12. VELOCIDAD INFERNAL… FORCEJEO CON LA PATRULLA DE AUTOPISTAS DE CALIFORNIA… MANO A MANO EN LA AUTOPISTA 61

Martes, doce y media… Baker, California… En la Cervecería Ballantine ahora, borracho-zombie y nervioso. Conozco esta sensación: tres o cuatro días de sople, drogas, sol, no dormir y liquidar todas las reservas de adrenalina… una especie de subida tambaleante y temblona que significa que se acerca el derrumbe. ¿Pero cuándo? ¿Cuánto más? Esta tensión es parte de la subida. La posibilidad del colapso físico y mental es muy real ya…

… pero el colapso no se plantea siquiera; como solución e incluso como alternativa mala, es inaceptable. Sí, no hay duda. Es la hora de la verdad, la fina y fatídica línea que separa control y desastre… que es también la diferencia entre seguir suelto y fantasmagórico por las calles, o pasar los próximos cinco años de mañanas de verano jugando al baloncesto en el patio del penal en Carson City.

Ninguna simpatía por el diablo; no lo olvides. Compra el billete, haz el viaje… y si de cuando en cuando algo resulta más pesado de lo que había imaginado, bien… puedes quizás atribuírselo a una expansión de la conciencia forzada: sintoniza, frica, agótate. Todo está en la biblia de Kesey… El Punto Extremo de la Realidad.

Y basta de mala palabrería; ni siquiera Ken Kesey puede ayudarme ahora. Acabo de tener dos experiencias sentimentales muy negativas: una con la patrulla de autopistas de California y otra con un autostopista fantasma que puede que fuese, y puede que no, quien yo pensé que era… y ahora, que me siento al borde mismo de una crisis psicótica grave, estoy plantado aquí con mi magnetófono en una «cervecería» que es, en realidad, la parte trasera de una inmensa «Cuadra Ferretería»: toda clase de arados y arneses y sacos de fertilizantes apilados, y me pregunto cómo ha podido pasar todo.

Unas cinco millas atrás, tuve un incidente con la patrulla de autopistas de California. No me pararon ni me persiguieron: nada normal. Siempre conduzco como es debido. Quizás algo rápido, pero siempre con consumada habilidad y una sensibilidad innata para la carretera que hasta los polis reconocen. No ha nacido aún el poli que no sea un mamón a la hora de hacer un Cambio Controlado a gran velocidad rodeando uno de esos cruces en trébol de las autopistas.

Pocas personas entienden la psicología del trato con un poli de tráfico de autopista. El tipo normal que va a gran velocidad se aterra y se hace a un lado inmediatamente cuando ve detrás la gran luz roja… y entonces empiezan las disculpas, el pedir piedad.

Esto es un error. Provoca desprecio en el corazón del poli. Lo que hay que hacer cuando vas a ciento sesenta o así y de pronto ves un patrullero parpadeando su luz roja detrás… bueno, lo que uno quiere hacer entonces es acelerar. No pares nunca al primer aullido de sirena. Aprieta a fondo y obliga al cabrón a cazarte a velocidades superiores a los ciento noventa. Te seguirá hasta la próxima salida. Pero no sabrá que hacer cuando tu luz roja diga que vas a girar a la izquierda.

Esto es para indicarle que estás buscando el lugar adecuado para parar y hablar… tú sigue dando la señal y espera que aparezca una rampa de desvío, una de esas en cuesta de curva muy cerrada, con un letrero que dice «Velocidad Máxima 25»… y la táctica, entonces, es dejar bruscamente la autopista y meterte por el tobogán por lo menos a ciento sesenta. Él apretará los frenos más o menos a la vez que aprietes tú los tuyos, pero tardará un momento en darse cuenta de que está a punto de hacer un giro de ciento ochenta grados a esa velocidad… y tú sin embargo estarás preparado para él, fortalecido por la fuerza de la gravedad y la rápida maniobra talón-dedo gordo del pie y, con un poco de suerte, habrás parado en seco a un lado de la carretera al final de la curva y estarás de pie junto a tu automóvil cuando él te alcance.

