7. SI NO SABES, VEN A APRENDER… SI SABES, VEN A ENSEÑAR

Lema de las invitaciones a la

Convención Nacional de Fiscales

de Distrito de Las Vegas,

25-29 de abril de 1971

La primera sesión (los discursos de apertura) duró casi toda la tarde. Permanecimos allí pacientemente sentados las dos primeras horas, aunque se hizo evidente desde el principio que no íbamos a aprender nada y se hizo patente también que no seríamos tan locos como para intentar Enseñar.

No resultaba difícil, por otra parte, estar allí sentados, llena de mescalina la cabeza y oír hora tras hora paparruchas insulsas… desde luego, ningún riesgo corríamos con ello. Aquellos pobres cabrones no distinguían la mescalina de los macarrones.

Creo que podríamos haber hecho todo aquello en ácido… si no hubiese sido por ciertos individuos. Había en aquel grupo caras y cuerpos que en ácido habrían resultado completamente insoportables. La visión de un jefe de policía de Wako, Texas, morreándose abiertamente con su esposa (o lo que fuese aquella mujer que le acompañaba) de ciento veinte kilos, cuando se apagaban las luces para una Película sobre la droga, apenas si era soportable con mescalina (que es una droga básicamente sensual y superficial, que exagera la realidad en vez de alterarla), pero con la cabeza llena de ácido, la visión de dos seres humanos fantásticamente obesos enzarzados en un magreo público mientras mil polis que les rodeaban veían una película sobre los «peligros de la marihuana» no sería emocionalmente aceptable. El cerebro la rechazaría: la médula intentaría bloquear las señales que recibía de los lóbulos frontales… y el cerebro medio, entretanto, intentaría desesperadamente introducir una interpretación distinta, antes de pasarla a la médula y correr el riesgo de una reacción psíquica.

El ácido es una droga relativamente compleja en sus efectos, mientras que la mescalina es bastante más simple y directa. Pero, en un marco como aquel, la diferencia era puramente académica. En aquella conferencia lo único que apetecía era un consumo masivo de depresores: rojitos, hierba y bebida, porque parecía como si todo el programa hubiese sido organizado por gente que llevase desde 1964 sumida en estupor de seconal.

Había allí más de mil polis de alto rango diciéndose unos a otros: «Debemos llegar a un acuerdo con la cultura de la Droga», pero no tenían idea de por dónde empezar. Ni siquiera eran capaces de encontrar la clave del asunto. Se rumoreaba por los pasillos que quizá la mafia estuviese detrás. O quizá los Beatles. En determinado momento, uno de los asistentes le preguntó a Bloomquist si creía que la «extraña conducta» de Margaret Mead en los últimos tiempos podría explicarse por una adicción secreta a la marihuana.

—Pues en realidad no lo sé —contestó Bloomquist—. Pero a su edad, si fumase hierba habría tenido un viaje infernal.

Este comentario provocó sonoras carcajadas entre el público.

Mi abogado se inclinó hacia mí para susurrarme que se iba.

—Estaré abajo en el casino —dijo—. Conozco muchísimos modos mejores de perder el tiempo que estar aquí oyendo estas chorradas.

Se levantó, pues, tirando el cenicero del brazo de la butaca, se lanzó pasillo adelante, hacia la puerta.

Los asientos no estaban dispuestos para facilitar los movimientos espontáneos. La gente intentaba hacer sitio para que pasara, pero no había espacio para moverse.

—¡A ver si tiene más cuidado! —gritó alguien mientras mi abogado arremetía entre ellos.

—¡Jódete! —masculló él.

—¡Un poco de educación! —gritó otro. Por entonces ya estaba casi junto a la puerta.

—¡Tengo que salir! —gritó—. ¡Yo no pertenezco a esto!

—Buen viaje —dijo una voz.

Se detuvo, se volvió… luego pareció pensárselo mejor y siguió su camino. Cuando llegó a la salida, toda la parte de atrás del local era un torbellino. Hasta Bloomquist, que estaba al otro extremo, en el escenario, pareció advertir un conflicto lejano. Dejó de hablar y atisbó nervioso en la dirección del ruido. Probablemente creyese que había estallado una pelea… quizás algún tipo de conflicto racial, algo que no hubiera forma de evitar.

Me levante y me lancé también hacia la puerta. Parecía un momento oportuno para largarse.

