1

Kensington, Londres, 1953

—¡Más fuerte, más fuerte, grandullón! ¡Soy toda tuya!

La chica que montaba a horcajadas sobre las caderas de August gritaba en ruso: su larga cabellera caía como una cortina sobre su rostro, y sus pechos, pequeños y erguidos, asomaban hambrientos entre sus mechones al apretarse contra él.

—¡Grandullón, da! —gritó August, en un esfuerzo por perderse en el placer de la chica. Era la cuarta vez que hacían el amor en siete horas, y había pasado de la borrachera al estado sobrio como un coche que marchase a toda velocidad y estuviera a punto de estrellarse; la esperada resaca empezaba ya a latir dolorosamente detrás de sus ojos.

Da!

La chica se corrió, y él no tardó en seguirla, en un orgasmo que se vio seguido de un terrible dolor de cabeza en cuanto la chica cayó de espaldas sobre la cama, doblando su delgado cuerpo como una gimnasta. Era una vista bastante interesante, advirtió August, y de hecho le recordaba a los dibujos de Egon Schiele. Las curvas de su esbelto cuerpo salpicadas con aquel vello negro de su sexo resultaban tan líricas como eróticas, pero a August le perdía, cómo no, la belleza. ¿Era esa la razón por la que había permitido que la chica pasase toda la noche con él?, se preguntó, mientras ella se separaba de él, volviéndose hacia el otro extremo de la cama deshecha. Incorporándose, August procedió a liar un cigarrillo, y de pronto se dio cuenta, con una repentina andanada de pánico, que había olvidado su nombre. ¿Irina? ¿Yelena? ¿Yolanta? Era de Leningrado, no recordaba más. Unos enormes ojos verdes, una alargada cara felina y una pasión intelectual que él había encontrado terriblemente atractiva. Se habían conocido en un club de jazz que August frecuentaba, y el cual siempre rebosaba de estudiantes y emigrantes europeos. Armada de una seductora rabia y una sexualidad que hacía crepitar el aire, la joven se le había acercado para preguntar si le gustaba más el saxofón o la trompeta, y acto seguido le pidió que la invitase a un vodka. Llena de idealismo y de agridulces anécdotas de la época de la ocupación, la chica había conseguido que August retrocediese hasta su propia juventud y todo lo que había perdido a cambio de aquel creciente cinismo que le embargaba, y eso había sido motivo suficiente para preguntarle si quería ir con él a su piso, pero lo que no había planeado era que se quedase toda la noche. Nunca dejaba que se quedasen a pasar la noche; al menos, no las aventuras esporádicas. Era demasiado engorroso; había mujeres para una cosa y mujeres para otra, así era como él funcionaba, como siempre había funcionado. Por si fuera poco, August tenía la remota sensación de que había hecho planes para aquella mañana, aunque no recordaba exactamente cuáles, y lo cierto es que la resaca tampoco ayudaba.

—¿Sabes leer mi idioma?

Se volvió hacia ella. La chica le estaba mostrando un ejemplar en ruso de Guerra y Paz.

—Hablo un poco, pero muy mal —replicó August en ruso, aunque bastante remiso a mostrarle más de sí mismo.

—Qué bien —contestó ella, y luego se incorporó con la impaciencia que algunas mujeres suelen mostrar justo después de hacer el amor. Completamente desnuda, y revestida únicamente por la luz de la mañana, August pudo ver sin estorbos que aquella chica tenía sin lugar a dudas el porte y la gracia de una bailarina. Era además dolorosamente joven, más joven de lo que él recordaba de la noche pasada. Se acercó al testero de la chimenea y tomó una fotografía con el marbete «1933, Harvard, Cambridge».

—Este eres tú con tu padre, ¿verdad?

Un August que irradiaba juventud miraba desafiante desde el interior del marco: un aura de privilegio y casi de consciencia histórica lo envolvía como un tenue borrón. Muy rubio, vestido con su manto y su tocado de graduación, irradiando optimismo por cada poro, se erguía muy tieso junto a su padre, el senador Winthrop, del Partido Republicano. Aquella mano patricia asía al joven August por el hombro: el rey con su heredero a sus órdenes. August encendió el cigarrillo y soltó un largo y frío penacho de humo blanco: la nicotina tenía la virtud de atenuar sus resacas.

—Hace mucho, mucho tiempo… —replicó, con mayor acritud de la que pretendía.

—¿Hace mucho, mucho tiempo? Esto no es un cuento de hadas, es tu vida, ¿no?

—No le he visto desde hace mucho tiempo, es lo que quería decir. Nos peleamos.

—¿Os peleasteis?

Devolvió la fotografía con sumo cuidado al lugar del que la había tomado, como si estuviera colocando una ofrenda en algún altar.

—Por Marx, si quieres saberlo.

—Ah, como nosotros anoche.

Sonrió, y por alguna extraña razón pareció todavía más desnuda al hacerlo.

—No, no exactamente como nosotros. Mi padre es un fascista.

—Un fascista americano… Eso no es posible.

—Sí que es posible.

La chica se encogió de hombros, y se dirigió a la siguiente fotografía.

—¿Y esta, es de cuando eras estudiante?

August miró hacia donde ella señalaba. La fotografía había sido tomada en el río Cherwell, en Oxford. Tres estudiantes bogando apaciblemente en un día soleado que ya no podía recordar, un momento de su vida perdido en la memoria: él, Charlie y la chica, irresistiblemente hermosa. ¿Iris? ¿Chantelle? Recordaba vagamente haber hecho el amor con ella, así como las lágrimas y unas pocas y lacónicas cartas, pero nada más. ¿Pero quién había sido el cuarto elemento: el fotógrafo? Era curioso, cuando menos, que August se hubiera olvidado de aquello, pero él estaba allí, en la barcaza, sentado entre Charlie y la chica, dedicando una sonrisa al invisible retratista. «Dios, parezco mucho mayor que en la primera fotografía, tan resuelto, con las ideas tan claras…». Lejos estaba aquel aire de legítima posesión de la fotografía anterior: en su lugar había algo más vulnerable, más colérico. «¿Qué perdí en aquellos años?».

Con la mirada perdida, regresó a aquel momento, y casi podía escuchar el suave chapoteo de la barcaza al deslizarse sobre las aguas, el graznido repentino de un pato que hacía batir sus alas al cruzar el río, el murmullo de Charles al recitar a Donne, y, confiriendo color a todo aquello, esa sensación de ser afortunados, de estar en el borde de algo vasto, eterno e increíblemente emocionante, posicionados en el lugar adecuado para cambiar el mundo. El corazón de August latió con más fuerza al pensar en ello. Casi le era posible oler el suave humo de los carbones al rojo que surgía de cuantas casas flanqueaban la orilla del río, el aroma de las lilas que se enhebraba como la luz a aquel aire suave. «Y allí estaba Charlie, con sus largos cabellos y su perilla, investido con la aplastada gorrilla del obrero que siempre llevaba, contemplando con expresión taciturna las aguas: te echo de menos más que a cualquier cosa en la vida».

