: a mi mujer por su «magia», y a mí por mis conocimientos médicos. Pronto acaudalamos buen dinero y mucha felicidad, pero el terror no tardó en llegar a nuestro pueblo y todo cambió. Supe entonces que había llegado la hora de desempolvar mi legado secreto.
August examinó atentamente el pequeño dibujo a mano de un mapa que había en la página opuesta. Al pie del dibujo había un críptico título escrito en español:
La segunda ubicación sagrada, tal y como es descrita en la lengua árabe por el gran médico Elazar ibn Yehuda.
Cogió la lupa que usaba en sus investigaciones y recorrió con ella la superficie de la ilustración. Era un esbozo topográfico de una región que reconoció por el borde dentado de la costa, situada entre Bilbao y San Sebastián. La bocana y el río que reptaba hasta Bilbao y creaba una frontera natural en aquel rincón al norte de España estaban claramente señalados, al igual que Mungia y Guernica. Más arriba, en la costa, se hallaba la ciudad pesquera de Bermeo. A la derecha de esta August reconoció la bocana del Urdaibai, y más allá Elantxobe, un pueblecito pesquero próximo a Cabo Ogoño, ciudad natal de Uxue, la esposa de Shimon Ruiz de Luna, que había sido incorporada al mapa seguramente por esta misma razón. Pero en ese punto el mapa cambiaba. Se volvía visiblemente más detallado tierra adentro a partir de Elantxobe. August bajó la vista por la página desde la posición que ocupaba Guernica, a la que él solo podía imaginar como la humeante ruina que los bombardeos alemanes habían dejado en 1935, y siguió observando el mapa más allá de Durango. A la izquierda de un pueblecito llamado Mañaria había un bosquejo bastante detallado de un valle. En el centro del valle había una aldea que llevaba por nombre Irumendi —«la villa de las tres montañas»—, una referencia que, en opinión de August, aludía a las tres montañas que la rodeaban. Destacaba el dibujo de una cruz, así como el del estrecho río que lo cruzaba. En latín aparecían las siguientes palabras: Hic primus locorum Elazar ibn Yehudae sacrorum inter betulam argenteam quercumque atque iuxta divae antrum, «La primera de las ubicaciones sagradas de Elazar ibn Yehuda se encuentra aquí, entre el abedul y el roble próximo a la cueva de la diosa».
August escribió el nombre del pueblo en un cuadernillo y luego copió el dibujo del mapa original. Sacó un plano de carreteras de España que conservaba desde sus días como soldado en la Guerra Civil. Los bordes estaban gastados y rotos, y había marcas a lápiz que señalaban los lugares en los que había luchado y los amigos que habían muerto. No lo había abierto en años, y cuando lo desdobló fue como si hubiera liberado un olor a hierba quemada, a naranjos y hasta el lejano retumbar de los bombardeos aéreos, todo al mismo tiempo. Roger, Juan, Xavier, Helmut, vuestros nombres todavía me acompañan, ¿es esta la verdadera vida que aguarda tras la muerte? ¿Habitar los recuerdos de los vivos? ¿O acaso nos evaporamos en el tiempo, olvidados, como el propio aire? Se detuvo un momento, con los ojos cerrados, tratando de espantar aquellos rostros. Recobrando la serenidad, examinó con suma atención los caminos y ríos.
La forma más económica para llegar hasta allí era cogiendo un tren desde Calaix a Burdeos, y luego otro tren local hasta la pequeña villa costera de Saint Jean de Luc. Para ello, debía confiar en sus antiguos contactos vascos de la Operación Cometa. Esperaba que al menos un puñado de ellos siguiera con vida. Sabía de un hombre de Saint Jean de Luc que tal vez podría ayudarle, cuyo nombre en código era Marcos. August sospechaba que podría seguir involucrado en el paso bajo cuerda de nacionalistas vascos, dinero e información para los luchadores por la libertad a la España de Franco.
Una vez pasada la frontera, August planeaba coger un tren desde San Sebastián a Durango, pero desde allí tendría que hacer autostop o alquilar un coche. Irumendi no estaba señalada, probablemente por ser una localización demasiado desconocida y remota, pero reconocía las tres montañas y el valle. En el mapa contemporáneo las montañas tenían nombre: Alluitz, Urkiola y Anboto.
El timbre de la puerta sonó entonces, arrancándole de sus pensamientos. Se detuvo y esperó a ver si la llamada era para él. Procedente del vestíbulo de entrada escuchó entreabrirse una puerta y el rumor de unas zapatillas: el anciano viudo que vivía en el apartamento de al lado había respondido a la llamada. Se oyó un murmullo de voces pero August no pudo entender la conversación. Se tranquilizó: el anciano tenía una hermana, una enfermera ya retirada, que de vez en cuando le visitaba a esas horas tan tardías. Un minuto después oyó unos golpes en su puerta. Se levantó a trompicones: el libro, las páginas descodificadas y los mapas estaban por toda la mesa.
—¡Un momento! —gritó August, pero los golpes continuaron. «¿Era posible que Cecily hubiera regresado?»—. Cecily, ¿eres tú?