Al principio, no se mostrará razonable… pero no importa. Déjale que se calme. Querrá decir la primera palabra. Déjale que lo haga. Su cerebro estará hecho un lío. Quizás empiece a balbucir, e incluso puede que saque el revólver. Déjale que se desahogue. Tú sonríe. La cosa es indicarle que tú tenías un control total sobre ti mismo y sobre tu vehículo… mientras que él perdió el control de todo.

Es útil tener una placa policía/prensa en la cartera cuando se calme lo suficiente para pedirte el carnet. Yo tenía una… pero también tenía una lata de cerveza en la mano. No me di cuenta de que la tenía hasta ese momento. Me sentía con un control completo de la situación… pero cuando bajé la vista y vi aquella pequeña bomba-prueba rojo/plata en mi mano, me di cuenta de estaba jodido…

El exceso de velocidad es una cosa, pero Conducir Borracho es otra muy distinta. El poli pareció captar esto: que yo había estropeado toda mi representación al olvidarme de la lata de cerveza. Se relajó, llegó incluso a sonreír. Yo hice lo mismo. Porque los dos comprendimos, en aquel momento, que mi número de bombardero borracho había sido una pérdida total de tiempo: nos habíamos meado de miedo los dos por nada en absoluto, porque el hecho de que yo tuviese aquella lata de cerveza en la mano descartaba por completo cualquier discusión sobre un «exceso de velocidad».

Aceptó mi cartera abierta con la mano izquierda y luego extendió la derecha hacia la lata de cerveza.

—¿Puedo coger eso? —preguntó.

—¿Por qué no? —dije.

La cogió, luego la alzó entre los dos y vertió la cerveza en la carretera. Yo sonreí, despreocupado ya.

—Estaba calentándose ya, de todos modos —dije.

Justo detrás de mí, en el asiento trasero del Tiburón, pude ver unas diez latas de cerveza caliente y una docena de pomelos o así. Me había olvidado por completo de ellos, pero ahora eran demasiado evidentes para que ninguno de los dos lo ignorase. Mi culpa era tan evidente y abrumadora que sobraban explicaciones.

El poli lo entendió.

—Supongo que se da cuenta —dijo— de que esto es un delito…

—Sí —dije—. Lo sé. Soy culpable. Lo entiendo perfectamente. Sabía que era un delito, pero de todos modos lo hice.

Hice una pausa, me encogí de hombros y añadí:

—¿Por qué coño discutir? Soy un infractor de mierda.

—Esa es una extraña actitud —dijo él.

Le miré fijamente, dándome cuenta por primera vez de que estaba tratando con un simpático joven de ojos brillantes, de unos treinta años, que parecía disfrutar con su trabajo.

—Sabe —dijo—, tengo la impresión de que le vendría muy bien echarse una siesta.

Luego cabeceó y dijo:

—Hay una zona de descanso un poco más allá. ¿Por qué no se acerca hasta allí y duerme unas horas?

Comprendí inmediatamente lo que me estaba diciendo pero, por alguna razón disparatada, negué con un gesto.

—Una siesta no serviría de nada —dije—. Llevo demasiado tiempo sin dormir. Tres o cuatro noches. Ya ni me acuerdo. Si me echase a dormir ahora, estaría veinte horas durmiendo.

Dios mío, pensé, ¿qué he dicho? Este cabrón está intentando ser humano. Podría llevarme directamente a la cárcel y, sin embargo, me está diciendo que eche una siesta. Por amor de Dios, dile que sí: Sí, oficial, claro que utilizaré esa zona de descanso. Y no sabe lo que le agradezco esta oportunidad que quiere darme…

Pero no… yo estaba insistiendo en que si me soltaba seguiría como un tiro hasta Los Angeles, lo cual era cierto, pero ¿por qué decirlo? ¿Por qué presionarle? No era el momento oportuno para enseñar las cartas. Esto es el Valle de la Muerte… contrólate.

Por supuesto. Contrólate.

—Mire —dije—. He estado en Las Vegas cubriendo el Mint 400.

Señalé la pegatina «VIP Aparcamiento» del parabrisas.

—Increíble —dije—. Todas aquellas motos y aquellos todo terreno dos días corriendo por el desierto. ¿Lo ha visto usted?

Sonrió, moviendo la cabeza con una especie de melancólica comprensión. Me di cuenta de que estaba pensando.

