Cuando llegamos al Mint aparqué en la calle frente al casino a la vuelta de la esquina del aparcamiento. No tenía objeto arriesgarse a una escena en el vestíbulo, pensé. Ninguno de los dos podía pasar por borracho. Estábamos los dos hipertensos. Rodeados de vibraciones sumamente amenazadoras. Cruzamos el casino a toda pastilla y subimos en el ascensor trasero.
Llegamos a la habitación sin tropezar con nadie… pero la llave no abría. Mi abogado se debatía con ella desesperado.
—Esos cabrones nos han cambiado la cerradura —gruñía—. Lo más probable es que hayan registrado la habitación. Dios mío, estamos aviados.
Pero de pronto se abrió la puerta. Vacilamos. Luego entramos como tiros. No había señal de problema.
—Ciérralo todo —dijo mí abogado—. Pon todas las cadenas. Miraba fijamente dos llaves de habitación del Hotel Mint que tenía en la mano.
—¿De dónde salió esta? —dijo, alzando una llave que tenía el número 1221.
—Esa es la habitación de Lacerda ——dije.
Sonrió.
—Sí, claro —dijo—. Me pareció que podríamos necesitarla.
—¿Para qué?
—Vamos a subir allí ahora mismo a sacarle de la cama con la manguera de incendios —dijo.
—No —dije—. Tenemos que dejar en paz a ese pobre cabrón, tengo la sensación de que nos evita por algún motivo.
—No te engañes a ti mismo —dijo él—. Ese portugués hijoputa es peligroso. Anda vigilándonos como un halcón.
Y luego me miró fijamente, bizqueando, y añadió:
—¿Has hecho algún trato con él?
—Hablé con él por teléfono —dije— cuando tú saliste a pedir que lavasen el coche. Dijo que se acostaría temprano para poder estar al amanecer en línea de meta.
Mi abogado no me escuchaba. Lanzó un grito de angustia y aporreó la pared con ambas manos.
—¡Ese cerdo cabrón! —gritó—. ¡Lo sabía! Me quitó a mi chica.
Me eché a reír.
—¿Aquella rubita del equipo de filmación? ¿Crees que la sodomizó?
Eso es… ¡ríete, ríete! —gritó—. Los blancos sois todos iguales.
Por entonces, había abierto una nueva botella de tequila y estaba trasegándola. Luego cogió un pomelo y lo partió a la mitad con un Gerber Mini-Magnum: un cuchillo de caza de acero inoxidable con una hoja como una navaja de afeitar recién afilada.
—¿De dónde sacaste ese cuchillo? —le pregunté.
—Me lo subieron los del servicio de habitaciones —dijo—. Quería algo para cortas las limas…
—¿Qué limas?
—No tenían —dijo—. Aquí en el desierto no se dan.
Partió el pomelo en cuartos… luego en octavos… luego en dieciseisavos… y luego empezó a cortar sin orden ni concierto lo que quedaba.
—Ese sapo cabrón —gruñó—. Sabía que tenía que quitarle de en medio en cuanto tuviese la oportunidad. Ahora se la ha llevado.
Recordé a la chica. Habíamos tenido un problema con ella en el ascensor unas horas antes: mi abogado había hecho el ridículo.
—Tú debes de ser corredor —dijo la chica—. ¿En qué categoría estás?
—¿Categoría? —replicó él—. ¿Qué coño quieres decir?
—¿Qué moto llevas? —preguntó con una vivaz sonrisa—. Estamos filmando la carrera para una serie de televisión… a lo mejor podemos usarte.
—¿Usarme?
Madre de Dios, pensé. Ya está liada. El ascensor estaba lleno de gente de la carrera y tardaba mucho en ir de piso a piso. Cuando paramos en el tercero, mi abogado temblaba muchísimo. Quedaban cinco pisos más.
—¡Yo monto las grandes! —gritó él de pronto—. ¡Las más jodidas!
Me eché a reír, intentando quitar hierro al asunto.
—La Vincent Black Shadow —dije—. Somos del equipo de fabrica.
Esto provocó un murmullo de áspero desacuerdo entre la gente.
