6. UNA NOCHE EN LA CIUDAD… ENFRENTAMIENTO EN EL DESERT INN… FRENESÍ PASOTA EN EL CIRCUS-CIRCUS

Medianoche del sábado… Los recuerdos de esta noche son sumamente nebulosos. Las únicas claves que tengo son un puñado de fichas de keno y de servilletas de cóctel, cubiertas de notas garrapateadas. Ahí va una: «Llamar al hombre de la Ford. Pedir un Bronco para seguir la carrera… ¿Fotos?… Lacerda/ver… ¿por qué no un helicóptero?… Coger el teléfono, apretarles las tuercas a esos cabrones… dar muchas voces».

Otra dice: «Letrero del Bulevar Paradise: “Stopless and Topless”[3]… sexo de segunda división comparado con Los Ángeles; aquí cubrepezones… en Los Angeles abunda la desnudez total en público… Las Vegas es una sociedad de masturbadores armados/aquí la emoción es el juego/el sexo es un extra/un viaje raro para los ricachos… putas de la casa para los ganadores, pajas para la chusma desafortunada».

Hace mucho tiempo, cuando vivía yo en Big Sur, allí bajando la carretera de Lionell Olay, tenía un amigo que le gustaba ir a Reno a jugar a los dados. Tenía una tienda de artículos deportivos en Carmel. Y un mes cogió su Mercedes y se fue a Reno tres fines de semana seguidos… y ganó mucho las tres veces. En esos tres viajes, debió ganar quince mil dólares, así que decidió saltarse el cuarto fin de semana y llevarse a unos amigos a cenar a Nepenthe. «El ganador tiene que ser tranquilo», explicaba, «además, es un viaje muy largo».

El lunes por la mañana le llamaron por teléfono de Reno: era el director general del casino en el que había jugado.

—Le echamos mucho de menos este fin de Semana —dijo el DG—. Los de la mesa de dados se aburrieron.

—Vaya —dijo mi amigo.

Y el fin de semana siguiente, voló a Reno en un avión particular, con un amigo y dos chicas: todos «invitados especiales» del DG. Nada es demasiado bueno para los ricachos…

Y el lunes por la mañana, el mismo avión (el avión del casino) le llevaba de vuelta al aeropuerto de Monterrey. El piloto le prestó una moneda para llamar a un amigo que le llevase a Carmel. Debía treinta mil dólares, y dos meses después estaba en manos de una de las agencias de cobros de impagados más temibles del mundo.

Así que vendió la tienda; pero no fue bastante. El resto que esperasen, dijo… pero luego tuvo un mal encuentro que le convenció de que quizá fuese mejor pedir el dinero necesario para pagarlo todo.

El juego tradicional es un negocio muy terrible… Y Reno al lado de Las Vegas es el amistoso tendero de la esquina. Las Vegas es la ciudad más siniestra del mundo para un perdedor. Hasta hace más o menos un año, había un cartel gigante a la entrada de Las Vegas que decía:

¡NO JUEGUE CON LA MARIHUANA!

EN NEVADA, POSESIÓN: VEINTE AÑOS,

VENTA: ¡CADENA PERPETUA!

Así que no me sentía nada tranquilo andando por allí entre los casinos aquel sábado por la noche con el coche lleno de marihuana y la cabeza de ácido. Tuvimos varios momentos de apuro: en una ocasión intenté meter el Gran Tiburón Rojo en la lavandería del Hotel Landmark… pero la puerta era demasiado estrecha y los que había en el interior parecían peligrosamente excitados.

Nos acercamos al Desert Inn para ver el espectáculo de Debbie Reynolds/Harry James.

—Tú no sé —dije a mi abogado—, pero en mi ramo es importante estar en el Rollo.

—En el mío también —dijo—. Pero como abogado tuyo te aconsejo que te acerques al Tropicana y recojas a Guy Lombardo. Está en la Habitación Azul con sus Royal Canadians[4].

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué tengo que soltar mis dólares duramente ganados por ver un cadáver de mierda?

—Pero bueno —dijo él—. ¿Por qué estamos aquí? ¿Hemos venido a divertirnos o a trabajar?

—A trabajar, claro —contesté.

Estábamos dando vueltas, haciendo círculos por el aparcamiento de un local que me pareció el Dunes, pero que resultó ser el Thunderbird… aunque quizá fuese el Hacienda…

Mi abogado estaba examinando La Guía Turística de Las Vegas buscando algo interesante.

—¿Qué tal «Nickel Nick’s Slot Arcade»? —dijo—. «Hot Slots», suena bien… Veinticinco centavos los perros calientes…

De pronto, la gente empezó a chillar. Estábamos metidos en un lío. Dos matones con abrigos de corte militar en rojo y oro se alzaron ante el capó.

—¿Qué coño hacen? —grito uno. No pueden aparcar aquí.

