Hacia la medianoche, mi abogado quiso café. Había vomitado bastante mientras recorríamos el Strip, y el flanco derecho de la Ballena estaba todo embadurnado. Habíamos parado en un semáforo frente al Silver Slipper junto a un gran Ford azul con matrícula de Oklahoma… en el coche había dos parejas de aire porcino, probablemente polis de Muskogee que aprovechaban la conferencia sobre la droga para que sus mujeres pudiesen ver Las Vegas. Parecía que acabasen de ganarle al Caesar’s Palace treinta y tres dólares en las mesas de veintiuna, y se dirigiesen al Circus-Circus a disfrutarlos…
… pero de pronto, se vieron junto a un Cadillac descapotable blanco todo vomitado y un samoano de ciento veinte kilos con camiseta de manga corta amarilla de malla gritándoles:
—¡Eh, amigos! ¿Quieren comprar un poco de heroína?
No hubo respuesta. No hubo signo alguno de reconocimiento. Ya les habían advertido sobre cosas así: lo mejor era ignorarlo…
—¡Eh, rostros pálidos! —gritó mi abogado—. ¡Hablo en serio, coño! ¡Quiero venderos caballo puro!
Había sacado la cabeza del coche y estaba casi pegado a ellos, pero aún así ninguno contestaba. Eché un vistazo breve, y vi cuatro rostros norteamericanos de mediana edad, paralizados de estupor, mirando fijo al frente.
Nosotros estábamos en el carril del medio. Un giro rápido a la izquierda sería ilegal. Tendríamos que seguir derechos cuando cambiase el semáforo y luego escapar en la esquina siguiente. Esperé, tanteando nervioso el acelerador…
Mi abogado había perdido ya el control:
—¡Heroína barata! —gritaba—. ¡De la buena! ¡Con esta no os engancharéis! Maldita sea, sé muy bien lo que tengo aquí.
Aporreó la carrocería del coche, para llamar su atención… pero no querían saber nada de nosotros.
—¿Nunca hablaron con un veterano, amigos? —dijo mi abogado—. Acabo de volver de Vietnam. ¡Pero si es heroína, hombre! ¡Puro caballo!
De pronto cambió el semáforo y el Ford salió como un cohete. Pisé el acelerador a fondo y me mantuve a su altura unos doscientos metros, vigilando por el espejo retrovisor a ver si aparecían polis; mientras, mi abogado, seguía gritándoles:
—¡Chute! ¡Joder! ¡Heroína! ¡Sangre! ¡Caballo! ¡Violación! ¡Barato! ¡Comunistas! ¡Voy a meteros la aguja en los ojos, cabrones!
Íbamos hacia el Circus-Circus a gran velocidad y el coche de Oklahoma giró a la izquierda, intentando desviarse por el carril de giro. Cambié de velocidad la Ballena y corrimos parachoque contra parachoques un momento. El tipo no pensaba siquiera en pegarme; había horror en su mirada…
El hombre que iba atrás perdió el control y estirándose por encima de su mujer aulló furioso:
—¡Sucios Cabrones! ¡Bajad de ahí y os mataré! ¡Cabrones de mierda!
Parecía dispuesto a saltar por la ventanilla a nuestro coche loco de furia. Por suerte, el Ford era un dos puertas y no podía salir.
Estábamos llegando al siguiente semáforo y el Ford aún intentaba girar a la izquierda. Íbamos los dos como tiros. Miré por encima del hombro y vi que habíamos dejado muy atrás el resto del tráfico. A la derecha había mucho espacio. Así que pisé el freno, lanzando a mi abogado contra la guantera, y en el momento en que el Ford siguió adelante corté por detrás suyo y entre zumbando por una calle lateral, un giro a la derecha algo brusco cruzando tres carriles de tráfico. Pero resultó. Dejamos el Ford calado en medio de la intersección, colgado en mitad de un rechinante giro a la izquierda. Con un poco de suerte, les detendrían por conducción peligrosa.
Mi abogado reía a carcajadas mientras bajábamos en primera, con las luces apagadas, por un polvoriento entramado de calles secundarias detrás del Desert Inn.
