10. UN TRABAJO DIFÍCIL EN EL AEROPUERTO… DESAGRADABLE RECURRENCIA PERUANA… «¡NO! ¡ES DEMASIADO TARDE! ¡NO LO INTENTES…!»

Mi abogado se fue al amanecer. Estuvimos a punto de perder el primer vuelo a Los Angeles porque yo no podía encontrar el aeropuerto. Quedaba a menos de treinta minutos del hotel, estaba seguro de ello. Así que salimos del Flamingo a las siete y media exactamente… pero, por alguna razón, olvidamos girar en el semáforo que hay frente al Tropicana. Seguimos luego derechos por la carretera, que corre paralela a la pista principal del aeropuerto, pero por el otro lado de la terminal… y no hay manera de cruzar de una a otra legalmente.

—¡Maldita Sea! ¡Nos hemos perdido! —gritaba mi abogado—. ¿Qué diablos hacemos aquí, en esta maldita carretera? El aeropuerto queda ahí.

Señalaba históricamente hacia el otro lado de la tundra.

—No te preocupes —dije—. No he perdido un avión en mi vida.

Sonreí al llegarme el recuerdo.

—Salvo una vez en Perú —añadí—. Había pasado ya la aduana, pero volví al bar a charlar con aquel coquero boliviano… y de pronto oí que se ponían en marcha los grandes motores del 707, así que salí corriendo hacia la pista e intenté subir a bordo, pero la puerta quedaba justo detrás de los motores y habían quitado ya la escalerilla. Mierda, los motores me hubieran dejado frito como tocino… pero yo estaba completamente fuera de mí. Desesperado por subir a bordo.

»Los polis del aeropuerto me vieron acercarme y se colocaron formando una barrera a la puerta. Yo a toda marcha, derecho hacia ellos. El tipo que me acompañaba gritó: ¡No, es demasiado tarde! ¡No lo intentes!

»Vi que los polis me esperaban, así que aminoré la marcha como para indicarles que había cambiado de idea… pero cuando vi que Se relajaban, hice un brusco cambio de ritmo e intenté pasar entre aquellos cabrones.

Hice una pausa, reí entre dientes y luego seguí.

—Dios mío, era como correr a toda marcha en un armario lleno de monstruos del Gila. Y aquellos desgraciados casi me matan. Recuerdo únicamente que me cayeron encima cinco o seis porras al mismo tiempo, y que un montón de voces me gritaban: ¡No! ¡No! ¡Es un suicidio! ¡Paren a ese gringo loco!

»Desperté unas dos horas después en un bar del centro de Lima. Me habían tumbado en uno de esos reservados tapizados de piel que tienen forma de media luna. Allí al lado estaba todo mi equipaje. Nadie lo había abierto… así que me volví a dormir y a la mañana siguiente cogí el primer vuelo.

Mi abogado me oía sólo a medias.

—Mira —dijo—, me gustaría saber más de tus aventuras en el Perú, pero no ahora. En este momento, lo que quiero es llegar a esa maldita pista.

Íbamos a bastante velocidad. Yo estaba buscando una salida, algún tipo de carretera de acceso, un carril que llevase por la pista hasta la terminal. Estábamos a unos ocho kilómetros del último semáforo y no había tiempo para dar la vuelta y volver hasta allí.

Sólo había un medio de llegar a tiempo. Pisé los frenos y metí la Ballena en el foso lleno de yerba que había entre los dos carriles de la carretera. La zanja era demasiado profunda para entrarle derecho, así que la cogí en ángulo. La Ballena estuvo a punto de volcar, pero conseguí mantener las ruedas girando y pasamos laboriosamente al otro lado y logramos llegar al otro carril. Por suerte, estaba vacío. Salimos de la zanja con el morro del coche alzado en el aire como el de un hidroavión… Saltamos luego a la carretera y seguimos rectos por el campo de cactos del otro lado. Recuerdo que nos cargamos una valla y la arrastramos unos cientos de metros, pero cuando llegamos a la pista controlábamos completamente la situación… y continuamos aullando a casi cien por hora en primera, y fue como una carrera hasta la terminal.

Mi única preocupación era la posibilidad de que nos aplastase como a una cucaracha un DC 8, al que probablemente no veríamos hasta tenerlo encima. Me preguntaba si podrían vernos desde la torre. Probablemente, pero ¿por qué preocuparse? Yo seguí pisando a fondo. No tenía sentido dar la vuelta ya.

Mi abogado iba cogido al parabrisas con las dos manos. Le miré de reojo y vi el miedo en sus ojos. Estaba pálido, y comprendí que no le hacía muy feliz aquella maniobra, pero avanzábamos tan deprisa por la pista (luego cactos, luego pista otra vez) que me di cuenta de que comprendía nuestra situación: ya habíamos superado el punto en que pudiese discutirse si aquella maniobra era oportuna o no; estaba ya hecho y nuestra única esperanza era llegar al otro lado.

