6. PASEMOS AL ASUNTO… DÍA DE LA INAUGURACIÓN DE LA CONFERENCIA SOBRE LA DROGA

«En nombre de los fiscales de este país, os doy la bienvenida

Nos sentamos al fondo de una multitud de unas mil quinientas personas en el principal salón de baile del Hotel Dunes. Allá lejos, al fondo, apenas visible desde nuestros puestos, el director ejecutivo de la Asociación Nacional de Fiscales de Distrito (un tipo con pinta de hombre de negocios, mediana edad, bien vestido, aire de triunfador y republicano, llamado Patrick Healy) inauguraba la tercera asamblea nacional sobre narcóticos y drogas peligrosas. Sus comentarios llegaban hasta nosotros por un altavoz grande de baja fidelidad instalado en un poste de acero en nuestro rincón. Había como una docena más por el local, todos enfocados hacia atrás y alzándose sobre la multitud… así que estuvieses sentado donde estuvieses, aunque quisieras esconderte, siempre estabas viendo los morros de un gran altavoz.

Esto hacía un efecto muy raro. La gente de cada sección del salón de baile tendía a mirar fijamente el altavoz más próximo, en vez de mirar la figura distante de quien estuviese hablando la realmente allá arriba, al fondo, en el podio. Esta colocación de los altavoces estilo 1935 despersonalizaba por completo el local. El sistema de sonido debía haberlo instalado alguna especie de auxiliar técnico de sheriff al que le habían dado permiso en un autocine de Muskogee. Oklahoma, cuya dirección no podía permitirse altavoces para cada coche y utilizaba diez grandes instalados en los postes telefónicos de la zona de aparcamiento.

Un año antes o así, había estado yo en el festival de rock de Sky River, en el Washington rural, y allí una docena de pesadísimos pasotas del frente de liberación de Seattle habían instalado un sistema de sonido que transmitía todas las pequeñas notas de una guitarra acústica (y hasta un carraspeo o el rumor de una gota en el escenario) a víctimas del ácido medio sordas acurrucadas entre los matorrales a ochocientos metros de distancia.

Pero, al parecer, los mejores técnicos de que disponía la convención nacional de fiscales de distrito en Las Vegas eran incapaces de resolver el problema. Su sistema de sonido era como el que Ulysses S. Grant hubiese instalado para dirigirse a sus tropas durante el Asedio de Vicksburg. Las voces restallaban con una urgencia confusa y aguda y el intervalo era bastante para que las palabras quedasen desconectadas de los gestos de quien las decía.

—¡Tenemos que llegar a un acuerdo en este país con la Cultura de la Droga!… Droga… Droga…

Estos ecos llegaban hasta el fondo en ondas confusas.

—Y llaman «racha» a la colilla de un porro porque se parece a una cucaracha… cucaracha… cucaracha… [10]

—¿Pero qué coño dicen? —murmuró mi abogado—. ¡Habría que estar enloquecido por el ácido para pensar que un porro se parece a una maldita cucaracha!

Me encogí de hombros. Era evidente que nos habíamos metido en una asamblea prehistórica. Por los cercanos altavoces se abrió paso la voz de un «especialista en drogas» llamado Bloomquist:

—… respecto a esas recurrencias, el paciente nunca sabe. Cree que todo ha terminado y está normal seis meses… y luego, va y zas, vuelve a caer sobre él todo el viaje.

¡Dios maldiga al nefando LSD! El doctor E. R. Bloomquist, médico, era el orador clave, una de las grandes estrellas de la conferencia. Es autor de un libro de bolsillo titulado Marijuana, que (según la portada) «explica las cosas tal como son» (es también inventor de una teoría cucaracha/roach…).

Según la faja del libro, es «profesor clínico ayudante de cirugía (anestesiología) de la facultad de medicina de la Universidad del Sur de California» y también «conocida autoridad en el abuso de drogas peligrosas». El doctor Bloomquist «ha aparecido en televisión por una cadena nacional, ha asesorado al departamento del gobierno, fue miembro del Comité Sobre Adicción a los Narcóticos y Alcoholismo del Consejo sobre Salud Mental de la Asociación Médica Norteamericana». Su sabiduría, según el editor, está profusamente reimpresa y distribuida. Es, sin lugar a dudas, uno de los puntales de ese circuito de intelectuales escaladores de segunda fila que reciben entre quinientos y mil dólares por adoctrinar a grupos de polis.

El libro del doctor Bloomquist es un compendio de oficiales pijadas. En la página 49 explica los «cuatro estados del ser» en la sociedad de la cannabis: «Cool, groovy, hip y square…» en ese orden descendente. «El square raras veces llega a ser cool, si es que llega a serlo alguna vez», dice Bloomquist. Él no está «en el rollo», es decir, no sabe «de qué va la cosa». Pero si logra imaginarlo, avanza un poco y pasa a ser «hip». Y si logra forzar a probar lo que pasa, se convierte en «groovy». Y después de eso, con mucha suerte y perseverancia, puede elevarse al rango de «cool».