Cogió el libro y lo guardó en un cajón del escritorio.
—Es la policía, señor, abra la puerta —dijo una voz profunda desde el otro lado.
—Un minuto, no estoy vestido —replicó August para ganar tiempo.
Rebañó de la mesa sus notas y los papeles descodificados y los escondió bajo la parte superior de una pila de libros que había junto a la ventana. Justo entonces reparó en la pistola Mauser que se acomodaba benévolamente en el alféizar. Lanzando una maldición, la escondió detrás del sillón y por fin se volvió a abrir la puerta.
Un policía, y otro individuo al que August catalogó inmediatamente como un detective, le miraron con expresión seria e inescrutable desde el vano. Por un terrible instante pensó que Cecily podría haberse suicidado. «No pienses estupideces».
—No es por Cecily, ¿verdad?
Los dos hombres intercambiaron una mirada, y luego, sin pedir permiso, se introdujeron en el estudio.
—Vaya frío hace aquí —dijo reposadamente el detective, deteniéndose ante la llamita del gas. Era el más menudo y grueso de los dos hombres, y manifestaba la superioridad de su rango con un tono hosco y agresivo. Por contraste, su desgarbado y uniformado compañero exudaba un leve aire de pudor. August cerró la puerta y se volvió hacia ellos, resignándose a su presencia.
—Agente de policía Jones y detective superintendente Duckett. Lamentamos visitarle a estas horas, señor, pero no teníamos elección: verá, ha habido una desgracia.
El policía hizo un gesto como de disculpa con la mano.
August sintió que el corazón le daba un brinco. ¿Era posible entonces que Cecily hubiera cometido alguna estupidez?
—¿Una desgracia?
—Una desgracia —prosiguió el detective con tono lúgubre— en la que se ha visto mezclado su nombre. Winthrop, ¿verdad?
—August E. Winthrop. Solo díganme que no se trata de Cecily.
El policía pareció confuso, y se volvió hacia su compañero.
—¿Quién es Cecily?
—¿Cómo quieres que lo sepa, Jones? —replicó el detective, y luego se volvió hacia August, que se sentía a un tiempo aliviado de que no fuera Cecily y avergonzado para sus adentros de haber sido tan narcisista como para creer que se hubiera matado por él. Cogió sus cigarrillos.
—El fallecido es el profesor Julian Copps. Su doncella asegura que usted fue la última persona que lo vio con vida —prosiguió el detective.
—¿El profesor ha sido asesinado?
Incrédulo, August miró de hito en hito a los oficiales. Por lo que sabía, Copps era muy apreciado y sus actividades extremadamente inofensivas; el único escándalo que provocó fue a raíz de un artículo que publicó donde cuestionaba la célebre Paz de Callais, un legendario acuerdo de paz entre los griegos y los persas, cuya existencia solo se sospechaba pero nunca había llegado a demostrarse. La idea de que aquello pudiera haber desatado la cólera de otro académico hasta el punto de matarlo era patentemente absurda. No, debía de ser algo más arbitrario, como un robo que había acabado mal, determinó August.
—De momento, señor, no sabemos si la muerte se debe a causas naturales o a otra razón. Me atrevería a apuntar que, cuando menos, es sospechosa. ¿Podría decirnos dónde se encontraba usted entre…? —El detective miró al policía, que abrió una pequeña libreta.
—… Entre las cuatro y las cinco de ayer tarde —leyó el joven policía en sus notas.
—Gracias, Jones. Señor Winthrop, la víctima fue descubierta en su propio hogar por la doncella, la señora O’Brien. El estado del cadáver le produjo un efecto horrible, horrible. Entonces, ¿dónde decía que había estado?
Ambos hombres miraban ahora fijamente a August. Tratando de ganar tiempo, alcanzó un cenicero y pensó con rapidez: había regresado directamente del apartamento del profesor Copps rumbo a Kensington, pero el hecho de haber estado a solas con él y de que nadie pudiera confirmar sus movimientos le convertían en sospechoso. Pero insinuar otra cosa solo serviría para complicar la situación aún más.
—Vine directamente a casa después de ver al profesor Copps.
—¿Y a qué hora fue eso?
—Dejé el apartamento del profesor hacia las tres de la tarde. Regresé aquí a las cuatro.
—¿Solo?
—Como puede ver, no vivo con nadie.
—En otras palabras, no tiene manera de demostrar su paradero el jueves por la tarde entre las cuatro y las diez.
—Me temo que no.
—Escribe eso, Jones. El sospechoso dice: «Me temo que no».
El detective imitó el acento de August.
—Un momento, ¿por qué se me trata como sospechoso si no es necesariamente un asesinato?
August se dejó caer en el sillón de cuero, repentinamente consciente de la desconexión entre lo que sentía como realidad y la realidad propiamente dicha. El detective dio un paso al frente; pese a su pequeña estatura, su apariencia resultaba intimidante. Por instinto, August se volvió a poner en pie, irguiéndose sobre él.
—No sabremos nada hasta que tengamos los resultados de la autopsia, que deberían estar en nuestras manos mañana a última hora. Mientras tanto, estamos investigando todas las posibilidades.
