El músico se quedó dormido en el sofá de August, emitiendo un leve ronquido que barría de tarde en tarde la habitación. Había pedido a August que le despertase a mediodía: Jimmy tenía la intención de regresar a París aquella misma tarde, y fue solo después de que August le asegurara una vez y otra que le despertaría a esa hora que Jimmy se había relajado finalmente lo suficiente como para quedarse dormido, lo que sucedió en un abrir y cerrar de ojos. August observó su ajado rostro, la piel, enfermizamente gris, y pensó que resultaba terriblemente fácil ver el delicado velo que separaba la vida de la muerte en aquel semblante. «Que duermas bien, amigo mío», murmuró August, tras cubrirle con una vieja manta, y luego se dirigió a la ventana. Asomando al exterior, se preguntó si alguien estaría vigilando su piso, y aquel pensamiento consiguió inquietarle. Era el peor momento para verse vigilado, pero, además, resultaba difícil no tener un sentimiento contradictorio hacia la inesperada visita de su antiguo camarada. August se llevó otro cigarrillo a los labios, y entonces, al introducir la mano en el bolsillo de la bata para buscar su encendedor, encontró un trozo de papel y un pendiente de oro y ámbar. Desdobló el papel: había en él un par de líneas escritas en ruso entre dos signos de interrogación, con el nombre «Yolanta» garabateado en inglés, justo debajo. La joven debía haber hecho aquello la noche anterior, mientras él dormía. Solo reconoció un puñado de palabras, pues su conocimiento del ruso era muy pobre: «sangre», «río», «mi corazón»… Parecían fragmentos de un poema. Muy ruso dedicarle un poema a una aventura de una noche, pensó August, mientras se preguntaba si valdría la pena traducirlo.
En el otro extremo de la habitación, Jimmy se estiró en sueños y se giró hacia el lado contrario. August le observó un momento, dando gracias de que continuase dormido, y luego acercó el pendiente a la luz. Flotando en el interior del ámbar había un pequeño insecto, cuyos ojos bulbosos parecían mirar a August; las afiligranadas vetas de sus diminutas alas todavía eran visibles a través del oro brumoso de la piedra. El vuelo abortado del insecto le hizo pensar a August que, de alguna manera, su propia existencia se mantenía en suspenso, sin examinar ni resolver desde lo sucedido en España, desde la muerte de Charlie. Había sido ciertamente hábil a la hora de enterrar el pasado, de perderse en el drama de vivir en los márgenes de la existencia, pero ahora la llegada de Jimmy había puesto fin a toda aquella meticulosa reinvención.
Turbado, August se sentó ante la maltrecha mesa de campaña que había bajo la ventana y abrió un cajón, para sacar de su interior una pequeña caja de cartón. Dentro de esta había una docena de pendientes que había reunido a lo largo de los últimos cinco años, doce noches de efímera intimidad con sendas mujeres a las que ya antes del primer beso había decidido no volver a ver otra vez. Pero cada una de ellas había dejado su cama sin ruido, al igual que lo había hecho aquel retazo de historia que resonaba en todas sus pesadillas: el recuerdo de Charlie adentrándose en el bosque, la terrible conversación de circunstancias que apenas servía para velar los temores de August, cuyo revólver latía ardientemente en su bolsillo.
August solo podía recordar hasta allí, el momento en que alcanzaban la garganta. El resto era demasiado traumático como para recordarlo. Pero aquello lo había convertido en un asesino, independientemente de que un ejército o un conjunto de creencias hubieran legitimado su acción. August tenía que vivir con la convicción de que había matado a su amigo. Era eso lo que nunca había sido capaz de contarle a Cecily, ni a ninguna otra mujer a la que había amado de veras. Esto es mío: mi propio minotauro atrapado en un laberinto de mi invención.
Dejó la carta en el cajón, luego el pendiente de ámbar en la caja, y cerró la tapa. Volviendo su atención al libro, August acercó la vieja lámpara de latón y la encendió. Bajo aquella macilenta luz la antigüedad del libro resultaba patente. El papel de vitela estaba sumamente agrietado, y el calor que emanaba de la bombilla empezaba a arrancarle un aroma húmedo, dulzón, casi más propio de un perfume. August lo levantó hacia su rostro y lo olfateó. Era como una mujer urgiéndole a aceptar su peligrosa seducción, imposible de resistir, pero letal si uno se rendía a ella. Dudó un momento, y luego acercó una mano al cajón y sacó un par de guantes de algodón que siempre solía usar cuando se disponía a manipular documentos antiguos. Una vez se los puso, abrió cuidadosamente el libro. Al recorrer las páginas advirtió que la última de todas ellas había desaparecido: alguien la había arrancado, y con visibles prisas, a juzgar por la apariencia del deshilachado lomo. August repasó el libro en busca de alguna pista que indicase si aquello había sido un acto deliberado. Pero su búsqueda resultó infructuosa.
