Damien Tyson oteaba el horizonte desde el ventanal de su habitación en el hotel Ritz de Madrid, que había convertido en su cuartel general durante los últimos meses. Una vista carente de personas, un panorama de rectángulos, líneas horizontales y verticales, de ventanas cerradas, de tejados y hierro forjado, creando una suerte de cuadrícula matemática, un ritmo que Damien Tyson encontraba extrañamente confortador. Lo transportaba a otra parte, permitiéndole enfocar toda su inteligencia en un solo punto, de una manera tan precisa como lo haría un arma. El agente de la CIA tenía mucho en lo que pensar. En primer lugar, estaban las negociaciones secretas que había llevado a cabo: el cuidadoso sondeo y el cortejo de los generales españoles, incluido el propio Generalísimo, Francisco Franco, en nombre de su país. Luego estaba el asunto de la seguridad. Con su vasta experiencia en la región, el agente Tyson había sido enviado para supervisar y facilitar las conversaciones secretas entre los Estados Unidos y los militares españoles. Ya estaban a finales de abril, y el general americano —todavía sin determinar— debía llegar en julio, pero Tyson ya casi tenía todas las piezas convenientemente asignadas y repartidas sobre el tablero. El propósito era establecer un pacto —una alianza militar— que, al mismo tiempo, financiara el régimen de Franco y beneficiase a los Estados Unidos durante las próximas décadas. El hecho de que tal alianza rompiese el embargo impuesto por las Naciones Unidas sobre la España fascista era para Tyson un asunto irrelevante. Para él no había moral, solo sentido de la oportunidad, y una fría fascinación hacia el poder que le había acompañado durante toda su vida. Miró de nuevo el pergamino que tenía en la mano, regalo de uno de los generales españoles, César Molivio, viejo amigo con el que compartía una o dos inclinaciones, aparte de su amor por cierto tipo de violencia. El pergamino era una carta del siglo XVI escrita por un cabalista judío en Cádiz a un ocultista holandés de Leyden: lo cierto era que no se le podía acusar al general de falta de gusto, al margen de lo que uno pensase de sus tendencias sádicas, observó Tyson, divertido. Oculta en la maraña de los párrafos había una frase que el agente no dejaba de leer una vez y otra:
En relación a vuestra pregunta acerca de «Los ojos de Dios», se dice que el documento original está en posesión de una antigua familia cordobesa, conversos todos ellos, que lo conservan como un gran tesoro, el cual, en las manos apropiadas, demostraría con creces ser…
Se vio interrumpido por el sonido del télex que, en una esquina del cuarto, se ponía en acción y picoteaba un mensaje. Tras dejar nuevamente el pergamino, con sumo cuidado, en la carpeta donde lo guardaba, y depositar esta en un cajón que cerró con dos vueltas de llave, Tyson enfiló sus pasos hacia la máquina y arrancó el teletipo que había aparecido.
Jimmy van Peters, de la lista de sospechosos, ha reaparecido en Inglaterra, número de pasaporte reportado en Dover dos días atrás. A la espera de órdenes. Repetimos, a la espera de órdenes.
Sonrió, maravillado ante la sincronicidad de dos sucesos aparentemente sin relación entre sí: primero la carta y ahora esto, la reaparición de aquel viejo enemigo. Tyson empezó a sentir una ligera quemazón en la boca del estómago; era ansia, una excitación lacerante que le hacía sentir gloriosamente vivo, de nuevo en el centro de la acción. Tras romper el teletipo en pedacitos ilegibles, cogió el teléfono y reservó un vuelo a Londres.
El motor se había apagado, así que August se vio obligado a empujar la pesada Triumph Trophy asfalto abajo y correr aferrado a la motocicleta por aquella calle flanqueada de árboles. Una vez comenzó a chisporrotear de nuevo, saltó al asiento y, con un rugido, aceleró a fondo, sintiendo el gélido aire azotando contra su rostro y sus gafas. A juzgar por la cantidad de gasolina que le quedaba, supuso que tenía suficiente para llegar a la biblioteca de la Universidad de Londres, situada en la parte trasera de Russell Square Gardens. Se había despedido de Jimmy a primeras horas de aquella mañana, embargado por la lástima: la enfermedad del músico parecía flotar entre ellos como una nube. Fuera como fuese, Jimmy le había hecho prometer que le visitaría en París, una vez devolviese el libro a sus legítimos propietarios: siempre podría encontrarle en el club de jazz donde solía tocar, allá en el barrio latino. Pero August tenía la impresión de que ninguno de los dos creía de veras que volverían a verse. Un pasaje de cierta canción que las Brigadas Internacionales cantaban a menudo sobre la batalla del Jarama resonaba en su cabeza:
Hay un valle en España cuyo nombre es Jarama
Un lugar que tú y yo conocemos muy bien
Pues allí marchitamos nuestras jóvenes vidas
Nuestras vidas adultas marchitamos también.
De este valle nos dicen que hoy debemos marchar
Mas no tengáis prisa en decirnos adiós…
Adiós. Suspendidas entre la niebla, las farolas pasaban junto a August como centinelas que montasen guardia. A veces era como si todavía estuviera allí, atrincherado en un agujero repleto de lodo a la espera de que la niebla escampase en el campo de batalla; a la espera de la muerte. ¿Y si no he regresado todavía de España? ¿Y si mi vida no es sino una proyección imaginaria que está teniendo lugar en el mismo instante en que una bayoneta fascista ha atravesado mi corazón? A veces le resultaba difícil aceptar que había sobrevivido, aferrarse a la realidad. El mundo entero semeja un sueño que algún demonio maligno ha introducido en mi mente: aquella cita de Descartes fascinó sus años de estudiante. Ahora la encontraba liberadora, en sus ansias de vivir una vida más sencilla, vivida bajo las ideas más sencillas. Maldito seas, Jimmy, ¿qué has sacado de mí?
Adelantó a un autobús y se dirigió hacia el oeste a través de Kensington. Aún había bastantes huecos entre los edificios, muchos de los cuales seguían clausurados mediante tablones: espacios vacíos, bombardeados por el fuego enemigo, aquel legado de la guerra convertido ahora en patio de juegos para un montón de niños vestidos con pantalones harapientos que chillaban y se lanzaban unos a otros pequeñas bolas de nieve.
August pasó bordeando un carro tirado por un caballo desde el que un enjuto individuo, tocado con una gorrilla y un abrigo hecho jirones, gritaba: «¡Chatarrero, oiga, chatarrero!».
