De pronto volví a sentirme culpable. ¡El Tiburón! ¿Dónde estaba? Aparte el periódico y empecé a pasear. Perdí el control. Tenía la sensación de que toda mi comedia se desmoronaba… y entonces vi el coche que bajaba por una rampa del garaje de al lado.
¡Entrega en mano! Cogí la bolsa de cuero y me lancé rápidamente a recuperar mis ruedas.
—¡Señor Duke!
La voz me llegó por encima del hombro.
—¡Señor Duke! ¡Andábamos buscándole!
A punto estuve de desmayarme allí mismo en la acera. Todas las células de mi cuerpo y de mi cerebro se encogieron. No, pensé, debo estar alucinado, no hay nadie ahí detrás. Nadie me llama… es un espejismo paranoico, es psicosis anfetamínica… tú sigue andando hacia el coche, sin dejar de sonreír.
—¡Señor Duke! ¡Espere!
Bueno… ¿por qué no? En la cárcel se han escrito libros excelentes. Y no es que sea un total desconocido allá en Carson City. El guardián me reconocerá; y el presidiario jefe. Les entrevisté una vez para el New York Times. Junto con muchos otros presidiarios y guardias y polis y sinvergüenzas diversos que al no aparecer en el artículo se pusieron desagradables por correo.
¿Por qué no?, preguntaban. Querían que se contasen sus historias. Y era difícil explicar en aquellos círculos que todo lo que me contaron fue a la papelera, o al menos al archivo de los cadáveres, porque los primeros párrafos que escribí no le gustaron a algún editor a cuatro mil kilómetros y medio de allí… algún nervioso zángano detrás de un escritorio de formica gris en las entrañas de una burocracia periodística que ningún presidiario de Nevada entenderá jamás… y que, finalmente, el artículo murió en la parra, como si dijésemos, porque me negué a reescribir el principio. Razones personales…
Todo lo cual no tendría mucho sentido en comisaría. Pero ¿qué demonios? ¿A que preocuparse por detalles? Volví la cara a mi acusador, un joven chupatintas pequeñito con una gran sonrisa y un sobre amarillo en la mano.
—He estado llamando a su habitación —dijo—. Luego vi que estaba usted aquí fuera.
Cabeceé, demasiado cansado para resistir. Por entonces, el Tiburón estaba a mi lado, pero ya no tenía objeto ni siquiera echar dentro el maletín. El juego había terminado. Me habían cogido.
El empleado seguía sonriendo.
—Acaba de llegar este telegrama para usted —dijo—. Pero en realidad no es para usted. Viene dirigido a un tal Thompson. Pero luego dice: «A la atención de Raoul Duke». ¿Tiene sentido eso?
Me sentí mareado. Era demasiado para asimilarlo todo de una vez. De la libertad a la cárcel y luego otra vez a la libertad… todo en treinta segundos. Retrocedí tambaleante y me apoyé en el coche, sintiendo los blancos pliegues de la lona de la capota bajo la mano temblorosa. El empleado, sonriendo aún, me alargó el telegrama.
Cabeceé, casi incapaz de hablar.
—Sí —dije al fin—, tiene sentido.
Acepté el sobre y lo abrí:
COMUNICADO URGENTE
HUNTER S. THOMPSON
A LA ATENCION DE RAOUL DUKE
SUITE INSONORIZADA 1850
HOTEL MINT LAS VEGAS
LLAMAME INMEDIATAMENTE REPITO INMEDIATAMENTE TENEMOS NUEVA MISIÓN A INICIAR MAÑANA TAMBIÉN LAS VEGAS NO TE VAYAS STOP LA CONFERENCIA NACIONAL DE FISCALES DE DISTRITO TE INVITA A SU SEMINARIO DE CUATRO DÍAS SOBRE NARCÓTICOS Y DROGAS PELIGROSAS EN EL HOTEL DUNES STOP ROLLING STONE LLAMO QUIEREN CINCUENTA MIL PALABRAS BUEN PRECIO TODOS LOS GASTOS INCLUIDAS TODAS LAS MUESTRAS STOP TENEMOS RESERVAS HOTEL FLAMINGO Y CADILLAC BLANCO DESCAPOTABLE STOP TODO ARREGLADO LLAMA ENSEGUIDA PARA DETALLES URGENTE REPITO URGENTE
STOP
DOCTOR GONZO
—¡Hostias! —murmuré—. ¡No puede ser verdad!