—Perdone, es que me encuentro mal —dije a la primera pierna con la que tropecé.

La pierna se encogió, yo repetí:

—Perdón, es que me he puesto malo… perdón, estoy mareado… perdón, sí, no me siento bien…

Me abrieron paso enseguida. Sin una palabra de protesta. Hasta se alzaron algunas manos a ayudarme. Temían que estuviese a punto de vomitar, y no deseaban que lo hiciera… al menos encima de ellos. Conseguí llegar hasta la puerta en unos, cuarenta y cinco segundos.

Mi abogado estaba abajo en el bar, hablando con un poli de aire deportivo de unos cuarenta años, en cuya tarjeta de identificación podía leerse que era fiscal de distrito de un lugar del Georgia.

—Yo soy hombre de whisky —decía—. En el sitio de donde soy yo no tenemos muchos problemas de drogas.

—Lo tendréis —dijo mi abogado—. Cualquier noche te despiertas y te encuentras a un heroinómano destrozándote el dormitorio.

—¡Ca! —dijo el hombre de Georgia—. En mi distrito, no.

Me uní a ellos y pedí un buen vaso de ron con hielo.

—Tú eres otro de los de California, ¿no? Aquí tu amigo está contándome cosas de los drogadictos.

—Los hay por todas partes —dije yo—. Nadie puede estar seguro. Y menos aún en el Sur. Les gustan los climas cálidos.

—Trabajan por parejas —dijo mi abogado—. Y a veces van en bandas. Se te meten en el dormitorio y se te sientan encima del pecho, con esos cuchillos grandes que llevan.

Cabeceó solemnemente y luego añadió:

—Podrían sentarse incluso en el pecho de tu mujer… y hundirle la hoja del cuchillo en la garganta.

—Santo cielo —dijo el sureño—. No sé adónde vamos a parar en este país.

—Es algo increíble —siguió mi abogado—. En Los Angeles ya no hay quien lo controle. Primero eran las drogas y ahora lo de la brujería.

—¿Brujería? ¡Qué quieres decir!

—Lee los periódicos —dije yo—. ¡Amigo, uno no sabe lo que es bueno hasta que tiene que enfrentarse a un grupo de esos adictos enloquecidos por los sacrificios humanos!

—¡Bah! —dijo él—. ¡Eso es ciencia ficción!

—No donde trabajamos nosotros —dijo mi abogado—. Mira, sólo en Malibú, esos jodidos adoradores de Satán matan a diario a seis u ocho personas.

Hizo una pausa para vaciar el vaso.

—Y esos lo que quieren es sangre —continuó—. En caso de apuro asaltan a la gente en plena calle.

Cabeceó y continuó:

—Sí, demonios. Precisamente el otro día tuvimos un caso de unos que agarraron a una chica en plena calle, a la salida de un puesto de hamburguesas. Era una camarera, de unos dieciséis años… ¡y había un montón de gente mirando, además!

—¿Pero qué pasó? —dijo nuestro amigo—. ¿Qué le hicieron?

Parecía muy afectado por lo que oía.

—¿Hacerle? —dijo mi abogado—. Válgame Dios. ¡Le cortaron la cabeza allí mismo en el aparcamiento! Luego la llenaron de agujeros y le chuparon toda la sangre.

—¡Dios mío! —exclamó el hombre de Georgia—… ¿y nadie hizo nada?

—¿Y qué podían hacer? —dije yo—. El que le cortó la cabeza medía dos metros y debía pesar lo menos ciento veinte kilos. Además llevaba dos Lugers, y los otros llevaban M-16. Todos veteranos.

—El grande había sido comandante de infantería de marina —dijo mi abogado—. Sabemos donde vive, pero no podemos acercarnos a la casa.

—¡No, claro! —exclamó nuestro amigo—. ¡Es comandante!

—Quería la glándula pineal —dije yo—. Así fue cómo se hizo tan grande. Cuando salió de la infantería de marina era un tipo bajito.

—¡Ay Dios mío! —dijo nuestro amigo—. ¡Pero eso es horrible!

—Pues pasa a diario —dijo mi abogado—. Normalmente son familias enteras. Van de noche. La mayoría ni siquiera despierta hasta que sienten que se les va la cabeza… y entonces, claro, ya es demasiado tarde.

