Los corredores estaban preparados al amanecer. Un amanecer maravilloso el del desierto. Muy tenso. Pero la carrera no empezaba hasta las nueve, así que tuvimos que matar unas horas largas en el casino junto a las pistas, y ahí fue donde empezaron los problemas.
El bar abría a las siete. Había también una «Cantina de café y donuts» junto a las pistas, pero los que habíamos pasado la noche por ahí en sitios como el Circus-Circus no estábamos para café y donuts. Queríamos bebida fuerte. Estábamos de muy mal humor y éramos doscientos por lo menos. Así que abrieron el bar antes. A las ocho y media había un gran gentío alrededor de las mesas de dados. Aquello hervía de ruido y de gritos beodos. Un golfo huesudo, talludo ya, de camiseta Harley Davison irrumpió en el bar gritando:
—¡Cagondiós! ¿Qué día es hoy? ¿Sábado?
—Más bien domingo —contestó alguien.
—¡Ajá! ¡Es cojonudo! —aulló el de la camiseta Harley Davison sin dirigirse a nadie en concreto—. Anoche estaba yo en Long Beach y un tipo me dijo que hoy era la Mint 400, así que le dije a la vieja: «Me voy, tía».
Soltó una carcajada y luego siguió:
—Entonces ella empezó con chorradas, y bueno… tuve que atizarle y cuando me di cuenta dos tíos, a los que no había visto en mi vida, me sacaron a la calle a leches. ¡Cojones! Me dejaron tonto a hostias.
Se echó a reír otra vez, hablaba para la gente y al parecer sin preocuparse de quién le escuchara.
—Sí, demonios, sí —siguió—. Y luego uno de ellos me dice: «¿Adónde vas?», y yo le digo: «A Las Vegas, a la Mint 400». Y los tipos me dan diez pavos y me bajan hasta la estación de autobuses —hizo una pausa—. Bueno, yo creo que fueron ellos…
«En fin, la cosa es que aquí estoy. ¡Y vaya noche, amigos! ¡Siete horas en ese maldito autobús! Pero cuando desperté amanecía y me vi aquí, en el centro de Las Vegas y estuve un rato sin saber qué coño hacía aquí yo. Lo único que se me ocurrió pensar fue: “Ay Dios mío, otra vez. ¿Quién se divorciará de mí ahora?”
Aceptó un cigarrillo de alguien, aún riendo entre dientes mientras lo encendía.
Pero entonces recordé, demonios, vine aquí por la Mint 400… y, amigo, eso es todo lo que necesitaba saber. Os aseguro que es una maravilla estar aquí. Me importa un huevo quién gane o quién pierda. Lo bueno es estar aquí con todos vosotros, estar con la gente…
Nadie le discutió. Comprendían todos. En algunos círculos, la Mint 400 es como mucho, muchísimo mejor que el Super Bowl, el Derby de Kentucky y las finales de Oakland todos juntos. Esta carrera atrae a gente muy especial, y evidentemente nuestro amigo de la camiseta Harley Davison era uno de ellos.
El corresponsal de Life cabeceó comprensivo y gritó beodamente al del bar:
—¡Sirva a ese hombre lo que quiera!
—¡Venga, rápido! —grité yo—. ¿Por qué no cinco?
Aporreé la barra con la palma abierta y sangrante.
—¡Qué diablos! ¡Que sean diez! —añadí.
—¡Apoyo eso! —aulló el hombre de Life.
Estaba perdiendo apoyo en la barra, iba cayendo lentamente de rodillas, pero aún hablaba con clara autoridad:
—¡Este es un momento mágico del deporte! ¡Quizá nunca se repita!
Luego pareció quebrársele la voz.
—Yo corrí la Triple Crown —murmuró—. Pero no tenía comparación con esto.
La mujer de ojos de rana le agarró febrilmente por el cinturón.
—¡Levántate! —Suplicó—. ¡Levántate, por favor! ¡Estarías guapísimo si te levantaras!
Él se echó a reír muy animado.
—Oiga señora —masculló—. Soy casi intolerablemente guapo aquí abajo donde estoy. ¡Se volvería usted loca si me levantara!
La mujer seguía tirando de él. Debía de llevar colgada de su brazo dos horas y ahora le tocaba a ella. El hombre de Life no quería saber nada. Estaba ya en cuclillas.
Aparté la vista. Era demasiado horrible. Después de todo éramos la crema misma de la prensa deportiva nacional. Y estábamos allí reunidos en Las Vegas para una misión muy especial: informar sobre la cuarta «Mint 400» anual… y, en cosas como esta, uno no hace el tonto.
Pero había ya indicios (antes de iniciarse el espectáculo) de que quizás estuviéramos perdiendo el control del asunto. Nos encontrábamos allí en aquella magnífica mañana de Nevada, aquel amanecer fresco y luminoso del desierto, apretujados en la mugrienta barra de un fortín y casino de juego llamado «Club Tiro Mint» a unos dieciséis kilómetros de Las Vegas… y con la carrera a punto de empezar, estábamos peligrosamente desorganizados.
Fuera, los lunáticos jugaban con sus motos, probando los faros, dando los últimos toques de aceite a las horquillas, el ajuste de tuercas del último minuto (tuercas del carburador, tornillos múltiples, etc.) y las primeras diez motos salieron como tiros a la cuenta de nueve. Era la mar de emocionante y salimos fuera a verlo. Bajó la banderola y aquellos diez pobres maricones apretaron a fondo y se metieron zumbando en la primera curva, todos juntos, hasta que alguien cogió la delantera (una Husquavarna 450, me parece), se alzó un grito cuando el corredor roscó a fondo y desapareció en una nube de polvo.