El detective siguió recorriendo la habitación, con un aire agresivo que mantenía a August con los nervios a flor de piel; una reacción con la que sin duda el detective contaba. Se sentó en el sillón. De inmediato, August se tensó, terriblemente consciente de la Mauser escondida entre el asiento y el cojín de la espalda.
—El sillón de cuero es más cómodo —le sugirió August, intentando que aquello sonase del modo más indiferente posible. «No te muevas, no te muevas». La espalda del detective estaba a escasos diez centímetros del arma. Si se movía aunque fuera solo un poco, la descubriría.
—¿De veras? —La voz del detective parecía transida por la sospecha. Echó un vistazo al apartamento, como si lo estuviera viendo por primera vez, deteniéndose especialmente en la gastada alfombra, la vieja cortina de abalorios que apenas servía para ocultar la cama del resto de la habitación, y la parpadeante llamarada de gas.
—¿Se encuentra en apuros económicos, señor? Es bastante poco habitual, ¿verdad? Para un americano. —Casi escupió la última palabra, y August sintió el corazón en un puño: tendría que prepararse para una noche bastante larga, y que Dios le ayudase si encontraban el arma.
—Es una situación temporal.
El detective le miró atentamente, y luego, sin ser consciente de lo que aquello significaba, se movió un poco, acercándose más a la pistola.
—Parece usted nervioso. ¿Hay alguna razón por la que debería estar nervioso?
—Es solo que estoy bastante desconcertado… El profesor era un amigo muy cercano.
—Un amigo muy cercano al que no había visto en más de diez años, y resulta que cuando lo hace, el pobre hombre muere de una forma ciertamente misteriosa.
—No dirá en serio que soy un sospechoso…
El detective pasó por alto su comentario. August reparó en que estaba ocupado mirando los títulos de los libros que se apilaban contra la pared. El policía decidió intervenir.
—Solo queremos hacerle algunas preguntas, señor.
August sintió que las fuerzas iban a fallarle al ver que la mirada del detective se detenía en un libro en particular: Muñecas de Maíz y su Empleo en el Vudú Haitiano. Levantó la vista hacia August, con los ojos relampagueando, llenos de una dichosa certidumbre.
—Una de las posibilidades es que la víctima haya muerto de puro miedo —dijo el detective, con un deje macabro.
—¿Es eso posible? —preguntó August, a sabiendas de que lo era. Había visto cosas similares en las prisiones de los fascistas.
—A juzgar por la forma en que el profesor cayó al suelo y la expresión que había en su rostro, lo cierto es que algo debió de cruzar la puerta que le aterrorizó hasta el punto de hacerle perder la vida. Literalmente.
—Pero no pueden demostrar que se trate de un crimen. —August trataba de unir las piezas de aquel escenario: el cuerpo de Julian Copps estaba desmadejado sobre su alfombra persa, y sus finos cabellos blancos desordenados sobre sus vidriosos ojos como un halo tenue, dolorosamente vulnerable. «¿Cómo murió, y qué fue lo último que vio?».
—Es posible —exclamó el detective, y entonces, para alivio de August, el hombre se incorporó y procedió a recorrer la habitación—. Pero tenemos otras pruebas circunstanciales que sustentan las conclusiones a que hemos llegado. Las preguntas son: quién querría matarle y quién tendría acceso a algún objeto que a un hombre culto como el profesor le resultase tan aterrador como para tener tan horrendo efecto sobre él. Y ese es el motivo por el que usted, uno de sus alumnos más prometedores, alguien, en definitiva, que podría conocer su faceta más vulnerable, sus creencias más profundas, y que además tendría un conocimiento exhaustivo sobre las artes ocultas…
—Oh, por el amor de Dios, detective, soy un profesor de lenguas clásicas especializado en el uso ritual de plantas y hierbas, no un ocultista. De hecho, soy radicalmente ateo.
—Curioso, teníamos entendido que era comunista. —De pronto, el policía no parecía tan empático como antes. Un rapto de cólera recorrió a August de arriba abajo: viejas heridas, las acusaciones de siempre. Miró con acritud al agente Jones. Debían de haber contactado con el MI5; eso significaba que era un sospechoso.
—Antes sí. Ahora no estoy tan seguro. —Se llevó una mano al bolsillo para buscar un cigarrillo—. ¿Les importa si fumo?
—Oh, en absoluto, ¿verdad, Jones?
Pasando por alto el sarcasmo, August encendió el cigarro, y los dedos gris-azulados del tabaco le relajaron al instante.
—Por lo que sé, el profesor Copps no tenía enemigos. Se retiró diez años atrás y estaba bien considerado en el mundillo académico, donde era muy respetado. Era el mejor mentor que uno podía desear, inteligente, divertido, con una enorme habilidad para contagiar entusiasmo, pero por encima de todo creía en sus estudiantes, aun cuando la mayoría hubiéramos dejado de creer en nosotros mismos. Me atrevo a decir que salvó unas cuantas vidas, del mismo modo en que dio inicio a unas cuantas carreras memorables.
