11. ¿FRAUDE? ¿ROBO? ¿VIOLACIÓN…? UNA CONEXIÓN BRUTAL CON LA ALICIA DEL SERVICIO DE ROPA BLANCA

Estaba yo cavilando sobre esta historia cuando entraba con la Ballena Blanca en el aparcamiento del Flamingo. Cincuenta pavos y una semana en la cárcel sólo por estar en una esquina y actuar de un modo raro… ¿qué clase de increíbles penas, Dios mío, escupirían sobre mi? Repasé las diversas acusaciones… pero, en esencia, en puro lenguaje legal, no parecían tan graves.

¿Violación? Eso sin duda podríamos eliminarlo. Yo jamás había deseado a aquella condenada chica, y desde luego no le había puesto una mano encima siquiera. ¿Fraude? ¿Robo? Siempre podía: proponer un «arreglo». Pagar. Decir que me habían enviado allí el Sports Illustrated y arrastrar luego a los abogados del Time, Inc., a un pleito de pesadilla. Tenerles liados durante años con una ventisca de autos y apelaciones. Atacarles en lugares como Juneau y Houston, luego hacer constantes solicitudes de traslado de jurisdicción, pasar a Quito. Nome, Aruba… mantener la cosa en movimiento, hacerles correr un círculo, obligarles a entrar en conflicto con el departamento de contabilidad, etc…

NÓMINA DE GASTOS POR ABNER H. DODGE, CONSEJERO JEFE

Asunto: 44.000, 12 dólares… Gastos especiales, a saber: perseguimos al acusado, R. Duke, por todo el hemisferio occidental y conseguimos hacerle comparecer por fin a juicio en un pueblo de la costa norte de una isla llamada Culebra, en el mar Caribe, donde sus abogados obtuvieron un laudo según el cual todos los trámites posteriores deberían diligenciarse en lengua de la tribu caribe. Enviamos tres hombres a Berlitz para que aprendiesen dicho idioma, pero diecinueve horas antes de la fecha prevista para que se iniciase el proceso, el acusado huyó a Colombia, donde estableció su residencia en un pueblo pesquero llamado Guajira, cerca de la frontera venezolana, donde el idioma oficial de la jurisprudencia es un oscuro dialecto llamado «guajiro». Después de varios meses, conseguimos trasladar el expediente allí, pero entonces el acusado había pasado a residir en un pueblo prácticamente inaccesible de las fuentes del Amazonas, donde estableció poderosas conexiones con una tribu de cazadores de cabezas llamados «jíbaros». Se envío río arriba a nuestro corresponsal en Manaos, para localizar y contratar a un abogado nativo que supiese jíbaro, pero la búsqueda se ha visto obstaculizada por graves problemas de comunicación. Nuestra oficina de Río manifiesta su grave preocupación por la posibilidad de que la viuda del mencionado corresponsal en Manaos acabase obteniendo una sentencia ruinosa (debido a la parcialidad de los tribunales locales) que ningún jurado de nuestro país consideraría en modo alguno ni razonable ni saludable siquiera.

Desde luego. Pero ¿qué es sano o saludable? Sobre todo aquí en «nuestro propio país»… en la desdichada era de Nixon. Todos estamos ya conectados a un viaje de supervivencia. Se acabó la velocidad que alimentó los sesenta. Los estimulantes se han pasado de moda. Este fue el fallo fatal del viaje de Tim Leary. Anduvo por toda Norteamérica vendiendo «expansión de la conciencia» sin dedicar ni un solo pensamiento a las crudas realidades carne/gancho que estaban esperando a todos los que le tomaron demasiado en serio. Después de West Point y del Sacerdocio, el LSD debió parecerle muy razonable… pero no produce gran satisfacción saber que él mismo se preparó su propia ruina, porque arrastró consigo al pozo a muchos otros, a demasiados.