—Bueno, ya está —dijo alguien—. Volverán de aquí a una hora o así. Nosotros, al bar.
Pero aún no. No. Quedaban algo así como unas ciento noventa motos más, esperando salida. Salían de diez en diez, cada dos minutos. Al principio podías verlas hasta unos doscientos metros de la línea de salida, pero esta visibilidad duró muy poco. La tercera tanda desapareció en el polvo a unos cien metros de donde estaban… y cuando habían salido los cien primeros (y quedando aún otros cien por salir), nuestra visibilidad se había reducido a unos quince metros. Sólo veíamos hasta las balas de paja del final de los boxes…
Más allá de aquel punto, la increíble nube de polvo que iba a colgar sobre esa parte del desierto los dos días siguientes se había hecho ya sólida y firme. Ninguno de nosotros sabía, por entonces, que era la última vez que veríamos la «Fabulosa Mint 400»…
A mediodía, resultaba difícil ver la zona del foso desde el bar/casino, a treinta metros de distancia bajo el sol radiante. La idea de intentar «cubrir la carrera» en cualquier sentido periodístico convencional era absurda: era como intentar seguir un campeonato de natación en una piscina olímpica llena de polvos de talco en vez de agua. La empresa Ford había aparecido, cumpliendo su promesa, con un «Bronco para la prensa» y chófer, pero tras unos cuantos recorridos salvajes por el desierto (buscando motoristas y encontrando alguno de vez en cuando) abandoné el vehículo a los fotógrafos y volví al bar.
Era hora, creía yo, de una Recapitulación ambiciosa de todo el asunto. La carrera estaba celebrándose, sin duda. Yo había presenciado la salida, de eso estaba seguro. Pero ¿qué hacer ahora? ¿Alquilar un helicóptero? ¿Volver a aquel Bronco apestoso? ¿Vagar por ese maldito desierto y ver pasar a toda pastilla aquellos locos por los puestos de control? Uno cada trece minutos…
A las diez, estaban esparcidos por toda la pista. No era ya una carrera; ahora era una Prueba de Resistencia. La única acción visible estaba en la línea de salida/llegada, donde cada cinco minutos emergía zumbando un tipo de la nube de polvo y saltaba tambaleante de su moto, mientras el equipo técnico se encargaba de ella y la lanzaba otra vez enseguida a la pista con un corredor fresco… para otra vuelta de ochenta kilómetros, otra hora brutal de locura desriñonada allá fuera, en aquel terrible limbo de polvo cegador.
Hacia las once, hice otra gira en el coche de la prensa, pero sólo encontramos dos todo terreno llenos de lo que parecían chupatintas jubilados de San Diego. Nos pararon en un arroyo seco y preguntaron:
—¿Qué pasa?
—Pero por Dios —dije—, si nosotros somos buenos norteamericanos patriotas igual que vosotros.
Sus dos todo terreno estaban cubiertos de lúgubres símbolos: águilas aullantes con Banderas Norteamericanas en las garras, una serpiente de ojos achinados despedazada por una sierra automática de barras y estrellas, y uno de los vehículos tenía lo que parecía ser una ametralladora montada en el asiento de pasajeros.
Andaban de juerga… recorrían el desierto a toda marcha desafiando a los que se encontraban.
—¿De qué grupo sois? —gritó uno de ellos.
Aullaban los motores, todos; apenas podíamos oírnos.
—Prensa deportiva —grité—. Somos amigos… empleados.
Leves Sonrisas.
—Si queréis buena caza —grité— deberíais ir a por el sinvergüenza de la CBS que va ahí delante, en ese «jeep» negro grande. Es el responsable de La Venta del Pentágono.
—¡Maldita sea! —gritaron dos a la vez—. ¿Dijiste un «jeep» negro? Salieron zumbando; nosotros también. Saltando por rocas y férreas plantas rodadoras y cactos como de roble. La cerveza que llevaba en la mano salió volando y dio en el techo y luego me cayó en el regazo y me empapó la entrepierna de espuma tibia.
—Quedas despedido —le dije al chófer—. Quiero volver a los boxes.
Me parecía que era hora de asentar los pies en la tierra: analizar aquel maldito trabajo y ver una forma de abordarlo bien. Lacerda insistía en Cobertura Total. Quería volver a la tormenta de polvo y seguir buscando alguna combinación rara de lentes y película que pudiese atravesar aquella plaga espantosa.
«Joe», nuestro chófer, estaba dispuesto. En realidad, no se llamaba «Joe», pero nos habían dado instrucciones de llamarle así. Yo había hablado con el encargado de la Ford la noche anterior y cuando mencionó al chófer que nos asignaba, dijo:
—En realidad se llama Steve, pero tenéis que llamarle Joe.
—¿Por qué no? —dije—. Le llamaremos lo que quiera él. ¿Qué tal «Zoom»?
—Ni hablar —dijo el hombre de la Ford—. Tiene que ser «Joe».
Lacerda lo aceptó y hacia el mediodía se fue al desierto otra vez acompañado de nuestro chófer, Joe. Yo volví al bar/ casino del fortín que era en realidad el Club de Tiro Mint… donde me puse a beber afanosamente, a pensar afanosamente y a tomar muchas afanosas notas…