La decisión de huir llegó bruscamente. O puede que no. Puede que lo hubiese planeado todo… que esperase subconscientemente el momento adecuado. Creo que un factor fue la factura. Porque no tenía dinero para pagarla. Y no más tratos diabólicos, tarjeta-crédito/reembolso. No después de tratar con Sidney Zion. Después de esa me agarraron mi tarjeta del American Express, y los cabrones me demandaron… junto con los del Diner’s Club y los de Hacienda…
Y además, la responsable legal era la revista. Mi abogado ya había pensado en eso. No firmamos nada. Salvo los recibos aquellos del servicio de habitaciones. No llegamos a saber el total, pero (justo antes de que nos fuésemos) mi abogado calculó que llevábamos una media de veintinueve a treinta y seis dólares por hora, durante cuarenta y ocho horas seguidas.
—Increíble —dije yo—. ¿Cómo pudo pasar?
Pero cuando formulé esta pregunta, no había nadie al lado para contestarla. Mi abogado ya se había ido.
Debió olerse el problema. El lunes por la noche encargó al servicio de habitaciones un equipo de maletas de cuero de la mejor calidad y luego me dijo que tenía reservas para el primer avión a Los Angeles. Dijo que teníamos que darnos prisa. Y, camino del aeropuerto, me sacó veinticinco dólares prestados para el billete.
Le vi marchar, luego volví a la tienda de souvenirs del aeropuerto y gasté lo que me quedaba en metálico en basura… mierdas absolutas, recuerdos de Las Vegas, encendedores Zippo de imitación, de plástico, con ruleta incorporada, por seis dólares noventa y cinco, sujetabilletes de medio dólar John Fitzgerald Kennedy a cinco dólares la pieza, monos de lata que tiraban dados por siete dólares y medio… cargué toda esta basura y luego la llevé al Gran Tiburón Rojo y la descargué en el asiento de atrás… y luego me puse al volante muy dignamente (la capota blanca bajada como siempre), me acomodé allí, puse la radio y empecé a pensar.
¿Cómo resolvería Horario Alger esta situación?
Una alada sobre la marcha, Dios… una calada sobre la marcha.
Pánico. Me treparon por la columna lo que parecían las primeras vibraciones que provoca el frenesí del ácido. Todas aquellas horribles realidades empezaron a aflorar en mí: allí estaba, completamente solo en Las Vegas con aquel maldito coche, un coche increíblemente caro, absolutamente pasadísimo, sin abogado, sin dinero, sin reportaje para la revista… y por si fuese poco, además tenía que enfrentarme con una gigantesca factura de hotel. Habíamos pedido desde aquella habitación todo lo que podían transportar manos humanas… incluyendo unas seiscientas pastillas de jabón Neutrogena translúcido.
Tenía todo el coche lleno de él: el suelo, los asientos, la guantera. Mi abogado había establecido una especie de acuerdo con las doncellas mestizas de nuestra planta para que nos entregaran aquel jabón (seiscientas pastillas de esa extraña mierda transparente) y ahora era todo mío.
Junto con aquella cartera de plástico que vi de pronto allí a mi lado en el asiento delantero. Alcé ese chisme y supe de inmediato lo que contenía. Ningún abogado samoano en su sano juicio se arriesga a cruzar las puertas de una compañía aérea comercial, provistas de un detector de metales, con una Magnum 357 gorda y negra sobre su persona…
Así que me la había dejado a mí, para que se la llevara… si conseguía volver a Los Angeles. En caso contrario… bueno, ya me oía hablando con la Patrulla de Autopistas de California:
¿Qué? ¿Esta arma? ¿Esta Magnum 357 cargada, sin licencia, oculta y quizá caliente? ¿Que qué hago con ella? Bueno, verá, oficial, yo salí de la carretera cerca de Arroyo Mescal (por consejo de mi abogado, que posteriormente desapareció) y de pronto, estaba yo dando vueltas por aquella charca desierta, yo solo, sin ningún objetivo concreto, cuando se me apareció delante aquel tipejo de barba, fue como si surgiera de la nada, y llevaba aquel horrible cuchillo de linóleo en una mano y esa inmensa pistola negra en la otra… y me propuso grabarme una gran X en la frente en memoria del teniente Calley… pero cuando le dije que era doctor en periodismo, cambió radicalmente de actitud. Sí, usted probablemente no lo crea, oficial, pero de pronto tiró aquel cuchillo en las salobres aguas mescalinosas, allí a nuestros pies, y luego me dio este revólver. Si, sí, eso es, me lo puso en la mano, dándomelo por la culata, y luego salió corriendo y desapareció en la oscuridad.