Los dos jóvenes se habían conocido durante el primer año de August en Oxford: ambos estudiaban Literatura Clásica y Estudios Orientales, pero Charlie Stanwick estudiaba allí gracias a una beca; Charlie, a mitad de camino entre la retórica más brillante y el pensamiento lateral, e hijo de un albañil y profesor de Glasgow, estaba decidido a cambiar el mundo. Rendido marxista, persuadió a August para que se uniera al partido y marchara con él como voluntario de las Brigadas Internacionales cuando estalló la Guerra Civil española. Ambos pusieron rumbo a España en enero de 1937.

August, que comenzaba a desesperar por el rápido olvido que podía proporcionarle un vaso de whisky, se volvió hacia la ventana. Afuera, los últimos coletazos de la nieve primaveral caían con terca efusión, en un resuelto caos que reflejaba el tumulto en cuyo centro sentía que, una vez más, y tan estúpidamente como siempre, se había vuelto a situar.

—Sí, estudié en Oxford.

—Con lo cual debes ser un erudito, cuando menos. ¿Entonces qué significa esta fotografía, en la que estás vestido de soldado?

Levantó la última foto, en la que aparecía un olivar arrasado por las llamas, completamente calcinado, ante el cual posaba un batallón de improvisados y maltrechos soldados. Había ocho en total, armados con antiguos rifles soviéticos, algunos con cuchillos, todavía enfundados en su tahalí de cuero, todos con sus boinas rojas embutidas hasta las cejas. Visiblemente mayor, August aparecía en la segunda hilera, levantando el puño en alto en lo que era el saludo característico del Ejército republicano español. El contraste entre el August de la primera fotografía y aquel otro August era enorme. Había perdido aquel rastro de esperanza que define los nerviosos años entre los quince y los veinte, los años en los que todo parece posible. Había ahora una madurez inédita en su rostro, un lúgubre realismo en su mirada. La herida que no tardaría en convertirse en cicatriz ya era visible en su mejilla izquierda. La brigada Abraham Lincoln y Hemingway, Valle del Jarama, 1937, era el texto garabateado en tinta al pie de la fotografía. El escritor, alto e inmediatamente reconocible, se alzaba en mitad del grupo, con un rifle apoyado en el hombro para darle más autenticidad a su porte, y devolviéndole la mirada a la cámara como si sintiera cargar sobre sus espaldas el amargo manto de la posteridad.

—¿Soldado o erudito? ¿En qué quedamos? —insistió la joven rusa.

Irritado, August salió de la cama. A sus treinta y ocho años, tenía un cuerpo largo y delgado que le delataba —daba igual qué ropas vistiese o qué idioma hablase— como inequívocamente americano, y, más certeramente, como un bostoniano de vieja estirpe y sangre azul, una herencia de la que había hecho lo posible por escapar. Su porte llamaba la atención: pasando por alto su voz rasgada (a causa del disparo de un fascista español en Fatarella), la angulosidad de su rostro solo se veía suavizada por la boca, curiosamente femenina en forma y tamaño, la nariz quebrada y una cicatriz que zigzagueaba desde la comisura del ojo derecho hasta el labio. Una conflictiva dualidad, tanto interior como exterior, estaba escrita por todo su cuerpo, realzando aquel aire de masculinidad que resultaba fatalmente atractivo. Apagó el cigarrillo, luego cogió la fotografía de la mano de la joven y volvió a colocarla en el testero.

—Escucha, Yelena…

—Me llamo Yolanta.

—Yolanta, se está haciendo tarde y tengo cosas que hacer…

Ella apretó su cuerpo contra el de él: sus pezones barrieron el pecho de August, su sexo, el sexo de él. Era casi tan alta como August, y el efecto era irritante pero innegablemente excitante.

—Responde a mi pregunta, luego hacemos el amor por última vez y después me voy. ¿Trato hecho? —Hizo una pausa—. ¿Soldado o erudito?

Con el miembro erecto, August ya no pudo evitarlo:

—Combatiente —murmuró en aquel cabello enmarañado y fragante mientras la levantaba en volandas sobre sus caderas. La penetró con tal violencia que le hizo lanzar un gemido ahogado, y luego la llevó hasta la cama. Dejándola sobre el colchón, comenzó a embestirla: el celérico deseo que ambos mostraban hacía que los pensamientos de August se borrasen al instante, mientras que la deliciosa estrechez del vientre de ella, la suave e incitante piel que le envolvía, lo alejaba de sí mismo, de todo aquello en lo que se había convertido…

—¡August!

La voz era tan colérica como turbadoramente familiar. August se detuvo a mitad de embestida, luego, por encima del hombro, vio a Cecily, su prometida, aún con el abrigo puesto y una bolsa sobre el hombro, al pie de la cama, mirándolos con expresión horrorizada.

—¿Cómo has podido hacerlo?

Su voz sonó débil y estrangulada: parecía paralizada por la incredulidad.

—¿Y tú por qué has regresado de tus vacaciones?

Volviéndose en un rápido movimiento salió de la chica, tan desconcertado que no pudo sino refugiarse en banalidades. Cecily seguía sin moverse. Era como si no pudiera creer lo que estaba sucediendo ante sus propios ojos.

—Regresé antes para sorprenderte. Pensé que te gustaría. —Metió una mano en la bolsa y sacó un cartón de cigarrillos—. Incluso te traje los cigarrillos que te gustan. —Se los tiró a la cabeza, y August tuvo que agacharse para evitarlos—. ¡Lucky Strikes!

Solo entonces se movió, para dirigirse a la puerta.

August saltó de la cama.

—¿Es tu esposa? —preguntó la muchacha rusa desde la cama, deleitándose en su propia y lánguida desnudez.

—¡Lárgate! ¡Largo de aquí! —le gritó August mientras trataba de alcanzar a Cecily—. ¡Puedo explicártelo!

Agarró a Cecily por el brazo cuando esta ya había llegado a la puerta.

—¿Qué es lo que has hecho? Nos has destrozado, ¡nos has roto en pedazos! —le dijo Cecily, pugnando por liberarse; luego estalló en lágrimas mientras la rusa salía por la puerta, todavía vistiéndose, y cerraba de golpe tras sí.

—¡Ella no significa nada, Cecily!

Luchó contra la agitación de sus brazos mientras trataba de abrazarla. Por fin los sollozos de Cecily fueron remitiendo a una cólera triste. Fue entonces cuando se apartó de él y comenzó a recorrer furiosamente el apartamento.

—¡Lo que no entiendo es que me dieses tus llaves si lo que pretendías era acostarte con otras mujeres!

La voz de Cecily tenía en su cabeza la misma cualidad de las uñas al arañar la pizarra: la resaca se había transformado en un frágil cuenco de cristal desde el cual August parecía ahora asomar. Deseando escapar de aquello, miró hacia la ventana: los sucesos de la noche anterior semejaban cruzar los cristales tan elusivamente como la niebla que envolvía la ciudad de Kensington. Le costó reparar en el coche negro que abandonaba el arcén en el otro lado de la calle. De pronto recordó que todavía estaba desnudo.