—Parece que hable de un santo —aventuró el joven policía.
—Un santo que murió de miedo. Qué irónico —gruñó el detective, y luego echó un vistazo al mapa de Europa desplegado en la mesa de August—. ¿Está pensando en viajar, señor?
—Solo estaba haciendo una investigación geográfica, eso es todo.
August pugnaba por no dejarse llevar por la cólera.
—Bien, porque no queremos que abandone el país hasta que obtengamos los resultados de la autopsia —le aclaró Jones—. Una repentina desaparición no ayudaría a su causa, dado que no tiene a nadie para verificar su paradero en el momento en que tuvo lugar el posible crimen. Supongo que entenderá que una acción semejante pueda considerarse cuando menos sospechosa, señor.
—Claro, y de momento no tengo planes de viaje —replicó August, manteniéndole la mirada como un consumado embustero—. Pero lo que no entiendo es qué demonios pudo asustar tanto al profesor Copps como para acabar con su vida.
Los dos policías intercambiaron una mirada, y luego el detective se llevó una mano al bolsillo para sacar un pequeño objeto envuelto en un pañuelo. Se dirigió a la mesa.
—Le aplicamos polvo para comprobar si habían quedado huellas pero nada. Absolutamente nada. Lo que por sí mismo resulta ciertamente extraño. —Desenvolvió el objeto y lo dejó sobre la superficie de madera. Quedó de cara hacia August: la cabeza le resultó inmediatamente reconocible. Era la expresión de sardónica diversión del profesor Copps. Durante un minuto, August pensó que iba a vomitar.
—A mí me parece que es un muñequito vudú, y Jones coincide conmigo en esa impresión, ¿no es así, Jones?
El detective observó atentamente la reacción de August.
—Así es. Qué cosa tan fea… Me dio un buen susto cuando la encontré.
—¿Dónde la encontró?
—Embutida en la boca de la víctima. La debieron dejar allí para que la encontrásemos.
—¿Como una advertencia? —propuso August.
El detective sonrió, regoldándose en la pausa que hizo antes de contestar:
—Creo que empieza a verlo claro, aunque nosotros lo llamamos «tarjeta de visita».
Los tres hombres miraron al muñeco. Parecía estar hecho de pasta blanca, similar a la arcilla, si bien pasada por el horno. El cuerpo era sin duda el de un hombre anciano, de piernas delgadas, combadas en las rodillas, el pecho hundido y con un estómago amplio y vulnerable. Incluso tenía genitales. La forma del torso, la cara, las manos y los pies estaba detallada al máximo, mientras que en otras partes los detalles eran más vagos y hasta torpes, como si el muñeco hubiera sido construido de memoria, y esos fragmentos tuvieran menos importancia. Era grotesco en un sentido primordial. August tembló. Aunque no medía más de veinte centímetros, su parecido con el profesor era turbadoramente realista. Por un terrible momento se preguntó si aquello no sería la obra de una amante, tal era su perfección. La cabeza tenía mechoncitos de pelo blanco pegados toscamente en la parte superior, enmarcando el rostro, que, salvo por los ojos, era extremadamente vívido. Un par de agujas rematadas con abalorios negros les devolvía la mirada. Pero el detalle más aterrador de todos era el manojo de agujas que habían sido ensartadas en el corazón del muñeco.
—El cabello es humano, lo hemos comprobado. Pensamos incluso que podría pertenecer a la propia víctima —dijo el detective.
August levantó los ojos de un respingo. La cabeza le daba vueltas: en tal caso, debía de tratarse de alguien que conocía a Copps o que al menos tuviera acceso a su apartamento. ¿La doncella? ¿Una amante secreta, o quizá un amante? August nunca había sabido muy bien cuáles eran las inclinaciones sexuales del profesor.
—La doncella ha sido descartada de los posibles sospechosos —prosiguió el detective, leyendo la pregunta en sus ojos.
August vaciló un momento, pero luego pensó que debía sincerarse.
—He visto algo parecido a esto, en el Museo Pitt Rivers de Oxford, cuando era estudiante. En la sección que versaba sobre la magia, rituales y creencias: solía acudir allí cuando me documentaba para mi licenciatura. Es como un tótem vudú, una efigie hecha con la forma de la víctima como un medio para controlar o infligir dolor en el sujeto.
Pero la diferencia es que estaban dentro de unas vitrinas, donde esas absurdas muñecas quedaban despojadas de todo su poder: pero esta está viva, palpita… Puedo sentir el peligro. Pese a su desagrado, August mantuvo la expresión inconmovible.
—Conozco la hipótesis —replicó secamente el detective—. Que funcione es otra cuestión.
—Meras paparruchas, ¿no es verdad, señor?
El joven policía miró con inquietud a su superior. August y el detective, fascinados por la desgarbada figurita con su ralo pelo de plata, hicieron caso omiso de su comentario. August tomó el muñeco.
—¿Se han fijado en el barro? Tiene una textura bastante extraña, me recuerda a algo…
Lo olió. Olía débilmente a algo ácido y quemado. Había olido aquello antes: tras una batalla.