—Demonios —dijo—. Esos de Oklahoma se estaban poniendo nerviosos. El tipo del asiento de atrás quería morderme. Echaba espuma por la boca.
Cabeceó solemnemente y añadió:
—Debía haber machacado a ese jodido… un psicópata criminal, un desastre absoluto… uno nunca sabe cuándo pueden explotar esos tipos.
Metí la Ballena en una curva que parecía llevar fuera de aquel laberinto… pero en vez de patinar, el maldito cacharro estuvo a punto de dar una vuelta de campana.
—¡Hostias! —aulló mi abogado—. ¡Apaga esas luces!
Estaba subiéndose a la parte de arriba del parabrisas… y de pronto se puso a echar el Gran Escupitajo por encima.
Me negué a aminorar la marcha hasta estar seguro de que nadie nos seguía… especialmente aquel Ford de Oklahoma: aquella gente era muy peligrosa, al menos hasta que se calmaran. ¿Informarían de aquel terrible y fugaz enfrentamiento a la policía? Probablemente no. Había sucedido demasiado de prisa, sin testigos, lo más razonable era que, de todos modos, nadie les creyera. La idea de que dos traficantes de heroína estuvieran recorriendo el Strip en un Cadillac descapotable blanco metiéndose en los cruces con desconocidos, era, en principio, algo absurdo. Ni siquiera Sonny Liston llegó a perder el control hasta ese punto.
Volvimos a girar y a punto estuvimos de volcar otra vez. El Coupe de Ville no es ideal para doblar esquinas a gran velocidad en barrios residenciales. Es bastante traidor… a diferencia del Tiburón Rojo, que había respondido magníficamente en situaciones en las que era necesario el derrape rápido sobre las cuatro ruedas. Pero la Ballena (en vez de deslizarse en el momento crítico) tenía tendencia a clavarse, lo cual producía esa inquietante sensación de «allá vamos».
Al principio creí que era sólo porque los neumáticos no estaban bien hinchados, así que lo metí en la primera gasolinera de Texaco, junto al Flamingo, e hice que hincharan las ruedas hasta las cincuenta libras cada una… lo cual alarmó al empleado, hasta que le dije que se trataba de neumáticos «experimentales».
Pero las cincuenta libras no resolvían el problema de las curvas, así que volví al cabo de unas horas y le dije que quería probar con setenta y cinco. El tipo movió la cabeza nervioso.
—No quiero hacerlo —dijo, pasándome la manguera de aire—. Tome. Los neumáticos son suyos. Hágalo usted.
—¿Pero qué pasa? —pregunté—. ¿Cree usted que no pueden aguantar?
Asintió, apartándose mientras me lanzaba a por la rueda delantera izquierda.
—Eso es —dijo—. Esos neumáticos llevan veintiocho en las delanteras y treinta y dos atrás. En fin, cincuenta es peligroso pero setenta y cinco es una locura. ¡Explotarán!
Sacudí la cabeza y seguí llenando la rueda delantera izquierda.
—Ya se lo dije —expliqué—. Estos neumáticos están diseñados por los Laboratorios Sandoz. Son especiales puedo meterles hasta cien.
—¡Santo Dios! —gruñó—. Aquí no lo haga.
—Hoy no —contesté—. Quiero ver cómo toman las curvas con setenta y cinco.
Rio entre dientes.
—No llegará ni a la esquina, señor.
—Ya lo veremos —dije, pasando a la parte de atrás con la manguera de aire…
La verdad es que estaba nervioso. Las ruedas delanteras estaban tensas como tambores. Cuando las golpeabas con la varilla sonaban a madera de teca. Pero ¿qué demonios?, pensé. Si explotan, qué más da. Pocas veces tiene un hombre oportunidad de realizar experimentos decisivos con un Cadillac virgen y cuatro neumáticos nuevos de ochenta dólares. Según mi opinión, el trasto podía empezar a coger las curvas como un Lotus Elan. Si no, lo único que tenía que hacer era llamar a la agencia VIP y que me entregasen otro… Podía amenazarles incluso con un pleito por haber explotado los cuatro neumáticos, en pleno tráfico además. La próxima vez pediría un Eldorado, con cuatro neumáticos Michelín X. Y lo cargaría todo a la tarjeta… se lo cargaría todo a aquel equipo de béisbol de San Luis.