Cogió su bata; con ella puesta se sentía menos vulnerable. Una farisaica indignación comenzaba a sofocar la humillación de haber sido pillado con las manos en la masa.

—No es así, Cecily. Fue ella quien me sedujo, si te interesa saberlo. Además, estaba borracho, no sabía lo que hacía, ni lo que me estaba jugando —dijo.

Cecily dejó de ir de un lado para otro. Se detuvo frente al pequeño calentador de gas que había en la chimenea estilo georgiano. Ominosamente, chisporroteó un poco antes de extinguirse. En el hornillo que había sobre el fregadero el contador del gas hizo un chasquido antes de apagarse. En cuestión de segundos la habitación comenzaría a enfriarse. En diez minutos sería una nevera, aun cuando ya estuvieran en abril. Haciendo caso omiso a la calefacción, Cecily miró de hito en hito a su amante, enfadada consigo misma por desearle tanto incluso ahora, cubierto por las caricias de otra mujer, como tatuajes invisibles:

—Últimamente pasas mucho tiempo borracho, y ya ni siquiera escribes. Es como si te estuvieras dirigiendo de cabeza al abismo y yo no pudiera evitarlo.

Los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas, haciendo que August se sintiese todavía más culpable y lleno de aborrecimiento hacia sí mismo.

—Claro que puedes evitarlo. Lo evitas, Cecily. Escucha, no quiero perderte.

—¿Entonces por qué no compartes las cosas conmigo? Hablo de tu pasado, August. Lo que sucedió en España, lo que le sucedió a Charlie.

Había empezado a gritar, y August detestaba a las mujeres que gritaban.

—Para, Cecily. Estás pisando un terreno peligroso.

—¿Has pensado alguna vez que, inconscientemente, podrías estar saboteando cualquier posible felicidad que pudieras tener? No son las mujeres ni la bebida, ¿qué hay de tus deudas, August? No creas que no las conozco. Tenías un trabajo, un puesto como profesor universitario muy bien pagado, y ahora tu bloqueo de escritor…

Casi a punto de perder los estribos, August cerró los ojos y luego los volvió a abrir. Para su alivio, Cecily seguía allí.

—Mira, a lo mejor me empeño en destruirme a mí mismo, quizá soy un caso perdido, solo otro perdedor adicto al riesgo…

—¡Ya no estamos en guerra! —gritó Cecily, pese a sus intentos por contenerse. Afuera se escuchaba el rumor sordo de la nieve, como si su voz la hubiera hecho caer.

—¿Y crees que no lo sé? —murmuró August, retorciéndose las manos. ¿Por qué no podía siquiera tocarla? Al mirarle, Cecily sintió que toda su rabia se disipaba, como una andanada de aire que abandonase su cuerpo. No quería pelear más.

—¿Por qué me pediste que me casara contigo?

Su voz se había encogido, convirtiéndose apenas en un ruego.

August, sin palabras para defenderse, se limitó a encogerse de hombros. El dolor que sentía en las sienes volvía a manifestarse, y el whisky de la noche pasada empezaba a provocarle las primeras náuseas. Intentó estirar los labios en una sonrisa, pero la cicatriz le dolía: un trauma fantasma.

—Supongo que pensaba que necesitaba salvarme.

Aquello no sonó convincente, ni siquiera a él.

Cecily se quitó el anillo de diamantes del dedo y lo dejó en el testero.

—Tú ya estás casado… —Hizo un gesto con la mano hacia las hileras de libros que descansaban contra las paredes, pilas y pilas señaladas mediante títulos que decían: «El envenenamiento de Piso a Germánico: el empleo de venenos y la brujería en la Grecia clásica», «Mitos y hierbas mágicas», las Églogas de Virgilio, los Anales de Tácito, y demás obras salpicadas de Marx, Descartes y algunos ejemplares de la revista Life—, con tu trabajo, tu pasado, tus investigaciones y ese manuscrito que jamás, jamás terminarás. Fui una idiota al creer que podría cambiarte.

Recogiendo su bonete, hizo ademán de salir.

Incrédulo, August la siguió con la mirada; miró las costuras de sus medias, su cabello cuidadosamente arreglado, la parte de atrás de sus hombros, mientras Cecily se dirigía hacia la puerta, sin apenas creer que ya había llegado a ella. Aguardó a que fuera ella quien diese media vuelta, y solo cuando la mano de Cecily alcanzó el mango se incorporó de un salto, para cruzar en dos zancadas la desgastada alfombra.

—¡No puedes irte así, y menos por una estúpida aventura!

La cogió del brazo.

El timbre de la puerta les interrumpió. Con un respingo, ambos dejaron de forcejear, y Cecily aprovechó para librarse de aquel sostén. Pero el timbre siguió sonando, zanjando aquella discusión, volviendo aún más insoportable la resaca de August.

—Será mejor que contestes, probablemente sea otra mujer ansiosa por seducirte —dijo Cecily, cortante. El timbre volvió a sonar. Era el turno de August: sabía que en alguna parte, bajo aquel palpitante dolor de cabeza, no quería perder a Cecily, pero también se sentía demasiado cansado, tanto existencial como emocionalmente, para luchar por ella… de nuevo.

La hizo a un lado para pasar, salió al pasillo y, airado, abrió de un tirón la puerta de entrada. El gélido viento hinchó la bata de August y acarició sus piernas desnudas, devolviéndole a la realidad.

Allí no había nadie. Observó atentamente los penachos de claridad que se abrían en aquella niebla salpicada de copos de nieve. No eran todavía las nueve y la mañana seguía teñida por una luz grisácea: la niebla, espesa como el engrudo, podía ocultar fantasmas en cada esquina, como el sexto sentido de August parecía indicar mientras seguía oteando retazos de blancura. Nada. Volvió a la puerta, y entonces escuchó una voz que no había oído en años.

—¿August?

Una silueta alta y delgada, aferrada a la funda de una guitarra y a un bastón, salió de entre los matorrales que flanqueaban uno de los lados del sendero principal.

—¿Jimmy? ¿Jimmy van Peters?

Aquel rostro maltrecho se había vuelto visible, pero los años le habían pasado por encima de tal modo que era difícil reconocerlo: sin embargo, August recordaba la forma en que Jimmy erguía la cabeza, ligeramente inclinada hacia un lado, como si contemplase el mundo desde cierta irónica distancia, y los abatidos ojos azules, inyectados en sangre, que, no obstante, apenas dejaban ver el valor que Jimmy había mostrado en el campo de batalla o la fría precisión con la que siempre había manejado la bayoneta. Y pese a esa nueva fragilidad que afloraba en aquel rostro curtido de cicatrices, August conocía muy bien esas espesas cejas negras y esos ojos de abolengo híbrido, mitad ruso mitad irlandés, pues aquel antiguo trabajador de los muelles y soldado consumado tenía una indisimulable virilidad todavía evidente en su elevada aunque ahora un tanto encogida osamenta.