Bloomquist escribe como alguien que hubiese desafiado alguna vez a Tim Leary en el bar del campus y pagado todas las bebidas. Y probablemente fuese alguien como Leary quien le explicó, muy serio, que en la cultura de la droga a las gafas de sol les llaman «sombras de té». Y ese era el tipo de peligroso galimatías que ponían en forma de boletines mimeografiados en los vestuarios del Departamento de Policía.

Por ejemplo: IDENTIFICA AL DROGADICTO. ¡TU VIDA PUEDE DEPENDER DE ELLO! No podrás verle los ojos por las «sombras de té», pero tendrá los nudillos blancos por la tensión interna y los pantalones con manchas de semen de meneársela constantemente cuando no puede encontrar una víctima a la que violar. Vacila y balbucea cuando se le hacen preguntas. No respetará tu placa. El drogadicto no tiene miedo. Es capaz de atacarte sin ninguna razón con cualquier arma de que pueda disponer… incluidas las tuyas. CUIDADO. Cualquier funcionario que detenga a un sospechoso de ser adicto a la marihuana debe utilizar toda la fuerza necesaria inmediatamente. Un agujero a tiempo (en su piel) te ahorrará cinco a ti. Que tengas buena suerte.

EL JEFE

No hay duda. La suerte es importante siempre, sobre todo en Las Vegas. Y la nuestra empeoraba. Era evidente con sólo echar una ojeada, que la conferencia sobre la droga no era lo que habíamos pensado. Era mucho más abierta, demasiado confusa. Un tercio más o menos de los asistentes parecían haber hecho sólo un alto, por ver cómo era aquello, mientras iban camino de la revancha Frazier-Alí en el centro de convenciones de Las Vegas al otro lado de la ciudad. O quizá camino de un encuentro benéfico a favor de los traficantes de heroína jubilados entre Liston y Marshal Ky.

El local tenía un buen porcentaje de barbas, bigotes y atuendos super Mod. La Conferencia de Fiscales de Distrito había arrastrado evidentemente a un apreciable contingente de estupas disfrazados y a otros seres de la penumbra. Un ayudante de fiscal de distrito de Chicago llevaba un traje de punto sin mangas marrón claro: su señora era la estrella del casino del Dunes. Brillaba allí como Grace Slick en una reunión de clase del Finch College. Era una pareja clásica. Juerguistas pasados.

En estos tiempos, el mero hecho de ser poli no significa que no puedas estar en El Rollo. Y aquella conferencia atraía a algunos pavos reales de verdad. Pero mi propio atuendo (zapatos FBI de cincuenta dólares y chaqueta deportiva Madras Pat Boone) estaba más o menos a tono con la gente de los medios de información; porque por cada hip urbano había unos veinte zoquetes cuellirrojos de muy rudo aspecto que podrían haber pasado por ayudantes de entrenador de fútbol americano del estado de Mississippi.

Era esa la gente que ponía nervioso a mi abogado. Como la mayoría de los californianos, estaba conmocionado al ver realmente a aquella gente de El Interior. Allí estaba la flor y nata de las fuerzas represivas del interior de Norteamérica. Y ¡Dios mío, parecían una pandilla de porqueros borrachos y hablaban como tales!

Intenté consolarle.

—En realidad son gente buena —dije—, cuando llegas a conocerles.

Pero él sonrió y dijo:

—¿Conocerles? ¿Quieres tomarme el pelo? Conozco a esa gente de sobra, amigo, es como si lo llevara en la sangre.

—¡No menciones aquí esa palabra! —dije—. Pueden encabritarse.

Asintió.

—Razón tienes. Vi a esos cabrones en Easy Rider, pero no creí que fuesen reales. No creí que fuese así. ¡Cientos de ellos!

Mi abogado llevaba un traje azul de rayas finas cruzado, un atuendo mucho más elegante que el mío… pero le ponía muy nervioso. Porque estar elegantemente vestido en aquella compañía significaba casi con toda seguridad que eras un poli encubierto, y mi abogado se gana la vida con gente muy sensible en este campo.

—¡Esto es una pesadilla insoportable! —murmuraba una y otra vez—. Me he infiltrado en esa conferencia de cerdos y estoy seguro de que en esta ciudad hay algún friky traficante, de esos aficionados a las bombas, que me reconocerá y correrá la noticia de que estoy aquí en una fiesta con un millar de polis.

Todos llevábamos tarjetas de identificación. Iban incluidas en la «tasa de inscripción» de cien dólares. En la mía decía que era un «investigador privado» de Los Angeles… lo cual, en cierto modo, era cierto. En cuanto a la tarjeta de identificación de mi abogado, le identificaba como especialista en «Análisis de Drogas Ilegales». Lo cual, en cierto modo, era verdad también.

Pero nadie parecía preocuparse de quién era, qué o por qué. El servicio de seguridad era demasiado laxo para tal tipo de rechinante paranoia. Pero estábamos también un poco tensos porque el cheque que habíamos dado en recepción para nuestra tasa doble de inscripción pertenecía a uno de los clientes de mi abogado, un tipo entre macarra y traficante, y mi abogado suponía, por larga experiencia, que el cheque no valía nada en absoluto.