—¿Por qué no? —dije.

Parecía un buen sitio para aparcar. Había mucho espacio. Yo llevaba buscando un sitio para aparcar, lo que me parecía ya muchísimo tiempo. Demasiado. Estaba a punto de abandonar el coche y coger un taxi… pero entonces, sí, vimos todo aquel sitio.

Resultó ser la acera de la entrada principal del Desert Inn.

Me había subido a tantas aceras ya, que no me había dado cuenta siquiera de esta. Pero, de pronto, nos vimos en una situación difícil de explicar… estábamos bloqueando la entrada, los matones chillándome, un lío horrible…

Mi abogado salió del coche como un rayo, agitando un billete de cinco dólares.

—¡Queremos que nos aparquen este coche! Soy un viejo amigo de Debbie. He jodido muchísimo con ella.

Pensé por un momento que lo había hundido todo… pero entonces, uno de los conserjes cogió el billete y dijo:

—Muy bien, señor. Yo me cuidaré de ello, señor.

Y sacó un boleto de aparcamiento.

—¡Hostias! —dije, mientras cruzábamos el vestíbulo a toda prisa—. Casi nos enganchan. Qué reflejos tienes.

—¿Pero tú qué crees? —dijo—. Soy tu abogado… y me debes cinco pavos. Los quiero ahora.

Me encogí de hombros y le di un billete.

Aquel abigarrado vestíbulo del Desert Inn alfombrado de grueso Orlon no parecía lugar adecuado para regatear por propinas dadas al empleado del aparcamiento. Aquel era terreno de Bob Hope. De Frank Sinatra. De Spiro Agnew. El vestíbulo apestaba lindamente a formica de alta calidad y palmeras de plástico… era claramente un refugio distinguido para Grandes Gastadores.

Nos acercamos al gran salón de baile llenos de confianza, pero no nos dejaron entrar. Llegábamos demasiado tarde, dijo un individuo de smoking color lila. El local ya estaba lleno… no quedaban asientos a ningún precio.

—A la mierda los asientos —dijo mi abogado—. Nosotros somos viejos amigos de Debbie. Hemos venido en coche desde Los Angeles para ver esta actuación y entraremos como sea.

El hombre del smoking empezó a balbucir sobre «las normas para caso de incendios», pero mi abogado no quiso escucharle. Por último, después de mucho escándalo, nos dejó pasar sin pagar nada… siempre que nos quedáramos callados al fondo sin fumar.

Lo prometimos, pero en cuanto conseguimos entrar, perdimos el control. Había sido demasiada tensión. Debbie Reynolds andaba gorjeando por el escenario con una peluca afroplateada… a los compases de «Sergeant Pepper», que salía de la trompeta de oro de Harry James.

—¡Ay la hostia! —dijo mi abogado—. ¡Nos hemos metido en una cápsula del tiempo!

Pesadas manos nos agarraron por los hombros. Conseguí guardar la pipa de hash en la bolsa justo a tiempo. Nos cruzaron a rastras el vestíbulo y luego aquellos tíos nos tuvieron arrinconados contra la puerta de entrada hasta que nos sacaron el coche.

—Muy bien, esfumaros —dijo el del smoking lila—. Os damos una oportunidad. Si Debbie tiene amigos como vosotros está en peor situación de lo que yo creía.

—¡Esto no va a quedar así! —gritó mi abogado mientras arrancábamos—. ¡Basura paranoica!

Di la vuelta hasta el casino Circus-Circus y aparqué junto a la puerta trasera.

—Este es el sitio —dije—. Aquí nos dejarán en paz.

—¿Dónde está el éter? —dijo mi abogado—. Esta mescalina no funciona.

Le di la llave del maletero mientras encendía la pipa de hash. Volvió con la botella de éter, la destapó, luego echó un chorro en un pañuelo de papel, se lo puso debajo de la nariz y aspiró fuerte. Yo empapé otro pañuelo de papel y me lo enchufé en la nariz. El olor era tremendo, incluso con la capota bajada. Pronto subíamos tambaleantes las escaleras hacia la entrada, riéndonos como tontos y arrastrándonos uno a otro como si estuviéramos borrachos.

Esta es la ventaja principal del éter: te hace actuar como un borracho de pueblo típico… pérdida total de las funciones motrices básicas: visión nublada, pérdida de equilibrio, lengua acorchada… corte de todas las funciones entre cuerpo y cerebro… lo cual es muy interesante, porque el cerebro sigue funcionando más o menos igual… puedes verte a ti mismo comportándote de ese modo horrible, sin poder controlarlo.