—Déjame entrar, Gus, hace un frío de cojones y probablemente nos estén vigilando —dijo Jimmy con voz ronca, y luego, mientras August lo miraba con suma perplejidad, entró sin más en la casa. Tras comprobar que en el camino no había observadores indeseados, August le siguió.

Cecily observó al músico: el viejo abrigo de cuero, las botas encostradas de lodo y el desmochado sombrero, con el alero empapado de nieve derretida y calado hasta las orejas de coliflor de su dueño, el tatuaje del escorpión que llevaba en el envés de la mano. Jimmy le devolvió la mirada, boquiabierto, con un destello de apreciación sexual en los ojos, aunque apenas perceptible bajo sus espesas cejas. Mientras tanto, August seguía junto a la puerta, paralizado por la sorpresa de ver que los dos mundos que tan cuidadosamente había conseguido mantener aislados colisionaban una vez más aquella mañana.

—Gus no me dijo que tendría compañía.

La voz de Jimmy era como una ráfaga de humo procedente de otra era. Alargó una mano, tan grande que podría haber envuelto con ella la cintura de Cecily. Ella miró aquella mugrienta palma con evidente desdén, y luego se volvió hacia August.

—¿Gus? —repitió, como si al sonido de aquel diminutivo Jimmy hubiera dejado a la vista a una persona muy diferente del August que ella conocía, e incluso todavía más extraño que el que Cecily sabía que él le ocultaba.

—Jimmy van Peters, encantado también de conocerte —replicó el músico, sarcástico. Apoyó la funda de la guitarra contra la pared y arrojó su sombrero al sofá, para luego dejarse caer en el sillón favorito de August, todavía con el abrigo puesto, y miró abiertamente en la mesilla de té sobre la que descansaban dos vasos medio vacíos desde la noche anterior.

—Jesús, ¿eso es whisky? —preguntó a August.

Como si no le hubiera escuchado, August se volvió hacia Cecily:

—Jimmy es un viejo amigo al que conocí en España, los dos fuimos camaradas.

Pero Cecily ya había traspuesto media habitación.

—Me alegro por vosotros.

Procedió a girar la manija de la puerta. Indiferente al drama que se desarrollaba ante él, Jimmy levantó uno de los vasos y lo olisqueó.

—Aleluya, vaya si lo es —observó.

—No te vayas. —August alargó un brazo para tocar a Cecily, pero se dio cuenta de que ni siquiera tenía fuerzas para retenerla. Ambos miraron la mano de August tendida en el aire y luego bajando hasta reposar en su costado.

—Como ves, no tengo otro remedio —concluyó Cecily con voz tranquila, y luego August no pudo sino ver cómo la puerta se cerraba tras ella.

Allá en el hornillo que había sobre el fregadero el calentador del gas lanzó otro gruñido. Por segunda vez en aquella mañana, August se sintió incapaz de moverse.

—Buenas piernas, pero qué lástima de personalidad —observó Jimmy desde el sofá, con un vaso de whisky en la mano. August volvió bruscamente al momento presente, con la sensación de que su cabeza iba a partirse en dos.

—Jimmy, esa es mi prometida.

—Era tu prometida, querrás decir.

August se ciñó la bata y luego se sentó junto a Jimmy. Se inclinó para coger el paquete de Lucky Strikes y abrió una cajetilla.

—Sí, eso quería decir. ¿Quieres uno? Cecily los acaba de traer de Washington. Se había ido de viaje con su padre. Pensé que volvía mañana. Toma uno, por aquí son tan preciados como el oro.

Jimmy negó con la cabeza.

—Me encantaría, pero me he quedado sin pulmones. —Descorchó una ancha sonrisa, dejando ver una hilera de descarnados dientes—. Gus, no puedo ni empezar a decirte lo maravilloso que es ver que algunas cosas nunca cambian.

—Te equivocas. Todo ha cambiado, ¿y qué demonios haces en mi casa, Jimmy? No te he visto desde…

—París, justo antes de la ocupación. Por entonces era más guapete.

—¿Guapete? Eras bellísimo. —August lanzó una bocanada de humo, tratando de calmar su palpitante corazón.

Jimmy rio entre dientes.

—Sí, bueno, el tiempo pasa para todos… ¿Tu prometida? Pues sí que era un bombón.

—Algún día, Jimmy, algún día conoceré la diferencia entre el amor y la necesidad.

—De cualquiera de las maneras estás jodido a base de bien. —Jimmy levantó el vaso—. Buen whisky, un poco acorchado, pero ha sobrevivido a la noche, lo que es más de lo que tú puedes decir, a juzgar por tu aspecto. —Señaló la mancha de pintalabios que había en el borde del vaso. Era rojo, y el pintalabios de Cecily era rosa—. Otra mujer, ¿no?

August no se molestó en responder, pero aquello fue suficiente para Jimmy, que lanzó otra risita. Llenó el vaso hasta arriba con la botella de whisky y brindó hacia August.

—Por mi camarada: follador supremo.

—No estoy orgulloso de ello. Dime, ¿sigues tocando en ese tugurio del barrio latino?

—Así es, hasta hace un mes. Ahora los dedos me tiemblan demasiado como para tocar una sola nota.

—Eso es una verdadera pena, eras uno de los mejores guitarristas de jazz que uno podía encontrar.

Afuera se escuchó el ruido de un coche al pasar de largo, y luego el timbre de una bicicleta. Asustado, el músico se puso en pie, con el rostro tenso, y se acercó a la ventana.

—¿Jimmy? —preguntó August. Nunca le había visto tan inquieto, ni siquiera bajo el fuego enemigo.

—Desde que abandoné el ferry en Dover he tenido esta sensación. —El miedo hacía temblar su voz—. Dejé París en mitad de la noche, y estaba seguro de que había logrado perder su rastro. —Se quitó el pañuelo y lo dejó en la silla, mostrando el visible moratón púrpura que rodeaba su cuello. Vio que August lo estaba mirando—. Una asesina, una tía bastante loca, me dejó este recuerdo en las catacumbas. —Se metió la mano en el bolsillo y enseñó a August el colgante—. La clase de cagada con la que estás tan familiarizado. Nadie sabe que estoy en Inglaterra, nadie, ¿verdad? Salvo tu ex novia.

—Cecily es de confianza. No te preocupes, aquí estarás a salvo. Nadie se interesa por mí, a menos que se trate de una novia a la que he dejado plantada o alguien que pretende cobrar una deuda. Hoy día no soy más que un profesor de universidad sin empleo y un mujeriego. Y que así sea. —August se sirvió un whisky.

—¿Estás seguro de que no hay nadie allá afuera observándonos?

—Son tan visibles como los huevos de un perro: un coche Wolseley negro, una gabardina y un sombrero barato. Oh, y detestan trabajar los domingos.

Jimmy cerró de un tirón las cortinas.

—Nadie está a salvo, y menos que nadie tú y yo. Si se es un comunista una vez, se es un comunista siempre. ¿Crees que el gobierno va a olvidarse de ello? Te ponen la etiqueta y ya estás listo, amigo. El Departamento me está vigilando, eso lo doy por hecho. Voy a tener que irme en uno o dos días, o si no…

—¿O si no qué, Jimmy?