Inglaterra estaba postrada sobre sus rodillas, tambaleante, apenas capaz de estabilizar una economía que no había conseguido asentarse durante los esfuerzos que acompañaron a la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial. Tenía que hacer frente a una inconmensurable deuda con los Estados Unidos, y sus anclajes con los territorios colonizados empezaban a convertirse rápidamente en anecdóticos: en una palabra, Inglaterra se estaba desmoronando. Churchill había sido reelegido en 1951, las bandas de swing habían regresado a las salas de concierto y el Festival de Inglaterra había sido inaugurado en la orilla sur, prolongándose a lo largo de dieciocho meses, lo que ofrecía algún respiro a las frugalidades y la sordidez de la década pasada, pero en realidad, poco había cambiado desde la guerra. Tribus itinerantes de desempleados, soldados recién regresados a sus hogares, merodeaban por las calles de la ciudad. Aún podían verse esos tipos de gastados chambergos que intentaban evitar a toda costa que se viese el papel de periódico metido en las suelas de sus zapatos, mirando esperanzados los paneles de noticias que había en cada tienda, en cada esquina, hasta que la perplejidad y la decepción coronaban sus rasgos: ¿era esta la utopía por la que habían luchado? No era ese el mundo al que en sus fantasías iban a regresar, en los barcos, en los aviones, en las trincheras; ni remotamente. Todo era monótono, gris, desde las ropas a las tiendas, pasando por las inevitables despensas de los ultramarinos, con sus hileras de comida racionada y enlatada: fiambre de cerdo, sardinas resecas, leche en polvo, en una especie de oración constante a la que solo interrumpía de tarde en tarde un tomate o una manzana recogida de las huertas locales. Solo en Mayfair o Piccadilly era posible ver artículos importados de lujo dispuestos embelleciendo los escaparates de las tiendas, en New Bond Street, como luces navideñas, la mayoría obscenamente caros. La última vez que August recordaba haber acudido a una fiesta de alto copete fue a finales de 1930, a su regreso de la Guerra Civil española. Derrotado y desmoralizado al ver las masacres provocadas por Franco y Hitler, no pudo sino sentir una terrible estupefacción ante la ingenuidad y el optimismo de sus pares, así como ante los vacilantes movimientos diplomáticos de Chamberlain. Pero ahora, tras un ingente derramamiento de sangre, cuando todo el mundo esperaba un milagroso retorno a la prosperidad y la esperanza, pero se encontró en su lugar arrostrando nuevos racionamientos y un gobierno no menos lúgubre, August comenzó a añorar intensamente el color y el calor de la vieja España, incluso la fastuosa cacofonía de la Nueva York que recordaba de niño, cualquier cosa que rompiese la indeclinable monotonía de Londres. Quizá las sombras del pasado habían comenzado a envolverle de nuevo.
August no había visto a sus padres ni a su hermana, que vivían en América, desde antes de la guerra. Entonces había sido por una cuestión de principios, pero ahora ya no estaba tan seguro de ello. ¿Era posible que un hombre pudiera divorciarse por completo de su infancia, de todo cuanto lo había conformado? Solía pensar así, pero, tras nueve años de reinventarse, la imagen que había logrado construir de sí mismo —ese inofensivo profesor apolítico cuyas únicas debilidades parecían ser el hedonismo y los libros raros— empezaba a fragmentarse. El monstruo se abría paso. August lo sentía cada vez más: en sus pesadillas, cuando se miraba al espejo, en esas inexplicables andanadas de rabia que le anegaban. Jimmy estaba en lo cierto: tenía que volver y liberarse.
El imponente edificio art decó de la casa del Senado surgió entre la niebla: un monolítico bloque de piedra blanca que hubiera podido pertenecer a Washington o a una versión futurista de la antigua Roma más que a Londres. El hecho de que August dirigiese sus investigaciones en el mismo edificio en el que había estado ubicado el Ministerio de Información durante la guerra no dejaba de divertir al americano. Había impartido clases en la Universidad de Londres y era socio honorario de la biblioteca, y el lugar se había convertido para él en una especie de piso franco intelectual. Apretando el acelerador, se dirigió hacia allí, esperando que el cortante viento se llevase con él aquella creciente sensación de pérdida que le embargaba, pese a la intriga que suponía el manuscrito. Así que, después de todo, sí que había amado a Cecily.
La sala de lectura de la biblioteca de la Universidad de Londres era un auditorio alargado, rectangular, atestado de repisas y escritorios, y flanqueado por paredes de madera oscura. El lugar parecía más viejo que el propio edificio, como si las horas de estudio que aquellas cuatro paredes habían visto pasar ante sí le hubieran conferido tal antigüedad. La galería superior estaba flanqueada por enormes ventanales y estantes que ocupaban toda la pared, mientras que el grueso principal de la biblioteca lo componían los estantes anexos que conformaban la sala de lectura. Las ventanas proporcionaban una fuente de luz natural que se derramaba como una suave cascada sobre el cuero que revestía las mesas habilitadas para la lectura, silenciosa y tranquila. Era la clase de atmósfera en la que a August le encantaba trabajar: el susurro de las hojas, algún suave y ocasional bisbiseo, creaban una ruptura con el ciclo del tiempo que hacía posible que el mero hecho de colocar las manos sobre un libro supusiera sumergirse realmente en la época retratada en sus páginas. Era una sensación incomparable, y August entraba en la biblioteca como en un santuario.
Al americano lo conocía la mayor parte de los bibliotecarios, que se sentían encantados de poner en sus manos un texto sobre botánica del siglo XVI o XVII. Su bibliotecaria favorita, una esbelta solterona de unos treinta y cinco años, que siempre llevaba el mismo vestido negro de manga larga con hombreras y un estrecho cinturón, y un collar de perlas de una sola vuelta que definía su posición como aspirante a obtener quién sabía qué reconocimiento, se sentaba tras la mesa de información.
—Señor Winthrop. —Levantó la vista con un indisimulable placer en la sonrisa: los polvos rosados del maquillaje que llevaba en las mejillas se desportillaron delicadamente—. ¿Qué va a ser hoy, botánica? Acabamos de recibir una extraordinaria colección de grabados, algunos de hierbas ciertamente raras.
—En realidad, buscaba información sobre cierto individuo del siglo XVII, Kathleen. Es una posibilidad muy remota, pues se trata de un español, un tal Shimon Ruiz de Luna. Se describe a sí mismo como médico y alquimista, lo que puede confundir un poco las cosas, pues los alquimistas pertenecían a una época anterior.
—Bien, déjeme buscar primero por su nombre. —Tiró de un pequeño cajoncito metálico y comenzó a repasar las tarjetas que había en él—. ¿Ruiz…?
—De Luna —dijo August.
—Ajá, lo encontré: son las actas de un juicio que tuvo lugar el 2 de septiembre de 1612.
—¿Las actas de un juicio? ¿Un juicio en Inglaterra?
—Así es; aquí dice: «Shimon Ruiz de Luna sería quemado en la hoguera por espionaje». Pero creo que es mejor que lo lea usted mismo.
La bibliotecaria le condujo a su rincón favorito de la biblioteca, una mesita, tranquila y aislada en comparación al resto, y luego se marchó. August encendió la lamparilla y colocó el archivador ante sí. El rumor producido por el roce de los papeles hizo que varios lectores en las mesas cercanas se volvieran a mirarle. En cuestión de segundos, August hizo una valoración psicológica de los lectores que le rodeaban, en un acto reflejo cuya impronta le acompañaba desde sus días en el Servicio de Operaciones Especiales. Había un par de estudiantes, ambos con barba, sin duda, amantes de la música folk, quizá incluso beatniks, presumió August, añadiendo a sus sospechas que, muy probablemente, la época elegida para sus estudios sería la de la Revolución francesa y su propagación por toda Europa. Echó un vistazo, y vio que uno de ellos estaba justamente leyendo Los Derechos del Hombre, de Thomas Paine.
En diagonal a donde aquel par se encontraba había una pelirroja bastante atractiva, que le miraba con expresión pícara. August, que no quería provocar una conversación ni contacto alguno, se limitó a dedicarle una sonrisa distraída. Veintiuno, estudiante universitaria, con un padre banquero, a juzgar por las ropas de importación, bastante caras, que vestía, pensó: quizá incluso era la hija mayor, sin hermanos varones: de ahí que estudiara una carrera. Aunque parecía más bien buscar marido, sospechó. La chica advirtió aquel escrutinio y, sonrojándose, bajó la mirada. Frente a ella, inclinado sobre una pila de libros, había un hombre de unos treinta años largos, casi cuarenta. Llevaba el pelo al estilo militar y cierto aire adusto y rígido en su postura que August reconoció al instante. Un estudiante de avanzada edad, uno de los muchos que habían regresado del servicio y, al no haber podido concluir sus estudios, regresaban a la universidad: los campus estaban llenos de tipos así. Este había sido el único que no había levantado la mirada hacia August y, pese a la camisa barata y deshilachada y los pantalones de tweed ligeramente manchados, August confió en él al instante.