Miré el reloj y vi que faltaban tres minutos quince segundos para el despegue.

—Hay tiempo de sobra —dije—. Coge tus cosas. Te dejaré al lado del avión.

Se veía ya el gran reactor Western rojo y plata como a un kilómetro delante de nosotros… y por entonces corríamos sobre suave asfalto, pasada ya la pista de entrada.

—¡No! —gritó mi abogado—. ¡Es imposible! ¡Si salgo de aquí me crucificarán! ¡Me llevaré yo toda la culpa!

—No digas tonterías —dije—. Tú les explicas que estabas haciendo autoestop para venir al aeropuerto y que yo te recogí… y que no me conoces de nada. Qué coño, esta ciudad está llena de Cadillac descapotables blancos… y voy a pasar por allí tan deprisa que no van a ver ni la matrícula.

Nos acercábamos al avión. Vi que los pasajeros ya estaban subiendo, pero de momento nadie se había fijado en nosotros, que nos aproximábamos por aquella dirección tan insólita.

—¿Estás listo? —dije.

Lanzó un gruñido.

—¿Por qué no? —dijo él—. ¡Pero que sea rápido, por amor de Dios!

Se puso a examinar la zona de carga, luego señaló:

—¡Allí! Déjame detrás de aquel camión grande. Métete detrás y yo saltaré donde no puedan vernos, luego puedes largarte.

Asentí. De momento todo estaba a nuestro favor. Nin una señal de alarma o de persecución. Me pregunté si aquello pasaría constantemente en Las Vegas: coches llenos de pasajeros que llegaban con retraso, las ruedas rechinando desesperadamente sobre la pista de aterrizaje, dejando samoanos de ojos desorbitados que arrastraban misteriosas bolsas de lona y saltaban a los aviones en el último segundo y se perdían atronando en el crepúsculo.

Quizá sí, pensé. Quizás estas cosas sean normales en esta ciudad…

Me metí detrás del camión y apreté los frenos sólo lo suficientemente para dar a mi abogado tiempo a saltar.

—No les consientas nada a esos cerdos —gritó—. Recuérdalo, si tienes algún problema siempre puedes mandar un telegrama a la Gente Justa.

Rio entre dientes.

—Sí… Explicando mi Posición —dijo—. Algún tonto del culo escribió un poema sobre eso. Puede que sea un buen consejo si uno tiene mierda en vez de sesos.

Le hice un gesto de despedida.

—Vale —dije, saliendo de allí.

Ya había localizado un hueco en la gran valla y, con la Ballena en primera, me lancé a por él. A1 parecer, nadie me perseguía. No podía entenderlo, la verdad. Mire por el espejo y vi a mi abogado meterse en el avión, sin señal de lucha… y luego pasé las puertas y salí al tráfico madrugador de Paradise Road.

Giré a la derecha en Russell, luego a la izquierda por Maryland Parkway… y, de pronto, me vi cruzando en cálido anonimato el campus de la Universidad de Las Vegas… no había tensión alguna en aquellos rostros. Me paré en un semáforo en rojo y por unos instantes me vi perdido en un súbito resplandor de carne que inundó el paso de peatones: esbeltos y vigorosos muslos, minifaldas rosas, jóvenes pezones en sazón, blusas sin mangas, largos mechones de pelo rubio, labios rosas, ojos azules… todos los signos de una cultura peligrosamente inocente.

Sentí la tentación de acercarme y empezar a mascullar proposiciones obscenas: «Eh, guapísima, ven, vamos a hacer locuras tú y yo. Sube a este Cadillac y larguémonos a mi suite del Flamingo, allí nos chutaremos un pelotazo de éter y nos comportaremos como animales salvajes en mi piscina en forma de riñón…»

Seguro que lo haríamos, pensé. Pero por entonces ya estaba fuera de allí, entrando por el carril de giro para desviarme a la izquierda en Flamingo Road. De vuelta al hotel, a hacer inventario. Tenía buenas razones para creer que se avecinaban problemas, que había abusado un poco de la suerte. Había violado todas las normas fundamentales de la vida en Las Vegas: había estafado a sus habitantes, había ofendido a los turistas, había aterrorizado al servicio.

Creía que la única esperanza que me quedaba ya era la posibilidad de que nos hubiésemos excedido tanto en nuestros números, que nadie en posición de bajar el martillo sobre nosotros pudiese llegar a Creérselo. Sobre todo después de habernos inscrito en aquella conferencia de la policía. Cuando hagas algo en Las Vegas procura hacer algo gordo. No pierdas el tiempo con travesuras de poca monta, infracciones de tráfico o faltas. Hay que ir derecho a la yugular. A1 delito, y a ser posible gordo.