—O si no me matarán. —El rostro de Jimmy adquirió repentinamente una expresión terrible: su piel parecía gris, y sus manos temblaban. Regresó al sofá—. No es que me importe morir. Ya me estoy muriendo, Gus, el hígado, ¿sabes?, cirrosis. Me quedan seis meses, cinco si me acabo este vaso. Pero necesito esos cinco meses.

—Dios mío, lamento escuchar eso.

—Ya me figuraba que esto pasaría. Quiero decir, ¿cuántas veces me he topado con la muerte? La vida es una deuda, amigo mío, y un día la Parca llegará para cobrársela. La buena noticia es que habrá un buen montón de soldados esperando en el otro lado. Pero supongo que ese es el motivo por el que estoy aquí.

Con cuidado, sacó la guitarra de la funda, la sostuvo sobre las rodillas y, para sorpresa de August, procedió a desmontar la parte delantera. En cuanto la levantó, un pequeño paquetito pegado con cinta aislante en la cara interna del instrumento se hizo visible. Retiró el paquete de la guitarra y lo colocó reverentemente en las manos de August.

—Te he traído algo que quiero que devuelvas a España por mí.

Se trataba de un libro, un libro muy antiguo. La cubierta era de papel de vitela, muy desgastado por el tiempo, entreverado de hermosas líneas: el título, en latín, había sido escrito en una delicada floritura. Una de las esquinas tenía una mancha de color marrón que había calado hasta las páginas interiores, y en la que August no tardó en reconocer el color de la sangre, antigua, tal vez incluso ancestral. Pero lo que resultaba más cautivador era que las hojas, facturadas manualmente en pergamino, que las cubiertas comprimían, semejaban susurrarle al pasar los dedos por aquellos bordes cortados a mano. Hablaban de su rareza, de su incalculable antigüedad.

Se detuvo: sus dedos recorrieron suavemente la vitela de la cubierta mientras pugnaba por reprimir una andanada de emoción que casi le daba vértigo. No podía creer lo que estaban viendo sus ojos.

Grabado en el centro de la cubierta había un símbolo. August lo observó un instante, y luego lo miró con mayor atención. Al principio había supuesto que se trataba de una versión de la esvástica nazi. Ciertamente, tenía la misma forma, y el mercado negro que siguió a la guerra había hecho aflorar un gran número de valiosas reliquias y antigüedades de las que los nazis se habían «apropiado» antes de marcarlas con el sello del régimen. Pero una inspección más atenta sirvió para reconocer el símbolo de una era totalmente distinta. Aquello tenía la forma de la esvástica, pero los cuatro brazos parecían rotar en el sentido contrario a las agujas del reloj, y estaban formados por pétalos. Resultaba vagamente similar al antiguo símbolo chino del ying y el yang, solo que, en lugar de dividir el universo en dos reinos espirituales, este se encontraba dividido en cuatro reinos espirituales: al menos, August recordaba haber leído aquello en alguna parte.

La última vez que había visto aquel símbolo fue en 1938, en los Pirineos, cuando huían de las tropas de Franco. Desafiante, estaba pintado en el lateral de una vieja granja vasca: era el Lauburu, el símbolo del pueblo vasco, que evocaba el antiguo culto pagano de la Luna y Mari, la diosa de las montañas, un símbolo mágico que igual servía para proteger como para bendecir.

Pero esta representación era muy diferente. En el centro del símbolo podía discernirse el dibujo de un ojo. Levantó la vista hacia Jimmy.

—Esto es extraordinario.

—Lo sé, y tú eres justamente el hombre que debe devolverlo a España, a la familia a la que pertenece desde muchos siglos atrás.

* * *

Jimmy levantó el vaso hacia las llamas, con el rostro absorto: el whisky lanzaba destellos ambarinos al contacto con la luz.

—Como sabes, la retirada en marzo de 1938 supuso el caos. Al igual que sucedió con la mayor parte de los nuestros, mi nombre estaba en la lista de la CIA, y supe que, si quería seguir luchando contra Der Führer, tendría que sacrificar unos cuantos ideales políticos en prenda de participar en el gran juego.

—¿Cambiaste de identidad?

—Conseguí pasar bajo cuerda a Francia y me mantuve en un segundo plano hasta 1940. Cuando Alemania invadió Francia, regresé en barco a los Estados Unidos y me alisté inmediatamente. Cuando ocurrió lo de Pearl Harbor, ya les había convencido de que con mis habilidades en tres idiomas distintos, mi experiencia en la guerra de guerrillas y mis conocimientos sobre Europa Occidental, resultaría muy útil al equipo de Wild Bill Donovan.

—¿Obtuviste un cargo en la Oficina de Servicios Estratégicos?

August apenas podía esconder la incredulidad que se adivinaba en su voz.

—Ya he dicho que se me daba bien eso de reinventarme, y por aquel entonces desesperaban por encontrar individuos inteligentes que supieran combatir y al menos se defendieran bien en dos lenguas, y yo sabía tres. Antes de que pudiera darme cuenta de ello, me encontraba en el Área F con el resto de los novatos. Es de locos pensar que estaba trabajando para lo que luego se convertiría en la CIA, pero en esa época aquellos cabrones creían en mí y durante la guerra no lo pasé mal, nada mal, August, al menos hasta 1945. Luego, las cosas empezaron a complicarse tras la liberación. ¿No te parece irónico? —Jimmy se llevó el vaso a la nariz y aspiró profundamente el aroma del whisky—. Cristo, bastaría con oler esta maldita cosa. Es más dulce que un coño.

—Un coño no te va a matar.

—¿De veras? Creo recordar que a ti estuvo a punto de matarte unas cuantas veces.

—Ojalá y pudiera decir que esos días han quedado atrás —remató August con gesto inexpresivo. Jimmy estalló en una carcajada que terminó en un ataque de tos.

—Chico, no sabes cuánto te he echado de menos.

—¿Entonces por qué desapareciste, Jimmy? Pensábamos que estabas muerto.

—Tenía que desaparecer. Me hubieran matado, de haber dado conmigo.

August levantó la vista de su vaso. El Jimmy que él conocía nunca se hubiera dejado llevar por las ideas paranoicas.

—¿Quiénes, Jimmy? —preguntó con voz suave.

El músico se incorporó y se dirigió a la ventana, pero esta vez descorrió ligeramente las cortinas, lo justo para poder ver lo que sucedía en el exterior sin ser visto. August le observaba, y no tardó en reparar en que el cuerpo del músico estaba envarado por el nerviosismo: el músculo de la memoria semejaba anticipar la violencia que se avecinaba, haciendo que la osamenta de su amigo se mantuviese rígida todo el tiempo que duró su observación. Tras un momento tenso Jimmy se volvió otra vez hacia August.

—Tienes que devolver ese libro. Yo no puedo regresar a España, y menos después de lo mucho que perdí allí.

Su voz, impaciente, apenas audible, tenía un matiz de desesperación impropio de él, y August no pudo por menos que sorprenderse.

