12. VUELTA AL CIRCUS-CIRCUS BUSCANDO EL MONO… AL DIABLO EL SUEÑO AMERICANO

Habían pasado casi setenta y dos horas desde aquel extraño incidente, y no había vuelto a poner los pies en la habitación ninguna empleada. Me pregunté qué les habría dicho Alicia. La habíamos visto una vez, arrastrando un carro de la lavandería por la zona de aparcamiento, mientras nosotros salíamos en la Ballena, pero no dimos señal alguna de reconocimiento y ella pareció entender.

Pero aquello no podía prolongarse mucho más. La habitación estaba llena de toallas usadas, colgaban por todas partes. El suelo del cuarto de baño tenía unos quince centímetros de pastillas de jabón, vómito y mondas de pomelo, todo mezclado con cristales rotos. Cada vez que entraba allí a mear, tenía que ponerme las botas. La lanilla de la moteada alfombra gris estaba tan llena de semillas de marihuana que parecía haberse vuelto verde.

El ambiente de callejón de borrachos de la habitación resultaba tan terrible, tan increíblemente disparatado, que pensé que probablemente podría convencerles de que era una especie de «muestra en vivo» que habíamos traído de Hight Street, para mostrar a los polis de otras partes del país lo profundamente que podía hundirse en la basura y la degeneración la gente de la droga si se la dejaba a sus propios instintos.

Pero ¿qué clase de adicto necesitaría todas aquellas cáscaras de coco y aquellas mondas de pomelo aplastadas? ¿Explicaría la presencia de junkies todas aquellas patatas fritas? ¿Y aquellos charcos de salsa de tomate cristalizada sobre la mesa?

Quizá sí. Pero ¿y todo aquel alcohol? ¿Y aquellas groseras fotos pornográficas, arrancadas de revistas como Putas de Suecia y Orgías en la Casbah, pegadas sobre el espejo roto con chafarrinones de mostaza que se habían secado convirtiéndose en una dura costra amarillenta…? Y todos aquellos signos de violencia y aquellas extrañas bombillas rojas y azules y aquellos fragmentos de cristal roto embutidos en el yeso de la pared…

No; aquellas no eran las huellas de un junkie normal y temeroso de Dios. Era demasiado salvaje, demasiado agresivo. En aquella habitación había pruebas de consumo excesivo de casi todos los tipos de droga conocidos por el hombre civilizado desde el año 1544 d.C. Aquello sólo podía explicarse como un montaje, una especie de exposición médica exagerada, organizada meticulosamente para mostrar lo que podía suceder si veinte peligrosos drogadictos (cada uno de ellos con una adicción distinta) fuesen estabulados juntos en la misma habitación cinco días con sus noches, sin descanso.

Sí, desde luego. Pero, claro está, eso jamás sucedería en la Vida Real, caballeros. Sólo organizamos esto con el objetivo de hacer una demostración

De pronto sonó el teléfono, arrancándome de mi estupor imaginativo. Lo miré… Rinnnngggg… Dios mío, ¿ahora qué? ¿Será ya? Casi pude oír la áspera voz del Director, el señor Heem, diciendo que la policía se dirigía a mi habitación y que, por favor, no disparase contra la puerta cuando empezasen a echarla abajo a patadas. Riiinngg… No, no llamarían primero. En cuanto decidiesen echarme el guante, seguramente montarían la emboscada en el ascensor: primero Mace, luego se echarían en masa sobre mí. Lo harían sin previo aviso.

Así que cogí el teléfono. Era mi amigo Bruce Innes, que me llamaba desde el Circus-Circus. Había localizado al hombre que quería vender el mono que yo había andado buscando. El precio era de setecientos cincuenta dólares.

—¿Pero con quién diablos estás tratando tú? —dije—. Anoche eran cuatrocientos.

—Dice que es que acaba de descubrir que está muy bien enseñado —dijo Bruce—. Anoche le dejó dormir en el remolque y el bicho se cagó en la ducha.

—Eso no significa nada —dije—. A los monos les atrae el agua. La próxima vez se cagará en el fregadero.

—Quizá sería mejor que vinieras hasta aquí a discutir con este tío —dijo Bruce—. Está aquí conmigo en el bar. Le dije que querías el mono y que podías proporcionarle un buen hogar. Creo que negociará. Está realmente encariñado con ese bicho asqueroso. Está aquí en el bar con nosotros, sentado en un taburete, el muy cabrón, babeando sobre una jarra de cerveza.

—Bueno, vale —dije—. Tardaré diez minutos. No dejes que ese cabrón se emborrache. Quiero conocerle en su estado normal.

Cuando llegué al Circus-Circus estaban metiendo a un viejo en una ambulancia, allí a la entrada.

—¿Qué pasó? —le pregunté al encargado de los coches.