Por eso tengo esta arma, oficial. ¿Puede usted creerlo?
No.
De cualquier modo yo no estaba dispuesto a tirar aquel trasto. Una buena 357 es una cosa difícil de conseguir, en estos tiempos.
Así que pensé, bueno, si logro pasar este trasto a Malibú, para mí. Si corro el riesgo, me quedo con la pistola: era muy razonable. Y si aquel cerdo samoano quería jaleo, si quería venir a armar escándalo a mi casa, le daría una prueba de aquel chisme de la mitad para arriba del fémur. Sin bromas. Ciento cincuenta y ocho gramos de plomo/aleación semienfundado, viajando a 500 metros por segundo, significan más o menos veinte kilos de hamburguesa samoana, mezclada con esquirlas de hueso. ¿Por qué no?
Locura, locura… y, entretanto, completamente solo allí con el Gran Tiburón Rojo en el aparcamiento del aeropuerto de Las Vegas. Al diablo este pánico. Contrólate. Aguanta. Durante las próximas veinticuatro horas, esto del control personal será decisivo.
Aquí estoy sentado, solo en este jodido desierto, en este nido de locos armados, con un peligrosísimo cargamento de alto riesgo, horrores y responsabilidades que debía llevar de vuelta a Los Angeles, porque si me enganchaban allí estaba perdido. Jodido del todo. De eso no había duda. Dirigir el semanario de la jaula del estado no era ningún futuro para un doctor en periodismo. Mejor salir zumbando de aquel estado atávico a toda pastilla. Inmediatamente. Pero, primero… había que volver al Hotel Mint y hacer efectivo un cheque de cincuenta dólares, luego subir a la habitación y pedir por teléfono dos bocadillos, dos cuartos de leche, una jarra de café y un quinto de Bacardí añejo.
El ron será absolutamente necesario para pasar esta noche; para poner en claro estas notas, este diario vergonzoso… mantener la grabadora aullando toda la noche al máximo volumen: «Permitidme que me presente… soy un hombre rico y de buen gusto».
¿Simpatía?
Para mí no.
En Las Vegas no hay piedad para un delincuente drogado. Este lugar es como el Ejército: prevalece la moral del tiburón, la de devorar a los heridos. En una sociedad cerrada en la que todo el mundo es culpable, el único delito es que te cojan. En un mundo de ladrones, el único gran pecado es la estupidez.
Es una sensación rara la de estar sentado en un hotel de Las Vegas a las cuatro de la mañana con un cuaderno y una grabadora, en una suite de setenta y cinco dólares al día y con una fantástica factura del servicio de habitaciones, acumulada en cuarenta y ocho horas de locura absoluta, sabiendo que en cuanto amanezca tendrás que huir sin pagar ni un mísero centavo… tendrás que cruzar el vestíbulo de estampida y pedir en el garaje tu descapotable rojo y estar esperándolo con una maleta llena de marihuana y armas ilegales… intentando fingir tranquilidad y despreocupación, mientras hojeas la primera edición matutina del Sun de Las Vegas.
Esta era la última etapa. Había sacado todo el pomelo y el resto del equipaje del coche unas horas antes. Ahora todo era cuestión de apretar el lazo: sí, una actitud de lo más despreocupada, los ojos alucinados ocultos tras esas gafas de sol de espejo Saigón… esperando que llegara el Tiburón. ¿Dónde está? Le di a ese bribón del aparcamiento cinco dólares, una inversión de primera magnitud, en este momento.
