Lo primero que había que hacer era librarse del Tiburón Rojo. Destacaba demasiado. Podía reconocerlo demasiada gente, sobre todo la policía de Las Vegas. Aunque, según sus noticias, aquel trasto estaba ya otra vez en Los Angeles. Se le había visto por última vez cruzando a toda marcha por el Valle de la Muerte por la interestatal 15. Lo había parado en Baker un patrullero de la autopista de California… luego había desaparecido…
El último sitio donde lo buscarían, creía yo, era en un garaje de coches alquilados junto al aeropuerto. De todos modos tenía que ir allí a esperar a mi abogado. Llegaría de Los Angeles a última hora de la tarde.
Fui tranquilo y despacio, conteniendo mis habituales instintos de pisar de pronto a fondo y cambiar súbitamente de carril, procurando pasar desapercibido, y cuando llegué, aparqué el Tiburón entre dos viejos autobuses de las Fuerzas Aéreas en un aparcamiento público a unos ochocientos metros del aeropuerto. Autobuses muy altos. Hacérselo lo más difícil posible a los cabrones. Un paseíto no hace daño a nadie.
Cuando llegué al aeropuerto, sudaba a mares.
Pero eso no es nada anormal. Suelo sudar mucho en climas cálidos. Tengo la ropa empapada desde el amanecer al oscurecer. Esto al principio me preocupaba, pero cuando fui a ver a un médico y le expliqué mi dosis diaria normal de alcohol, drogas y veneno, me dijo que volviese a verle cuando dejara de sudar. Entonces habría peligro, dijo… sería señal de que el mecanismo de desagüe de mi organismo, brutalmente forzado, se había desmoronado por completo.
—Yo tengo gran fe en los procesos naturales —dijo—, pero en su caso… bueno… no encuentro precedentes. Tendremos que limitarnos a esperar y ver. Y luego trabajar con lo que quede.
Pasé unas dos horas en el bar, bebiendo Bloody Mary por el contenido nutritivo de V-8 y atento a los vuelos que llegaban de Los Angeles. No había comido más que pomelos en unas veinte horas y tenía la cabeza disparada.
Será mejor que te controles, pensé. La resistencia del organismo humano tiene unos límites, No querrás desmoronarte y empezar a sangrar por las orejas aquí en pleno aeropuerto. Además en esta ciudad. En Las Vegas a los débiles y a los trastornados los matan.
Tuve esto en cuenta y me mantuve tranquilo y ecuánime cuando sentí síntomas de un desplome sangre-sudor definitivo. Y pasó la cosa. Vi que la camarera de los cócteles se ponía nerviosa, así que me obligue a levantarme y a salir muy tieso del bar. Ni rastro de mi abogado.
En fin, baje a la cabina de alquiler de coches VIP, donde cambie el Tiburón Rojo por un Cadillac blanco descapotable.
—Este maldito Chevrolet no ha hecho más que darme problemas —les dije—. Tenía la sensación de que me miraban por encima del hombro… sobre todo en las gasolineras, cuando tenía que salir y abrir el capó manualmente.
—Bueno… claro —dijo el tipo de detrás de la mesa—. Lo que usted necesita, creo yo, es uno de nuestros cruceros especiales Mercedes, con aire acondicionado. Puede llevar incluso su propio combustible, si quiere; podemos facilitarle…
—¿Es que parezco acaso un maldito nazi? —dije—. ¡Quiero un coche norteamericano natural, o nada de nada!
Pidieron inmediatamente el Coupe de Ville blanco. Todo era automático. Podía sentarme en el asiento tapizado de cuero rojo del conductor y hacer saltar cada centímetro de coche, pulsando los botones adecuados. Era una máquina maravillosa: diez de los grandes en Artilugios y Efectos Especiales de alto nivel. Las ventanillas traseras saltaban con un leve toque como ranas en una charca de dinamita. La capota de lona blanca subía y bajaba como una montaña rusa. El cuadro de mandos estaba lleno de luces y marcadores y medidores esotéricos que yo jamás entendería… pero no me cabía duda alguna de que aquella era una máquina superior.
El Cadillac no se disparaba tan aprisa como el Tiburón Rojo, pero en cuanto cogía velocidad (hacia los ciento veinte) era la suavidad misma… toda aquella masa tapizada, tan elegante, deslizándose a través del desierto; era como rodar a medianoche sobre el viejo California Zephyr.
