Estoy aún vagamente hechizado por el comentario de nuestro autostopista de que no había «montado nunca en un descapotable». Ahí está el pobre tío, viviendo en un mundo de descapotables que pasan sin parar zumbando delante suyo por las autopistas y él no ha montado nunca en ninguno. Me hizo sentirme como el rey Faruk. Tuve la tentación de hacer parar a mi abogado en el aeropuerto más próximo y redactar un contrato sencillo por el que pudiésemos sencillamente darle el coche a aquel pobre cabrón. Decir simplemente: «Toma, firma aquí y el coche es tuyo». Darle las llaves y usar luego la tarjeta de crédito para largarnos en un reactor a algún sitio como Miami y alquilar otro inmenso descapotable rojo para emprender un viaje a toda velocidad, de isla en isla, sazonado con drogas, hasta acabar en Cayo Oeste… y luego cambiar el coche por una embarcación. Y seguir ruta.
Pero esta idea, loca pasó rápidamente. No tenía ningún sentido encerrar a aquel muchacho inofensivo… y, además, yo tenía planes para el coche. Me apetecía muchísimo cruzar Las Vegas deslumbrando a todos con aquel cacharro. Podía incluso hacer una pequeña carrera en el Strip: subir hasta aquel semáforo grande que hay frente al Flamingo y ponerme a gritar al tráfico:
—¡Está bien, so mierdas! ¡Maricones! ¡Cuando esa luz se ponga verde, voy a salir zumbando con este chisme y os barreré a todos de la carretera!
Eso mismo. Desafiar a los cabrones en su propio terreno. Llegar chirriando al cruce, saltando, derrapando, con una botella de ron en la mano y apretando la bocina a fondo para ahogar la música… vidriosos ojos demencialmente dilatados tras unas gafitas oscuras de montura dorada de greaser, aullando incoherencias… un borracho verdaderamente peligroso, apestando a éter y a psicosis irremediable. Revolucionando el motor hasta un terrible, parloteante y agudo aullido, esperando que cambie el semáforo…
¿Cuántas veces se presenta una oportunidad así? Joder a los cabrones hasta el fondo del bazo. Los elefantes viejos van tambaleándose hasta las colinas a morir; los norteamericanos viejos salen a la autopista y se lanzan en busca de la muerte en coches inmensos.
Pero nuestro viaje era distinto. Era una afirmación clásica de todo lo justo y verdadero y decente del carácter nacional. Era un tosco y físico saludo a las fantásticas posibilidades de vida que hay en este país: pero sólo para los que son valientes de veras. Y a nosotros nos sobraba valor.
Mi abogado comprendía esta idea, pese a su inferioridad racial, pero nuestro autostopista no era individuo fácil de conectar. El decía que entendía, pero, por su mirada, me daba cuenta de que no. Me mentía.
El coche se desvió bruscamente de la carretera y paramos derrapando sobre la grava. Me vi lanzado contra la guantera. Mi abogado se había tumbado encima del volante.
—¿Qué pasa? —grité—. No podemos parar aquí. ¡Es zona de vampiros!
—Es el corazón —gruño él—. ¿Dónde está la medicina?
—Ah —dije yo—, la medicina, sí. Aquí.
Hurgué en la bolsa-maletín buscando los amyls. El chaval parecía petrificado.
—No hay que preocuparse —dije—. Es que anda mal del corazón… angina de pecho. Pero tenemos con qué curarle. Aquí están.
Saqué cuatro amyls de la cajita metálica y le pasé dos a mi abogado. Hizo estallar uno inmediatamente debajo de la nariz y yo hice otro tanto.
Inspiró profundamente y se derrumbó en el asiento, mirando fijamente al sol.
—Sube esa maldita música —aulló—. ¡Tengo el corazón como un cocodrilo! ¡Volumen! ¡Claridad! ¡Contrabajo! ¡Tiene que haber un contrabajo! —agitó los brazos desnudos hacia el cielo—. ¿Pero qué demonios nos pasa? ¡Parecemos ancianitas!