—Jimmy, no puedo hacerlo. Y no es por el peligro, es por los recuerdos. Sería como regresar al laberinto, solo que esta vez no creo que fuera capaz de encontrar la salida.

Aquello era lo más sincero que August había dicho en muchos meses, y, para su consternación, él mismo era consciente de ello. Jimmy examinó su rostro.

—No pretendas engañarte a ti mismo, Gus, esa guerra todavía arde en tu interior y la única manera de salvarte es dirigiéndote de cabeza a esas llamas y dejar que lo consuman todo: los moribundos que sostuviste en tus brazos, los cielos en ruinas, las mujeres que gritaban… hasta que todo eso se convierta en cenizas y puedas llegar al otro lado. Me estoy muriendo, y yo ya no tendré esa oportunidad. Te estoy dando un regalo. Tú decides si lo aceptas o no.

August dio media vuelta, incapaz de soportar el escrutinio al que Jimmy le estaba sometiendo por más tiempo. «¿Es que no lo ves? Ya no soy el hombre de hierro que estabas acostumbrado a tratar, solo soy un títere hecho de retales, de fragmentos de recuerdos: un impostor que intenta llevar una vida normal. Que Dios me ayude».

—Escucha —dijo por fin August—. Ya he dejado de engañarme acerca de que puedo cambiar el mundo: saber que he podido educar a unas cuantas personas me parece suficiente.

Jimmy le observó fijamente.

—Quizá estés en lo cierto. —El músico giró sobre sus talones, haciendo aspavientos hacia las pilas de libros que se alineaban contra la pared—. Quizá tenga que empezar a creer en toda esa mierda, porque, si te digo la verdad, no es muy agradable ser un ateo y estar muriéndote.

—No te pido que creas en Dios. Lo único que hago es seguir las creencias a sus orígenes, como si estuviese dibujando un mapa. Un mapa de por qué las personas creen y en qué deciden creer. Existe una estrecha conexión que se inicia en los ritos paganos de Europa del Sur y continúa en los ritos dionisíacos de la Grecia del siglo I. El dios de las montañas, Pan, Satán, todo está relacionado con todo, nada de lo que hacemos carece de razón, aun cuando no lo sepamos.

Para cuando terminó de hablar, August comprendió que se había dejado llevar por la pasión, y eso siendo consciente de que a su interlocutor aquello le resultaba completamente indiferente. Jimmy, reparando en el desencanto que invadía a August, desembozó una nueva sonrisa que le arrugó el maltrecho rostro.

—Diablos, acabas de traerme a la memoria aquel día en Jarama, cuando recogíamos nuestras cosas para acudir al frente y desapareciste. Te encontré más tarde, en el lecho de un río seco, aferrado a unos hierbajos como si fueran oro. Muchacho, eso sí que fue una locura.

—La trompeta del ángel: era un alucinógeno que se empleaba en los rituales de brujería.

—Y aquella vez en Córdoba, que te largaste para buscar una biblioteca donde solían tener libros de cabalistas judíos, mientras los demás matábamos las horas en una casa de putas. Eras como un niño en una pastelería, saltando de alegría entre aquellos legajos. El Nuevo Mundo devorando con hambre atrasada al Viejo Mundo. Esa es exactamente la razón por la que eres el tipo adecuado para este trabajo. —Jimmy se dirigió a la chimenea y cogió la fotografía enmarcada donde aparecía el grupo de las Brigadas Internacionales—. Me acuerdo de esto.

—¿Que te acuerdas? Si fuiste tú quien sacó la foto.

—El puto Ernest Hemingway, menudo fraude. Siempre guardando las distancias con el frente.

—No era mal tío.

—Cristo, estabais tan verdes.

—Éramos muy jóvenes, en cambio tú eras el abuelo de treinta y ocho años. —August dio otro trago al whisky—. Y qué te parece… Esa es la edad que tengo yo ahora.

—Nos pasa hasta a los mejores. —Alzando la fotografía, Jimmy señaló al joven sin afeitar que pasaba un brazo sobre el hombro de August—. Ese es Charlie, ¿verdad?

August se incorporó, cogió la foto de sus manos y la volvió a colocar cuidadosamente en la misma posición exacta en que se encontraba antes.

—Sabes que sí —dijo, pugnando contra el viejo envite de la emoción.

—¿Qué pasó realmente en Belchite? Charlie dobló, ¿verdad?

—Nunca pienso en ello. Nunca.

—Pero tú tomaste el mando…

—He dicho que nunca pienso en ello.

—Y eso es mentira.

Por un momento, los dos hombres parecieron a punto de pegarse: las cabezas gachas, los hombros levantados. Procedente del exterior se escuchó el paso de un camión, y un nuevo golpe seco producido por la nieve. «¿En qué demonios me he convertido, que soy capaz de pegar a un moribundo?». August pudo detener la embestida de sus puños antes de que se lanzasen a iniciar la refriega, presas de un instinto propio. Al mismo tiempo, los hombros de Jimmy se relajaron, haciendo que desapareciera la tensión que había entre ambos. August se agachó, pero Jimmy solo estaba alargando un brazo para poner una mano en su hombro.

—Hay cosas que no puedo recordar. Es como si mi cerebro no me lo permitiera —confesó August, bajando los ojos.

—Si regresas a España, el fantasma de Charlie te esperará para que hagáis las paces. Regresa, hazlo por él.

August se zafó como pudo de aquello:

—Alguien tenía que tomar el mando. Yo cumplía con las órdenes que Charlie no podía obedecer.

Los recuerdos se alzaron ante él como la bilis: la amargura del amanecer, los prisioneros, esos cuatro soldados fascistas y su oficial, pálido y demacrado en su uniforme bien cortado, de los cuales el más joven no llegaba siquiera a los veinte años. August preguntándole por enésima vez si considerarían la rendición, lo que solo obtendría como respuesta el escupitajo que el líder del grupo lanzó a sus pies. Sus propias dudas, arremolinándose con el sabor del miedo en la boca de su estómago. Los rezos de alguien, como una filigrana en el aire. El rostro acongojado de Charlie, mientras los hombres aguardaban sus órdenes. Luego, el reverbero de la orden gritada por August, más allá de todo aquello cuanto creía. No matarás. No matarás. El disparo del batallón, el retumbar seco de los cuerpos al golpear el polvoriento suelo, el humo de las armas perdiéndose en la plaza.

—Eh, amigo, todos traspusimos los límites. —La arenosa voz de Jimmy le devolvió al presente—. Eso es lo que marca nuestras vidas, lo que nos separa de los hombres corrientes.

—Yo soy corriente.

—No, no lo eres. —Jimmy alargó un brazo y cogió uno de los cigarrillos de August, y procedió a encenderlo. Se dejó caer pesadamente en la vieja silla de cuero, y luego, fumando, perdió la mirada en la habitación, mientras los recuerdos pasaban por su rostro como la propia luz.