Aliviado al ver que nadie le había seguido hasta allí, August abrió el archivador. En su interior guardaba varias fotocopias del documento original del siglo XVII: las actas judiciales se conservaban bajo llave en los archivos de la biblioteca. Le agradó ver que la caligrafía era todavía legible. En la primera página se leía la siguiente frase: «Actas Judiciales del Proceso al Médico Español Shimon Ruiz de Luna». El corazón de August se aceleró al leer aquel nombre: de nuevo tenía la sensación de que el alquimista miraba por encima de su hombro, urgiéndole silenciosamente a que siguiese con la investigación.
Este es el testimonio del juez Winch, su informe del juicio y del interrogatorio al médico hebreo-español y auto-proclamado alquimista Shimon Ruiz de Luna, acusado de hechicería y espionaje, acusación que concluyó con el veredicto de culpable y la ejecución del mencionado individuo. Fechado el 12 de enero de 1613.
De modo que Shimon Ruiz de Luna llegó a Inglaterra y fue ejecutado pese a las precauciones que tomó al codificar el libro, observó August, y, con todo, sus acusadores no llegaron a encontrarlo: ¿qué era lo que contenía como para que Ruiz de Luna considerase que merecía la pena morir por él? De nuevo, August sintió una extraña afinidad con el misterioso español, una intimidad inexplicable, ¿pero por qué?
Siguió leyendo: el informe describía el arresto de Shimon en St. Martin’s-in-the-Field tras intentar sobornar aparentemente a un cortesano para que llevase cierto mensaje al rey Jacobo, una carta en la que solicitaba al monarca un encuentro privado. Esto fue interpretado como un posible complot criminal cuando el embajador español identificó a Ruiz de Luna como uno de los acusados en los procesos inquisitoriales de Logroño.
Shimon Ruiz de Luna y su esposa vasca, católica para más señas —y cuyo nombre coincidía con el de la bruja Uxue de Cabo Ogoño—, fueron los únicos que lograron escapar a los procesos. La prosa del juez Winch era poco dada a las florituras, dolorosa y detalladamente analítica, y August podía imaginar la frustración del infortunado escribiente cuyo trabajo consistía en transcribir el pedante informe del juez, donde la objetividad oficial solo servía para poner en alza el horror que supusieron las torturas infligidas a Ruiz de Luna.
Una vez se constató que el prisionero tenía la capacidad de discernir el futuro, hice que el torturador pusiera en liza sus conocimientos y probadas técnicas para revelar las pruebas de la adoración demoníaca y de la hechicería según lo que refieren obras tan sabias como las del propio rey —Daemonologie— y el maravilloso texto germánico Malleus Maleficarum. Tal cosa incluía la tortura del ahogamiento y la colocación de pinzas al rojo en las zonas del cuerpo donde se decía que podían verse las marcas del diablo: las axilas, los genitales y las plantas de los pies… la primera pinza fue aplicada en la cara interna del brazo, una zona conocida por mostrar marcas y otros crecimientos corporales poco frecuentes que son el signo del diablo. El prisionero, atado en ese momento a la rueda, gritó con mayores arrestos y, aun así, se negó a suministrar ulteriores pruebas de sus prácticas satánicas.
August se envaró, aferrando con los dedos el lado de la mesa. «No, ahora no, aquí no». El corazón apresuró sus latidos, agitando su respiración y provocando que el pánico se apoderase de él. Cerró los ojos y el rostro de un hombre anciano, de ojos y cabello oscuros, apareció en su mente: la sonrisa condescendiente del hombre y su falso aire de disculpa contrastaban brutalmente con el terrible dolor que August sentía: los dedos rotos en el borde de una mesa metálica, la orina y la sangre encharcando el suelo bajo su silla, los cables que se enroscaban en su castigado pecho, el agrio e inconfundible olor del cuero recién procesado, el suave murmullo en español, y él mismo, flotando en la sala, posando los ojos en un hombre desnudo al que estaban torturando, solo para darse cuenta, lleno de horror, de que aquel hombre era él. El sótano de una fábrica de cuero, Madrid, 1937. Los recuerdos estaban allí, bajo la superficie de su consciencia. «Nunca escaparé de ellos. Respira, respira y vuelve en ti».
August centró su mirada en el objeto más ordinario y prosaico que pudo encontrar: un lápiz que alguien había dejado en la mesa de al lado, un lápiz azul, con la punta pulcramente afilada, preparado para su uso. «Olvídalo, olvídalo, estás en una biblioteca, estás a salvo». Pero su cuerpo ignoró la advertencia, y comenzó a arder: en su nuca, en las plantas de los pies, en sus testículos, en todos los puntos de su cuerpo donde los fascistas habían repartido los electrodos. Cerró los ojos y trató de huir a algún agradable recuerdo infantil: una jornada de pesca nocturna en la bahía de Massachusetts junto a su padre, bajo una enorme luna amarilla, jalonada por la silenciosa y rítmica actividad de arrojar el sedal al agua; uno de los pocos momentos en que padre e hijo parecían de veras padre e hijo. «No permitiré que el pasado me dicte qué hacer, no lo permitiré». Temblando de pies a cabeza, tomó aire, y trató de conjurar el rostro de su torturador, el general Molivio.
Avergonzado, recorrió con la mirada la sala de lectura: nadie parecía haber reparado en su repentina falta de concentración, nadie salvo el antiguo soldado, que ahora le miraba de hito en hito. August comprendió por aquella mirada que el tipo había reconocido de inmediato sus síntomas, aquel característico temblor, y aquel apretar de puños como si el mundo entero estuviera sacudiéndose de improviso. El antiguo soldado dejó de examinar la página en la que se encontraba, como si con aquello esperase que August fuera a pedirle ayuda. August sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. Con un tacto que este no podía por menos de agradecer, el antiguo soldado devolvió la vista a su libro.
August, a su vez, reanudó la lectura.
En pasados interrogatorios he visto que la tortura tiene un considerable efecto y he sido testigo de incontables confesiones de brujas y hechiceros cuando se aplicaba esta técnica. Pero en el caso de Shimon Ruiz de Luna, el acusado permanecía imperturbable y mostró poca o nula cooperación.
El acusado mostró una extraordinaria insensatez al negarse a revelar el nombre del diablo al que adoraba o el de cualquier bruja y cómplice de que tuviera conocimiento. En cambio, se le escuchó murmurar un nombre y solo uno repetidamente, una vez y otra: un nombre que solo me cabe suponer pertenece a otro hebreo, un tal Elazar ibn Yehuda. Aquel murmullo era casi un cántico y, ciertamente, la primera vez que el acusado murmuró dicho nombre no le entendí bien y pensé que había dicho Belcebú, y que estaba invocando al propio Satanás. Esto fue causa de gran temor y percances, pero tan pronto me rehíce envié a varios hombres en busca de aquel Elazar o al menos de alguna información. Regresaron, empero, con las manos vacías, y tras otro nuevo interrogatorio el acusado se negó a decir nada. Por desgracia, se vio entonces asaltado por la fiebre y ya no nos sirvió de mucho en adelante.
El informe continuaba con la descripción del juicio a Ruiz de Luna, que, para August, sonaba a auténtica farsa, improvisada a marchas forzadas para asegurarse de que el español era ajusticiado como espía y no como brujo. Leyendo entre líneas, entendió que aquella acusación tenía como propósito enviar un mensaje al rey Felipe III de España, pero había una nota a pie de página que a August le interesó sobremanera. Describía cómo el propio rey Jacobo mantuvo una reunión secreta con el prisionero cuando este era llevado al cadalso bajo la esperanza de que Ruiz de Luna revelase su metodología y confiase al monarca cómo había logrado realizar aquellas predicciones tan exactas del futuro. Según el relato del juez Winch, el rey había insistido en que no se conservara registro alguno de la conversación mantenida entre el rey y el alquimista.