—Eso es un cuento —murmuró alguien detrás de mí.
—¡Un momento! —gritó mi abogado… y luego dijo a la chica—: Perdóneme, señora, pero creo que en este ascensor hay un mamón ignorante que necesita un tajazo en la cara.
Y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta negra de plástico que llevaba y se volvió a la gente que estaba apretuja al fondo del ascensor.
—Venga, mariquitas blancos de mierda —masculló—. ¿Cuál de vosotros quiere que le haga un buen corte?
Yo miraba fijamente el indicador de pisos. Se abrió la puerta en el séptimo, pero nadie se movió. Silencio sepulcral. Se cerró la puerta. El octavo. Se abrió otra vez… tampoco hubo sonido ni movimiento alguno en el atestado ascensor. Cuando la puerta empezaba a cerrarse salí y le agarré del brazo y le saqué a rastras justo a tiempo. Se cerraron las puertas y la luz del ascenso señaló nueve.
—¡De prisa! ¡A la habitación! —dije—. Esos cabrones nos echarán los perros encima.
Doblamos el pasillo corriendo camino de la habitación. Mi abogado riendo como un loco.
—¡Espantados! —gritaba—. ¿Viste? Estaban espantados. Como ratas en una ratonera.
Luego, cuando cerramos la puerta con llave, dejó de reírse.
—Maldita sea —dijo—. Ahora es un asunto serio. Esa chica entendió. Se enamoró de mí.
Y ahora, varias horas después, estaba convencido de que Lacerda (el supuesto fotógrafo) había conseguido echarle el guante a la chica.
—Vamos a subir ahora mismo a capar a ese cabrón —dijo enarbolando su cuchillo nuevo y haciendo con él rápidos círculos delante de los dientes—. ¿Lo echaste tú encima de ella?
—Oye —dije—, sería mejor que dejases ese maldito cuchillo y te despejases un poco. Tengo que meter el coche en el aparcamiento.
Fui retrocediendo lentamente hacia la puerta. Una de las cosas que aprendes después de pasar años tratando con gente de la droga, es que todo es serio. Puedes darle la espalda a un individuo, pero nunca le des la espalda a una droga… sobre todo cuando la droga enarbola un cuchillo de caza afilado como una navaja barbera ante tus ojos.
—Date una ducha —dije—. Tardo veinte minutos.
Salí rápidamente, cerré la puerta con llave y subí la llave a la habitación de Lacerda… la llave que antes había robado mi abogado. Pobre hombre, pensé, mientras subía corriendo por las escaleras mecánicas. Le mandaron aquí con esta misión perfectamente razonable (sólo unas cuantas fotos de motoristas y todo terrenos corriendo por el desierto) y se ha visto metido, sin entenderlo, en las fauces de un mundo que queda fuera de su comprensión. No había manera de que pudiese entender lo que pasaba.
¿Qué hacíamos nosotros allí? ¿Qué sentido tenía aquel viaje?
¿Tenía yo de verdad un gran descapotable rojo allí fuera en la calle? ¿Estaba solo vagando por aquellas escaleras automáticas del Hotel Mint en una especie de frenesí drogado, o había ido realmente allí a Las Vegas a trabajar en un reportaje?
Busqué en el bolsillo la llave de la habitación; «1850», decía. Al menos eso era real. Así que mi tarea inmediata era resolver lo del coche y volver a aquella habitación… y entonces podría, afortunadamente, serenarme y despejarme lo suficiente para abordar lo que pudiese suceder al amanecer.
Salí de la escalera y entré en el casino, aún había un gran gentío apretujado alrededor de las mesas de dados. ¿Quién es esa gente? ¡Qué fachas! ¿De dónde salían? Parecían caricaturas de vendedores de coches de segunda mano de Dallas. Pero eran reales. Y, ay Dios mío, había la tira… aún seguían gritando allí alrededor de aquellas mesas de dados de la ciudad del desierto a las cuatro y media de una madrugada de domingo. Aún perseguían el Sueño Americano, aquella visión del Gran Ganador surgiendo del caos final del preamanecer de un rancio casino de Las Vegas.