Realicé toda la transacción con una tarjeta de crédito que posteriormente supe que estaba «cancelada»… que era absolutamente fraudulenta. Pero la Gran Computadora aún no me había fiscalizado, por lo que seguía siendo todavía un riesgo crediticio sabroso y prometedor.
Más tarde, considerando esta transacción, supe la conversación que casi seguro había seguido:
—¡Hola! Aquí coches de alquiler VIP de Las Vegas. Llamamos para comprobar la tarjeta Número 875-045-616-B. Es sólo una comprobación rutinaria de crédito. Nada urgente…
(Larga pausa al otro extremo. Luego:)
—¡Mierda!
—¿Qué?
—Perdone… sí, tenemos ese número. Está incluido en línea roja de emergencia. ¡Llame inmediatamente a la policía y no le pierda de vista!
(Otra larga pausa.)
—Bueno… En fin… ese número, sabe, no está en nuestra Lista Roja actual, y… bueno… el Número 875-O45-616-B acaba de salir de nuestro aparcamiento en un descapotable Cadillac nuevo.
—¡No!
—Sí. Se ha ido hace un rato. Con seguro a todo riesgo.
—¿Adónde?
—Creo que dijo a San Luis. Sí, eso dice la tarjeta. Raoul Duke, jugador de béisbol, de los Browns de San Luis. Cinco días a veinticinco dólares diarios, más veinticinco centavos milla. Su tarjeta era válida, así que, claro, no teníamos elección posible…
Eso era verdad. La agencia de alquiler de coches no tenía ninguna razón legal para molestarme, pues técnicamente mi tarjeta era válida. Durante los cuatro días siguientes anduve en aquel coche por Las Vegas (pasé incluso por delante de la oficina principal de la agencia VIP, que quedaba en el Bulevar Paradise varias veces) y en ningún momento me molestaron con ningún, despliegue de grosería.
Esta es una de las características básicas de la hospitalidad de Las Vegas. La única regla firme es No Estafes a los habitantes de la ciudad. De lo demás nadie se preocupa. Prefieren no saber. Si Charlie Manson se inscribiese mañana por la mañana en el Sahara, nadie le molestaría, siempre que diese buena propina.
Después de alquilar el coche, me fui directamente al hotel. Aún no había ni rastro de mi abogado, así que decidí inscribirme solo… si conseguía salir de la calle y evitar un derrumbe en público. Dejé la Ballena en un aparcamiento VIP y me arrastré tímidamente por el vestíbulo con mi bolsita de cuero… una bolsa hecha a mano por encargo que me había fabricado hacía poco un amigo de Boulder que se dedicaba a trabajar el cuero.
Nuestra habitación estaba en el Flamingo, en el centro neurálgico del Strip, justo enfrente del Caesar’s Palace y del Dunes… sede de la conferencia sobre la droga. La mayoría de los asistentes se alojaban en el Dunes, pero a los que aparecimos elegantemente tarde nos mandaron al Flamingo.
Aquello estaba lleno de polis. Me di cuenta nada más echar un vistazo. Casi todos andaban por allí procurando mostrarse despreocupados y normales, todos vestidos exactamente igual, con su atuendo deportivo Las Vegas de saldo: bermudas, camisas de golf Arnie Palmer y blancas piernas sin vello con «sandalias de playa» recauchutadas. Era algo horrible, daba miedo meterse allí… parecía una especie de supercerco policial. Si no hubiese sabido lo de la conferencia, habría perdido sin duda el control de mí mismo. Daba la impresión de que en cualquier momento alguien iba a caer acribillado en un tiroteo generalizado… quizá toda la Familia Manson.
Llegué bastante tarde. La mayoría de los fiscales de distrito nacionales y otros tipos de polis se habían inscrito ya. Eran los que andaban ahora por allí por el vestíbulo, mirando hoscamente a los recién llegados. Lo que parecía la Gran Redada no eran más que unos doscientos polis de vacaciones sin nada mejor que hacer. Ni siquiera reparaban unos en otros.
Me arrastré hasta recepción y me puse a la cola. El hombre que tenía delante era un jefe de policía de un pueblecito de Michigan. Su mujer, tipo Agnew, estaba de pie a unos ocho centímetros a su derecha, mientras él discutía con el recepcionista:
—Mire amigo, ya le dije que en esta tarjeta postal dice que tengo reservas en este hotel. ¡Vengo a la Conferencia de Fiscales de Distrito, demonios! ¡Ya he pagado mi habitación!