Fue durante el cuarto día de su encierro, y antes de que diese comienzo mi interrogatorio, cuando, para mi enorme sorpresa, el propio rey Jacobo solicitó tener una reunión secreta con el prisionero: los únicos testigos de dicha audiencia seríamos el conde de Northampton y yo. El rey, tan sorprendido como nosotros de que aquel joven médico tuviera conocimiento de grandes batallas y sucesos por acontecer, mantenía la convicción de que había usado la brujería o quizá algún secreto mágico conocido en Vizcaya y pretendía granjearse una confesión. El prisionero se negó a hablar, salvo para decir que había acudido al rey para evitar que una terrible guerra tuviera lugar en el futuro. Por lo cual el rey declaró que la acusación principal del prisionero debía ser la de espía, en segundo lugar la de brujo, y que por tales cosas debía ser llevado a la hoguera. Luego, con el rostro lúgubre, se marchó con las manos tan vacías como había llegado… y quizá eso fue para bien, pues me atrevo a decir que cuanto ocultaba nuestro prisionero no pertenecía a cristiano secreto alguno.
De nuevo, la mención a un gran secreto. ¿Contenía el libro tal cosa? Si August lograba descodificarlo, rehacer la ordalía de Ruiz de Luna, quizá incluso encontrar el objeto que este parecía buscar y del que trató de advertir a los ingleses… un tema tal garantizaría sin duda la reputación académica de August. Era un pensamiento muy tentador. August continuó leyendo:
Una vez se constató la muerte, me aseguré de que los restos carbonizados fueran recogidos para ser enterrados en una fosa común, lejos de iglesia o suelo sagrado alguno, como es la costumbre en las ejecuciones por brujería. Fuera como fuese, cuando el cuerpo era transportado, un bandolero dio el alto al carro. Para asombro del conductor, el bandolero le pidió únicamente los restos del condenado, y nada más. Esto me sorprendió en gran manera, y me encargué yo mismo de interrogar personalmente al conductor. Todo cuanto pudo decir fue que el bandolero era de corta estatura, que iba enmascarado y encapuchado, y hablaba con acento extranjero, y que era, no obstante, muy convincente al empuñar su pistola. Por eso me arrepiento de…
August volvió la página. En lugar de la última hoja del relato, había una página en blanco con una nota adherida a ella que decía: «Falta la última página del documento original: nunca fue encontrada». Al igual que en la crónica, faltaba la última página. Bajó la vista, mientras reflexionaba sobre el destino del misterioso médico del siglo XVII. Cerró el archivo: si alguien sabía algo de Elazar ibn Yehuda y su relación con la historia de Shimon, no podía ser otro que su formidable mentor y antiguo profesor de literatura clásica. Echó un vistazo a su reloj. Habían pasado muchos años desde la última vez que había visto a su profesor, pero sabía que, si no perdía el tiempo, podría alcanzarlo antes de su casi ritual paseo vespertino por Regent’s Park. Tan pronto como August se levantó para abandonar el lugar, se escuchó un portazo en algún lugar situado en los pisos superiores de la galería.
—Por Cristo, me alegro de verte, Winthrop. Hace un frío poco habitual en esta época del año, pasa y quítate la ropa mojada. A menudo me he preguntado qué fue de mi más brillante protegido.
El profesor Julian Copps hizo pasar a August al elegante vestíbulo de su apartamento: amplio, de techos altos, parte del neoclásico Park Crescent realizado por el arquitecto John Nash, que rodeaba Regent’s Park. August estaba contento de ver que el apartamento había logrado sobrevivir a los rigores de la guerra y que aún resplandecía de decoraciones victorianas y piezas art decó. El profesor, un hombre alto y encorvado que frisaba los ochenta años, y cuyo rostro estaba salpicado por las manchas producidas por sus incontables expediciones por Oriente Medio, se ayudaba de un bastón para caminar, al haber perdido una pierna por debajo de la rodilla en un accidente cuando era más joven: un suceso que le había granjeado incontables leyendas entre los estudiantes. Mientras el profesor conducía a August a un estrecho pero espacioso saloncito cuyos enormes ventanales daban al parque, su característica cojera devolvió a August a las tutorías que habían celebrado cuando este apenas tenía veinte años.
—Justo a tiempo para tomar un té. Porque tomarás un té, ¿verdad? —Sin esperar una respuesta, el anciano académico señaló con su bastón hacia un silloncito de la regencia que había junto a una chimenea de mármol—. Ese es el sillón de los invitados.
—Fui a España a luchar, ¿recuerdas? —se aventuró a decir August, algo intimidado por las maneras autoritarias de su profesor. Se quitó la chaqueta de cuero, la colgó en el respaldo de la silla y luego se dejó caer en el silloncito, lamentándose al advertir que ahora estaba más abajo que Copps, quien, tras tocar una campanilla para llamar a su doncella, se había sentado en una silla más alta justo enfrente de él. «Me he convertido otra vez en el novato tartamudo, sobrecogido por su intelecto».
—Bueno, naturalmente, España era una causa justa, pero si hay una carrera llena de futuro que murió asfixiada en la cuna, esa es la tuya. Porque eso es lo que hiciste, joven Winthrop: académicamente te suicidaste, antes incluso de darte a ti mismo una oportunidad. Y después de tantos sacrificios, al final Franco ganó, ¿verdad? —Copps volvió a tocar la campanilla, y se levantó lleno de frustración—. ¡Mrs. O’Brien, dos tés, los dos con leche y azúcar, y me refiero a azúcar de verdad! —gritó en la puerta, y luego, suspirando, regresó a su silla.
—También estaba la otra guerra: un montón de hombres perdieron su educación —dijo August.
—Bueno, esa era una guerra que debía librarse. Por otra parte, Winthrop, tú no eras un montón de hombres. Podrías haberlo tenido todo, el cáliz de una posición académica. Solo había un joven tan dotado como tú en tu promoción… Charles…
—… Stanwick. —«Jesús. Había esperado que no recordase a Charlie, pero por supuesto que lo recuerda».
—Eso es, Stanwick. Los dos erais lo más granado de la institución. Un par de jóvenes batalladores. Y extraordinariamente brillantes. ¿Qué le ocurrió?
—Charlie murió. —August no dijo más, negándose a entrar en detalles. De nuevo sentía la sombra de la vida no vivida de Charlie caminando en paralelo a la suya, la culpa y la urgencia de hacer algo con su propia existencia, como si aquello sirviese de compensación. «Mi hermano fantasma, el naipe del ahorcado».
—Muchos murieron, una generación entera que se vio arrastrada a un destino distinto del que les aguardaba. Pero tú, August, tú eras uno de los mejores, pese a la lamentable desgracia de tu origen… Oh, bueno, supongo que uno no puede evitar haber nacido donde ha nacido… Aunque estamos en los albores del gran imperio americano, hay que decirlo, y, como todo gran imperio, este tendrá sus colonias, sus puestos de avanzada, sus conquistas y sus terribles derrotas. Estará en todas partes, no solo en Corea. Recuerda lo que digo, joven Winthrop.
La doncella, una corpulenta mujer envuelta en una bata de flores y tocada con un pañuelo, apareció por la puerta, acarreando una bandeja donde portaba una tetera, dos tazas y un platito de galletas. Sin pronunciar palabra, colocó la traqueteante bandeja en una mesilla y se marchó.