Puse la radio y el magnetófono atronando al máximo.
—Oye, pedazo de cabrón —dije—. ¡Vigila esa lengua! ¡Hablas con un doctor en periodismo!
Él se echó a reír descontroladamente.
—¿Qué cojones hacemos nosotros aquí en este desierto? —gritó—: ¡Que alguien llame a la policía! ¡Necesitamos ayuda de inmediato!
—No hay que hacer caso a este cerdo —le dije al autostopista—. La medicina le desquicia. En realidad, los dos somos doctores en periodismo, y vamos a Las Vegas a hacer el reportaje más importante de nuestra generación.
Luego me eché a reír, a reír, a reír…
Mi abogado se volvió para mirar al autostopista.
La verdad es —dijo— que vamos a Las Vegas a liquidar a un barón de la heroína que se llama Henry el Salvaje. Le conozco hace años, pero nos la ha jugado… y supongo que sabes lo que eso significa.
Quise cerrarle la boca, pero ninguno de los dos podía controlar la risa. ¿Qué coño hacíamos nosotros allí, en aquel desierto, estando como estábamos los dos enfermos del corazón?
—¡Henry el Salvaje ha hecho efectivo su cheque! —dijo mi abogado burlonamente al chaval del asiento de atrás.
—Le arrancaremos los pulmones.
—¡Y nos los comeremos! —solté yo—. ¡Ese cabrón va a pagarlas! ¿Adónde iría a parar este país si un mamón como ese pudiese engañar impunemente a un doctor en periodismo?
No hubo respuesta. Mi abogado abrió otro amyl y el chaval intentó salir del asiento trasero deslizándose por encima de la tapa del maletero.
—Gracias por el viaje —gritó—. Muchísimas gracias. Me caéis muy bien. No os preocupéis por mí.
En cuanto sus pies tocaron el asfalto, echó a correr de vuelta a Baker. Corriendo en medio del desierto sin un árbol a la vista.
—Espera hombre —grité—. Vuelve y toma una cerveza.
Pero, al parecer, no me oía. Teníamos la música muy alta y él se alejaba a velocidad muy respetable.
—Buen viaje —dijo mi abogado—. Qué chaval más raro. Me ponía nervioso. ¿Viste que ojos tenía?
Aún seguía escapándosele la risa.
—Dios mío —añadió—. ¡Esta sí que es una buena medicina!
Abrí la puerta y pasé al asiento del conductor, rodeando el coche.
—Vamos —dije—. Ahora conduzco yo. Tenemos que salir de California antes de que ese chaval avise a un poli.
—Mierda. Tardará horas —dijo mi abogado—. No hay nada en ciento sesenta kilómetros a la redonda.
—Tampoco para nosotros —dije.
—Demos la vuelta y vayamos al Polo Lounge —dijo él—. Allí nunca nos buscarán.
No hice caso.
—Abre la tequila —grité al tiempo que sentía aullar el viento; apreté a fondo el acelerador en cuanto volvimos a entrar en la autopista. Momentos después él examinaba el mapa.
—Hay un sitio cerca que se llama Fuentes de Mescal —dijo—. Como abogado tuyo, te aconsejo que pares y nos demos un chapuzón.
Rechacé la idea con un gesto.
—Es absolutamente imperativo —dije— que lleguemos al Hotel Mint antes de que termine el plazo de inscripción de prensa. Si no, tendríamos que pagar nosotros la suite.
Él asintió y dijo:
—Pero olvidémonos del cuento ese del Sueño Americano. Lo importante es el Gran Sueño Samoano —añadió hurgando en el maletín—. Creo que es hora de tomar un ácido. Hace ya mucho que se pasaron los efectos de esa mescalina barata y no sé si podré soportar otra vez el olor de ese jodido éter.
—A mí me gusta —dije—. Deberíamos empapar una toalla con él y ponerla en el suelo junto al acelerador, para que nos vayan subiendo los vapores a la cara durante todo el camino hasta Las Vegas.