—Creemos que el barro procede de huesos inhumados.
El detective miró a August: aquella mirada penetrante exigía una respuesta que August conocía de su adiestramiento militar y que el policía interpretaría y usaría potencialmente en su contra. El cerebro de August activó el resorte de la objetividad profesional: primera regla del superviviente.
—¿Huesos humanos? —No pudo evitar preguntarlo pese a que ya conocía la respuesta.
—Una suposición lábil, pero correcta. Pero esta es la cuestión, señor: creemos que los huesos proceden de la propia víctima.
—¿Cómo se puede saber algo así?
—Ya sabe usted que el profesor tenía una pierna artificial: la derecha, de la rodilla para abajo.
—Así es, un legado de la Primera Guerra Mundial. Al menos eso es lo que creíamos los que estudiamos con él.
—Ah, pero eso es lo extraño. Investigamos un poco y no había registro alguno de que el profesor hubiera servido en la Gran Guerra. Pero supongamos que sabía que el muñeco estaba hecho de huesos humanos, y, con sus amplios conocimientos de la historia, los mitos y los símbolos, supongamos también que pensó que estaba contemplando su propia muerte. Bueno, eso podría matar a uno del miedo, ¿no cree, señor Winthrop?
Olivia se hallaba ante la puerta de la pequeña tienda de la esquina, fingiendo examinar el escaso muestrario de dulces que había en el escaparate: unos cuantos frascos de dulces pasados y casi fundidos, una cajita de regaliz llena de polvo… Restos de un mundo anterior a los racionamientos. Echó una mirada a los adosados, sabiendo ya que el apartamento del americano se encontraba en el sótano. Las luces estaban encendidas, y podía ver las siluetas de tres hombres recortándose contra las persianas echadas. Había visto al policía y a su compañero, vestido de paisano, entrar en el edificio, y tenía algo más que una mera intuición acerca de por qué estaban allí. Aquella lógica plebeya, tan lineal, pensó. Como si A siempre condujese hasta B, como si todo pudiera ser materialmente explicable. No era así en su mundo, al menos, y tampoco cuando su mundo extendiese sus oscuros tentáculos en el de ellos: el de aquellos tipos que tan confiadamente se mostraban entre esas cuatro paredes de ladrillo, como si los muros pudieran protegerlos.
Debía de haber sentido miedo, o al menos el peligro de verse incitada por los agentes a cometer un delito, pero, fuera como fuese, la proximidad de aquellos dos hombres le hacía sentir una emoción inédita. De hecho, hacía que el mero acto de perseguir a August Winthrop se antojase mucho más sublime. Sonrió para sí, y vio su propio reflejo en el escaparate de la tienda. Se sobresaltó por un instante, pues era como si su madre estuviera allí, devolviéndole la mirada. Muy bien, eso era lo que necesitaba, transformar su aspecto. Enfundada en un viejo abrigo de invierno con hombrera —un estilo que databa de los años cuarenta—, el cabello cubierto con un pañuelo atado bajo la barbilla, el rostro limpio, demacrado, sin un atisbo de maquillaje: todo ello le hacía parecer un ama de casa de mediana edad. Junto a ella había un viejo carrito lleno hasta la mitad de carbón. No había nada que la distinguiese de otras miles de mujeres de mediana edad, una viuda de clase media-baja protegiéndose del frío con el poco carbón que le permitían tener y su cartilla de racionamiento. Era totalmente anodina, y, por tanto, invisible para el resto.
—Podría atravesar las paredes —se dijo para sí—. Atravesar esas paredes y matarlos, si se me antojase.
Su voz asustó a un gato que pasaba por su lado; se ocultó debajo de un coche, y desde allí la miró con furia, sus amarillos ojos relampagueando en la oscuridad. Ella no se molestó en mirarlo, y volvió a observar las ventanas de August. ¿Lo arrestarían? No creía que tuvieran suficientes pruebas, y además no era eso lo que ella había planeado. El profesor, sin saberlo, había proporcionado la segunda pieza del rompecabezas, pero lo más importante era que había precipitado la intervención de August. Había encendido la mecha y luego había dado un paso atrás. Ni la propia Olivia podía haberlo planeado mejor.
Pobre Julian. En su mente se imprimió una imagen de él, cuarenta años atrás, erguido en un páramo, con varios símbolos escritos en sangre de cabra por sus hombros desnudos, tan viril, tan musculoso, alzada la cabeza contra el empuje del viento… En aquella época él también creía; era un hombre muy guapo, lleno de valor y rebeldía, y, a su manera, Olivia lo había amado. Pero su mundo no toleraba la traición. Ni por la ciencia, ni por la sed de dinero ni, desde luego, la de la gloria académica. Era curioso que nunca hubiera olvidado la forma y el tacto de aquel cuerpo bajo sus manos: y resultaba irónico descubrir que aquel recuerdo aún estaba allí, reverberando en las yemas de sus dedos después de tantos años.