La primera página estaba cubierta por unas insistentes volutas florales y algunas notas escritas junto al esbozo de diversas hierbas. La mayoría de los párrafos estaban escritos en un español arcaico, mientras que otras lo estaban en lo que August supuso que era Euskera. Había una flor dibujada en la parte superior de la primera página. Un clavel de un intenso color rojo, el borde de cuyos pétalos estaba deliciosamente grabado. Bajo aquel dibujo había varios párrafos en español. Traduciéndolos al vuelo de la lectura, August comprendió que el libro era un texto bastante común sobre los usos medicinales y espirituales de las hierbas de la Península Ibérica, posiblemente escrito en el siglo XVII.
El clavel es por lo general de color rojo. El rojo es el color de la sangre, la ira y, en ocasiones, puede encontrarse en las hebras del manto marrón de los dominicos.
Demasiado prosaico.
Había algo en aquel texto que resultaba demasiado banal, demasiado obvio: era casi alegórico de tan simple.
August tomó la lupa que guardaba en el escritorio y examinó el papel. Parecía que su grosor era un tanto arbitrario, mucho más pesado en el centro. La superficie se antojaba algo cerosa. En el piso, la temperatura descendió otro grado más, y los bordes de la ventana comenzaban a cubrirse de vapor. Absorto en su estudio, August no reparaba en ello. Abrió otro cajón y sacó un mazo de un papel casi translúcido, un pequeño rodillo y un tintero. Dispuso uno de los trozos de papel sobre una de las páginas del libro, asegurándose de que sobresalía por los bordes para no dañarlo. Luego impregnó el rodillo de tinta y, mediante una fricción insoportablemente lenta —casi podía hablarse de una caricia— pasó el rodillo por la página, cubriendo toda la superficie del papel. De inmediato, una delicada y elegante caligrafía apareció en negativo, similar a una araña, con las patas pintadas de blanco, bailando desmañadamente sobre el papel con aquel texto pegado tras ella.
En el margen izquierdo, hacia abajo, había una columna con varios párrafos, y en el otro lado un dibujo de un pequeño paisaje trazado con meticulosidad de cirujano: era algo entre un mapa y un esbozo. Miró más atentamente, tanto a través de la lupa como a simple vista.
Estaba en latín. Estaba seguro de ello. Versado en lenguas clásicas, August no tardó en reconocer las letras, aun cuando habían sido trazadas en sentido inverso. Retiró el papel tintado, con cuidado para no manchar el libro. Luego, tras colocar una página en blanco sobre la hoja, apretó con ambas manos. Eso le permitió obtener una imagen inversa de aquel texto. Bastó aquello para que dejase de ser la incomprensible mezcolanza que en un primer vistazo se le había antojado. En cuanto hubo traducido la primera línea, August leyó en voz alta: sus palabras brotaban como una flora milenaria entre los pesados paneles de madera y el amarillento papel pintado de su estudio.
Esta es la crónica de Shimon Ruiz de Luna, alquimista y médico a la manera clásica, y de cómo este descubrió un gran tesoro: un mágico don que podría cambiar el futuro de la humanidad. A siete de noviembre, en la ciudad maldita de Logroño, en el año de Nuestro Señor de 1610.
El dibujo que había al otro lado de aquel texto parecía representar una cueva, cuya entrada se asemejaba inquietantemente a una boca oscura y misteriosa. Unas pequeñas flechas indicaban que la cueva se hallaba escondida en el claro de un bosque, en un valle rodeado de montañas. Una cruz cristiana, reducida a dos meros palotes, parecían señalar que había un santuario junto a la cueva: sin duda debía tratarse de un intento medieval por cristianizar un lugar sagrado tan ancestral como pagano, advirtió August, a quien, debido a sus estudios, no le era ajeno aquella apropiación de tales emplazamientos por parte de la Iglesia. El lenguaje empleado era fascinante, impregnado de referencias y símbolos arcanos, mientras que la personalidad del médico —un tal Shimon Ruiz de Luna— tenía su propia luz. A juzgar por las descripciones, parecía un joven apasionado, convencido, además, de que aquella crónica era de gran importancia. Su prosa estaba transida de desesperación, y August tuvo la nítida impresión de que Ruiz de Luna era alguien que huía al tiempo que descubría, un hombre acechado por un peligro inminente.
A medida que August avanzaba en la lectura, la penumbrosa silueta del alquimista parecía formarse en la tenue luz de la habitación. Estrecho de hombros, los enjutos ángulos de su rostro aquilino recibían de lleno la luz de la lámpara, y los ojos ardían en la espalda de August: un fantasma inclinado impacientemente sobre otro fantasma, rogando porque finalmente pudiera hacerse oír. Sintiendo aquella presencia, August no se atrevió a levantar la vista, pese a su profesado ateísmo. Tenía la impresión de estar siendo dirigido por un poder invisible.