Gran golpe de suerte en Ciudad Plata. Haga saltar la banca y vuelva rico a casa. ¿Por qué no? Paré en la Rueda de la Fortuna y eché un dólar a Thomas Jefferson… un billete de dos dólares, el ticket del Buen Frik, pensando como siempre que una apuesta instintiva hecha al azar podría dar el premio.
Pero no. Sólo otros dos dólares por el retrete. ¡Cabrones!
No, calma, aprende a gozar perdiendo. Lo importante es hacer este reportaje en sus propios términos; dejar el otro asunto para Life y Look… al menos por ahora. Bajando la escalera mecánica vi al hombre de Life febrilmente retorcido en la cabina telefónica, canturreando su sabiduría en los oídos de algún robot cornudo en un cubículo de aquella otra costa. Sin duda: «LAS VEGAS AL AMANECER: Los corredores aún duermen, el polvo aún está quieto en el desierto, los cincuenta mil dólares del premio dormitan oscuramente en la caja de caudales del fabuloso Hotel Mint, en el luminoso corazón de Casino Center. Máxima tensión. Y aquí está nuestro equipo de Life (con una sólida escolta policial, como siempre…)» Pausa.
—Sí, telefonista, la palabra fue policial. ¿Qué más? Eso es todo en realidad, un Especial Life…
El Tiburón Rojo estaba allí fuera en Fremon, donde lo habíamos dejado. Di vuelta hasta el garaje y lo dejé allí… el coche del doctor Gonzo, no hay problema, y si alguno de los empleados tiene un rato, que le de una lavada para mañana. Sí, claro… la factura en la habitación.
Cuando volví, mi abogado estaba en la bañera. Sumergido en agua verde… aceitoso producto de unas sales de baño japonesas que había cogido en la tienda de regalos del hotel, junto con una radio nueva AM/FM que tenía conectada al enchufe de la afeitadora. A todo volumen. Un galimatías de una cosa llamada «Three Dog Night», sobre una rana que se llamaba Jeremías y que quería «Alegría para el mundo».
Primero Lennon, ahora esto, pensé. Luego veremos a Glenn Campbell aullando «¿Adónde se fueron todas las flores?»
¿Adónde, en realidad? En esta ciudad no hay flores, sólo plantas carnívoras.
Bajé el volumen y vi un montón de papel blanco mascado junto a la radio. Mi abogado pareció no enterarse del cambio de volumen. Estaba perdido en una niebla de vapores verdes. Sólo se le veía la mitad de la cabeza por encima de la línea del agua.
—¿Te comiste esto tú? —pregunté, alzando el papel blanco.
Me ignoró. Pero lo supe. Sería muy difícil llegar a él las próximas seis horas. Se había masticado todo el secante.
—Cabrón, hijoputa —dije—. Reza porque haya algo de torazina en el maletín, si no lo vas a pasar muy mal mañana.
—¡Música! —masculló con una risilla—. Más alto. ¡Y el magnetófono!
—¿Qué magnetófono?
—El nuevo. Está dentro.
Cogí la radio y me di cuenta de que era también magnetófono, uno de esos chismes que tienen una unidad de cassette incorporada. La cinta era Cojín Subrealista; sólo había que darle la vuelta. Había oído ya toda una parte …a un volumen tal que debía haber llegado a todas las habitaciones en un radio de cien metros, a pesar de las paredes.
—«Conejo Blanco» —dijo—. Quiero un ruido creciente.
—Estás listo —dije—. Me voy de aquí a dos horas… Y entonces subirán a esta habitación y te machacarán los sesos con grandes cachiporras. Ahí mismo, en esa bañera.
—Yo me cavo mis tumbas —dijo él—. Agua verde y el Conejo Blanco… Venga, no me obligues a usar esto.
Brotó el brazo del agua, el cuchillo de caza sujeto en el puño.
—Hostias —murmuré.