En fin, la cosa es que la Ballena se portó magníficamente con aquellos neumáticos. Bueno, resultaba algo inquietante. Sentías todas las piedrecitas del camino. Era como recorrer en patines un camino de grava. Pero aquel chisme tomaba las curvas con muchísimo estilo, era como conducir una moto a toda marcha un día de mucha lluvia: un patinazo y ZAS, salías por el aire y te recortabas cabrioleando en el paisaje con la cabeza entre las manos.
Unos treinta minutos después de nuestro incidente con los de Oklahoma, entramos en un restaurante de esos que están abiertos toda la noche, en la autopista de Tonotah, en los arrabales de un ghetto miserable llamado «Las Vegas Norte», que en realidad está fuera de los límites urbanos propiamente dichos de Las Vegas. Las Vegas Norte es el sitio adonde vas cuando la has cagado ya demasiadas veces en el Strip y ni siquiera te reciben bien en los sitios baratos del centro de la ciudad, alrededor de Casino Center.
Esta es la respuesta de Nevada al San Luis Este: un barrio pobre y un cementerio, última parada antes del exilio permanente en Ely o Winnemuck. Las Vegas Norte es el lugar al que va la puta que bordea los cuarenta y los hombres del sindicato del Strip deciden que ya no sirve gran cosa para el negocio allí con los peces gordos… o el macarra con mal crédito en el Sands… o lo que aún llaman, en Las Vegas, un «toxicómano». Esto puede significar casi cualquier cosa desde un borracho a un junkie, pero en términos de aceptabilidad comercial, significa que ya no sirves para los sitios buenos.
Los grandes hoteles y los casinos dedican mucha pasta a asegurar que los peces gordos no sean molestados lo más mínimo, por «indeseables». El servicio de seguridad de sitios como Caesar’s Palace es supertenso y superestricto. Es posible que un tercio de las personas que estén en el local en un momento dado sean señuelos o perros guardianes. Los borrachos públicos y los chorizos conocidos reciben un tratamiento que se aplica de modo instantáneo: los matones de esa especie de servicio secreto que hay en la ciudad los sacan al aparcamiento y les dan una conferencia rápida e impersonal sobre el coste del trabajo odontológico y las dificultades de intentar ganarse la vida con dos brazos rotos.
La «parte selecta» de Las Vegas probablemente sea la sociedad más cerrada que hay al Oeste de Sicilia… y poco importa, en términos del estilo de vida cotidiano del lugar, si el Hombre que Manda es Lucky Luciano o Howard Hughes. En una economía en que Tom Jones puede ganar setenta y cinco mil dólares semanales por dos espectáculos por noche en Caesar’s, es indispensable la guardia palatina, y a nadie le importa quién firma los cheques. Una mina de oro como Las Vegas crea su propio ejército, como cualquier otra mina de oro. El músculo alquilado tiende a acumularse en gruesas capas alrededor de los polos dinero/poder… y mucho dinero, en Las Vegas, es sinónimo de Poder para protegerlo.
Así que en cuanto te ponen en la lista negra en el Strip, por la razón que sea, o sales de la ciudad o te montan tu número en el limbo barato y mísero de Las Vegas Norte… allí fuera con los pistoleros, los maleantes, los drogolisiados y todos los demás perdedores. Las Vegas Norte, por ejemplo, es el sitio al que vas si necesitas comprar caballo antes de medianoche y no tienes contactos.
Pero si por ejemplo buscas cocaína, y estás dispuesto a dar la cara con unos billetes y las palabras clave adecuadas, es mejor recurrir a una puta bien conectada en el Strip, lo que costará un mínimo de un billete a los primerizos.
Pero en fin, dejemos esto. Nosotros no ajustábamos en el molde. No hay fórmula para encontrarte a ti mismo en Las Vegas con un Cadillac blanco lleno de drogas y nada bueno para mezclar. El estilo Fillmore nunca cuajó aquí del todo. En Las Vegas aún consideran «extravagante» a gente como Sinatra y Dean Martin. El «periódico underground» de aquí, el Free Press de Las Vegas, es un cauto eco de The People’s World o quizá del National Guardian.