¿Era yo peligroso? ¿Estaba él preparado para la escena malévola, desagradable y prolongada que seguiría si me detenía? ¿Cuántas horas extras tendría que pasarse pendiente del juzgado, esperando a declarar contra mí? ¿Y qué clase de monstruoso abogado sacaría yo en su contra?

Yo lo sabía, pero ¿cómo podía saberlo él?

—Está bien —dijo—. Vamos a hacer una cosa. Lo que voy a apuntar en mi cuaderno, como si fuese al mediodía, es que yo le paré… por conducir demasiado deprisa, dadas las circunstancias, y le aconsejé… con este aviso escrito —me lo entregó—, que no pasase de la próxima zona de descanso… ese es su destino, ¿de acuerdo? Y allí piensa usted dormir una larga siesta…

Volvió a colocarse el cuaderno en el cinturón.

—¿Me ha entendido usted bien? —preguntó, mientras daba la vuelta.

Me encogí de hombros.

—¿Qué distancia hay a Baker? Tenía pensado parar allí a comer.

—Eso queda ya fuera de mi jurisdicción —dijo—. Los límites de la ciudad quedan tres kilómetros y medio después de la zona de descanso. ¿Podrá llegar usted hasta allí? —sonrió melancólicamente.

—Lo intentaré —dije—. Llevo mucho tiempo queriendo ir a Baker. Me han hablado de ese sitio.

—Un pescado excelente —dijo—. Con un carácter como el suyo, probablemente quiera probar el cangrejo de tierra. Vaya al Majestic Diner.

Moví la cabeza y volví al coche, sintiéndome violado. El cerdo me había derrotado en todos los frentes, y ahora se largaba muy satisfecho, riéndose… para apostarse al oeste de la ciudad esperando que yo intentase seguir viaje a Los Angeles.

Volví a la autopista y crucé la zona de descanso hasta la intersección, donde tuve que girar a la derecha para meterme en Baker. Cuando me acercaba a la curva vi… Dios mío, es él autostopista, el mismo chaval que habíamos cogido y aterrorizado cuando íbamos camino de Las Vegas. Nuestras miradas se encontraron cuando aminoré la marcha para tomar la curva. Estuve a punto de decirle adiós, pero cuando le vi bajar el pulgar pensé, no, no es el momento… sabe Dios lo que habrá dicho el muchacho de nosotros cuando volvió por fin al pueblo.

Aceleración. Esfúmate inmediatamente. ¿Cómo podía estar seguro de que me había reconocido? De cualquier modo, el coche era inconfundible. ¿Y por qué otra razón, además, iba a apartarse él de la carretera?

De pronto, tenía dos enemigos personales en aquel poblacho olvidado de Dios. El poli de la patrulla de autopistas de California me detendría seguro si intentaba seguir hacia Los Angeles, y aquel condenado y maldito chaval autostopista haría que me cazasen como a una fiera si me quedaba. (¡Dios mío, Sam! ¡Ahí está! ¡Ese tipo del que nos habló el chico! ¡Ha vuelto!)

De cualquier modo, era espantoso: y si aquellos honorables predadores pueblerinos llegaban a relacionar alguna vez sus historias… y sin duda lo harían; era inevitable en un pueblo tan pequeño… Eso haría efectivo mi cheque en todas partes. Tendría suerte si lograba salir vivo de aquel pueblo. Una bola de alquitrán y plumas metidas a rastras en el autobús de la cárcel por furiosos indígenas…

Allí estaba: la crisis. Pasé a toda prisa por la ciudad y encontré una cabina telefónica en el extremo norte, entre una gasolinera y… sí… el Majestic Diner. Hice una llamada urgente a mi abogado, a Malibú, a su cargo. Contestó de inmediato.

—¡Me han enganchado! —grité——. Estoy atrapado en una asquerosa encrucijada del desierto que se llama Baker. Apenas tengo tiempo. Esos cabrones están a punto de caer sobre mí.

—¿Pero quiénes? —dijo—. Pareces algo paranoico.

—¡No seas cabrón! —grité—. ¡Primero, me paró la patrulla de autopistas de California y luego me identificó el chaval! ¡Necesito inmediatamente un abogado!