Y en ese momento, pensé que no se podía hacer nada ya por mi abogado… allí tumbado en la bañera con la cabeza llena de ácido y el cuchillo más afilado que he visto en mi vida, totalmente incapaz de razonar, exigiendo el «Conejo Blanco». Se acabó pensé. He ido ya todo lo lejos que podía con este cabeza hueca. Esta vez es un viaje suicida. Esta vez lo quiere. Está dispuesto…
—Vale, vale —dije, dando vuelta a la cinta y apretando el botón—. Pero hazme un último favor, ¿lo harás? ¿Puedes darme dos horas? Sólo te pido eso… que me dejes dormir dos horas. Sospecho que va a ser un día difícil.
—Por supuesto —dijo él—. Soy tu abogado. Te daré todo el tiempo que necesites, a mis honorarios normales: cuarenta y cinco dólares la hora… pero querrás dar algo más a cuenta, me imagino, ¿por qué no dejas uno de esos billetes de cien dólares ahí junto a la radio y te largas?
—¿Vale un cheque? —dije—. Del Banco Nacional de Sierradientes. Allí no necesitarás carnet de identidad para cobrarlo. Me conocen.
—Vale cualquier cosa —dijo él, y empezó a retorcerse al compás de la música.
El baño era como el interior de un inmenso altavoz defectuoso. Nefandas vibraciones, ruido insoportable. Suelo lleno de agua. Separé la radio cuanto pude de la bañera y luego salí y cerré la puerta.
Segundos después, me gritaba:
—¡Socorro! ¡Eh, tú, Cabrón! ¡Necesito ayuda!
Volví corriendo, pensando que se habría cortado una oreja sin darse cuenta.
Pero no… intentaba llegar desde la bañera a la estantería de formica blanca donde estaba la radio.
—Quiero esa radio maldita —bufaba.
Se la quite de la mano.
—¡Imbécil! —dije—. ¡Vuelve a esa bañera! ¡Deja esa radio de una puta vez!
Volví a quitársela de la mano. Estaba tan alta que resultaba difícil saber lo que tocaban a menos que conocieses Cojín Subrealista casi nota a nota… que era mi caso, por entonces. Por lo cual supe que había terminado «Conejo Blanco». El punto álgido había llegado y pasado.
Pero al parecer mi abogado no lo entendía. Él quería más.
—¡Otra vez! —gritó—. ¡Necesito oírlo otra vez!
Sus ojos eran ahora locura absoluta, no podía centrarlos. Parecía al borde de una especie de orgasmo psíquico totalmente sobrecogedor…
—¡Ponla otra vez! —aullaba—. ¡A todo lo que dé ese trasto! Y cuando llegue esa fantástica nota en que el Conejo se arranca la cabeza de un mordisco, quiero que tires esa maldita radio aquí a la bañera conmigo.
Le miré fijamente, agarrando con fuerza la radio.
—Ni hablar —dije por fin—. Me gustaría mucho meter un aguijón eléctrico de cuatrocientos cuarenta voltios en esa bañera ahora mismo. Pero esta radio no. Te haría atravesar esa pared… liquidado en diez segundos.
Luego me eché a reír.
—Me obligarían a explicarlo, coño… me someterían a uno de esos interrogatorios tan jodidos para que explicara… sí… los detalles exactos. No me apetece nada.
—¡Chorradas! —gritó él—. ¡No tienes más que decirles que yo quería Subir Más!
Lo pensé un momento.
—Vale, vale —dije por fin—. Tienes razón. Probablemente sea la única solución.
Cogí la radio grabadora (que estaba aún enchufada) y la puse sobre la bañera.
—Espera que compruebe sí está todo aclarado —dije—. Tú quieres que yo tire este trasto en la bañera en mitad de «Conejo Blanco», ¿no es eso?
Se tumbó en el agua y sonrió agradecido.
—Sí, joder —dijo—. Empezaba a pensar que iba a tener que salir para decirle a una de esas malditas doncellas que lo hiciera.
—No te preocupes —dije—. ¿Listo?
Apreté el botón y empezó a alzarse otra vez «Conejo Blanco».
Casi inmediatamente, él empezó a aullar y gemir… otra vez a la carrera por la ladera arriba de aquella montaña, pensando que, ahora, llegaría por fin a la cima. Tenía los ojos cerrados muy fuerte y sólo le sobresalían del agua verde y aceitosa la cabeza y la punta de las rodillas.