—Voy a hacer de madre. ¿Leche, Winthrop?
—Por favor.
El profesor vertió la leche de una pequeña jarra con ribetes dorados en una de las tazas, se la entregó a August y luego ambos se arrellanaron en sus asientos, con las tazas colocadas sobre las rodillas: la luz del sol ya empezaba a acariciar el borde de la alfombra. Ofreció a August el platillo donde se amontonaban las galletas caseras, todas de un saludable color a trigo. Por temor a parecer grosero, August cogió una y la ocultó en el platillo, detrás de su taza, mientras observaba cómo el profesor mojaba su galleta en la taza. La galleta emergió totalmente empapada y no pudo por menos que rendirse, desmigándose en el pálido líquido. El profesor Copps suspiró:
—Siento que las galletas sean tan escasas, pero es culpa del maldito racionamiento. Mrs. O’Brien se ve obligada a hacerlas, y no es lo mismo sin mantequilla. ¿Qué estabas diciendo?
August miró al provecto académico. En sus tiempos, el profesor Copps había sido considerado el más brillante erudito entre sus pares. Una autoridad mundial en historia árabe y judía, a la que muy frecuentemente consultaban gobiernos y reyes. Pero eso había sucedido veinte años atrás, y el tiempo no parecía haber sido demasiado benévolo con el académico, cuyas manos temblaban y que ahora, según advirtió August, tenía que mirar el mundo que le rodeaba a través de unas gafas terriblemente gruesas.
—No, no había dicho nada —respondió August con sequedad, aunque sin querer ofenderle.
El grueso cocker que se acurrucaba a los pies del profesor gruñó en sueños y luego se tiró un pedo, pero los dos hombres fingieron no haberlo escuchado. En alguna parte del piso un reloj dio la hora.
—Es verdad. Bueno, joven Winthrop, ahora es tiempo de paz, así pues, ¿qué vas a hacer? El futuro del hombre se extiende ahora frente a él sin obstáculos… bueno, al menos de momento. ¿No es hora de volver a las cosas que importan?
—Por eso estoy aquí. Después de varios años de investigaciones, me he topado con algo que podría resucitar mi carrera académica. Algo potencialmente extraordinario.
Como para serenarse, el profesor se sirvió otra taza de té y dio un suave puntapié al perrito que se ovillaba a sus pies. El perro se despertó. Copps le dio los restos de una galleta mojada y luego procedió a mirar cómo el animal se alejaba con un trotecillo alegre solo para retomar su postura durmiente frente a los carbones que ardían en la chimenea.
—Mientras no pronuncies las palabras «la ciudad perdida de la Atlántida» o «la tumba de Alejandro»… Te sorprendería conocer la cifra de arqueólogos de pacotilla que llaman a mi puerta. No creo que tenga la paciencia de verme ante otra ridícula caza del tesoro.
—Esto no tiene nada que ver con Alejandro el Grande o la Atlántida.
—Gracias a Dios.
—Se trata de un filósofo, tal vez un médico, cuya historia estoy tratando de desenterrar… Probablemente viviera en la España del siglo XVII. Un tal Elazar ibn Yehuda.
Copps levantó la vista, y un temblor recorrió su cuerpo: la taza y el platillo resbalaron de sus rodillas y cayeron sobre la alfombra. Como siguiendo un mandato inaudible, el perro trotó hasta allí y procedió a lamer el charco de té que se había formado.
—¿De qué conoces ese nombre?
Su voz había cambiado: ahora era mucho más imperiosa, y más alerta. De pronto, a August se le pasó por la cabeza la idea de que la vacilación de Copps bien podría ser un modo de enmascarar una inteligencia mucho mayor e inalterada de la que parecía mostrar. ¿Pero por qué el profesor iba a esconder el calado de su intelecto? «¿Debo confiar en él? No tengo razones para no hacerlo».
—Lo encontré en un libro que recibí. El nombre se vinculaba a otro individuo, un tal Shimon Ruiz de Luna, que fue ejecutado en 1613.
Como si con aquello estuviera haciendo tiempo para formular una respuesta, Copps se inclinó para recoger la taza de té. Incorporándose lentamente, la devolvió a la mesilla y se dirigió a los enormes ventanales estilo Regencia. Se detuvo allí, y oteó el horizonte de ramas desnudas en las que la nieve se fundía lentamente.
—Elazar ibn Yehuda no vivió en el siglo XVII, sino en un período muy anterior —replicó finalmente el profesor, con voz ponderada y reflexiva—. Era un médico judío relacionado con la corte del califa Al-Walid, que gobernó la península ibérica en el año 711.
—Así que esa es la conexión española.
—Quizá. Elazar ibn Yehuda formaba parte de la expedición militar dirigida por el tristemente célebre Tariq ibn Ziyad, quien invadió España y derrotó al rey godo Rodrigo. Tariq llegó hasta los Pirineos, pero allí fue derrotado por los vascones.
El profesor se volvió hacia August. Había una renovada vivacidad en su expresión, pero también una contenida angustia.
—¿Conoces la reputación de Yehuda?
—En absoluto. No había oído una palabra de él hasta esta mañana.
Esta mañana. Empezaba a sentirse como si su vida hubiera acelerado hacia un lugar tan insólito como emocionante. Por primera vez en muchos meses, nada parecía predecible. El miedo se abría en su interior como el brote al convertirse en pétalos. Otra vez me siento vivo.
El profesor interpretó correctamente la expresión de su semblante, y lanzó un oneroso suspiro.
—Mi querido Winthrop, me temo que alguien te está atrayendo a sus redes.
Aquel comentario solo sirvió para que la excitación de August creciese todavía más.
—¿Te importa si fumo?
—Al contrario, aquí tengo mi pipa. Retirado ya de las mujeres y la práctica del bridge, considero que este es el último de mis vicios.
Copps descorchó una sonrisa indulgente.
—Todavía tendré que descubrir los placeres del bridge, pero en lo relativo a los otros dos, los conozco demasiado bien, para mi perjuicio —bromeó August.
Sacó el paquete de Lucky Strikes y encendió un cigarrillo, exhalando el humo mientras examinaba al anciano que tenía ante sí. Desde la ruptura con su padre, había habido pocas figuras similares a lo largo de su vida. El profesor Copps había sido una de ellas, Jimmy van Peters otra: de un calibre radicalmente distinto, pero que, a juicio de August, había comprendido a la perfección su verdadera naturaleza, y lo que era más, la había aceptado, lo cual era ciertamente extraño en la vida del americano.
—Profesor, luché en España por defender aquello en lo que creía, pero, para ser honestos, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial comprendí que disfrutaba con los combates, las estrategias. Supongo que ese es el motivo por el que me incorporé al ejecutivo de Operaciones Especiales. Es más que una adicción: se convirtió en una manera de ver la vida, en la que uno no sabía si iba a ver otra hora más, un nuevo amanecer. Mantiene tu mente en un estado tal que absorbes la naturaleza de cada instante como si todo lo que vieras fuera lo último que estuvieras destinado a ver. Me figuro que puede considerarse una especie de existencialismo extremo. Desde mi regreso a la vida civil, todo se ha visto sumido en una gama de grises, de monocromático aburrimiento.
»Y resulta que ahora alguien me ha pedido que devuelva cierta reliquia a España, a la familia a la que tal objeto pertenece. Como miembro de las Brigadas Internacionales, me expongo a que me ejecuten si regreso allí, pero ¿sabes qué?, para mí no sería ni remotamente un mal final. La reliquia de la que hablo, un libro, es la clave de un enigma que me he propuesto resolver. Puede que se trate de la aventura que podría salvar mi alma.