La mentalidad de Las Vegas es tan groseramente atávica que un delito de mucha envergadura suele pasar desapercibido. Un vecino mío se tiró hace poco una semana en la cárcel de Las Vegas por «vagancia». Tiene unos veinte años, pelo largo, cazadora vaquera, mochila… un vagabundo claro, un tipo de la Carretera sin duda. Un sujeto totalmente inofensivo; se dedica únicamente a andar por el país buscando aquello que todos creíamos que teníamos bien enganchado en los sesenta… una especie de viaje Bob Zimmerman.

Yendo de Chicago a Los Angeles, sintió curiosidad por Las Vegas y decidió acercarse a echar un vistazo. Sólo quería cruzar la ciudad, dar un paseo y ver el ambiente del Strip… sin prisas, ¿para qué apresurarse? Y estaba allí en una esquina, cerca del Circus-Circus, mirando la fuente multicolor, y paró un coche patrulla al lado.

Zas. De Cabeza al talego. Ni llamada telefónica, ni abogado, ni acusación.

—Me metieron en el coche y me llevaron a comisaría —contaba—. Me metieron en un cuarto grande lleno de gente y me mandaron que me quitara toda la ropa antes de empapelarme. Yo de pie frente a una mesa grande, de lo menos dos metros de altura, con un poli sentado allí que me miraba desde allá arriba como una especie de juez medieval.

»Aquello estaba lleno de gente. Había unos doce presos; y el doble de policías. Y unas diez mujeres policías. Tenías que pasar por medio del cuarto, luego sacar todo lo que llevaras en los bolsillos y colocarlo en la mesa y luego desnudarte… con todos mirando.

»Yo no tenía más que unos veinte pavos, y la multa por vagancia era de veinticinco, así que me colocaron en un banco con la gente a la que iban a encerrar. Nadie me molestó. Era como una cadena de montaje.

»Los dos tipos que iban inmediatamente después de mi eran melenudos. Gente del ácido. También les habían cogido por vagancia. Pero cuando empezaron a vaciar los bolsillos quedaron todos pasmados. Tenían entre los dos ciento treinta mil dólares, casi todo en billetes grandes. Los polis no podían creerlo. Aquellos dos no paraban de sacar fajos y más fajos de billetes y echarlos en la mesa… los dos desnudos y encogidos allí, sin decir nada.

»Los polis perdieron el control al ver tanto dinero. Empezaron a cuchichear unos con otros; cojones, no había modo de empapelar a aquellos tíos por “vagancia”. Así que les acusaron de “sospechosos de evasión de impuestos”.

»Nos llevaron a todos a la cárcel, y aquellos dos tíos se volvían locos. Eran traficantes, claro, y tenían todo el material en el hotel… así que tenían que salir de allí antes de que los polis descubrieran dónde se alojaban.

»Le ofrecieron a uno de los guardianes cien billetes por salir y traerles al mejor abogado de la ciudad… al cabo de unos veinte minutos estaba allí, pidiendo a gritos habeas corpus y toda esa mierda… En fin, yo intenté hablar con él, pero el tipo tenía una cabeza unidimensional. Le dije que podía pagar una fianza e incluso pagarle algo a él si me dejaban llamar a mi padre a Chicago, pero él estaba demasiado ocupado intentando sacar a aquellos otros tíos.

»Al cabo de unas dos horas volvió con un guardia y dijo: “Vamos”. Y se fueron. Uno de los tíos me había dicho, mientras esperaban, que aquello les iba a costar treinta mil dólares… y supongo que así fue, pero ¡qué demonios! Era barato comparado con lo que les habría pasado si no consiguen salir.

»Al final me dejaron mandarle un telegrama a mi viejo que me mandó un giro de ciento veinticinco dólares… pero la cosa duró siete u ocho días. No estoy seguro del tiempo exacto que estuve allí, porque no había ventanas y nos daban de comer cada doce horas… Cuando no puedes ver el sol pierdes la noción del tiempo.

»Tenían setenta y cinco tíos en cada celda… eran locales grandes con una taza de water en el centro. Te daban un jergón cuando entrabas y dormías donde querías. El tío que me tocó al lado llevaba treinta años metido allí por asaltar una gasolinera.

»Cuando por fin salí, el poli de la mesa cogió otros veinticinco dólares de lo que me había mandado mi padre, además de lo que yo debía de multa que me habían puesto por vagancia. ¿Qué podía decir yo? El tío los agarró sin más. Luego me dio los setenta y cinco restantes y dijo que había un taxi esperándome fuera para llevarme al aeropuerto. Y cuando entré en el taxi, el con ductor me dijo: “No hacemos paradas, amigo. Y le aconsejo que no se mueva hasta que lleguemos al aeropuerto”.

»No moví ni un músculo. Me habría pegado un tiro. Estoy seguro. Fui directamente al avión y no dije una palabra a nadie hasta que supe que estábamos fuera de Nevada. Amigo, es un sitio al que yo nunca volveré.