Deje que la canción siguiera y busqué entre el montón de pomelos maduros y gordos que había junto al lavabo. El más grande pesaba ochocientos gramos. Agarré aquel cabrón… y justo cuando «Conejo Blanco» llegaba al punto culminante, lo dejé caer en la bañera como una bala de cañón.
Mi abogado lanzó un alarido descomunal, se estiró en la bañera como tiburón detrás de carne, llenando el suelo de agua, mientras luchaba por agarrar algo.
Desenchufé la radio y salí de allí a toda prisa… El aparato seguía funcionando, pero volvía a hacerlo otra vez con su inofensiva batería. Fui oyendo cómo se enfriaba el ritmo mientras cruzaba la habitación, hasta el maletín y sacaba la lata de Mace… justo en el momento en que mi abogado abría de un golpe la puerta del baño e irrumpía furioso en la sala. Aún tenía los ojos extraviados, pero enarbolaba el cuchillo como si estuviese dispuesto a cortar algo.
—¡Mace! —grité—. ¿Quieres de esto?
Agité la bomba de Mace ante sus ojos acuosos.
Se detuvo.
—¡Cabrón! —silbó—. Ibas a hacerlo, ¿no?
Me eché a reír, sin dejar de agitar la bomba ante él.
—No te preocupes, hombre, te gustará. Qué coño, no hay nada en el mundo como un coloque de Mace… cuarenta y cinco minutos de rodillas con náuseas secas, ahogándote. Te calmará inmediatamente.
Él miraba fijo más o menos en mi dirección, intentando centrar la vista.
—¡Blanco mamón, hijoputa! —mascullaba—. Ibas a hacerlo, ¿no?
—Pero vamos, hombre —dije—. ¡Qué demonios pasa, hace sólo un minuto estabas pidiéndome que te matara! ¡Y ahora quieres matarme tú a mí! ¡Lo que debía hacer, maldita sea, es llamar a la policía!
Se encogió.
—¿La pasma?
Asentí.
—Sí, no hay elección. No me atrevería a dormir estando tú por aquí en las condiciones que estás… la cabeza llena de ácido y queriendo hacerme picadillo con ese maldito cuchillo.
Revolvió los ojos un momento y luego intentó sonreír.
—¿Quién habló de hacerte picadillo? —masculló—. Yo sólo quería grabarte una zeta pequeñita en la frente… nada serio…
Luego, se encogió de hombros y cogió un cigarrillo de encima del televisor.
Yo volví a amenazarle con la lata de Mace.
—Vuelve a esa bañera —dije—. Tómate unas rojitas[5]… y procura calmarte. Fuma un poco de hierba, ponte un pincho… cojones, haz lo que tengas que hacer, pero déjame dormir un poco.
Se encogió de hombros y sonrió vagamente, como si todo lo que yo había dicho fuese muy razonable.
—Sí, que coño —dijo con vehemencia—. Necesitas realmente dormir algo. Mañana tienes que trabajar.
Luego cabeceó con cierta tristeza y se volvió hacia el baño.
—¡Maldita sea! ¡Qué mal viaje!
Luego me hizo un gesto de despedida.
—Venga, a descansar —dijo—. No estés levantado por mí.
Asentí y vi como entraba arrastrando los pies en el baño… con el cuchillo aún en la mano, aunque no parecía ya darse cuenta de él. El ácido le había cambiado las marchas por dentro; la fase siguiente probablemente sería una de esas pesadillas infernales de introspección profunda. Cuatro horas más o menos de desesperación catatónica, pero nada físico, nada peligroso. Vi cerrarse la puerta tras él y luego tranquilamente deslicé un pesado sillón de agudos bordes contra la puerta del baño y puse la lata de Mace junto al despertador.
La habitación estaba muy tranquila. Me acerqué al televisor y lo encendí en un canal muerto… ruido blanco a decibelios máximos, una música excelente para dormir, un poderoso silbido constante para ahogar cualquier cosa rara.