De pronto, las sombras se desplazaron sobre el rectángulo naranja claro de las persianas echadas: se disponían a marcharse. Olivia dio un paso atrás para ampararse en el vano de la puerta. La puerta principal de la casa adosada se abrió entonces, y los dos detectives salieron al exterior. Por un instante permanecieron en el rellano, dejándose envolver por la lúgubre niebla vespertina. El policía se frotó las manos para entrar en calor, mientras que el detective sacaba una pipa y llenaba la cazoleta con un manojo de tabaco que acto seguido encendió: aquello produjo una repentina y diminuta llamarada que se recortó en la blancuzca niebla que les rodeaba. Hecho lo cual, ambos se internaron en la oscuridad.
—¿Qué piensa usted, señor? —preguntó Jones, volviéndose hacia su compañero.
—Creo que es inocente, pero no tenemos nada mejor por el momento.
Cruzaron la calle en dirección al Black Maria que había aparcado en el arcén de enfrente. Pasaron por delante de Olivia, sin siquiera reparar en ella. La mujer estaba en lo cierto: era invisible a sus ojos. El más joven de los dos hombres se volvió hacia su superior, y al ver su ancho, pálido y joven rostro, Olivia interpretó su personalidad en cuestión de segundos: la ansiedad que sentía por su mujer, embarazada, que le aguardaba en casa, la desesperación que sentía por impresionar al detective de más edad, el deseo de ser ascendido.
—¿Quiere que envíe alguien a vigilarle, para evitar que huya? —Su voz juvenil vibró en el aire plomizo, y su aliento brotó de sus labios en penachos blancos.
El detective de más edad observó pensativamente la calle. Pese a alguna que otra llamada ocasional por un nuevo caso de violencia doméstica y los encuentros homosexuales ilícitos que tenían lugar en el parque local, la zona destacaba únicamente por ese aura de reserva pequeño burguesa que parecía envolver los castaños de Indias como una tenue red.
—No, esta noche no. Sospecho que no se va a mover de ahí. No tiene dinero para viajar, ni tampoco razón alguna para hacerlo. Además, no quiero amedrentarle. Sus conocimientos podrán sernos de gran ayuda más adelante.
—¿Conocimientos?
—Jones, ¿no has reparado en esa bonita colección de libros que tiene? Brujería, vudú botánico, de todo.
—Pero eso no significa que sea el asesino, ¿verdad? Quiero decir, podría haber visitado al profesor para documentar alguna investigación, como él dijo.
—Tengo el presentimiento de que este no va a ser ni el primer ni el último asesinato de este tipo que veamos.
—¿Cree que quien lo ha hecho podría ser un asesino en serie?
—Quizá. ¿Pero por qué el profesor Copps?
—Bueno, el asesino no quería que hablase, eso seguro —se aventuró a decir el joven policía.
—¿A qué te refieres, Jones?
—Me refiero a la muñeca, señor. He leído que se trata de un símbolo para acallar las voces, o algo así. —No supo qué más decir, y se sintió avergonzado al pensar que aquello bien podría ser considerado una estupidez, una manera absurda de dejarse llevar por la imaginación—. Perdón, señor. No vale la pena pensar en ello.
Habían llegado al coche, y por primera vez en toda la tarde, el detective se vio inundado por la repentina sensación de que alguien les estaba vigilando. Se volvió sobre sus talones y escudriñó la estrecha callejuela, ya parcialmente oscurecida por la niebla, que se espesaba más y más. No podía ver nada, solo una pobre anciana que tiraba de un carrito lleno de carbón. Un poco más tranquilo, se volvió hacia Jones.
—Al contrario, agente, al contrario. Creo que esa es una buena deducción. Creo que el profesor fue asesinado por un motivo, y no estoy del todo seguro de que el encantador August E. Winthrop no tenga relación con el asunto. No creo que sea coincidencia que fuera él la última persona en ver al profesor con vida.
Dio unos golpecitos con la cazoleta de la pipa en el costado del coche. El humeante tabaco cayó en la calzada. Tembló, pero achacó sus estremecimientos al frío. Volvió a sentir, recrudecidos, los dolores artríticos de su mano derecha. Estoy demasiado viejo para este trabajo, pensó, mientras subía al asiento del copiloto. Sorprendido ante aquel repentino silencio, miró por encima del hombro. Su compañero seguía allá fuera, mirando intensamente la niebla que le rodeaba.
—¿Vienes, Jones? Hace un frío que pela.
El policía se arrancó con esfuerzo de su ensueño. Creía haber visto una sombra cruzando la calle a toda velocidad, pero nada que fuera humano podía moverse tan aprisa. Convencido de que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, se volvió hacia el coche.
Cuando el vehículo desapareció, Olivia aparcó el carrito en el arcén y se acercó al lugar donde el detective había vaciado el contenido de su pipa. Qué maravillosamente descuidada era la gente hacia las pequeñas cosas que la definían, cosas que se habían visto imbuidas de su esencia: trozos de uñas cortadas, mechones de pelo, restos de tabaco que aún conservaban el aliento del fumador, como Olivia percibió mientras guardaba meticulosamente los contenidos de la pipa en un trocito de papel y lo doblaba. Guardándolo en el bolsillo, echó un vistazo a la ventana de August. El americano todavía estaba despierto. No importaba, podía esperar. Podía esperar toda la noche, si tenía que hacerlo.