»Cuando terminó la guerra, en 1945, acabé formando parte de un operativo de servicios de espionaje dirigido por un agente llamado Damien Tyson. Éramos seis en total: oficiales con una larga experiencia en tareas clandestinas dentro y fuera del campo de batalla. Además, éramos expertos en combate cuerpo a cuerpo, tácticas de guerrilla y operaciones de enlace con los grupos de resistencia locales. Pero nadie esperaba que, por mi parte, hubiera además combatido en España. Aparte de Tyson, los otros cinco habían prestado sus servicios en el escenario bélico del Pacífico: dos de ellos habían combatido en Papúa Nueva Guinea.

»Nos habían reunido para una operación encubierta con el fin de proporcionar armas y entrenamiento a los guerrilleros del maquis que todavía se ocultaban en las montañas del País Vasco. Como sabes, a Roosevelt le preocupaba que el fascismo volviera a originarse en Europa, y Franco, al ser uno de los únicos dictadores fascistas que todavía quedaban, era blanco de todas las sospechas. Roosevelt no confiaba en él, Churchill no sabía qué pensar y Stalin odiaba ferozmente al tipo. Así que, bajo los dictados del maldito Roosevelt (Dios salve al viejo Franklin Delano), se inició la Operación Lagarto. Pero Roosevelt murió antes de que se nos despacharan las órdenes. —Jimmy se remejió, inquieto, en el sofá—. Las órdenes, finalmente, nos llegaron en septiembre, y para octubre nos dirigimos a las montañas. Y, Gus, la unidad de combatientes vascos que nos habían ordenado entrenar y rearmar estaba liderada por nada menos que la mismísima Leona.

—¿La Leona? —August apenas pudo evitar que el sobrecogimiento inundase su voz.

Jimmy asintió.

August lanzó un silbido. La primera vez que oyó hablar de la Leona fue de labios de un soldado vasco con el que había trabado amistad durante el sitio de Bilbao. Famosa tanto por su belleza como por su crueldad, era la chica ideal de todo soldado republicano que se preciase, fuera español o extranjero. Recordaba aquel dicho que afirmaba que, si ponías a la Leona, a Franco y a un toro en la misma habitación, sería ella quien tendría los huevos más grandes. Para muchos, se había convertido en la deslumbrante Madonna que se aparecía sobre los campos de batalla, la mujer junto a la que combatirías durante el día y con la que harías el amor durante la noche, y a la que seguirías respetando por la mañana. Incluso August, que ridiculizaba la obsesión de sus camaradas, había soñado secretamente con aquella escultural revolucionaria de ojos negros que con tanta frecuencia aparecía en las granulosas fotografías en blanco y negro de la Gaceta de la República. La Leona desapareció tras la derrota infligida a su bando en 1939: se rumoreaba que los soldados de Franco la habían secuestrado y ejecutado, pero eso no había impedido que se erigiera en el mito de muchos hombres.

Era la primera vez que August escuchaba su nombre desde entonces, y ahora parecía flotar en la habitación como un gallardete rojo recién desenrollado, tan seductor como las noticias de una antigua amante a la que todavía uno amaba en secreto.

—Creo que era de Galicia, ¿no?

—No, su marido era gallego, pero Andere había nacido en un pueblecito de Guipúzcoa al que era imposible acceder por carretera: el escondite perfecto. Su nombre auténtico era Andere Miren Merikaetxeberria. Tyson, nuestro comandante, había servido de enlace con el Gobierno vasco en el exilio, en París, y ni él ni la alta comandancia americana se hacían ilusiones. Eran muy conscientes de la reputación de la Leona y la llamada a las armas que solo eso podía conseguir en caso de que la operación se saldase con éxito.

»En un principio, las cosas salieron increíblemente bien. La Leona y sus hombres tenían auténticas ansias de aprender nuevas técnicas de combate, y manejar unas armas que nunca antes habían tenido ocasión de ver. Les entregamos las Ryan FR-1 y Winchester M1 Garands, recién salidas de fábrica, e incluso un pequeño lanzacohetes. Era como si la Navidad y los Sanfermines hubieran caído de pronto en el mismo día. Pero tendrías que haber visto a Andere. Juro que era uno de los más valientes soldados que jamás he tenido el honor de conocer. Nos hicimos muy íntimos, es decir, el grupo al completo, al pasar tanto tiempo en el bosque: nos convertimos en una familia. Y quizás era un error, pero esa gente… uno tarda tanto en granjearse su confianza que cuando la obtienes, es como una enorme victoria. Tu alma no puede evitar enamorarse.

—Créeme, lo recuerdo perfectamente.

August bebió de un trago otro whisky, embargado repentinamente por el deseo de emborracharse, de olvidar. Ignorándole, Jimmy prosiguió:

—Habían pasado seis semanas cuando empecé a darme cuenta de que entre Andere y yo había algo más que aquellas prácticas de tiro. Supongo que encontré la horma de mi zapato. —Jimmy, con la voz un poco trémula, hizo una pausa. Apagó el cigarrillo en el cenicero, que ya desbordaba de colillas—. Bueno, mejor encontrar tu horma tarde que nunca. Por primera vez en mi desordenada vida criminal, me sentí como un niño: todo el cinismo desapareció de un plumazo, dejando en su lugar un ángel desnudo, que temblaba ante cada roce, ante la mera presencia de aquella mujer. Nunca me había sentido tan feliz en toda mi vida, ni antes, ni después. Nos quedaban cuatro semanas, August. Y te juro que esas semanas definieron mi existencia.

—¿Qué ocurrió, Jimmy?

—Una noche, tres miembros del grupo nos reuníamos alrededor de la hoguera: Tyson, ella y yo. Los otros estaban borrachos y ya se habían metido en sus tiendas. Casi habíamos terminado el entrenamiento, y aguardábamos órdenes del cuartel general para asestar nuestro primer golpe contra Franco. El nerviosismo y la esperanza que sentíamos eran casi insoportables. En el cielo resplandecía una luna llena que parecía eléctrica, ya sabes, con un halo alrededor como la promesa de la eternidad; una de esas noches en las que todo el mundo comienza a hablar de sí mismo como si no hubiera un mañana… —Justo entonces, August reparó en el modo en que Jimmy miraba el libro y apartaba la vista de él como si le doliese el mero hecho de posar los ojos sobre sus páginas—… No puedo recordar exactamente cómo surgió, pero recuerdo que Tyson comenzó a hablar de las creencias locales, la diosa de la montaña y los espíritus de los bosques. Parecía saber un montón sobre aquello, e incluso mencionó algo sobre un proceso inquisitorial que tuvo lugar en las proximidades, siglos atrás…

—Fue en Logroño.