Se reclinó en el sillón, avergonzado por la petulancia de sus palabras. «Copps me conoce, sabe cómo fui en el pasado, los sueños que tenía. El Ícaro arrogante con el mundo a sus pies».
El erudito aspiró de su pipa: la intensidad con que la aferraba delataba sus verdaderas emociones. Había estado orgulloso de aquel muchacho, había visto en su juventud la suya propia, el bruñido espejo de las posibilidades, y no quería ver cómo se lanzaba a su sacrificio antes de que le llegase la hora. Pero este hombre es un ingenuo, un ingenuo suicida, pensó el profesor, mientras mantenía una expresión rígida aunque benévola.
—Ten cuidado. Recuerda lo que dijo Aristóteles: El miedo es el dolor que se alza cuando anticipamos el mal.
—Sí, pero también recuerdo que Mark Twain dijo: Haz aquello que más temas y la muerte del miedo será cosa segura —replicó August.
—Personalmente, siempre me ha parecido que la precaución está considerada como una emoción terriblemente infravalorada, y esa es una filosofía que me ha producido más beneficios que perjuicios, al menos hasta ahora.
August se dio cuenta de que la conversación había girado hacia un extremo completamente distinto de la pregunta original. ¿Acaso el profesor estaba utilizando su intelecto para desviar el tema? ¿Y si era así, por qué?
—Elazar ibn Yehuda: ¿qué más sabes de él?
Copps se volvió hacia la ventana. Tras mirar con inquietud a la calle, bajó las persianas de madera, provocando con ello que se apoderase del lugar una tenue penumbra. Se encaminó después hacia la chimenea y removió los carbones al rojo con las pinzas.
—Yehuda fue considerado uno de los mejores médicos de su época. El califa se mostró remiso a permitir que se uniera al ejército invasor del general Tariq, pero Yehuda estaba impaciente por conseguir nuevas medicinas, y estaba convencido de que la expedición le llevaría a territorios que le proporcionarían nuevas hierbas, plantas y árboles que podría utilizar en sus prácticas. Persuadió a su benefactor para que le dejase marchar con Tariq y sus hombres, y eso hizo. Pero cuando solo había discurrido la mitad de aquella gran invasión, Yehuda cambió. Comenzó a dejar de lado sus deberes médicos y pasó a obsesionarse con la posible existencia de un inconmensurable tesoro que, según pensaba, desataría su poder sobre la humanidad, ya fuera para condenarla o salvarla, dependiendo de cómo fuera utilizado un don tan imponente como aquel.
—¿Se refería literalmente a un tesoro?
—Tienes que comprender que Yehuda era también lo que en nuestros días consideraríamos un cabalista, un seguidor de los primeros textos místicos judíos conocidos como el Sefer Yetzirah, lo que podría traducirse como «el Libro de la Creación». Y también era discípulo del gran filósofo y herborista griego del siglo IV Bolus de Mendes. Por si fuera poco, rendía culto al libro Tahfim, de Al-Birum, uno de los más importantes grimorios de la época. Todo esto quiere decir que Elazar ibn Yehuda debía de tener un más que amplio conocimiento de las propiedades místicas y mágicas de las plantas. Cuando Yehuda escribía «inconmensurable tesoro», entiendo que se refería a algo más: un vasto don mágico o espiritual, un poder innatural procedente de Dios. Y en este punto se refería por igual a Alá y Yahvé.
—¿Y encontró el tesoro?
—No estoy del todo seguro de que Yehuda, simplemente, no se hubiera vuelto loco: después de todo, los horrores que debió ver durante la cruenta invasión de Tariq son indescriptibles. Fuera como fuese, cuando el califa exigió ver tan enorme tesoro, Elazar ibn Yehuda aseguró que se lo habían robado. Y naturalmente el califa, creyendo que esto era una excusa para no entregárselo, decidió acabar con el médico, y fin de la historia. O lo sería, de no mediar el hecho de que, a lo largo de los siglos, la historia parece haber crecido exponencialmente. Más de un movimiento fanático, y más de un individuo, han muerto a lo largo del tiempo en la búsqueda de tal tesoro, y todavía hay gente que lo persigue. Gente peligrosa, estúpida y a la que no le importa llegar a cualquier extremo por resolver el misterio.
Afuera, escucharon el sonido de un claxon y el débil tañido de una campana.
—Debes tener cuidado, mi querido amigo. Sería de idiotas perder la vida cuando uno ha sobrevivido a tantas cosas.
—Lejos de mi intención que eso suceda. —August arrojó el cigarrillo al fuego—. ¿Recuerdas las fechas exactas en que vivió y murió Yehuda?
—Es difícil de olvidar, me sentí fascinado por su figura durante dos años: por supuesto, ya hace una vida de aquello. Nació en el 670 de nuestra era y murió en el 725. Fue ejecutado en Constantinopla.
Allá en su balcón, Copps se envolvió en su vieja chaqueta de lana y tembló al ver a August subir a su motocicleta y conducir hacia la espesa niebla vespertina que acababa de apoderarse de la ciudad. Winthrop había sido uno de esos raros estudiantes que mostraban un talento inusual, y ciertamente temprano, para el pensamiento lateral, imaginativo, capaz de llegar a conclusiones que le sorprendían incluso a él, quien, frisando por entonces en la mediana edad, se ahogaba en un pozo de desilusiones y fracasos. August Winthrop le había traído esperanza, una renovada fe en la importancia de los clásicos, de su relevancia en la filosofía, el pensamiento y el gobierno contemporáneos. Pero sin previo aviso su protegido lo arruinó todo cuando decidió unirse a las Brigadas Internacionales y luchar junto al batallón americano. Un gesto noble, pero extremadamente infructuoso, pensaba el profesor, y lo peor era que August, ya casi al borde de los cuarenta años, aún mostraba aquel cándido idealismo. Era el clásico entusiasta que volaba tras una visión, el aventurero maldito, concluyó su antiguo mentor. ¿Pero se daba cuenta August de lo peligrosa que era la misión en la que se había embarcado? ¿Comprendía acaso lo poderoso que era el objeto del que, por lo visto, era poseedor? Copps lo dudaba. Y aunque así fuese, Copps tenía la incómoda impresión de que la cercanía del peligro solo serviría para incitar la curiosidad del americano.
Mientras miraba la rueda plateada de la Triumph desaparecer por una esquina, Copps tuvo la premonición de que esa era la última vez que vería a August E. Winthrop. Tratando de despojarse de aquella sensación con un nuevo temblor, regresó al interior del apartamento, cerrando las enormes puertas estilo francés a su espalda, y luego levantó el auricular del teléfono. Para su sorpresa, descubrió que todavía recordaba el número a la perfección, y mientras se miraba a sí mismo marcando los dígitos, intentó controlar su temblorosa mano.
—Olivia Henries.
La voz que respondió al teléfono era la suya, el mismo tono alto, envolvente, la misma inflexión ligeramente irónica que aludía siempre a su profunda inteligencia, la misma voz que Copps solía encontrar desde siempre inevitablemente erótica: pero lo que le resultó más inquietante era que sonaba exactamente a como era treinta años atrás.
De vuelta en su estudio de Kensington, August se quitó el casco y rebuscó en los bolsillos de su chaqueta de cuero en busca de un chelín. Encontró uno en el forro, embutido entre una vieja cajetilla de cerillas donde se dibujaba la insignia de un bar de jazz que frecuentaba en ocasiones y un cigarrillo pasado. Exhaló el aire que guardaba en sus pulmones; hacía tanto frío en su piso que el aliento brotó en volutas de humo. Pisando con fuerza y frotándose las manos para entrar en calor, se dirigió al pasillo e introdujo el chelín en el contador del gas. Había algunos lujos de los que podía prescindir: chocolate, jabón, colonia, el whisky Jack Daniels… pero el calor o los cigarrillos no entraban en la lista. Aun así, se sentía cada vez más hastiado por la constante falta de cosas, una situación que parecía no ir a cambiar desde el final de la guerra. Tenía que enfrentarse al hecho de que trabajar por su cuenta con vistas a dedicarse a la escritura y a contar con un puesto académico eran el punto de partida que marcaba su progresiva pérdida de atractivos. Como había sucedido con anterioridad, los dudosos beneficios del servicio civil le saludaban como harpías de mediana edad tendidas sobre una roca, amenazando con hacer añicos todos sus sueños.