No es que no se lo merecieran: recibieron todos sin duda que se merecían. Todos aquellos fanáticos del ácido patéticamete ansiosos que creían poder comprar Paz y Entendimiento a tres billetes la dosis. Pero su fracaso es también nuestro. Lo que Leary hundió con él fue la ilusión básica de un estilo de vida total que él ayudó a crear… quedando una generación de lisiados permanentes, de buscadores fallidos, que nunca comprendió la vieja falacia mística básica de la cultura del ácido: el desesperado supuesto de que alguien (o al menos alguna fuerza) se ocupa de sostener esa Luz allá al final del túnel.

Es la misma mierda cruel y paradójicamente benevolente que ha mantenido en pie tantos siglos a la Iglesia Católica. Es también la ética militar… una fe ciega en una «autoridad» más sabia y superior. El Papa, El General, El Primer Ministro… y así sucesivamente hasta… Dios.

Uno de los momentos cruciales de los años sesenta fue cuando los Beatles unieron su suerte a la del Maharishi. Como Dylan yendo al Vaticano a besar el anillo del Papa.

Primero los «gurus». Luego, cuando eso no funcionó, vuelta a Jesús. Y ahora, siguiendo la pista instinto-primitivo, toda una nueva ola de dioses de comuna tipo clan como Mel Lyman, Regidor de Avatar, y Cómo Se Llama quien dirige «Espíritu y Carne».

Sonny Barger nunca llegó a darse cuenta del todo, pero anduvo muy cerca de convertirse en un rey del infierno. Los Angeles del Infierno jodieron el asunto en 1965 en la zona Oakland-Berkeley, cuando dieron salida a los instintos reaccionarios y hamponescos de Barger, y atacaron una manifestación antibelicista. Esto planteó un cisma histórico en la entonces Creciente Marea del Movimiento Juvenil de los años sesenta. Fue la primera ruptura abierta entre los Greasers [11] y los Melenudos. Y la importancia de esta ruptura puede verse en la historia de los SDS, que al final se destruyeron a sí mismos como organización, en la tentativa, condenada de antemano al fracaso, de conciliar los intereses de los tipos de clase baja/trabajadora, los motoristas marginados y los activistas de clase alta y clase media estudiantes de Berkeley.

Quizá nadie que estuviera inmerso en este ambiente podría haber previsto las implicaciones del fracaso Ginsberg/Kesey, que no lograron convencer a los Angeles del Infierno para que se unieran a la izquierda radical de Berkeley. La escisión final llegó en Altamont cuatro años después, pero por entonces hacía mucho que estaba clara la cosa para todos, salvo para un puñado de drogotas de la industria del rock y para la prensa nacional. La orgía de violencia de Altamont no hizo más que dramatizar el problema. Las realidades estaban ya fijadas; se consideraba la enfermedad mortal e incurable, y las energías de El Movimiento hacía mucho que se habían disipado agresivamente en la lucha por la autoconservación.

Ay; este terrible galimatías. Desagradables recuerdos y malas recurrencias, alzándose a través del tiempo niebla de la calle Stawan… no hay solaz para los refugiados, no tiene objeto mirar atrás. La cuestión, como siempre, es ahora

Pues bien, estaba yo tumbado en mi cama del Flamingo, y me sentía de pronto peligrosamente desfasado en mi entorno. Estaba a punto de suceder algo desagradable, de eso estaba seguro. La habitación parecía el escenario de algún desastroso experimento zoológico que hubiese incluido whisky y gorilas. El espejo de más de tres metros estaba todo roto, pero seguía colgando allí sin desmoronarse todavía… desagradable prueba de aquella tarde en que mi abogado perdió el control y se lanzó con el martillo de partir cocos a destrozar el espejo y todas las bombillas.

Las luces las habíamos repuesto con un paquete de luces de árbol de Navidad rojas y azules que compramos en Safeway, pero no había posibilidad de sustituir el espejo. La cama de mi abogado parecía un nido de ratas calcinado. El fuego había consumido la mitad de arriba, y el resto era una masa de alambre y material carbonizado. Por suerte, las camareras no se habían acercado a la habitación desde aquel horrible enfriamiento del martes.

