Martes, nueve de la mañana… ahora, sentado en el «Café de Bill el Salvaje», lo vi todo muy claro. Sólo hay una ruta a Los Angeles: la interestatal 15, un viaje directo sin carreteras secundarias ni rutas alternativas, pasar como un tiro por Baker y Barstow y Berdoo y luego, por la autopista de Hollywood, directamente al frenético olvido: seguridad, oscuridad, sólo otro freak más en Freaklandia.
Pero entretanto, durante las cinco o seis horas siguientes, seria la cosa más llamativa de aquella maldita y perversa carretera: el único Tiburón descapotable rojo fuegomanzana entre Butte y Tijuana… relampagueando como un bólido por la autopista del desierto con un chiflado palurdo semidesnudo al volante. ¿Es mejor llevar la camisa verde y púrpura Acapulco, o nada en absoluto?
No hay manera de ocultar este monstruo.
No será un viaje feliz. Ni siquiera el Dios Sol quiere mirar. Se ha metido detrás de una nube por primera vez en tres días. No hay nada de sol. El cielo es gris y feo.
Justo cuando entraba en la parte de atrás del bar, donde hay un aparcamiento semioculto, oí un ruido en lo alto y alcé la vista y vi cómo despegaba un DC-8 grande y plateado que dejaba una estela de humo… a unos setecientos metros por encima de la autopista. ¿Iba a bordo Lacerda? ¿El hombre de Life? ¿Tenían todas las fotos que necesitaban? ¿Todos los datos? ¿Habían cumplido plenamente sus misiones?
Yo ni siquiera sabía quién había ganado la carrera. Quizá nadie. Lo único que sabía era que todo el espectáculo había sido abortado por un terrible motín: una orgía de violencia insensata, organizada por golfos borrachos que se negaban a someterse a las normas.
Me proponía rellenar este vacío en mi conocimiento en la primera oportunidad: coger el Los Angeles Times y leerme la sección de deportes para hacer un reportaje sobre el Mint 400. Coger los detalles. Informar yo mismo. Incluso de la Escapada, asediado por un tremendo Miedo…
Sabía que en aquel avión iba Lacerda, que volvía a Nueva York. La noche anterior me había dicho que pensaba coger el primer vuelo.
Así que ahí va… y yo aquí, sin abogado, espatarrado en un taburete rojo de plástico en la taberna de Bill el Salvaje, sorbiendo nervioso una cerveza en un bar que acaba de despertarse a la invasión matutina de chulos y golfos de salón de juegos… con un inmenso Tiburón Rojo a la puerta tan cargado de infracciones que me da miedo hasta mirarlo.
Pero no puedo abandonar a ese cabrón. La única esperanza es cruzar con él los casi quinientos kilómetros que hay entre esto y Freaklandia. Pero ¡Dios mío, qué cansado estoy! Y asustado. Y loco. Esta cultura me ha machacado. ¿Qué coño hago yo aquí? Este no es ni siquiera el reportaje en que iba a trabajar. Mi agente me advirtió contra él. Todos los signos eran negativos… sobre todo aquel enano maligno del teléfono rosa del Polo Lounge. Debería haberme quedado allí… todo menos esto.
Aaauuu… Mamá.
¿Puede ser realmente esto… el final?
¡No!
¿Quién cantaba aquello? ¿Oía realmente aquello en el tocadiscos precisamente en aquel momento? ¿A las 9:19 de esta horrible mañana gris en el Bar de Bill el Salvaje?
No. Era cosa de mi cerebro, algún eco perdido hacía mucho de un penoso amanecer en Toronto… hacía mucho, estando medio loco, en otro mundo… aunque no diferente.
¡SOCORRO!