—Lo lamento, caballero. Usted está en la «lista última». Sus reservas se trasladaron al… veamos… Motel Moonlight, que está en el Bulevar Paradise y que es un lugar excelente para alojarse y que sólo queda a unas dieciséis manzanas de aquí, con piscina propia y…
—¡Maricones de mierda! ¡Que venga el director! ¡Estoy cansado de oír tonterías!
Apareció el director y ofreció llamar un taxi. Aquel era sin duda el segundo acto, o quizás incluso el tercero, de un drama cruel que había empezado mucho antes de aparecer yo. La mujer del policía lloraba. Los amigos a los que había reunido para que le apoyaran estaban demasiado desconcertados para respaldarle… incluso en aquel momento, allí en aquel choque final, cuando el pequeño y furioso policía disparaba su mejor y su último tiro, sabían que estaba derrotado; iba contra las Normas, y la gente contratada para hacer efectivas tales normas decía: «No hay plazas libres».
Después de diez minutos allí de pie haciendo cola detrás de aquel pobre mierda escandaloso y de sus amigos, sentí que la bilis empezaba a subir. ¿De dónde sacaba aquel poli, él precisamente, valor para discutir con alguien en términos de Derecho y Razón? A mí me había sucedido aquello mismo con aquellos peludos comemierdas… y tenía la sensación de que también le había pasado lo mismo al recepcionista. Tenía el aire del hombre al que han estado jodiendo, en su momento, una buena cantidad de polis malhumorados y locos por las reglas…
Así que ahora el tipo se limitaba a devolverles sus argumentos:
—Da igual que tenga razón o no, amigo… o que haya pagado o no la factura… lo que importa en este momento es que por primera vez en mi vida puedo machacar a un cerdo: «Se va a joder, oficial. Quien manda aquí soy yo. Y le digo que para usted no hay habitación».
Me divertía la escena, pero al cabo de un rato empecé a sentirme mareado, muy nervioso, y la impaciencia me privaba de lo mejor de la diversión. Así que sorteé al Cerdo y hablé directamente con el recepcionista.
—Oiga —dije—. Lamento interrumpir, pero tengo una reserva y si no le importa me gustaría formalizar la cosa y dejarles con lo suyo.
Sonreí, para que se diese cuenta de que entendía perfectamente el número que estaba montándose con el grupo de polis que me miraban fijamente, desconcertados psicológicamente, como si fuese una especie de rata de agua que subiese arrastrándose hasta la mesa.
Yo tenía muy mal aspecto: vaqueros viejos y botas de baloncesto blancas… y hacía mucho que mi camisa Acapulco de diez pesos se había descosido por los hombros debido al viento de la carretera. Llevaba barba de tres días, casi la típica del borracho callejero, y tenía los ojos totalmente ocultos tras las gafas de sol de espejo…
Pero el tono de mi voz era el del hombre que sabe que tiene una reserva. Actuaba basándome en la previsión de mi abogado… pero no podía perder la oportunidad de clavarle el cuerno a un poli.
… y estaba en lo cierto. La reserva estaba hecha a nombre de mi abogado. El recepcionista tocó el timbre para llamar al mozo de equipajes:
—De momento esto es todo lo que llevo conmigo —dije—. El resto está ahí fuera, en ese Cadillac descapotable blanco.
Señalé el coche que todos pudieron ver allí, ante la puerta principal.
—¿Podrán aparcarlo ustedes, por favor?
El recepcionista se mostró muy cordial.
—No se preocupe usted por nada, señor. Preocúpese sólo de disfrutar durante su estancia aquí. Y si necesita algo, no tiene más que llamar a recepción.
Asentí con un gesto y sonreí, observando de reojo la atónita reacción del grupo de polis de al lado. Estaban estupefactos de asombro. Allí estaban ellos utilizando todas las presiones posibles para conseguir una habitación que habían pagado ya… y de pronto todo su montaje quedaba barrido por un marrano que parece recién salido de una selva de vagabundos del norte de Michigan. ¡Y se inscribe con un puñado de Tarjetas de Crédito! ¡Jesús! ¿Pero dónde va el mundo?