Entramos por fin en la suite hacia el oscurecer, y mi abogado telefoneó inmediatamente al servicio de habitaciones… pidiendo cuatro bocadillos, cuatro cócteles de gambas, un cuarto de ron y nueve pomelos frescos.
—Vitamina C —explicó—. Necesitaremos toda la posible.
Le di la razón. Para entonces la bebida empezaba ya a cortar el ácido y mis alucinaciones descendieron a un nivel tolerable. La camarera del servicio de habitaciones tenía un vago aire de reptil pero por lo menos ya no veía inmensos pterodáctilos rondando pesadamente por los pasillos entre charcos de sangre fresca. El único problema era el gigantesco cartel de neón que había junto a la ventana y que bloqueaba nuestra visión de las montañas… millones de bolas coloradas corriendo alrededor de una pista muy complicada, extraños símbolos y filigranas lanzando un ruidoso tarareo…
—Mira fuera —dije.
—¿Por qué?
—Hay una gran… una gran máquina en el cielo… una especie de serpiente eléctrica… que viene directamente hacia nosotros.
—Dispárale —dijo mi abogado.
—Todavía no —dije—. Quiero estudiar sus costumbres.
Él se acercó al rincón y empezó a tirar de una cadena para cerrar los cortinones.
—Oye mira —dijo—, tienes que acabar con ese rollo de las culebras y las sanguijuelas y los lagartos y toda esa mierda. Me repugnan ya.
—No te preocupes hombre —dije.
—¿Preocuparme? Dios mío, abajo en el bar estuve a punto de volverme loco. No nos dejarán volver nunca a este sitio… Después del número que montaste en la mesa de prensa.
—¿Qué número?
—Cabrón de mierda —dijo—. ¡Te dejé solo tres minutos! ¡Hiciste cagarse de miedo a aquellos tipos! Agitando aquel condenado cacharro por allí y gritando cosas sobre los reptiles. Tuviste suerte de que volviese a tiempo. Iban a llamar a la policía. Dije que estabas borracho y que te subiría yo a tu habitación a que tomaras una ducha fría. Demonios, si nos dieron los pases de prensa sólo para que nos largáramos de allí.
Paseaba por la habitación dando vueltas, nervioso.
—¡Y ese asunto me despejó del todo! Tengo que tomar algo. ¿Qué has hecho con la mescalina?
—En el maletín —dije.
Abrió el maletín y tomó dos píldoras mientras yo ponía el magnetófono.
—Tú deberías tomar sólo una —dijo—. Aún te duran los efectos del ácido.
Le di la razón.
—Hemos de ir a la pista antes del oscurecer —dije—. Pero tenemos tiempo para ver las noticias de la tele. Pelaremos este pomelo y haremos un buen ponche de ron. Y quizá que le echemos un papelito de ácido… ¿y el coche?
—Se lo dimos a alguien en el aparcamiento —dijo él—. Tengo el comprobante en la cartera.
—¿Qué número tiene? Llamaré abajo para que laven ese trasto, le quiten la mugre y el polvo.
—Buena idea —dijo él. Pero no lograba encontrar el comprobante.
—Vaya, pues vamos jodidos —dijo—. Nunca les convenceremos, no nos darán el coche sin comprobante.
Lo pensó un momento, luego cogió el teléfono y llamó al garaje.
—Aquí el doctor Gonzo de la ochenta y cinco —dijo—. Creo que he perdido el comprobante de aparcamiento de ese descapotable rojo que le dejé, pero quiero que lo laven y lo dejen listo para de aquí a media hora. ¿Podrá mandarme otro comprobante?… qué… ¿sí?… bueno, estupendo entonces.
Colgó y buscó la pipa de hash.
—No hay ningún problema —dijo—. El hombre me recuerda.
—Qué bien —dije—. Deben tener una gran red preparada para cuando aparezcamos.
Asintió con un cabeceo y añadió:
—Como abogado tuyo, te aconsejo que no te preocupes por mí.
El noticiario de la tele hablaba de la invasión de Laos… una serie de desastres aterradores: explosiones y fragmentos retorcidos, hombres huyendo horrorizados, generales del Pentágono babeando mentiras demenciales.
—¡Apaga esa mierda! —grité a mi abogado—. ¡Salgamos de aquí!
Una maniobra inteligente. Momentos después de recoger el coche, mi abogado entró en un coma, ciego de droga, y se saltó una luz roja en Main Street antes de que yo pudiera controlar la situación. Le saqué de detrás del volante y me puse yo… y me sentí en forma, seguro, certero. A mi alrededor veía a la gente hablando y quería oír lo que decían. Todos. Pero el micro automático estaba en el maletero y decidí dejarlo allí. Las Vegas no es el tipo de ciudad donde le gustaría a uno bajar a la calle principal apuntando a la gente con un instrumento negro parecido a un bazoka.
Subir la radio. Subir el magnetófono. Mirar el crepúsculo, allá, delante. Bajar los cristales de las ventanillas para saborear mejor la brisa fresca del desierto. Sí, ese es el rollo. Ahora: control absoluto. Paseando por la arteria principal de Las Vegas, sábado por la noche, dos buenos muchachos, convertible rojo fuego-manzana… pasados, cargados, volados… Gente Maja.
¡Dios mío! ¿Qué es esa horrible música?