Él estaba dando vuelta a la cinta. La radio aullaba «Poder para el pueblo… ¡ahora!» Canción política de John Lennon, con diez años de retraso.
—Ese pobre imbécil debería haberse quedado donde estaba —dijo mi abogado—. Los mierdas como él no hacen más que estorbar en el camino cuando intentan ser serios.
—Hablando de cosas serias —dije—. Creo que ya es hora de pasar al éter y a la cocaína.
—Olvida el éter —dijo él—. Dejémoslo para empapar la alfombra de la suite. Pero toma esto. Tu parte del ácido. No tienes más que masticarlo como si fuese chicle.
Cogí el papel y me lo comí. Mi abogado andaba hurgando en el salero de la cocaína, abriéndolo. Derramándolo. Luego se puso a aullar y a manotear en el aire, mientras nuestro delicado polvo blanco se desparramaba por la autopista del desierto. Un material muy caro el que iba desprendiendo nuestro gran Tiburón Rojo.
—¡Ay Dios mío! —gimió—. ¿Viste lo que acaba de hacernos Dios?
—¡Eso no lo hizo Dios! —grité—. Lo hiciste tú. ¡Eres un agente de narcóticos cabrón! ¡Desde el principio me di cuenta de que estabas fingiendo, cerdo!
—Mucho ojo —dijo él.
Y vi de pronto que me apuntaba con una Magnum 357 gorda y negra. Una de esas Colt Pythons chata de cilindro biselado.
—Por aquí hay muchos buitres —dijo—. Dejarán tus huesos limpios antes de que amanezca.
—Maricón de mierda —dije yo—. Cuando lleguemos a Las Vegas te hago picadillo. ¿Qué crees que harán los de la Mafia de la Droga cuando aparezca con un estupa samoano?
—Nos mataran a los dos —dijo él—. Henry el Salvaje sabe quién soy. Soy tu abogado, demonios.
Luego, estalló en una risa salvaje.
—Estás cargado de ácido, imbécil —dijo—. Será todo un milagro que consigamos llegar al hotel e inscribirnos antes de que te conviertas en un animal salvaje. ¿Estás preparado para eso? ¿Estás preparado para inscribirte en un hotel de Las Vegas con un nombre falso con el propósito de cometer un importante fraude y con la cabeza llena de ácido?
Se rio de nuevo, luego acercó la nariz al salero, hundiendo en el polvo restante el delgado canutillo verde hecho con un billete de veinte dólares.
—¿Cuánto nos falta? —dije.
—Pues unos treinta minutos —contestó él—. Como abogado tuyo, te aconsejo que conduzcas a velocidad máxima.
Las Vegas quedaba ante nosotros. Podía ver el alto horizonte, de hoteles entre la baja niebla azulada del desierto: el Sahara, el Landmark, el Americana y el lúgubre Thunderbird, un racimo de grises rectángulos en la lejanía, alzándose sobre los cactos.
Treinta minutos. Faltaba ya muy poco. El objetivo era la gran torre del Hotel Mint, en el centro de la ciudad… y si no llegábamos allí antes de perder por completo el control, estaba también la prisión estatal de Nevada en Carson City, al norte del Estado. Yo había estado una vez allí, pero sólo para una charla con los presos… y no quería volver, bajo ningún concepto. Así que, en realidad, no había elección: tendríamos que pasar por el aro, y a la mierda el ácido. Pasar por todo el galimatías oficial, meter el coche en el garaje del hotel, pasar por el empleado de recepción, tratar con el botones, firmar los pases de prensa… todo ello falso, totalmente ilegal, un fraude en sus propias narices pero, por supuesto, habría que hacerlo.