—No estoy seguro —dijo—. Dicen que le dio un ataque. Pero he visto que le han arrancado toda la parte de atrás de la cabeza.

Se deslizó en el interior de la Ballena y me entregó un comprobante.

—¿Quiere que le guarde la bebida? —preguntó, alzando un gran vaso de tequila que estaba en el asiento del coche—. Si quiere puedo guardarla en la nevera.

Le dije que sí. Aquella gente se había familiarizado con mis hábitos. Había estado tantas veces allí, con Bruce y los otros de la banda, que los encargados de los coches sabían mi nombre… aunque yo jamás me había presentado, y nadie me lo había preguntado. Supongo simplemente que aquello formaba parte del asunto, y que habrían estado hurgando en la guantera y habrían encontrado algún cuaderno con mi nombre.

La verdadera razón, en la que no caí por entonces era que aún llevaba mi tarjeta de identificación de la Conferencia de Fiscales de Distrito. Colgaba del bolsillo de mi cazadora multicolor, pero hacía tiempo que me había olvidado de ella. Suponían sin duda que era una especie de superagente especial de incógnito… o quizá no; quizás estuviesen siguiéndome la corriente porque imaginaban que un tipo tan loco como para hacerse pasar por policía mientras andaba por Las Vegas en un descapotable Cadillac blanco con un vaso en la mano sin duda tenía que ser un fuera serie, incluso quizá peligroso. En un ambiente en el que nadie con cierta ambición es realmente lo que parece ser, no se corre mucho riesgo actuando como un freak rey del infierno. Los supervisores debían hacerse señas significativas y murmurar sobre «esos jodidos tipos sin clase».

La otra cara de la moneda es el síndrome «¡Maldita sea! ¿Quién es eso?» Esto suele pasar con porteros, conserjes y encargados que suponen que todo el que actúa como un chiflado pero da grandes propinas, tiene que ser importante, lo cual significa que hay que seguirle la corriente, o por lo menos tratarle con cordialidad.

Pero nada de esto importa mucho con la cabeza llena de mescalina. Simplemente andas por allí, haciendo lo que te parece correcto, que normalmente lo es. Las Vegas está tan lleno de freaks naturales (gente verdaderamente pasada) que en realidad las drogas no son un problema, salvo para los polis y para el sindicato de la heroína. Los psicodélicos resultan casi intrascendentes en una gran ciudad en la que puedes entrar en un casino a cualquier hora del día o de la noche y presenciar la crucifixión de un gorila… en una llameante cruz de neón que se convierte de pronto en una rueda giratoria, haciendo rodar al animal en disparatados círculos sobre las atestadas mesas de juego.

Encontré a Bruce en el bar, pero no había rastro del mono.

—¿Dónde está el bicho? —pregunté—. Estoy dispuesto a firmar un cheque. Quiero llevarme a casa en el avión a ese maldito cabrón. Ya he reservado dos billetes de primera, para R. Duke e Hijo.

—¿Quieres llevarlo en avión?

—Hombre, pues claro —dije—. ¿Crees que me dirán algo?

¿Crees que van a llamarme la atención por los defectos de mi hijo?

Se encogió de hombros.

—Olvídalo —dijo—. Acaban de llevárselo. Atacó a un viejo aquí mismo en el bar. El muy gilipollas empezó a chillarle al encargado del bar por «permitir entrar aquí a esa chusma descalza» y en ese momento, el mono lanzó un grito… y el viejo le tiró la cerveza, y el mono se puso loco, saltó del asiento como el muñeco de una caja de sorpresa y le arrancó de un mordisco un trozo de nuca… el tío del bar tuvo que llamar a una ambulancia y luego vinieron los polis y se llevaron al mono.

—Maldita sea —dije—. ¿Cuánto es la fianza? Quiero ese mono.

—Contrólate —dijo él—. Será mejor que no te acerques a la cárcel. Es lo que necesitan para poder empapelarte. Olvídate de ese mono. No lo necesitas para nada.

Pensé un poco en el asunto, y decidí que era probable que tuviera razón. No tenía ningún sentido estropearlo todo por un mono violento al que ni siquiera había llegado a conocer. En realidad, probablemente me arrancase media cabeza de un mordisco si intentaba sacarle bajo fianza. Tardaría un tiempo en calmarse después del choque de verse entre rejas, y yo no podía permitirme esperar.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Bruce.

—Lo antes posible —dije—. No tiene sentido que siga más en esta ciudad. Tengo todo lo que necesito. Cualquier otra cosa sólo serviría para confundir.

Pareció sorprenderse.

—¿Encontraste el Sueño Americano? ¿En esta ciudad?

Asentí.