Calma, sigue leyendo el periódico. El primer reportaje era un titular de un azul chillón que iba de lado a lado de la primera página:
LA POLICÍA VUELVE A DETENER AL TRIO SOSPECHOSO EN EL CASO DE LA MUERTE DE REINA DE LA BELLEZA
Sobredosis de heroína fue la causa oficial que se facilitó de la muerte de la bella Diane Hamby, de diecinueve años, cuyo cadáver fue hallado embutido en una nevera la semana pasada, según la oficina del forense del condado de Clark. Los investigadores del equipo de homicidios del sheriff que fueron a detener a los sospechosos dijeron que uno de ellos, una mujer de veinticuatro años, intentó precipitarse por las puertas de cristal de su remolque pero que se lo impidió la policía. Según los funcionarios, estaba, al parecer, histérica y gritaba «Jamás me cogeréis viva». Pero los policías la esposaron y, según parece, no sufrió daño alguno…
SUPUESTAS MUERTES DE INFANTES DE MARINA POR DROGA
Washington (AP) — Un informe de un subcomité del Congreso dice que han muerto por uso de drogas ilegales ciento sesenta infantes de Marina norteamericanos el último año, cuarenta de ellos en Vietnam… Se sospecha que la droga fue también causa, dice el informe, de otras cincuenta y seis muertes de militares en Asia y en la región del Pacífico… el informe dice también que aumenta la gravedad del problema de la heroína en Vietnam, sobre todo por los laboratorios de procesado que hay en Laos, Tailandia y Hong Kong. «La represión de la droga en Vietnam es casi completamente nula», dice el informe, «en parte por la ineficacia de la policía local, y en parte porque están involucrados en el tráfico de drogas algunos funcionarios corruptos no identificados hasta el momento, que ocupan cargos públicos».
A la izquierda de esta lúgubre noticia, había una foto en la página central a cuatro columnas de la ciudad de Washington, con policías luchando contra «jóvenes manifestantes contrarios a la guerra» que organizaron una sentada y bloquearon el acceso a las Oficinas Centrales del Servicio de Reclutamiento.
Y junto a la foto, había un gran titular en letras negras: SE HABLA DE TORTURA EN LAS AUDIENCIAS SOBRE LA GUERRA.
WASHINGTON — Testigos voluntarios dieron cuenta a un equipo no oficial del Congreso ayer de que, mientras servían como interrogadores militares, solían utilizar clavijas telefónicas eléctricas para torturar a prisioneros vietnamitas, a los que tiraban desde helicópteros para matarles. Un especialista del servicio secreto del Ejército dijo que la muerte de un tiro de pistola de su intérprete china fue justificada por un superior que dijo: «En realidad no era más que un bicho amarillo», queriendo decir que era asiática…
Justo debajo de esta noticia, había un titular que decía: CINCO HERIDOS JUNTO A UN BLOQUE DE VIVIENDAS EN NUEVA YORK… por un pistolero no identificado que disparaba desde el tejado de un edificio, sin ningún motivo visible. Esto estaba justo encima de un titular que decía: FARMACÉUTICO DETENIDO BAJO INVESTIGACIÓN… «resultado», explicaba el artículo, «de una investigación preliminar (de una farmacia de Las Vegas) que indicaba la falta de unas cien mil píldoras consideradas drogas peligrosas…»
Leer la primera página me hizo sentirme muchísimo mejor. Frente a aquellas cosas nefandas, mis delitos eran pálidos e insignificantes. Yo era un ciudadano relativamente respetable… un delincuente múltiple, quizá, pero desde luego no peligroso. Y cuando el Gran Apuntador fuese a anotar contra mi nombre, esto tenía que reflejarse, sin duda.
¿O no? Pase a la página de deportes y vi un pequeño suelto sobre Muhammad Alí; su caso estaba ante el Tribunal Supremo, la última apelación. Había sido condenado a cinco años de cárcel por negarse a matar «amarillos».
—Yo no tengo nada contra esos vietcongs —dijo.
Cinco años.