14. ¡ADIÓS A LAS VEGAS…! «¡DIOS SE APIADE DE VOSOTROS, PUERCOS!»

Mientras andaba por el aeropuerto, me di cuenta de que aún llevaba la tarjeta de identificación policial. Era un liso rectángulo anaranjado, que decía: «Raoul Duke, investigador especial, Los Angeles». La vi en el espejo del urinario.

Librate de ese chisme, pensé. Arráncalo. Este asunto ha terminado… y no demostró nada. Al menos para mí. Y, desde luego, tampoco para mi abogado (que también tenía una tarjeta de identificación), pero él estaba ya en Malibú curando sus heridas paranoides.

Había sido una pérdida de tiempo, un montaje inaceptable que era únicamente (visto a distancia) una mala excusa para que mil polis pasasen unos cuantos días en Las Vegas a costa de los contribuyentes. Nadie había aprendido nada, o, al menos, nada nuevo. Salvo quizá yo… y todo lo que yo había aprendido era que la Asociación Nacional de Fiscales de Distrito llevaba unos diez años de retraso respecto a la amarga verdad y las crudas realidades cinéticas de lo que ellos hacía poquísimo que habían aprendido a llamar «la cultura de la droga, en este loco año de nuestro Señor de 1971».

Aún siguen sacando a los contribuyentes miles de dólares para hacer películas sobre «los peligros del LSD», en un momento en el que todo el mundo sabe (todo el mundo menos los polis) que el ácido es el Studebaker del mercado de la droga; la popularidad de los psicodélicos se ha hundido tan drásticamente que la mayoría de los grandes traficantes ya no manejan siquiera ácido o mescalina de calidad salvo como un favor a clientes especiales: principalmente cansados diletantes de la droga que pasan de los treinta años… como yo y mi abogado.

Hoy el gran mercado son los depresores. El seconal y la heroína… y pociones infernales de mala yerba nacional espolvoreada con cualquier cosa, desde arsénico a tranquilizantes para caballos. Lo que hoy se vende es cualquier cosa que te machaque del todo, cualquier cosa que te cortocircuite el cerebro y lo bloquee durante el mayor tiempo posible. El mercado del ghetto florece ahora en las zonas residenciales. El tipo del Meprobamato [13] ha pasado, como una especie de venganza, a la inyección intramuscular e incluso a inyectarse en la vena… y, por cada exadicto a la anfetamina que se deja arrastrar, buscando un respiro, a la heroína, hay doscientos chavales que pasan directamente del seconal a la aguja. No se molestan siquiera en probar la «velocidad».

Los estimulantes ya no están de moda. La methedrina es casi tan rara, en el mercado de 1971, como el ácido puro o el DMT. La «Expansión de la Conciencia» se fue con Johnson… y es importante destacar que, históricamente, los depresores llegaron con Nixon.

Subí renqueando al avión sin más problema que una oleada de vibraciones desagradables de los otros pasajeros… pero tenía la cabeza tan quemada por entonces, que me hubiese dado igual subir a bordo completamente desnudo y cubierto de chancros supurantes. Habría hecho falta un gran derroche de fuerza física para sacarme de aquel avión. Estaba ya tan lejos de la simple fatiga, que empezaba a sentirme tranquilamente adaptado a la idea de la histeria permanente. Sentía como si el menor malentendido con la azafata pudiera volverme loco o hacerme empezar a dar gritos… y la mujer pareció percibirlo, pues me trató con mucha amabilidad.

Cuando quise más cubitos de hielo para mi Bloody Mary, me los trajo enseguida… y cuando se me acabaron los cigarrillos, me dio una cajetilla de su propio bolso. Sólo se puso algo nerviosa cuando saque un pomelo de la bolsa y empecé a partirlo con un cuchillo de caza. Advertí que me miraba atentamente, así que intente sonreír.

—Nunca voy a ningún sitio sin pomelos —dije—. Es muy difícil conseguir uno verdaderamente bueno… salvo que uno sea rico.

Asintió con un gesto.

Le lancé la mueca/sonrisa de nuevo, pero resultaba difícil saber lo que estaba pensando. Sabía que era muy posible que hubiera decidido ya hacer que me sacaran del avión en una jaula cuando llegáramos a Denver. La miré fijamente a los ojos un rato. Pero ella permaneció inmutable.

Estaba dormido cuando nuestro avión tocó tierra, pero la sacudida me despertó al instante. Mire por la ventanilla y vi las Montañas Rocosas. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?, me pregunte. No tenía ningún sentido. Decidí llamar a mi abogado lo antes posible. Pedirle que me mandara dinero para comprar un enorme Doberman albino. Denver es un centro de distribución nacional de Dobermans robados; llegan de todos los rincones del país.

Dado que ya estaba allí, pensé que podría aprovechar para conseguir un perro bravo. Pero antes, algo para mis nervios. En cuanto aterrizó el avión, corrí a la farmacia del aeropuerto y pedí a la dependienta una caja de amyls.

Empezó a menearse y a mover la cabeza.

—Oh no —dijo al fin—. No puedo venderle esas cosas sin receta.

—Lo se —dije—. Pero mire, yo soy doctor. No necesito receta.

Seguía impacientándose.

—Bueno… tendrá que enseñarme alguna tarjeta de identificación —gruñó.

—Claro, claro.

Saqué la cartera y le permití ver la falsa placa policial mientras buscaba entre los papeles hasta encontrar mi Tarjeta Eclesiástica de Descuento que me identificaba como Doctor de la Divinidad y Ministro Titulado de la Iglesia de la Verdad Nueva.

La inspeccionó atentamente. Luego me la devolvió. Percibí un respeto nuevo en su actitud. Su mirada era más cordial. Parecía desear enternecerme.

—Espero que me perdone, doctor —dijo, con una linda sonrisa—. Pero tenía que preguntar. Tenemos algunos freaks auténticos, en esta ciudad. Adictos peligrosos. No se imagina usted.

—No se preocupe —dije—. Lo entiendo perfectamente. Pero padezco del corazón y espero…

—¡Con mucho gusto! —exclamó, y en cuestión de segundos estaba de vuelta con una docena de amyls. Pagué sin aludir siquiera al descuento eclesiástico. Luego abrí la caja y rompí inmediatamente una debajo de la nariz mientras ella observaba.

—Agradezca que su corazón es joven y fuerte —le dije—. Si yo fuera usted… jamás… ah… ¡santo Dios!… ¿qué? Sí, tendrá que disculparme ahora; siento que empieza a hacer efecto.

Me volví y salí tambaleándome en dirección al bar.

—¡Dios se apiade de vosotros, puercos! —grité a dos marines que salían del servicio de caballeros.

Me miraron pero no dijeron nada. Para entonces, iba ya riéndome a lo loco. Pero daba igual. Yo no era más que otro clérigo estúpido enfermo del corazón. Mierda, me querrán en el Brown Palace. Tomé otra buena ración de amyl, y cuando llegué al bar mi corazón rebosaba alegría.

Me sentía como una monstruosa reencarnación de Horatio Alger… un Hombre en Marcha, y estaba tan enfermo como para sentir una confianza y una seguridad absolutas.