Yo estaba dormido cuando entró la camarera aquella mañana. Nos habíamos olvidado de colgar el letrero de «No molesten…» así que entró en la habitación y se quedó mirando a mi abogado, que estaba arrodillado en pelotas, vomitando en el armario, encima de los zapatos… creyendo que en realidad estaba en el cuarto de baño. Y de pronto alzó la vista y vio a aquella mujer con una cara como Mickey Rooney mirándole, incapaz de hablar, temblando de miedo y desconcierto.

«Tenía aquella fregona en la mano como si fuera un mango de un hacha», diría él más tarde. «Así que salí del armario en una especie de carrera en cuclillas y dejé de vomitar, y la agarré por las piernas… fue por instinto; pensé que se disponía a matarme… y entonces, cuando se puso a gritar, fue cuando le metí la bolsa de hielo en la boca».

Sí, yo recordaba aquel grito… uno de los sonidos más aterradores que he oído en mi vida. Desperté y vi a mi abogado debatiéndose desesperadamente en el suelo junto a mi cama con lo que parecía ser una mujer vieja. La habitación estaba llena de potentes ruidos eléctricos. El televisor silbaba a plena potencia en un canal inexistente. Apenas podía oír los gritos apagados de la mujer que se debatía por quitarse la bolsa de hielo de la cara… pero poca resistencia podía ofrecer a la fuerza desnuda de mi abogado, y este logró al fin arrinconarla detrás de la tele, apretándole el cuello con las manos mientras ella balbucía lastimera:

—Por favor… por favor… soy la camarera, no quiero hacer nada…

Me levante enseguida, agarré la cartera y empecé a agitarle delante de la cara la placa de prensa que yo tenía de la asociación de amigos de la policía.

—¡Queda usted detenida! —grité.

—¡No! —gimió ella—. ¡Yo sólo quería limpiar!

Mi abogado se irguió, respirando laboriosamente.

—Ha debido usar una llave maestra —dijo—. Yo estaba limpiándome los zapatos en el armario y la vi que se colaba… así que la enganché.

A mi abogado le temblaba un hilo de vómito en la barbilla, y advertí enseguida que se hacía cargo de la gravedad del caso. En esta ocasión, nuestra conducta había excedido con mucho los límites de la extravagancia privada. Allí estábamos, desnudos los dos, con aquella aterrada vieja (una empleada del hotel) tumbada en el suelo de nuestra suite en un paroxismo de miedo y de histeria. Tendríamos que resolver aquello de algún modo.

—¿Quién le mandó hacer esto? —le pregunté—. ¿Quién le pagó?

—¡Nadie! —gimió ella—. ¡Soy la camarera!

—¡Está mintiendo! —gritó mi abogado—. ¡Buscaba pruebas! ¿Quién la metió en esto? ¿El encargado?

—Trabajo para el hotel —dijo ella—. Lo único que hago es limpiar las habitaciones.

Me volví a mi abogado.

—Esto significa que saben lo que tememos —dije—. Por eso mandaron aquí a esta pobre vieja a robarlo.

—¡No! —gritó ella—. ¡Yo no se de qué hablan!

—¡Cuentos! —dijo mi abogado—. Está usted complicada en esto lo mismo que ellos.

—¿Complicada en qué?

—En el tráfico de drogas —dije yo—. Usted tiene que saber lo que está pasando en este hotel. ¿Por qué cree que estamos aquí nosotros?

Nos miró fijamente, e intentó hablar, pero sólo balbucía.

—Sé que son ustedes policías —dijo al fin—. Creí que estaban aquí sólo para esa convención. ¡Lo juro! Yo sólo quería limpiar la habitación. ¡No sé nada de tráfico de drogas!

Mi abogado se echó a reír.

—Vamos, nena. ¿No intentarás convencernos de que no has oído hablar de Grange Gorman?

—¡No! —gritó ella—. ¡No! ¡Le juro por Dios que nunca he oído hablar de eso!

Mi abogado pareció pensarlo un momento y luego se agachó para ayudarla a levantarse.

—Puede que esté diciendo la verdad —me dijo—. Quizá no forme parte del asunto.

—¡Claro que no! ¡Les juro que yo no! —aulló ella.