August permaneció ante su mesa hasta que escuchó alejarse el coche de la policía. El desconcierto, la sorpresa, lo mantuvieron inmóvil durante más de media hora. La imagen del muñeco vudú se agitaba lentamente en su cerebro: era una imagen tan fascinante como repulsiva. La idea de que aquel objeto primitivo podía haber sido el arma asesina que había dado muerte a alguien tan refinado e intelectualmente sofisticado como el profesor resultaba ridícula. ¿Estaba su muerte ligada a la crónica? Solo había leído la primera sección, pero aquello había bastado para imprimirle una sensación de vértigo mezclada con algo aún más inquietante: un miedo premonitorio, como si, inconscientemente, se hubiera embarcado en un viaje al que, sin embargo, estuviera predestinado. La sensación le había embargado desde el mismo momento en que Cecily salió de su apartamento y Jimmy regresó a su vida, y ahora, aquella visita de la policía… Si pretendía zafarse de cualquier vigilancia, debía actuar aprisa. Debía recuperar el control. «Tengo que irme, y tengo que hacerlo ahora». El deseo de moverse, coger, simplemente, cuanto necesitaba y correr con todas sus ganas.
De un salto, bajó un enorme bolsón de cuero gastado de la parte superior de su armario: era el mismo bolso que le había acompañado durante sus correrías en España. Lo arrojó sobre la cama y abrió una caja de embalar que hacía las veces de armario ropero. Cogió dos pares de pantalones, un viejo jersey, varios pares de calzoncillos y una camiseta, pues, según sus cálculos, podría serle necesario para protegerse de la gélida humedad del clima vasco. Dobló las ropas y las embutió en la bolsa, luego lanzó a su interior los cigarrillos que Cecily le había comprado (seis paquetes en total), suficientes para un par de meses si los racionaba bien. Luego guardó su cámara Rolleiflex y diez carretes fotográficos. Cerró la cremallera de la bolsa y, tras asegurarse de que las persianas y la puerta estaban bien cerradas, levantó la esquina de la alfombra y desgajó una baldosa suelta. Ocultos allí se encontraban un morral de cuero y un bulto envuelto en un trozo de hule viejo. Extrajo el morral de cuero, sopló sobre él para quitarle el polvo y las telarañas y lo abrió. En su interior había varios juegos de maquillaje escénico: polvos, bigotes falsos, gafas falsas y algunas pelucas. Era el kit con el que siempre había viajado durante su estancia en la Francia ocupada. Probó uno de los bastoncillos en su mano: imprimió a su piel un color oscuro, que en cuestión de minutos transformaría su tez anglosajona en la apariencia olivácea de un curtido latino. El bastoncillo seguía húmedo, con lo cual todavía podía utilizarse. Olfateó la piel de la mano y de inmediato se sintió transportado a cierta noche de 1942, en Nantes, y más concretamente al ático de un burdel que servía también como piso franco de la resistencia: los alemanes registraban el sótano mientras August, armado con un espejo de mano y su kit de maquillaje, se disfrazaba de tal modo que hubiera sido imposible reconocerlo, y pudo ganar las escaleras y pasar por delante de los oficiales de las SS disfrazado como un marinero francés borracho que acababa de acostarse con alguna puta. «Quizá es así como más cómodo se siente el camaleón: oculto bajo la piel ajena». Guardó el bastoncillo, aliviado al comprobar que contaba con los medios para maquillarse si era necesario.
Colocó el kit de maquillaje junto a la bolsa de viaje, tomó luego el bulto y, sentándose en el suelo, lo desenrolló cuidadosamente. En su interior había un cuchillo de caza con la reluciente hoja bien engrasada, una medalla del Ejército republicano español, con la que le habían condecorado tras la batalla del Jarama, y su Mauser semi-automática.
Extendió un cheque para pagar por adelantado a su casera tres meses de alquiler, tras lo cual escribió una carta a sus editores solicitándoles un adelanto de su adelanto, y luego, por último, procedió a escribir otra carta, esta vez dirigida a Cecily. Solo llegó a la segunda frase —«decidí que sería mejor para los dos si me marchaba durante un tiempo y la oportunidad se ha presentado. Sé que es difícil para ti…»—, hasta que comprendió que sonaba demasiado pomposa y autocomplaciente. Sacó la hoja de la máquina de escribir y la arrojó a la papelera. Cecily no tardaría en ver que el apartamento estaba cerrado. Era una chica inteligente, capaz de llegar a sus propias conclusiones, decidió August, luchando contra el urgente deseo de telefonearla.