Una semana en Las Vegas es como entrar de pronto en el túnel del tiempo, es una regresión a finales de los cincuenta. Lo cual resulta perfectamente comprensible cuando ves a la gente que viene aquí, los Grandes Gastadores de sitios como Denver y Dallas, junto con las convenciones del Club Nacional de Alces (no se permiten negros) y la Asamblea de Pastores Voluntarios de Todo el Oeste. Son gente que se vuelve literalmente loca sólo con ver una pura vieja que se queda en bragas y sale cabrioleando de la pista al lánguido son de «September Song».
Hacia las tres entramos en el aparcamiento de aquel restaurante de Las Vegas Norte. Yo andaba buscando un ejemplar del Times de Los Angeles, para tener noticias del mundo exterior, pero una rápida ojeada al puesto de periódicos convirtió esta idea en un chiste malo: en Las Vegas Norte no necesitan Times.
—A la mierda los periódicos —dijo mi abogado—. Lo que necesitamos en este momento es café.
Le di la razón, pero de todos modos robé un ejemplar del Sun de Las Vegas. Era del día antes, pero daba igual. La idea de entrar en un bar sin un periódico en las manos me ponía nervioso. Siempre estaba la sección deportiva. Conectarse con los resultados del béisbol y los rumores del fútbol profesional norteamericano: «Matones Golpean Bart Starr en Chicago; Packers Busca Acuerdo»… «Namath Quits Quiere Ser Gobernador de Alabama»… un especulativo reportaje en la página cuarenta y seis sobre un novato sensacional llamado Harrison Fire, de Grambling: corre los cien en nueve justos, ciento cuarenta kilos en pleno desarrollo.
«Este Fire promete, desde luego», dice el entrenador. «Ayer antes del entrenamiento, deshizo un autobús Greyhound sólo con las manos, y anoche se liquidó un vagón de metro. Es ideal para la televisión en color. Yo no soy de los que tienen favoritos, pero parece que tendremos que hacerle un sitio».
Sin duda. Hay siempre sitio en la televisión para un hombre capaz de convertir a la gente en gelatina en nueve justos… Pero pocos de esos había reunidos aquella noche en aquel café de La Vegas Norte. Teníamos el local sólo para nosotros… lo cual resultó ser una suerte, pues nos habíamos tomado de camino otra dos cápsulas de mescalina cuyos efectos empezaban a manifestarse.
Mi abogado ya no vomitaba, ni se hacía el enfermo siquiera. Pidió café con la autoridad del hombre muy acostumbrado al servicio rápido. La camarera parecía una puta muy vieja que hubiese encontrado por fin su lugar en la vida. Era evidente que estaba al cargo del local. Nos miró con manifiesta desaprobación cuando nos instalamos en los taburetes.
Yo no preste mucha atención. El café parecía un puerto bastante seguro frente a las tormentas que nos asediaban. Hay sitio que entras (en este tipo de actividad) y sabes que va a ser jodido. Los detalles son lo de menos. Lo que sabes, con toda seguridad, es que el cerebro empieza a tararear vibraciones brutales en cuanto te acercas a la puerta de entrada. Va a suceder algo disparatado y malo. Y te afectará a ti.
Pero nada había en la atmósfera del North Star Coffee Lounge que me pusiese en guardia. La camarera se mostraba pasivamente hostil, pero a eso ya estaba acostumbrado. Era un mujer grande, no gorda pero grande en todos los sentidos. Brazos grandes y vigorosos, mandíbula de camorrista. Una especie de caricatura gastada de Jane Russell: cabeza grande y pelo oscuro, cara acuchillada con barra de labios y un pecho doble/E 48 que debía haber sido espectacular, veinte años antes, cuando ella quizá fuese de las Mamás del capítulo de Berdoo de los Angeles del Infierno… pero ahora iba embutida en un sostén elástico color rosa, gigantesco, que resaltaba como una venda a través del sudado rayón blanco del uniforme.
Seguramente estaría casada con alguien, pero yo no estaba con ánimos de especular. Lo único que quería de ella aquella noche era una taza de café solo y una hamburguesa de veintinueve centavos con pepinillos y cebollas. Sin molestias, sin charla… sólo un sitio para descansar y recuperarse. Ni siquiera sentía hambre.