August se arrodilló y encendió el gas. Le gustaba estar a oscuras. Le hacía sentir invisible, y, de alguna manera, más integrado a cuanto le rodeaba, ya fuera un bosque, la sabana o su propia casa. Era un truco que había aprendido en sus años de combate, un modo de escapar aunque fuese por un instante del caos y la lucha que le rodeaban. Muchas veces se había dejado envolver por las sombras, apoyado contra un árbol, mientras contemplaba cómo las llamas devoraban un pueblo remoto, y si conservaba su cordura era solo porque hacía el esfuerzo de no pensar en nada: se limitaba a percibir el mundo a través de sus sentidos, tan afilados como la noche que se espesaba en torno a él.
La visión de unas llamas azul verdoso que comenzaban a chisporrotear le devolvieron a la realidad. Se sentó en cuclillas para ver cómo el fuego procedía a encenderse. Cecily no le había pasado ningún mensaje por debajo de la puerta. Casi lo había esperado; aquella no era la primera vez que lo abandonaba, pero esta vez August lo veía de otra manera. Acabado. ¿La he perdido? ¿Sin más? Nunca la había visto tan colérica, tan afligida. ¿Por qué se había acostado con aquella rusa? No había tenido la menor intención de hacerlo, pero era tan hermosa, tan capaz de hacerle olvidar sus problemas: durante unos instantes, aquella mujer había conseguido quebrar la gris rutina de sus días. El amuleto de un hombre vacío: la caza, el sexo, la distracción, lo llenaban por completo, al menos el tiempo suficiente para olvidar en lo que se había convertido.
¿Podía parar? Quizá no, al menos hasta que dejase de correr. Quizá regresar a España serviría para cambiarlo, pero ahora no era el mismo hombre que fue antes de la guerra… y ya nunca lo sería; intentarlo sería como tratar de perseguir un espejismo.
Basta. Sabía que si seguía mirando las llamas, analizando la estupidez de sus acciones, se vería sumido en una profunda depresión, y tenía cosas mejores en las que pensar. Se levantó y encendió la lámpara.
La mujer aguardaba ante la puerta: su larga cabellera seguía emitiendo destellos rojizos, pero no tenía la cintura estrecha de la que había presumido años atrás. Según las estimaciones de Copps, debía tener cincuenta y pocos años, y, aun así, la envolvía un aura de peligrosa sexualidad, una oscura vivacidad que siempre le había atraído y repelido.
—Hola, Severin —dijo, pasando ante él en una nube de almizcle. Había usado el nombre que empleaba en el clan, su apodo secreto que le señalaba como uno de ellos, uno más del círculo.
—Olivia, sigues tan bella como siempre.
—Si la pregunta es si sigo practicando, la respuesta es sí, pero supongo que ya lo sabes: de otro modo, ¿para qué llamar?
Mientras recorría el piso, sus largos y pálidos dedos acariciaban como una titilante luz diversos objetos: un diario cerrado, una fotografía enmarcada, un cojín bordado, un fósil que Copps había desenterrado de un emplazamiento en Egipto. Copps tragó saliva, nervioso, ahíto de peligro, una sensación que le resultaba inquietantemente estimulante. Sabía lo que la mujer estaba haciendo: estaba leyendo la habitación, absorbiendo los recuerdos que había en el interior de cada reliquia, atesorando toda la información posible de los últimos treinta años de la vida de Copps.
—Cierto, para qué; y ahora me conocen como Julian.
Por fin, la mujer se acomodó en el borde del sillón: el curioso anillo que siempre llevaba en el dedo recogía la luz de la lámpara. Se trataba del hexagrama unicursal de Aleister Crowley: para algunos, un hermoso diseño, casi decorativo, pero para quienes reconocían aquel símbolo, un portal abierto a otro mundo.
La mujer le examinó atentamente: el calor que emanaba de su mirada le recorrió de pies a cabeza. Tiempo atrás, cuando era más joven, hubiera encontrado aquella cosificación ciertamente excitante, pero una vez más, para su profundo disgusto, descubrió que su cuerpo seguía respondiendo a la llamada. La flagrante sexualidad de la mujer era tal que subordinaba hasta su intelecto, y él siempre la amaría por eso; desde entonces había sido así, y aquello no había sucedido con nada ni nadie más.
—Has cambiado. —La mujer se llevó una mano a la larga y pesada cadena de oro que rodeaba su cuello y comenzó a pasarle un dedo por encima: aquella era una costumbre que Copps recordaba muy bien—. Pero, aun así, te deseo. ¿No es reconfortante?
El profesor Copps se dejó caer en la silla que había frente a ella y agradeció interiormente que Mrs. O’Brien se hubiera tomado la tarde libre.
—¿Lo es? —dijo débilmente.
—Por supuesto: saber que la esencia del deseo no cambia me atrevería a decir que es ciertamente alentador, una pizca de inmortalidad. A todo el mundo le viene bien algo así, Severin.
Se llevó una mano al muslo. ¿Pretendía seducirle o matarle? No podía responder a aquello, pero empezaba a preguntarse cuál era la verdadera razón de que se hubiera decidido a llamarla. ¿Era porque se trataba de la única persona que conocía capaz de entender el enorme potencial de aquello con lo que August se había encontrado por puro azar, o era porque, de ese modo, tenía una excusa para verla por última vez?
—¿Piensas de veras que Las crónicas del alquimista han salido a la luz?
—Uno de mis antiguos estudiantes se ha puesto hoy en contacto conmigo. Mencionó haber dado por casualidad con una reliquia que podría granjearle una gran reputación como historiador, y luego comenzó a hacer preguntas acerca de Elazar ibn Yehuda. La naturaleza de sus preguntas parecían apuntar al libro.
—Y eso teniendo en cuenta que siempre fuiste de la opinión de que el libro era una invención mitificada por el paso del tiempo, uno de tantos rumores nacidos bajo el manto de la Inquisición. ¿Cómo sabes que no se trata de otra historia sin fundamento?
—El alumno que ha venido a verme fue mi estudiante más dotado, y también mencionó a Shimon Ruiz de Luna. Incluso sabía los pormenores de su ejecución.
La mujer levantó la cabeza, lanzándole una mirada llena de acritud, algo inopinadamente insólito en ella. Se puso en pie, y pareció flotar hasta él, realzado aquel efecto por los numerosos y diáfanos pañuelos que envolvían su cuello y hombros.
—¿Y cuál es el nombre de ese estudiante?
—Oh, no podría dártelo, eso sería una completa traición por mi parte —respondió con tanta firmeza como pudo reunir, pero la mujer ya se había acomodado sobre su regazo, haciendo caer el bastón del profesor al suelo con un molesto ruido.
—Oh, creo que sí puedes, si soy buena contigo —murmuró, seductora, apretando sus firmes pechos contra el torso del profesor, envolviéndole en la embriagadora niebla de su perfume.