Si te acercas a las puertas giratorias que llevan al interior del Circus-Circus, has de saber que cuando llegas allí tienes que darle dos dólares al tío, porque, de lo contrario, no entras… pero cuando llegas, resulta que todo sale al revés: calculas mal la distancia a la puerta giratoria y te vas contra ella, sales lanzado y te agarras a una vieja para no caerte, y un furioso carca te empuja y piensas: ¿Pero qué pasa aquí? ¿Qué ocurre? Luego, te oyes balbucir «Pero qué pasa, hombre, no es culpa mía. ¡Tenga cuidado!… ¿Por qué dinero? Yo me llamo Brinks; nací… ¿nací? Las ovejas por la borda… mujeres y niños al coche blindado… órdenes del capitán Zap».

Ay, endemoniado éter… una droga del todo corporal. La mente se encoge aterrada, incapaz de comunicar con la columna vertebral. Las manos aletean disparatadamente, incapaces de sacar dinero del bolsillo… de la boca brota una risa balbuciente y silbidos… siempre sonriendo.

El éter es la droga perfecta para Las Vegas. En esta ciudad les encantan los borrachos. Son carne fresca. En fin, nos metieron en las puertas giratorias y nos soltaron dentro.

El Circus-Circus es donde iría la gente maja la noche del sábado si hubiesen ganado la guerra los nazis. Es como el Sexto Reich. La planta principal está llena de mesas de juego, como en todos los casinos… pero este local tiene unas cuatro plantas, al estilo de una carpa de circo, y en este espacio se desarrollan toda clase de extrañas locuras en un híbrido de feria rural y carnaval polaco. Justo encima de las mesas de juego, los Cuarenta Hermanos Voladores Carazito ejecutan un número en el trapecio, con cuatro glotones norteamericanos provistos de bozal y las Seis Hermanas Nymphet de San Diego… así que estás allí abajo en la planta principal jugando a las veintiuna, y la apuesta es alta, y de pronto se te ocurre mirar para arriba y justo encima de tu cabeza hay una chica de catorce años semidesnuda a la que persigue por el aire un gruñente glotón, que se enzarza de pronto en una pelea a muerte con dos polacos pintados de color plata que se lanzan desde puntos opuestos y se encuentran en medio sel aire sobre el cuello del glotón… los dos polacos agarran al animal mientras caen a plomo hacia las mesas de dados… saltan fuera de la red; se separan y vuelven a saltar hacia el techo en tres direcciones distintas, y cuando están a punto de caer otra vez, los agarran en el aire tres Gatitos Coreanos y van en trapecio hacia una de las barandas.

Esta locura sigue y sigue, pero nadie parece darse cuenta. El juego dura veinticuatro horas al día en la planta principal, y el circo nunca para. Entretanto, en todas las galerías de arriba se acosa a los clientes con todo tipo imaginable de extrañas chorradas. Cabinas tipo sala de atracciones de todas clases. Quítale de un tiro los cubrepezones a una machorra de más de tres metros de altura y gana una cabra de caramelo de algodón. Plántate delante de esta máquina fantástica, amigo mío, y por sólo noventa y nueve centavos aparecerá en una pantalla tu efigie, de setenta metros de altura, sobre el centro de Las Vegas. Por otros noventa y nueve centavos se puede enviar un mensaje. «Di lo que quieras, amigo, te oirán, de eso no te preocupes. Recuerda que tendrás setenta metros de altura».

Santo cielo. Ya veía que me tumbaría en la cama del Hotel Mint, medio dormido, miraría por casualidad por la ventana y aparecería, allí de repente, un nazi malvado de setenta metros de altura en el cielo de la medianoche, gritando incoherencias al mundo: «¡Woodstock Über Alles

Esta noche correremos las cortinas. Una cosa así puede hacer que un tipo drogado se ponga a dar saltos en la habitación como una pelota de ping-pong. Ya son bastante malas las alucinaciones. Claro que al cabo de un rato aprendes a soportar cosas como ver a tu abuela muerta subirte por la pierna arriba con un cuchillo entre los dientes. La mayoría de la gente del ácido sabe manejar este tipo de cosas.

Pero nadie puede manejar ese otro viaje: la posibilidad de que cualquier chiflado con un dólar noventa y ocho pueda entrar en el Circus-Circus y aparecer de pronto en el cielo de Las Vegas a tamaño doce veces el de Dios, aullando lo que se le pase por la cabeza. No, esta no es una ciudad buena para drogas psicodélicas. La propia realidad está ya demasiado pasada.

La buena mescalina actúa despacio… la primera hora es todo espera y luego, hacia la mitad de la segunda, empiezas a insultar al cabrón que te engañó, porque no pasa nada… y entonces, ¡ZAS!, intensidad malévola, brillo y vibraciones extrañas… algo tremendo en un sitio como el Circus-Circus.

—Me molesta decirlo —dijo mi abogado cuando nos sentamos en el Bar Tiovivo de la segunda galería, pero este lugar ya está empezando a fastidiarme. Creo que me está entrando el Miedo.