—En este momento estamos sentados exactamente en el nervio principal —dije—. ¿Recuerdas aquella historia que nos contó el encargado sobre el propietario de este local? ¿Lo de que siempre había querido escaparse y entrar en un circo, de chaval?

Bruce pidió otras dos cervezas. Contempló un momento el casino y luego se encogió de hombros.

—Sí, entiendo lo que quieres decir —dijo—. Ahora el cabrón tiene su propio circo y un permiso para robar, además.

Luego cabeceó y dijo:

—Tienes razón… él es el modelo.

—Perfecto —dije yo—. Puro Horatio Alger, toda su actitud. Quise tener una charla con él, pero una pomposa lesbiana que decía ser su secretaria ejecutiva, me mandó a la mierda. Según ella, la prensa es lo que el tipo más odia de todo el país.

—Él y Spiro Agnew —murmuró Bruce.

—Tienes razón, los dos —dije—. Intenté explicarle a aquella tía que yo estaba de acuerdo con todo lo que representaba él, pero me dijo que si sabía lo que me convenía lo mejor era que me largara de la ciudad y no pensara siquiera en molestar al Jefe. «Odia de veras a los periodistas», me dijo. «Y no quiero que esto parezca una amenaza, pero si yo fuese usted, lo consideraría…»

Bruce asintió. El jefe estaba pagándole mil pavos semanales por dos actuaciones cada noche en el Leopard Lounge, y otros dos grandes para el grupo. Lo único que se les pedía era que hiciesen muchísimo ruido durante dos horas todas las noches. Al Jefe le importaba un pito las canciones que cantaran. Con tal de que el A ritmo fuese fuerte y los amplis aullasen lo bastante para atraer a la gente al bar.

Resultaba muy raro estar sentado allí en Las Vegas y oír cantar a Bruce cosas fuertes como «Chicago» y «Country Song». Si la dirección se hubiese molestado en escuchar la letra, habrían embreado y emplumado a toda la banda.

Varios meses después, en Aspen, Bruce cantó las mismas canciones en un club lleno de turistas y un antiguo astronauta [12]… y cuando terminó la última pieza el astronauta se acercó a nuestra mesa y empezó a aullar toda clase de beodas chorradas superpatrióticas, espetándole a Bruce:

—¿Cómo es que un maldito canadiense tiene el descaro de venir aquí a insultar a este país?

—Oiga, amigo —dije yo—. Soy norteamericano, sabe. Vivo aquí, y estoy de acuerdo con todo lo que él dice.

En ese momento aparecieron los apagabroncas, sonriendo inescrutables y dijeron:

—Buenas noches, caballeros. El I Ching dice que es hora de tranquilidad, ¿entendido? Y en este local no se molesta a los músicos. ¿Está claro?

El astronauta se fue, mascullando sombríamente que iba a utilizar su influencia para «que se haga algo rápidamente», con los estatutos de inmigración.

—¿Cómo se llama usted? —me preguntó, mientras los apagabroncas se lo llevaban.

—Bob Zimmerman —dije—. Y lo que más odio en este mundo, es un maldito cabezón polaco.

—¿Me toma por un polaco? —chilló—. ¡Vagabundo mierda! ¡Son todos basura! Usted no representa a este país.

—Ojalá no lo represente usted tampoco —murmuró Bruce. El astronauta aún seguía bufando mientras lo arrastraban a la calle.

La noche siguiente, en otro restaurante, el astronauta estaba llenándose el buche, sobrio perdido, y se acercó un chaval de unos catorce años a la mesa a pedirle un autógrafo. El astronauta se hizo el tímido un momento, fingiendo embarazo, y luego garrapateó su firma en el pedacito de papel, que le entregó el muchacho. El chaval lo miró un momento, luego lo rompió en cachitos y los dejó caer sobre el regazo del astronauta.

—No todo el mundo te quiere, amigo —dijo.

Luego se dio la vuelta y se sentó en su mesa, a unos dos metros de distancia.

El grupo del astronauta se quedó mudo. Eran ocho o diez personas. Esposas, ejecutivos e ingenieros importantes, que querían enseñarle al astronauta lo que era una noche de juerga en el fabuloso Aspen. Y de pronto, parecía como si alguien acabase de rociar su mesa con una neblina de mierda. No decían ni palabra.

Terminaron rápidamente de cenar y se fueron sin dejar propina.

Esto en cuanto a Aspen y a los astronautas. El tipo de esta historia no habría tenido esos problemas en Las Vegas.

Una ración pequeña de esta ciudad da para mucho tiempo. Después de cinco días en Las Vegas, tienes la sensación de llevar cinco años. Algunos dicen que les gustan, pero también hay a quien le gusta Nixon. Sería un alcalde perfecto para esta ciudad. Con John Mitchel de sheriff y Agnew de director de alcantarillas.