—Eso es. Tyson mencionó la existencia de un antiguo libro que, según se rumoreaba, había sido escrito por aquel entonces, a principios del siglo XVII, donde se daba cuenta del viaje de cierto célebre místico, como un mapa que, de seguirse, conducía a un vasto tesoro, pero el libro había desaparecido. Andere no había pronunciado palabra en todo aquel rato: yo sabía que era creyente, pero desdeñaba las supersticiones de su gente. Sin embargo, pude percibir que se iba tensando más y más, sentada allí, escuchando aquellos cuentos fantásticos que Tyson no dejaba de relatar. Y voy a decirte algo: estando en medio de ese bosque con aquella luna sobre nuestras cabezas, y el ocasional aullido de un lobo en la distancia, nada de aquello parecía demasiado descabellado. Tyson, entonces, se puso a alardear de que tenía pruebas de que aquel libro nunca había existido, que no sé qué falsificador francés del siglo XVIII lo había creado para venderlo como si de una antigualla se tratase, y que ese fraude había originado un misterio y un culto en torno a su posible realidad, embarcando a decenas de individuos en una búsqueda infructuosa que se prolongaría durante más de doscientos cincuenta años.

»Andere le miró de hito en hito, y juro que pensé que iba a estallar o saltar sobre el fuego para caer sobre Tyson y estrangularlo. Pero se limitó a decir con el más serio tono de voz, como si estuviera defendiendo las creencias de su pueblo, que Las crónicas del alquimista existían. Y eso fue todo lo que se limitó a decir. En el silencio que siguió a aquello, solo yo, el músico idiota, se atrevió a hacer un chiste, pero Andere parecía haberse petrificado. Tyson rio y era como si todo aquello hubiera sido olvidado. El agua se cerraba en torno al iceberg.

»Solo después, cuando por fin estábamos solos el uno en brazos del otro, Andere me confesó que su familia había guardado aquel libro durante siglos. Apenas podía creerlo, pero su miedo era real y hasta a mí me asustaba: nunca antes había visto el miedo en su rostro. Me dijo que no confiaba en Tyson, y me hizo prometer que me quedaría con el libro y lo protegería con mi vida si algo le pasaba a ella y sus hombres.

Jimmy hizo una nueva pausa, y trató de reprimir el temblor de sus manos, que abrazaban nerviosamente el vaso de whisky.

—Una semana después, recibimos por fin la orden desde el cuartel general de los Estados Unidos. Tyson no me permitió leer el cable; en su lugar, me ordenó que atravesase los Pirineos en dirección a Francia para conseguir suministros. Era una trampa. Cuando me marché, dio la orden de cancelar la Operación Lagarto y destruir todas las pruebas.

—¿Ejecutaron a Andere y sus hombres? —August no podía ocultar la perplejidad que despuntaba en su voz.

El rostro de Jimmy tenía el mismo color ceniciento de sus recuerdos, y su voz brotaba embargada por la emoción:

—Los emboscaron y dispararon como si de un pelotón de fusilamiento se tratase. No les dieron la menor oportunidad. Los mataron y luego los enterraron. —Se sirvió otro whisky y lo bebió de un trago, con el ansia de un moribundo—. Nunca olvidaré la fecha: 31 de octubre de 1945. La he llevado conmigo todos estos años. —Le fallaban las fuerzas, y estaba a punto de llorar, pero consiguió rehacerse—. Pero con lo que Tyson no había contado era con que el pobre músico iba a regresar de Irumendi con vida. Tuve suerte. Aterrada, la familia de Andere había escapado de la masacre y se había ocultado a la espera de que Tyson desapareciese del lugar. Izarra, la hermana de Andere, me encontró antes de que llegase al campamento y me contó lo sucedido. Al principio solo pensaba en matar a Tyson, pero la orden procedía directamente del cuartel general de los servicios de espionaje: ¡mi propio gobierno! ¿Qué podía hacer? Gus, nunca me he sentido tan indefenso y tan traicionado en toda mi vida. No podía vengar la muerte de Andere. Lo único que pude hacer fue llevarme el libro al bosque, luego a Francia y luego al caos que vivía la Europa de la posguerra. Me convertí en otro desaparecido más.

»Desde entonces han muerto todos los que tuvieron algo que ver con esa historia, todos salvo el comandante en jefe, Tyson. Uno se volvió loco, otro, en teoría, se suicidó, otro murió repentinamente de una enfermedad inexplicable y el último murió en un increíble accidente: ninguno de ellos llegaba a los treinta años, y todos murieron poco después de la masacre. Desde entonces me he estado ocultando. No exagero si digo que solo es cuestión de tiempo que me silencien de la misma manera que a los otros. Por eso te pido que devuelvas el libro a la hermana de Andere.

—No entiendo, ¿por qué el Gobierno americano cambió de parecer respecto a su apoyo al maquis como medio para derrocar a Franco?

—Fácil. Fue Roosevelt quien ordenó la operación, luego, tras su muerte, y la reunión de Truman con Stalin en Potsdam, la idea que se tenía sobre la Europa de posguerra cambió radicalmente. De la noche a la mañana, Stalin y el comunismo se habían convertido en la nueva amenaza. Querían destruir la operación antes de que, políticamente, les supusiera un problema.

Jimmy tomó un sorbo de su whisky y de inmediato se dobló hacia delante, con los ojos anegados de lágrimas. Alargó un brazo enjuto para mantener el equilibrio.

—Calma. —August le ayudó a llegar hasta el sofá; la osamenta del músico se antojaba terriblemente frágil al contacto con sus manos.

—¿Qué ocurrió, Gus? —gimió Jimmy, levantando hacia él unos ojos inyectados en sangre—. De todos nosotros, tú eras el que tenía mayor sentido de la moral: cuando nos sentíamos perdidos, siempre recurríamos a ti. Eras como un puto faro, brillando en la tormenta de mierda de una guerra civil.

—Venga, Jimmy… La culpa no fue de que usáramos armas casi prehistóricas, ni de que murieran como perros cientos de hombres que carecían del entrenamiento adecuado: eran las luchas intestinas, esas peleas entre anarquistas, marxistas y troskistas, los socialdemócratas y todos los que tuvieran un tambor y unos palillos para reclamar sus derechos. El movimiento republicano se canibalizó y perdí mi juventud viendo cómo se comía a sí mismo.

—Que te jodan, te salvé la vida y tú ni siquiera aprovechaste para vivir —replicó Jimmy en voz baja.

August recibió aquellas palabras con un gesto de dolor: tenía razón.

El músico se inclinó hacia delante y dejó caer una mano en el brazo de August.

—Mira, sé a lo que te arriesgas si regresas a la España de Franco. Pero el libro merece la pena. Contiene ciertas… propiedades que tú entenderás mejor que yo.

—¿Propiedades?

Jimmy echó una mirada al libro. A la luz de la lámpara, el símbolo engastado en su cubierta, la hoja dorada, parecía resplandecer:

—Es como si estuviera poseído. Oh, sé que el libro me toca muy de cerca, pues me recuerda constantemente la muerte de Andere, pero es algo más: algo mucho más antiguo, mucho más turbador. Han pasado ocho años y cada día la presencia de esa maldita cosa parecía crecer en mi mente, como si me incitase a pasar a la acción. Es como sostener la vida y la muerte en las manos, y eso ha empezado a darme miedo. A veces pienso que tiene que ver con el hecho de que, también yo, me estoy muriendo. El libro tiene un alma, una historia, y quiere que esa historia sea contada… ya. No te miento, Gus: tú eres el hombre que puede conseguirlo.