Durante la siguiente hora, realizó el mismo proceso para obtener el primer capítulo de la crónica, hasta que consideró que tenía páginas comprensibles suficientes para, al menos, saber sobre qué versaba el libro. Cansado de aquel laborioso procedimiento y ansioso por sumergirse en la traducción, cosió las páginas en orden, para tener una copia de la crónica, y luego empezó por la primera página. Ya habría tiempo de traducir el resto del libro durante los siguientes días, se consoló a sí mismo.
Aquello parecía un diario: arrancaba con la presentación en primera persona de Shimon Ruiz de Luna y seguía con la narración de la expulsión que sufría de su ciudad natal, Córdoba. El autor de aquel texto apuntaba hasta el menor detalle: sus pensamientos anegaban cada página, y August, presa de la excitación, avanzaba sin descanso. Algo más adelante el tono parecía cambiar, coincidiendo con el momento en que Ruiz de Luna procedía a describir su búsqueda de cierto lugar secreto emplazado en el País Vasco. Aquel nuevo apremio del autor comenzaba con apoderarse de toda su escritura. Intrigado, August se detuvo a reflexionar qué tenía que ver aquella crónica con la familia de la Leona, y pensó una vez y otra en la fecha en que estaba datada: había algo extrañamente familiar en ella.
De pronto, recordó qué era. Se dirigió a un montón de libros apilados en una esquina de la habitación, bajo un estante combado por el peso de decenas de papeles y volúmenes. Se agachó y dio con el libro que estaba buscando: lo había adquirido en una vieja librería de Barcelona en 1938, en uno de los escasos descansos que concedía la Brigada Abraham Lincoln. El título del libro estaba grabado delicadamente en la cubierta de tela: Las Brujas y la Inquisición. Recorrió las páginas y encontró el capítulo que trataba sobre los autos de fe. Allí estaba: el auto de fe de Logroño tuvo lugar el 7 de noviembre de 1610.
Existe una clara controversia acerca de si la mayor parte de las viejas creencias paganas de los vascos pudiera ser convenientemente interpretada bajo el calificativo de brujería, al ser tratadas y consideradas bajo un prisma cristiano. Cierto es que existe un dios de las montañas —Basajaun— descrito como una criatura peluda que vive en las boscosas laderas de las montañas y a veces es representado como un ser mitad hombre, mitad cabra, en un estilo muy semejante al de Pan o al del propio Satanás. Y también está Sugaar, un dios serpiente que en ocasiones se ve acompañado por Mari, la diosa suprema del panteón vasco. De la propia Mari se dice que suele manifestarse como una bola de fuego que recorre los cielos a velocidad vertiginosa, de cima en cima. A causa de la histeria provocada por la Inquisición y su propensión a la caza de brujas, para las autoridades era sencillo relacionar el panteón vasco con la hechicería, especialmente a cuenta de la animosidad existente: en muchos de los pueblos más aislados de la comarca se hablaba únicamente el euskera, lo que fomentaba la incomprensión y, en muchos casos, las malas interpretaciones, entre los vascos y los poderes inquisitoriales. El auto de fe de Logroño dio comienzo con el regreso de una campesina llamada María de Ximildegi a su pequeña y remota villa en las montañas, Zugarramurdi. Fuera lo que fuese lo que motivó a la joven a confesar voluntariamente que era bruja, los resultados fueron tan desastrosos como fatales para la pequeña comunidad.
Los primeros en ser arrestados fueron una joven de veintidós años llamada María de Juretegia y su marido, a quienes Ximildegi acusó de participar en el Sabbath, una especie de orgía multitudinaria. Juretegia negó que aquello fuera cierto, pero las detalladas descripciones de Ximildegi sobre su unión carnal con un macho cabrío, sobre las mujeres que frotaban sus pechos con engrudos herbáceos y que sobrevolaban los pastos cuando tenía lugar el Sabbath, resultaron tan convincentes que nadie dudó una sola palabra de sus acusaciones. Para salvarse, Juretegia denunció a su vez a una tía suya y la hermana de esta, de ochenta años de edad, a quien se le consideró la reina bruja del condado. En este punto, el asunto se hubiera resuelto si la Inquisición no hubiera sido informada de ello. Pero un año después, la Inquisición arrestó a cuatro presuntas brujas y a un traductor de euskera. A aquello siguieron muchos otros arrestos, y las confesiones (siempre bajo tortura) resultaban tan gráficas y extremas como la imaginación de los acusados: hechizos que les permitía atravesar las paredes y pequeños orificios, orgías, canibalismo y rituales extraordinarios que involucraban a familiares de las brujas. Para cuando se celebró el auto de fe en 1610, solo en Logroño fueron acusadas un total de treinta y una brujas (de entre las cuales solo nueve habían confesado, mientras que trece de ellas ya habían muerto en la cárcel), y las que se negaron a confesar fueron ejecutadas en la hoguera. Pero la Inquisición también condenó a otros veintidós acusados de herejía: seis de practicar la religión hebrea, uno el islam, otro el luteranismo, doce por haberse expresado heréticamente y dos por hacerse pasar por miembros de la Inquisición.