—¿Quiere decir que no es para usted? —preguntó el empleado, súbitamente nervioso—. Comprobé en el registro de inscripciones para ver sí estaba ese Thompson y no figura, pero supuse que formaría parte del equipo de usted.
—Sí, sí —dije rápidamente—. No se preocupe. Yo se lo daré.
Tiré el maletín en el asiento delantero del Tiburón, antes de que expirase el aplazamiento de mi ejecución. Pero el empleado aún sentía curiosidad.
—¿Y que pasa con el doctor Gonzo? —dijo.
Le miré fijamente dándole una ración completa de gafas de espejo.
—Está bien —dije—. Pero tiene muy mal genio. El doctor es quien se encarga de nuestras finanzas, hace todos nuestros planes.
Me deslicé tras el volante y me dispuse a arrancar.
—Lo que nos confundió —dijo—, fue la firma del doctor Gonzo en este telegrama de Los Angeles, cuando sabíamos que estaba aquí en el hotel.
Luego se encogió de hombros y continuó:
—Y luego que el telegrama estuviese dirigido a un cliente que no podíamos localizar… En fin, esta demora fue inevitable. Supongo que lo comprende…
Asentí, impaciente por huir.
—Hizo usted lo que tenía que hacer —dije—. Jamás intente entender un mensaje de la prensa. La mitad de las veces utilizamos claves… sobre todo el doctor Gonzo.
Volvió a sonreír, pero esta vez parecía algo raro.
—Dígame —dijo—, ¿cuándo despertará el doctor?
Me puse tenso, allí detrás del volante.
—¿Despertar? ¿Qué quiere decir?
Parecía incómodo.
—Bueno… el director, el Señor Heem, quiere hablar con él su sonrisa pasó a ser claramente malévola.
—Nada de particular. Es que al señor Heem le gusta conocer personalmente a todos los clientes que tienen cuentas grandes… para tener un contacto personal con ellos… sólo una charla y un apretón de manos, ¿comprende?
—Claro, claro —dije—. Pero si yo fuese usted dejaría en paz al doctor hasta después de que desayune. Es un hombre muy violento.
El empleado asintió maliciosamente.
—Pero supongo que estará disponible. ¿A última hora de la mañana, quizá?
Comprendí adónde quería ir a parar.
—Mire —dije—. Este telegrama estaba todo equivocado. Era en realidad de Thompson, no para él. Los de la Western Union han debido tomar los nombres cambiados.
Alcé el telegrama, sabiendo que ya lo había leído.
—Esto en realidad es —dije— un aviso urgente al doctor Gonzo, que está arriba, diciéndole que Thompson sale ahora mismo de Los Angeles con un nuevo encargo… una nueva orden de trabajo.
Le indiqué que se apartara del coche.
—Ya nos veremos —añadí—. Tengo que ir a la carrera.
Retrocedió mientras yo ponía el coche en primera.
—No hay prisa —me dijo—. La carrera ya ha terminado.
—Para mí no —dije, con un amistoso y rápido gesto de despedida.
—¡Nos veremos a la hora de comer! —gritó, mientras yo doblaba la esquina.
—¡Está bien! —le grité. Luego me perdí en el tráfico. Tras unas cuantas manzanas en dirección contraria, por Main Street, di vuelta y enfilé hacia el sur, hacia Los Angeles. Pero a velocidad controlada. Con calma y sin prisa, pensé. Sólo acercarme hasta las afueras de la ciudad.