Por último, dirigió su atención a la crónica. La parte aún por traducir del libro parecía devolverle la mirada, incitándole, desafiándole a descifrar el contenido de sus páginas. Había leído muy poco de lo que estas contaban, y, con todo, estaba dispuesto a embarcarse en el mismo viaje que había hecho el enigmático Shimon Ruiz de Luna. Cogió el libro y sopesó sus gruesas y cerosas páginas: había todo un misterio atrapado en su interior, un misterio que había aguardado trescientos años para ser liberado. ¿De veras Shimon había practicado la brujería, o su única culpa era la de formar parte de una intriga política? ¿Habría descubierto el místico tesoro de Elazar ibn Yehuda, y, de ser así, revelaría la crónica dónde se encontraba? Tendría que descifrar y traducir el resto de la obra a medida que viajaba, no le quedaba otra opción: como el propio médico, también August se disponía a embarcarse en un viaje extraordinario. Era eso o enfrentarse a la posibilidad de ser inculpado por un asesinato que no había cometido y sobre todo a una investigación todavía más extraña. Cogió el tubo de tinta y el resto del equipo que había utilizado para transcribir la crónica, ya completamente decidido a actuar. Allá afuera, un mirlo comenzó a cantar repentinamente en el parque que había frente a su casa. Su canto nocturno trajo a la memoria de August el recuerdo de cierta noche que había pasado junto a Cecily en el campo.
Cecily. La tristeza lo embargó con su dolor impalpable. Quizá aquella investigación serviría para enfrentarse a sus propios demonios, los mismos que había intentado enterrar los últimos quince años, aunque sin éxito. Ahora lo sabía, como lo demostraba su tambaleante carrera como académico, como también lo hacía su cambiante e irresoluta identidad. Pero entrar en España era peligroso: existía el riesgo de ser arrestado y acabar ante un pelotón de fusilamiento. Era consciente de que su nombre aún se hallaba en la lista que Franco había ordenado elaborar sobre los luchadores de las Brigadas Internacionales que habían logrado escapar del país en 1936. La cuestión era si su antiguo contacto de la Operación Cometa, un hombre a quien ni siquiera conocía en persona, le ayudaría a trasponer la frontera vasca sin que la policía fascista lo arrestara o le impidiera introducirse en España. De nuevo, sintió esa rotunda excitación, esas galonadas de adrenalina que se arremolinaban en su sangre antes de cada batalla. Se sentía vivo.
Echó un vistazo al reloj: ya eran las cuatro de la mañana. Si partía a las siete, podría coger el ferry de las nueve en punto que zarpaba rumbo a Calais. Se dirigió a la ventana y la abrió de par en par, dejando que el frio aire de la mañana inundase la habitación. Allá en el cielo brillaba una luna cerosa. Asomando al exterior, August llenó sus pulmones con aquella luz azulada que iluminaba la nieve que alfombraba el suelo y revestía como un encaje blanco las ramas de los árboles. Lo ordinario transformado en extraordinario. Era ridículamente real, pero se sentía como si hubiera vuelto a nacer, como si hubiera comenzado a despojarse de todo cuanto le había hecho sentir íntimamente asustado, secretamente confinado en sus propios límites.
A su espalda, la crónica, apuñalada por un crespón de luna, lanzó un ominoso resplandor.
Tyson abrió de par en par la ventana del hotel y observó el tráfico que congestionaba Piccadilly. En los cristales empezaban a formarse pequeñas pedrerías de hielo. Parecía que la luna agitaba el vidrio, emitiendo un ruido implacable que perforaba su cerebro. Aquello le hizo recordar una noche muy similar a aquella, años atrás, en las colinas de Vizcaya, donde supo de la existencia de algo que hasta entonces había considerado un mito, un misterio irresoluble pero tan ficticio como las sirenas o los fantasmas, pero que ahora se había transformado en algo inesperado, palpable y asombrosamente real, un misterio que podía convertirlo en un dios, y por el que no había dudado en matar. Esa noche decidió el rumbo de su vida. Lo sacó de sus ensueños el estrépito del teléfono. Tras recorrer a zancadas la alfombra persa, Tyson se tomó su tiempo antes de levantar el auricular. La voz que se escuchaba al otro lado de la línea era tan cortante que resultaba ordinaria.
—Se dispone a marcharse.
—Síguele. Quiero saber todos sus movimientos. Quiero que sea mío, ¿comprendido?
Tyson dejó el auricular en el receptor, y escuchó el vacío chasquido que resonó entre las paredes empapeladas de su cuarto. «Y ahora mataré de nuevo por resolver el misterio», dijo para sí.
Era todavía de noche cuando August salió de su casa varias horas después. Las tinieblas comenzaban a dispersarse ante el olor del nuevo día, que se abría paso deshelando la escarcha que revestía la hierba y la negra madeja que formaban las ramas de los árboles. Para August, que llevaba al hombro su bolsón de viaje y el pasaporte en el bolsillo de su chaqueta, aquel era el olor de la aventura.
Olivia lo vio dirigirse a la entrada del metro que había en el otro lado de la calle. Ella lo seguiría un minuto después. Estaba preparada, tenía cierta idea de hacia dónde se dirigía, pero de momento reduciría su presencia a una vaga silueta, que lo seguiría a una invisible distancia allá donde August la condujese. Y solo cuando este llegase a su destino, solo cuando la hubiera guiado a ciegas hasta su meta, a la manera inconsciente del no iniciado, ella daría el paso.