«El himno de combate del teniente Calley»:
«… mientras vamos desfilando…
Cuando llego por fin al campamento, en esa tierra más allá del sol,
y el Comandante me pregunta…»
(¿qué te preguntó, Rusty?)
«… ¿luchaste o corriste?»
(¿y qué dijiste, Rusty?)
«… contestamos al fuego de sus fusiles con cuanto teníamos…»
¡No! ¡No puedo oír eso! ¡Es la droga! Miro a mi abogado, puro él tiene clavada la vista en el cielo. Y me doy cuenta de que su cerebro se ha enganchado a ese campamento que queda más allá del sol. Menos mal que el no puede oír esta música, pienso. Le lanzaría a un frenesí racista.
Terminó la canción, por suerte.
Pero mi serenidad se había hecho pedazos… y entonces empezó a hacer efecto el zumo del cactos nefando, precipitando un pánico subhumano mientras pasábamos de pronto al desvío que llevaba al Club de Tiro Mint. «Un kilómetro», decía el letrero. Pero pese al kilómetro de distancia, pude oír el rechinante alarido de motores dos tiempos de motos… y luego, ya más cerca, oí otro sonido.
¡Tiros! Era imposible confundir con otra cosa aquel estruendo hueco y liso.
Detuve el coche. ¿Qué demonios pasa ahí abajo? Subí los cristales de todas las ventanillas y seguí lentamente por aquella carretera de grava, encogido sobre el volante… hasta que vi a unos doce individuos que apuntaban con armas al aire, y que disparaban a intervalos regulares.
Allí de pie, sobre una losa de hormigón, allí en el desierto de mezcales, en aquel pequeño oasis irregular de un páramo del norte de Las Vegas… se arracimaban con sus armas, a unos cincuenta metros de un edificio de una sola planta de bloques de hormigón, medio ensombrecido por diez o doce árboles y rodea de coches de policía, motos y remolques de moto.
Claro. ¡El Club de Tiro Mint! Aquellos lunáticos no podían permitir que nada interrumpiese sus prácticas de tiro. Había unas cien personas entre motoristas, mecánicos y otras gentes del deporte del motor alrededor de la cancha, inscribiéndose para la carrera del siguiente día, trasegando perezosamente cervezas y estudiando la maquinaria de los rivales… y allí en medio de todo pendiente sólo de los pichones de arcilla que saltaban del aparato, cada cinco segundos o así, los tipos del tiro no perdían ni un solo disparo.
En fin, ¿y por qué no?, pensé. Los tiros proporcionaban cierto ritmo, una especie de base o contrabajo, al caos agudo del ambiente motociclista. Aparqué el coche y me metí entre la gente dejando a mi abogado en su coma.
Pedí una cerveza y eché un vistazo a las motos. Muchas Husquavarnas 405, bólidos suecos trucados… también muchas Yamahas, Kawasakis, algunas Triumph 500, Maicos, algunas CZ una Pursang… jodidas motos superligeras y rapidísimas todas. No había allí Hogs, ni Sportsters siquiera… eso sería como meter a nuestro Gran Tiburón Rojo en la competición de enloquecidos todo terreno.
Quizá debiese hacerlo, pensé. Inscribir a mi abogado como conductor, y luego ponerle en la salida con la cabeza llena de ácido y éter. ¿Qué harían?
Nadie se atrevería a salir a la pista con un individuo así de pirado. Volcaría en la primera curva y se llevaría por delante a cuatro o cinco todo terreno. Un viaje kamikaze.
—¿Cuál es la tarifa de inscripción? —pregunté al encargado.
—Dos cincuenta —dijo.
—¿Y si te dijera que yo tenía una Vincent Black Shadow?
Alzó la vista hacia mí sin decir nada, cabreado, más bien. Me di cuenta de que llevaba un revólver del treinta y ocho en el cinturón.
—Bueno, da igual —dije—. En realidad, mi conductor está malo.
Achicó los ojos.
—Tu conductor no es el único que está poniéndose malo aquí tío.
—Es que tiene un hueso atravesado en la garganta, sabes —dije.
—¿Qué?
El tipo empezaba a ponerse de muy mala leche. Pero, de pronto, desvió la vista. Miraba a otro… A mi abogado; no llevaba ya gafas de sol danesas ni camisa Acapulco… su aspecto era increíble, allí semidesnudo y jadeante.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —mascullaba—. Este hombre es cliente mío. ¿Quiere usted acabar ante un tribunal?
Le agarré por el hombro y, suavemente, le hice dar vuelta.
—No pasaba nada —le dije—. Es por la Black Shadow… no quieren aceptarla…
—¡Espera un momento! —gritó—. ¿Qué quieres decir con eso de que no quieren aceptarla? ¿Por qué has de soportar lo que digan esos cerdos?
—Por supuesto —dije, empujándole hacia la puerta—. Pero fijate que van todos armados. Y nosotros no. ¿No oyes los tiros?
Se paró, escuchó un momento y luego, de pronto, echó a correr hacia el coche.
—¡Mamones! —gritaba por encima del hombro—. ¡Volveremos!
Cuando enfilamos el Tiburón de nuevo en la autopista, pude hablar.
—¡Santo Dios! ¿Cómo pudimos mezclarnos con esa pandilla de lunáticos locos? Salgamos de esta ciudad. ¡Esos mierdas querían matarnos!