—Bueno… —dije—. En ese caso, quizá no tengamos que eliminarla… a lo mejor hasta puede ayudar.

—¡Sí! —dijo la mujer muy animosa—. ¡Les ayudaré en lo que sea! ¡Detesto la droga!

—También nosotros, señora —dije yo.

—Creo que podríamos ponerla en nómina —dijo mi abogado—. Podemos comprobar si tiene antecedentes y luego asignarle uno de los grandes al mes, en fin, dependerá de lo que aporte.

La expresión de la vieja había cambiado nuevamente. No parecía ya nerviosa por el hecho de verse charlando con dos hombres desnudos, uno de los cuales había intentado estrangularla hacía unos minutos.

—¿Cree usted que podrá hacerlo? —le pregunté.

—¿Qué?

—Una llamada telefónica diaria —dijo mi abogado—. Sólo tendrá que decirnos lo que ha visto.

Luego le dio una palmadita en el hombro y añadió:

—Aunque parezca no tener sentido, no se preocupe. Eso es problema nuestro.

La mujer sonrió.

—¿Y me pagarán ustedes por eso?

—Puede estar segura —dije—. Pero como diga usted algo de esto a alguien… irá derecha a la cárcel para el resto de su vida.

—Ayudaré en lo que pueda —dijo—. Pero ¿a quién tengo que llamar?

—No se preocupe por eso —dijo mi abogado—. ¿Cómo se llama usted?

—Alicia —dijo ella—. Sólo tiene que llamar al Servicio de Ropa Blanca y preguntar por Alicia.

—Ya se establecerá contacto con usted —dije yo—. De aquí a una semana. Pero entretanto, tenga los ojos bien abiertos y procure actuar de modo normal. ¿Cree que podrá hacerlo?

—¡Oh sí, claro! —dijo—. ¿Y volveré a verles a ustedes?

Sonrió bovinamente y añadió:

—Quiero decir, después de esto

—No —dijo mi abogado—. Nos mandaron aquí de Carson City. Con usted contactará el inspector Rock. Arthur Rock. Se hará pasar por un político, pero no tendrá ningún problema para reconocerle.

Parecía algo nerviosa.

—¿Qué pasa? —dije—. ¿Hay algo que no nos ha dicho?

—¡Oh, no! —dijo enseguida—. Sólo quería saber… quién va a pagarme…

—De eso ya se encargará el inspector Rock —dije—. Se lo pagará en metálico: mil dólares los días nueve de cada mes.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Por eso haría yo cualquier cosa!

—Usted y muchísima gente —dijo mi abogado—. Se llevaría una sorpresa si supiese a quién tenemos en nómina… aquí en este mismo hotel.

Pareció muy sorprendida.

—¿Gente que yo conozco?

—Seguramente —dije—. Pero actúan de modo encubierto. Sólo los conocerá si sucede algo realmente grave y alguno de ellos tiene que ponerse en contacto con usted en público, con la contraseña.

—¿Cuál es la contraseña? —preguntó.

—«Una Mano Lava la Otra» —dije—. En cuanto oiga usted eso, ha de decir: «No Temo Nada». Entonces la identificarán.

Asintió, repitiendo varias veces la contraseña, mientras escuchábamos para cerciorarnos de que lo hacía bien.

—Bueno —dijo mi abogado—. Eso es todo por ahora. Lo más probable es que no volvamos a vernos hasta que caiga el martillo. Y será mejor que nos ignore hasta que nos vayamos. No se moleste en hacer la habitación. Basta con que deje toallas y el jabón a la puerta exactamente a medianoche.

Luego sonrió y añadió:

—Así que tendremos que arriesgarnos a que suceda otro de estos pequeños incidentes, ¿entendido?

Ella se fue hacia la puerta.

—Lo que ustedes digan, señores. No saben cuánto siento lo ocurrido… pero claro, yo no sabía.

Mi abogado la acompañó hasta la puerta.

—Entendido —dijo amablemente—. Pero ya se acabó. A Dios gracias para la gente honrada.

La camarera sonrió mientras cerraba la puerta.