¿Cuántas espantosas noches y horribles mañanas más podría prolongarse aquella mierda? ¿Cuánto tiempo pueden tolerar el organismo y el cerebro esta locura inevitable y terrible? Este crujir de dientes, este baño de sudor, esta palpitación en las sienes… se desmadran venitas azules delante de las orejas, sesenta y sesenta horas sin dormir…
¡Y ahora eso en la máquina de discos! Sí, no hay duda… ¿y por qué no? Una canción muy popular: «Como un puente sobre aguas turbulentas… me tenderé…»
BUM. Paranoia relampagueante. ¿Qué clase de psicótico ratacabrón pondría esa canción precisamente ahora, en este momento? ¿Me ha seguido alguien hasta aquí? ¿Sabe la camarera quién soy? ¿Puede verme detrás de estas gafas de espejo?
Los encargados de bares y los camareros suelen ser unos traidores, pero en este caso concreto se trata de una gorda antipática de mediana edad que lleva un muu-muu [7] y un mono Iron Boy… probablemente la mujer de Bill el Salvaje.
Dios, olas malignas de paranoia, locura, miedo y asco… en este lugar hay unas vibraciones insoportables. Fuera. Escapa… y, de pronto, me doy cuenta, un chispazo definitivo de astucia lunática antes de que caiga la oscuridad, de que mi plazo legal para presentarme en el hotel no es hasta el mediodía… lo cual me da por lo menos dos horas para devorar autopista a toda marcha y salir legítimamente de este maldito estado antes de convertirme en un fugitivo a los ojos de la ley.
Suerte maravillosa. Cuando suene la alarma, quizás esté yo ya entre Needles y el Valle de la Muerte con el acelerador a fondo y agitando el puño a Efrem Zimbalis, Jr., que baja hacia mi en su helicóptero Águila Aullante/FBI.
PUEDES CORRER PERO NO PUEDES OCULTARTE[8]
Te jodes, Efrem, que no es así.
Para ti y para la gente del Mint, aún estoy allá arriba en la 1850 (legal y espiritualmente aunque no en carne y hueso) con un letrero de «No molesten» colgado en la puerta para protegerme de los intrusos. Las camareras no se acercarán a esa habitación mientras cuelgue del manubrio de la puerta el letrero. Mi abogado se encargó de eso… y encargó también seiscientas pastillas de jabón Neutrogena que aún tengo que entregar en Malibú. ¿Qué hará con eso el FBI? ¿Qué significa este gran Tiburón Rojo lleno de pastillas de jabón Neutrogena? Todo completamente legal. Las camareras nos dieron el jabón. Lo jurarán… ¿o no?
Por supuesto que no. Esas malditas camareras traidoras jurarán que dos locos armados hasta los dientes las amenazaron con una Vincent Black Shadow, obligándolas a entregar todo su jabón.
¡Dios bendito! ¿Hay un sacerdote en esta taberna? ¡Quiero confesarme! ¡Soy un maldito pecador! Venial, mortal, carnal, capitales, menores… como quieras llamarlo, Señor… soy culpable.
Pero hazme este último favor: concédeme sólo cinco horas más a máxima velocidad antes de dejar caer el martillo; déjame librarme de este maldito coche y salir de este horrible desierto.
En realidad no es pedir tanto, Señor, porque la increíble verdad última es que no soy culpable. Lo único que hice fue tomarme en serio tus galimatías… y, ¿ves dónde me llevó? Mis primitivos instintos cristianos me han hecho un delincuente.
Cuando cruzaba el casino a las seis de la mañana con una maleta llena de pomelos y camisetas de manga corta «Mint 400», recuerdo que me decía a mí mismo, una y otra vez: «No eres culpable». Esto es sólo un recurso necesario para evitar una escena desagradable. Después de todo, yo no establecí ningún acuerdo vinculante; Se trata de una deuda institucional… no es nada personal. Toda esta maldita pesadilla es culpa de esa revista irresponsable. Un imbécil de Nueva York fue el causante de esto. Fue idea suya, Señor. No mía.
Y ahora mírame: medio loco de miedo, a casi doscientos por hora por el Valle de la Muerte en un coche que nunca quise siquiera. ¡Maldito cabrón! ¡Esto es obra tuya! Sería mejor que te cuidases de mí, Señor… porque si no, me tendrás en tus manos.