—¿Y qué estás haciendo en Baker? —dijo—. ¿No recibiste mi telegrama?

—¿Qué? ¡A la mierda los telegramas! Estoy en un lío.

—Pero si tenías que estar en Las Vegas —dijo—. Tenemos una suite en el Flamingo. Iba a salir ahora mismo para el aeropuerto…

Me desplomé en la cabina. Era demasiado horrible. Allí estaba yo llamando a mi abogado en un momento de terrible crisis y el imbécil estaba enloquecido por las drogas. ¡Un vegetal maldito!

—¡Cabrón inútil! ¡Te pisaré los huevos por esto! ¡Toda la mierda que tengo en el coche es tuya! ¿Entiendes? ¡Cuando termine de declarar aquí, te expulsarán del colegio de abogados!

—¡Eres una mierda sin cerebro! —gritó él—. ¡Te mandé un telegrama! ¡Tenías que estar cubriendo la Conferencia Nacional de Fiscales de Distrito! ¡Hice todas las reservas… alquilé un Cadillac descapotable blanco! ¡Está todo preparado! ¿Qué coño haces tú ahí en medio de ese jodido desierto?

De pronto me acordé. Sí, el telegrama. Todo estaba arreglado. Mi mente se calmó. Lo vi todo en un fogonazo.

—No te preocupes, hombre —dije—. Todo era broma. En realidad estoy sentado junto a la piscina del Flamingo. Te hablo por un teléfono portátil. Lo trajo un enano del casino. ¡Tengo crédito total! ¿Entiendes?

Mi respiración era laboriosa y pesada, me sentía trastornado, había empapado de sudor el teléfono.

—¡Tú no te acerques siquiera a este hotel! —grité—. Aquí no son bien recibidos los extranjeros.

Colgué y volví al coche. Bueno, pensé. Así son las cosas. Toda la energía fluye según el capricho del Gran Imán. Qué idiota era desafiándole. Él sabía. Él lo sabía todo. Había sido él quien me había acorralado en Baker. Ya había huido lo suficiente, así que me enganchaba… cerrándome todas las vías de escape, acosándome primero con la patrulla de la autopista de California y luego con aquel puerco autostopista fantasma… hundiéndome en el miedo y la confusión.

No hay quien engañe al Gran Imán. Entonces lo comprendí… y con la comprensión llegó una sensación de alivio casi completo. Sí, volvería a Las Vegas. Esquivaría al chaval y despistaría a la patrulla de la autopista de California volviendo de nuevo hacia el Este en vez de seguir hacia el Oeste. Sería la maniobra más astuta de toda mi vida. Otra vez a Las Vegas y a inscribirme en aquella conferencia de drogas y narcóticos… yo y un millar de cerdos. ¿Por qué no? Moviéndome con toda confianza en medio de ellos. Me inscribiría en el Flamingo y dispondría inmediatamente de aquel Cadillac blanco. He de hacerlo ya. Recuerdo a Horatio Alger…

Miré al otro lado de la carretera y vi un letrero rojo inmenso que decía CERVEZA. Fastuoso. Dejó el Tiburón junto a la cabina telefónica y crucé la autopista y entré en la cuadra-cervecería. Un judío se asomó detrás de una pila de ruedas y engranajes y me preguntó qué quería.

—Ballantine Ale —dije… un largo trago muy místico, desconocido entre Newark y San Francisco.

La sirvió, helada.

Me relajé. De pronto, todo iba bien; por fin estaba aprovechando las oportunidades.

El tendero se me acercó con una sonrisa.

—¿Qué dirección lleva usted, joven?

—Las Vegas —dije.

Sonrió.

—Una gran ciudad, Las Vegas. Tendrá usted buena suerte allí; es usted el tipo.

—Ya lo sé —dije—. Soy Triple Escorpio.

Pareció gustarle.

—Es una combinación magnífica —dijo—. No puede usted perder.

Me eché a reír.

—No hay problema —dije—. En realidad soy el fiscal del distrito de Condado Ignoto. Sólo otro buen americano como usted.

Su sonrisa desapareció. ¿Entendería? No podía estar seguro. Pero daba igual ya. Volví a Las Vegas. No tenía otra elección.