—Bah, tonterías —dije—. Vinimos aquí a buscar el Sueño Americano. Y ahora que estamos justo en el centro de él quieres largarte.

Le agarré el bíceps y apreté.

—Tienes que darte cuenta —dije— de que hemos encontrado el centro neurálgico.

—Lo sé —dijo él—. Por eso me da el Miedo.

El éter se desvanecía, el ácido se había ido hacía mucho, pero la mescalina se imponía con firmeza. Estábamos sentados en una mesita redonda de formica dorada, girando en órbita alrededor del encargado del bar.

—Mira allí —dije—. Dos mujeres jodiendo a un oso polar.

—Por favor —dijo él—. No me digas esas cosas. Ahora no. Hizo una seña a la camarera pidiendo dos combinados más.

—Es mi último trago —dijo—. ¿Cuánto dinero puedes prestarme?

—No mucho —le dije—. ¿Por qué?

—Tengo que irme —dijo.

—¿Irte?

—Sí. Abandonar el país. Esta noche.

—Tranquilízate —dije—. En unas cuantas horas estarás sereno.

—No —dijo—. Es en serio.

—George Metesky era serio —dije—. Y ya ves lo que le hicieron.

—¡No me jodas! —gritó—. ¡Una hora más en esta ciudad y mato a alguien!

Me di cuenta de que no podía más. Era esa temible pasión que asalta en el apogeo del frenesí de mescalina.

—Está bien —dije—. Te prestaré algo. Salgamos a ver cuánto nos queda.

—¿Podremos? —dijo.

—Bueno… Eso depende de a cuánta gente jodamos de aquí a la puerta. ¿Quieres salir tranquilamente?

—Quiero salir de prisa —dijo él.

—Bueno. Paguemos esto y luego nos levantamos despacio. Estamos los dos muy pasados. Será un paseo largo.

Le pedí la cuenta a la camarera. Se acercó, parecía fastidiada, y mi abogado se levantó.

—¿Te pagan por joder con ese oso? —le preguntó.

—¿Qué?

—Es una broma —dije, interponiéndome entre ellos—. Vamos, Doc… Bajemos a jugar.

Conseguí llevarle hasta el borde del bar, el límite del tiovivo, pero se negó a salir de allí mientras siguiese dando vueltas.

—Que no para —le dije—. No para nunca.

Yo salí y di la vuelta para esperarle, pero él no se movía… y antes de que pudiese echarle mano y tirar de él, desapareció.

—No te muevas —grité—. ¡Darás la vuelta!

Él miraba ciega y fijamente hacia adelante, bizqueando, todo miedo y confusión. Pero no movió un músculo hasta que dio la vuelta completa.

Esperé a que estuviese casi enfrente de mí y entonces quise agarrarlo… pero él dio un salto atrás y otra vuelta completa. Esto me puso muy nervioso. Me sentí al borde del delirio. El encargado del bar parecía observarnos.

Carson City, pensé. Veinte años.

Me subí al tiovivo y corrí alrededor, acercándome a mi abogado por su lado ciego… y cuando llegamos al punto adecuado, le saqué de allí de un empujón. Salió tambaleándose por el pasillo y lanzó un grito infernal mientras perdía el equilibrio y se derrumbaba entre la gente… Rodó como un madero, y luego se levantó como un rayo, los puños cerrados, buscando a alguien a quien atizarle.

Me acerqué con las manos en alto, intentando sonreír.

—Te caíste tú, hombre —dije—. Venga, vamos.

Por entonces, la gente estaba ya observándonos. Pero el imbécil se movía y me di cuenta de lo que pasaría si le agarraba.

—Está bien —dije—. Quédate aquí y acabarás en la cárcel. Yo me largo.

Y empecé a alejarme de prisa hacia las escaleras, ignorándole. Esto le conmovió.

—¿Viste eso? —dijo cuando se puso a mi altura—. ¡Un cabrón me dio una patada en el culo!

—Puede que fuese el encargado del bar —dije—. Quería atizarte por lo que le dijiste a la camarera.

—¡Dios mío! Vámonos de aquí. ¿Dónde está el ascensor?

—Ni te acerques siquiera a ese ascensor —dije—. Eso es precisamente lo que quieren que hagamos… para atraparnos en una caja de acero y bajarnos al sótano.

Miré por el rabillo del ojo, pero no nos seguía nadie.

—No corras —dije—. Les gustaría mucho tener una excusa para tirotearnos.

Él asintió, parecía entender.

Recorrimos rápidamente la gran galería interior de atracciones (salas de tiro, tatuajes, cabinas para cambiar dinero, caramelos de algodón hilado) y luego cruzamos unas puertas de cristal y bajamos entre hierba ladera abajo hasta un aparcamiento donde esperaba el Tiburón Rojo.

—Llévalo tú —dijo—. No sé lo que me pasa.