Mi abogado no tenía periódico ni ninguna otra cosa en que centrarse. Así que, por puro aburrimiento, Se centró en la camarera. Ella estaba preparando como un robot lo que habíamos pedido, cuando él atravesó su corteza pidiéndole «dos vasos de agua helada… con hielo».
Mi abogado bebió el suyo de un largo trago, luego pidió otro. Vi que la camarera se ponía tensa.
Que se joda, pensé. Estaba leyendo los chistes.
Unos diez minutos después, cuando trajo las hamburguesas, vi que mi abogado le entregaba una servilleta con algo escrito. Lo hizo con toda naturalidad, sin ninguna expresión especial en la cara. Pero por las vibraciones advertí que nuestra paz estaba a punto de hacerse añicos.
—¿Qué era eso? —le pregunté.
Él se encogió de hombros, sonriendo vagamente a la camarera que estaba allí de pie, a unos tres metros de distancia, al fondo de la barra dándonos la espalda mientras leía la servilleta. Por fin, se volvió y miró… Luego, avanzó resueltamente y le tiró la servilleta a mi abogado.
—¿Qué es esto? —masculló.
—Una servilleta —dijo mi abogado.
Hubo un instante de desagradable silencio, y luego la camarera empezó a chillar:
—¡Yo no aguanto esa mierda! ¡Sé lo que significa! ¡Maldito macarra, gordo cabrón!
Mi abogado cogió la servilleta, miró lo que había escrito en ella y volvió a colocarla en la barra.
—Es el nombre de un caballo que tuve —dijo tranquilamente—. ¿Qué demonios le pasa a usted?
—¡Hijoputa! —gritó ella—. He tenido que aguantar mucha mierda aquí, pero desde luego no se la aguanto a un macarra mestizo.
¡Dios mío!, pensé. ¿Pero qué pasa? No perdía de vista las manos de aquella mujer, pues temía que cogiese cualquier cosa cortante o pesada. Cogí la servilleta y leí lo que el cabrón había escrito en ella con meticulosas letras rojas:
«¿Belleza de la Puerta Trasera?»
Los interrogantes estaban subrayados.
La mujer chillaba de nuevo:
—¡Paguen la consumición y lárguense! ¿O quieren que llame a la policía?
Busqué la cartera, pero mi abogado se había bajado ya del taburete sin apartar un instante los ojos de la mujer… Luego buscó debajo de la camisa, no en el bolsillo, y de pronto sacó el Mini-Magnum Gerber, una desagradable hoja plateada que la camarera pareció entender instantáneamente.
Se quedó helada. Los ojos frenéticamente fijos en el cuchillo. Mi abogado, sin dejar de mirarla, avanzó unos dos metros por el pasillo y alzó el receptor del teléfono público. Cortó el cable y luego volvió con el receptor a su taburete y se sentó.
La camarera no se movió siquiera. Yo estaba estupefacto de sorpresa, y no sabía si echar a correr o reír a carcajadas.
—¿Cuánto vale ese pastel de merengue? —preguntó mi abogado. Hablaba con naturalidad, como si acabara de entrar allí y estuviera pensado qué pedir.
—¡Treinta y cinco centavos! —dijo cortante la mujer. Tenía los ojos desorbitados por el miedo, pero, al parecer, el cerebro le funcionaba a un nivel motriz básico de supervivencia.
Mi abogado soltó una carcajada.
—Me refiero a todo el pastel —dijo.
Ella lanzó un gemido.
Mi abogado puso un billete en el mostrador.
—Pongamos cinco dólares —dijo—. ¿Vale?
Ella asintió, absolutamente paralizada, viendo a mi abogado dar vuelta a la barra y sacar el pastel de detrás del cristal. Me dispuse a salir.
Era evidente que la camarera estaba conmocionada. Sin duda la visión del cuchillo, que había aparecido en el calor de la discusión, había disparado malos recuerdos. Su mirada vidriosa indicaba que le habían hecho algún corte en el cuello. Cuando nos fuimos, seguía aún quieta allí, víctima de aquella parálisis.