Mrs. O’Brien se detuvo en el rellano para recobrar el aliento. Eran las diez pasadas, y por suerte había podido coger el último autobús desde Putney. Miró la puerta de entrada al apartamento. El profesor se metía siempre en la cama a las nueve y media y no quería despertarle. Avanzando con sumo cuidado, llegó hasta la puerta y metió la llave en la cerradura. Para su asombro, comprobó que ya estaba abierta. Trató de empujarla, pero algo muy pesado parecía haber caído contra ella en el otro lado. Presa del pánico, apoyó el hombro contra la puerta y empujó con todas sus fuerzas. Se abrió un poco, lo que le permitió ver que había un cuerpo obstaculizándola desde el otro lado. El ama de llaves reconoció las zapatillas inmediatamente.
—¿Profesor?
Preocupada de que el anciano hubiera sufrido una caída, empujó con más fuerza y la puerta se abrió del todo, mostrando lo que había detrás. Mrs. O’Brien comenzó a gritar.
August extendió dos hojas de papel sobre la mesa y colocó el libro encima de ellas. En la parte superior de cada hoja escribió dos series de fechas distintas: 670-725 por Elazar ibn Yehuda y 1578-1613 por Shimon Ruiz de Luna. Las estudió atentamente. Ambos estaban vinculados por región y religión, y era lógico suponer que Shimon había sido seguidor o creyente del gran tesoro místico de Elazar. ¿Era eso lo que le había llevado a Inglaterra, y hasta el rey Jacobo? ¿Había descubierto el secreto de Yehuda? Si así era, según el profesor Copps el libro resultaría increíblemente valioso para un montón de gente. Justo entonces, el relato que había hecho Jimmy sobre la masacre de Irumendi surgió una vez más en la mente de August. Había un detalle en concreto que no cesaba de roer su inconsciente desde que escuchó la historia, y merecía ser investigado. Cogió el teléfono.
En cinco minutos planeó una comida en el Reform Club con su antiguo jefe en el Servicio de Operaciones Especiales, Malcolm Hully. Siempre, aparentemente, en el centro de los últimos escándalos diplomáticos y políticos de Londres, Malcolm también poseía un conocimiento enciclopédico de la mayoría de operaciones militares de los aliados —legítimas o no—, y pareció contento de saber de August, aunque el pasado que les unía no dejaba de tener su mácula. August se había acostado con la esposa de Malcolm durante la guerra, mientras llevaba a cabo sus labores de espionaje, pero, por lo que él sabía, Malcolm nunca se enteró de aquello.
August volvió a colgar el auricular y luego buscó en la mesa otro penique. Si quería dormir algo durante la noche, tenía que encontrar más dinero para el contador del gas. Pero no había nada. Miró por todo el piso: aún tenía su colección de discos de jazz, muchos de ellos auténticas rarezas de gran valor, así como el anillo de compromiso que le había dado a Cecily dos años atrás, herencia de su abuela, un enorme diamante que hablaba a las claras de la riqueza que había poseído tiempo atrás la familia Mayflower. Seguía colocado sobre el testero de la chimenea. En unos días tendría que pagar el alquiler del piso, de modo que necesitaba dinero rápido. Casi había dilapidado la pequeña herencia legada por una tía suya, y ya estaba harto de evitar a sus acreedores. Tomó nota mental para llamar a sus editores a la mañana siguiente y visitar al prestamista: si vendía el anillo, tendría suficiente dinero para vivir un año. No era momento de pensar en sentimentalismos, decidió.
En vez de una manta, colocó un viejo abrigo de invierno sobre la cama, todavía deshecha de la noche anterior, luego se quitó la ropa, excepto los calzoncillos, y se metió dentro. Las sábanas olían a sexo, y había lápiz de labios por toda la almohada. «Eso era la vida, los restos de una noche clandestina y las ruinas de una relación a la mañana siguiente, pero, demonios, todavía la amo».
August miró el techo y, por un momento, se sintió transportado a las blancas arenas de una playa, y hasta podía ver unas bronceadas piernas ovilladas a su lado. Recorriendo la habitación con la mirada, se preguntó de qué modo habían pasado los cuatro años vividos en aquel piso: las hileras de libros recortadas débilmente en las sombras, el gramófono portátil, un baqueteado saxo apoyado en una esquina, su mesa, las fotografías que se repartían sobre el testero, pregonando en silencio su juventud perdida. Aquello era un doloroso recordatorio de la reinvención que era ahora su vida. Todo salvo las fotografías enmarcadas parecía fugaz, efímero. Todos sus alias y nombres en clave bailaban como mariposas sobre su retina: Hierro Joe, Hombre de Hojalata, Gus, Dr. A. E. Winthrop, identidades náufragas, desechadas, todas ellas, como si él mismo fuera una muñeca rusa y cada personalidad estuviera cuidadosamente escondida en el interior de la siguiente, y justo en su corazón un secreto que iba pudriéndose paulatinamente. «¿En qué me he convertido? ¿En qué me estoy convirtiendo?».
Su mirada se detuvo en la fotografía en la que remaba por el río Cherwell en compañía de Charlie y una de las muchas amantes que tuvo en esa época. Luego recordó al hombre que había tomado la fotografía, desde otro barco que bogaba a su vera: el propio Malcolm Hully.
Malcolm era mayor: en esa época ya tenía treinta años, para los apenas veinte de ellos, y era uno de los tutores de August en Balliol. Desafiantemente inglés, pero de los educados en un colegio privado, prematuramente calvo y entusiasta hasta el extremo de resultar irritante, Malcolm tenía una energía desmesurada, propia de un loco, que ocultaba una personalidad terriblemente compleja, como August descubrió unos años más tarde, pues fue Malcolm Hully quien lo reclutó para el Servicio de Operaciones Especiales en 1940, justo después de que August hubiera regresado a Inglaterra de la guerra en España.
Fue entonces cuando Malcolm le explicó que durante su estancia en Oxford se había encargado de buscar individuos como él para los servicios secretos, y que ya en esa época había decidido elegir a August, pero que el socialismo y España parecían haberse aliado para arrebatárselo de las manos. Mientras permaneció en el Servicio de Operaciones Especiales, ambos habían mantenido una relación muy estrecha. Malcolm fue su director desde Londres cuando se le asignó la misión de entrar en la Francia ocupada y ayudar a la resistencia a introducir en España soldados de la fuerza aérea aliada a través de los Pirineos y de allí a Inglaterra. Pero ya entonces August percibió que había un rasgo excesivamente calculador en la personalidad de Hully que aquel solo llegaba a ver en contadas ocasiones. «Malcolm Hully era un jugador consumado, ideal para participar en el gran juego, y tenía la personalidad perfecta para el espionaje, pero también yo», se dijo August para sí, un poco a regañadientes, preguntándose si alguien le conocería a fondo alguna vez, incluso si él mismo llegaría a hacerlo. «Soy una criatura compuesta de diversas partes, un prisma: que Dios ayude a aquellos que decidan asomarse a él».
Se colocó boca arriba y volvió a mirar el techo. «Quizá Cecily esté en lo cierto. Quizá esté casado con mi trabajo. Justifico mi existencia convenciéndome a mí mismo de la importancia de mis investigaciones, como si pudiera dar consistencia a mi vida a través de los mitos y las fábulas. ¿Y eso importa algo? ¿Acaso un sistema político ofrece verdadera igualdad sobre otro, o estamos todos condenados a la inevitable lucha darwiniana donde los más dotados y los más ricos siempre triunfan?». Todo hombre debe vivir según sus necesidades… «¿Estaba Marx en lo cierto? ¿En quién debería creer ahora?». Aquel debate interno le produjo un profundo cansancio, y este el sueño. Allá en su mesa, el dorado «laburu» que engalanaba la cubierta del libro recibió de lleno la luz de la luna, y August, volviéndose en la cama, sintió que algo cambiaba en el fondo de su inconsciente.