El crujido de una capa de hielo procedente del exterior rompió la concentración de August. De pronto, tuvo la incómoda sensación de que le estaban observando. ¿Acaso Jimmy le había contagiado su paranoia? Si era cierto que el Gobierno de los Estados Unidos pretendía enterrar todo conocimiento de la Operación Lagarto y la masacre del pueblo, Jimmy seguiría bajo su punto de mira, ¿pero de veras habrían enviado a un asesino para que lo eliminase, y, una mujer, para más señas? August recogió el colgante que Jimmy había dejado en la mesita del café. El diseño de aquella extraña estrella de cobre le resultaba familiar. Lo examinó a la luz de la lámpara. Era una estrella de seis puntas que, de ser dibujada, no hubiera mostrado estar hecha de dos triángulos solapados sino de una línea continua. De repente, August lo recordó: era un hexagrama de alzada, un diseño que tenía conexiones con lo oculto, lo que al menos a él se le antojaba una elección ciertamente curiosa para un asesino de la CIA. Fuera como fuese, la debilidad producida por su enfermedad hacía de Jimmy un objetivo fácil. ¿Había cometido August un error al dejarle pasar allí la noche? También él tenía secretos que esconder.
Levantó la vista hacia la ventana, a la pequeña franja aún visible bajo el borde de la persiana echada. Justo en aquel momento algo atravesó aquella franja, un rápido movimiento. Se levantó de un salto y abrió de un tirón las persianas.
Un enorme cuervo se había posado en el alféizar, observando con el carbunclo de un ojo el interior de la habitación. Por un momento, hombre y ave se miraron cara a cara, hasta que, con un revuelo de plumas, el pájaro desapareció. August se volvió y miró a Jimmy, que seguía durmiendo, ahora con un brazo sobre el rostro, ajeno al mundo que le rodeaba. ¿Habían engañado al músico? Una cosa era cierta: cualquier coleccionista tasaría el libro que había guardado durante tantos años en un valor incalculable. Solo eso lo convertía en una reliquia peligrosa. Pero también estaba el problema moral de devolverlo. Jimmy había hecho una promesa a la Leona y, además, le había salvado la vida al propio Jimmy: tras el asesinato y la traición a la Leona y sus hombres, devolver el libro era lo menos que podía hacer. De pronto, August comprendió que tenía que devolverlo a España. Con un estremecimiento, se dio cuenta de que la temperatura del apartamento había descendido muchísimo. Se echó sobre los hombros una vieja chaqueta de punto y se dirigió al cuarto de baño.
El baño, aunque de reducidas dimensiones, también hacía las veces de cuarto oscuro. Para August, la fotografía era un medio de documentar sus investigaciones, sobre todo el trabajo de campo. Un tablero de madera se extendía sobre una bañera coja y desportillada, sobre la cual August almacenaba las bandejas de revelado y diversos productos químicos. Arriba, de pared a pared, había varias cuerdas para colgar las fotografías durante el proceso de secado y los negativos todavía húmedos. La ampliadora —una máquina similar a un enorme microscopio con un proyector vertical— estaba apoyada contra un costado del retrete. Y una bombilla de luz infrarroja —que, al encenderse, transformaba el lugar en un averno apenas iluminado— colgaba junto a una luz normal encajada en el techo. Había también un reloj sobre la tapa blanca de la cuba del retrete, cuya posición a Cecily siempre se le había antojado extraordinariamente divertida.
August se miró en el espejo del lavabo. Parecía exhausto. «¿Qué esperabas, tras reencontrarte con tu pasado, dormir cuatro horas y que te deje la novia?», dijo a su reflejo, mientras se frotaba la barba que comenzaba a despuntar en su mentón. Con un suspiro abrió el armario, dejando a la vista un viejo frasco de colonia, una hilera de botes de plástico que contenían rollos de película todavía sin revelar, un paquete de cartas francesas, una brocha y jabón de afeitar. Llenó el lavabo con la poca agua caliente que quedaba y procedió a enjabonarse la cara. Lo menos que podía hacer era afeitarse. Se vio interrumpido por el agudo soniquete de su reloj de alarma: ya era mediodía, hora de despertar a Jimmy.