Lo que necesitaba era un sitio donde salir sin problemas de la carretera, donde no me viesen, y pudiese valorar aquel telegrama increíble de mi abogado. Era cierto lo que decía; de eso estaba seguro. En el mensaje había una urgencia clara y válida. El tono era inconfundible…
Pero yo no estaba en condiciones, ni de humor, para pasar otra semana en Las Vegas. En aquel momento no. Había forzado mi suerte el máximo posible en aquella ciudad… había llegado hasta el borde. Y ahora las comadrejas me cercaban; podía oler aquellos animalejos horrorosos.
Si, no cabía duda de que había llegado el momento de irse.
Mi margen se había reducido a cero.
Así que cruzando tranquilamente el Bulevar Las Vegas a cincuenta por hora, busqué un sitio para descansar y formalizar la decisión. Estaba decidido, por supuesto, pero necesitaba una cerveza o tres para sellar el trato y atontar aquella terminal nerviosa rebelde que seguía vibrando en oposición…
Habría que resolverlo. Porque había una razón, más o menos, para quedarse. Aquello era traidor, estúpido y demencial en todos los sentidos… pero no había modo de eludir el hedor a ironía retorcida que planeaba en la idea de un periodista gonzo, atrapado en un episodio de drogadicción potencialmente irreversible, invitado a informar sobre la Conferencia Nacional de Fiscales de Distrito sobre Narcóticos y Drogas Peligrosas.
Tenía también cierto atractivo la idea de dejar un pufo salvaje en un hotel de Las Vegas y luego (en vez de convertirme en un fugitivo condenado que huye por la autopista camino de Los Angeles) cruzar simplemente la ciudad, cambiar el descapotable Chevrolet rojo por un Cadillac blanco e inscribirme en otro hotel de Las Vegas, con credenciales de prensa, para mezclarme con un millar de polis de alta categoría de toda Norteamérica, y ver cómo se arengaban mutuamente sobre el Problema de la Droga.
Era una chifladura peligrosa, pero era también el tipo de cosa que un verdadero especialista en trabajos arriesgados podría defender. ¿Cuál sería, por ejemplo, el último lugar en que la policía de Las Vegas buscaría a un estafador y drogadicto fugitivo que acababa de largarse sin pagar de un hotel del centro de la ciudad?
Exactamente. En una Conferencia nacional de fiscales de distrito sobre drogas peligrosas y narcóticos en un elegante hotel del Strip… llegando al Caesar’s Palace para la cena espectáculo en que actúa Tom Jones en un deslumbrante Coupe de… de Ville blanco… En un cóctel para agentes de narcóticos y esposas en el Dunes…
¿Qué mejor sitio para esconderse, en realidad? Para algunas personas, pero no para mí, y menos aún para mi abogado… que es un tipo que destaca enseguida. Separados, podríamos conseguirlo. Pero juntos no… lo estropearíamos todo. Demasiada química agresiva en aquella mezcla. Sería demasiado grande la tentación de pasarse a sabiendas.
Y eso, claro está, sería el final. No tendrían piedad con nosotros. Infiltrarse entre los infiltrados sería aceptar el destino de todos los espías: «Como siempre, si usted u otro miembro cualquiera de u organización es capturado por el enemigo, este departamento negará cualquier relación…, etc»..
No, era demasiado. La distinción entre locura y masoquismo era ya nebulosa. Había llegado la hora de retroceder… de retirarse, de acuclillarse, de dar marcha atrás y «escurrir el bulto». ¿Por qué no? En todos los tinglados como este, llega un momento en el que o eliminas las pérdidas o consolidas las ganancias… lo que corresponda.
Seguía, pues, conduciendo lentamente, buscando un sitio adecuado para sentarme con una cerveza mañanera y conseguir pensar… planear aquella retirada antinatural.