El del bar se había parado a escuchar. Yo había estado observándole. Su expresión no era nada tranquila.

—Tres más de ron —dije—. Con mucho hielo, y con trozos de lima.

Asintió, pero me di cuenta de que su pensamiento no estaba en lo que hacía. Miraba fijamente nuestras tarjetas de identificación.

—¿Ustedes están con la convención de policías esa de arriba? —dijo por fin.

—Claro, amigo —dijo el hombre de Georgia con una gran sonrisa.

El del bar movió la cabeza con tristeza.

—Ya me parecía —dijo—. Es la primera vez que oigo semejantes cosas en este bar. ¡Dios mío! ¿Y cómo pueden aguantar ustedes en un trabajo así?

Mi abogado le sonrió:

—Nos gusta —dijo—. Es… alucinante.

El del bar retrocedió; su cara era una máscara de repugnancia y asco.

—¿Pero qué le pasa? —dije—. Alguien tiene que hacerlo, que se cree usted.

Me miró fijamente un momento y se fue.

—Deprisa esos tragos —dijo mi abogado—. Estamos sedientos.

Y se echó a reír y revolvió los ojos cuando el del bar se volvió a mirarle.

—Sólo dos de ron —dijo—. A mí un Bloody Mary.

El del bar pareció ponerse algo tenso, pero nuestro amigo de Georgia no se dio ni cuenta. Su pensamiento estaba en otro sitio.

—Demonios, es espantoso oír esas cosas —dijo quedamente—. Porque todo lo que pasa en California, tarde o temprano, acaba pasando en mi tierra. Sobre todo en Atlanta. Y por lo menos antes los malditos cabrones eran pacíficos. En realidad lo único que teníamos que hacer era tenerlos vigilados. No se movían mucho —se encogió de hombros—. Pero ahora, demonios, nadie esta seguro. Podrían aparecer en cualquier sitio.

—Eso desde luego —dijo mi abogado—. Lo sabemos muy bien en California. Recuerdas dónde apareció Manson, ¿no? Justo en medio del Valle de la Muerte. Tenía todo un ejército de desviados sexuales allí. Sólo conseguimos echar el guante a unos cuantos. Escaparon casi todos; escaparon corriendo entre las dunas, como grandes lagartos… y todos en pelotas, salvo por las armas.

—Aparecerán en cualquier sitio, muy pronto —dije yo—. Y ojalá estemos preparados para recibirles.

El hombre de Georgia pegó un puñetazo en la barra.

—¡Pero no podemos encerrarnos en casa como prisioneros! —exclamó—. ¡Ni siquiera sabemos quiénes son esos tipos! ¿Cómo los reconocéis?

—No puedes —contestó mi abogado—. La única solución es coger el toro por los cuernos. ¡Acabar con esa basura!

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Ya sabes lo que quiero decir —dijo mi abogado. Lo hemos hecho antes y, que diablos, podemos hacerlo otra vez.

—Cortarles la cabeza —dije yo—. A todos. Eso es lo que estamos haciendo en California.

—¿Qué?

—Pues claro —dijo mi abogado—. Es algo confidencial, secreto, pero la gente de peso está de acuerdo con nosotros en todo.

—¡Dios Santo! ¡No tenía ni idea de que estuviesen tan mal las cosas por allí! —dijo nuestro amigo.

—Procuramos que no trascienda —dije—. No es asunto que pueda tratarse ahí arriba, por ejemplo, con la prensa al lado.

Nuestro amigo asintió.

—¡Claro que no, maldita sea! —dijo—. Cualquiera sabe en lo que acabaría la cosa.

—Los Doberman no hablan —dije yo.

—¿Qué?

—A veces es más fácil simplemente soltarles los perros —dijo mi abogado—. Si intentases quitarles la cabeza sin perros, lucharían como diablos.

—¡Santo cielo!

Le dejamos en el bar, revolviendo el hielo en el vaso, no sonreía ya. Estaba preocupado pensando si le debía o no hablar a su mujer de aquel asunto.

—Ella nunca lo entendería —murmuraba—. Ya sabéis cómo son las mujeres.

Asentí. Mi abogado ya se había ido, escurriéndose entre el laberinto de máquinas tragaperras hacia la puerta principal. Me despedí de nuestro amigo advirtiéndole que no dijese nada de lo que habíamos dicho.