«SI MATAS EL CUERPO
MORIRÁ LA CABEZA»
La cita aparece en mi cuaderno de notas, no sé por qué motivo. Quizá se relacione con Joe Frazier. ¿Sigue vivo? ¿Puede hablar aún? Yo vi aquella pelea de Seattle… espantosamente volado, unos cuatro asientos pasillo abajo del gobernador. Una experiencia muy dolorosa en todos los sentidos, un final muy adecuado de los años sesenta: Tim Leary prisionero de Elridge Cleaver en Argelia, Bob Dylan recortando cupones en Greenwich Village, los dos Kennedy asesinados por mutantes, Owsley doblando servilletas en Terminal Island y, por último, Cassius-Alí derribado increíblemente de su pedestal por una hamburguesa humana, un hombre al borde de la muerte. Joe Frazier, como Nixon, se había impuesto al fin, por razones que gente como yo nos negábamos a entender… al menos de modo manifiesto.
… Pero eso fue en otra era distinta, terminada y muy lejos de las brutales realidades de este año absurdo de Nuestro Señor, año de 1971. En ese tiempo, habían cambiado muchísimas cosas. Yo estaba en Las Vegas como encargado de la sección de deportes de motor de la prestigiosa revista que me había enviado allí en el Gran Tiburón Rojo por alguna razón que nadie pretendía entender, «Basta con que te presentes en el hotel», dijeron, «ya nos encargaremos del resto…»
Bueno. Presentarse en el hotel. Pero cuando por fin llegamos al Hotel Mint, resultó que mi abogado no era capaz de enfocar como es debido el procedimiento de inscripción. Nos vimos obligados a hacer cola con todos los demás… lo que resultaba sumamente difícil dadas las circunstancias. Yo no hacía más que repetirme: «Tranquilo, calma, no digas nada. Habla sólo cuando te pregunten: nombre, categoría y asociación de prensa, nada más, procura ignorar esta droga terrible, fingir que no está pasando…»
No hay manera de explicar el terror que sentí cuando me acerqué por fin a la empleada y empecé a balbucir. Todo lo que había preparado se desmoronó bajo la mirada pétrea de aquella mujer.
—Hola, qué hay —dije—, me llamo… Bueno, Raoul Duke sí, está en la lista, seguro. Comida gratis, sabiduría total, cobertura absoluta… ¿por qué no? Traigo conmigo a mi abogado, y lo sé, claro, que su nombre no está en la lista, pero tenemos que ocupar esa suite, sí. Bueno, este hombre en realidad es mi chófer. Trajimos este Tiburón Rojo desde el Strip y es hora ya de que descansemos, ¿no? Sí. No tiene más que comprobar la lista y verá. No hay ningún problema. ¿Qué pasa? ¿No me oye?
La mujer ni siquiera pestañeó.
—Su habitación aún no está lista —dijo—, pero hay una persona que le busca.
—¡No! —grité—. ¿Por qué? ¡Si todavía no hemos hecho nada!
Sentía las piernas como de goma. Me agarré a la mesa y me derrumbé hacia ella cuando alzó el sobre, pero me negué a aceptarlo. La cara de aquella mujer empezaba a cambiar: se hinchaba palpitaba… ¡horribles mandíbulas verdes y colmillos saltones, la cara de una murena! ¡Veneno mortífero! Me lancé hacia atrás contra mi abogado, que me agarró de un brazo mientras se inclinaba para coger la nota.
—Ya arreglo yo esto —dijo a la mujer murena—. Este hombre está mal del corazón, pero yo tengo medicina suficiente. Soy el doctor Gonzo. Preparen inmediatamente nuestra Suite. Estaremos en el bar.
La mujer se encogió de hombros mientras mi abogado me sacaba de allí. En una ciudad llena de locos auténticos, nadie percibe siquiera a un loco del ácido. Nos abrimos paso por el vestíbulo atestado de gente y conseguimos localizar dos taburetes en el bar. Mi abogado pidió dos cubalibres con acompañamiento de cerveza y mescal y luego abrió el sobre.
—¿Quién es Lacerda? —preguntó—. Está esperándonos en una habitación de la planta doce.
No podía recordar. ¿Lacerda? El nombre hizo sonar una campanilla, pero de todos modos no podía concentrarme. Sucedían cosas terribles a nuestro alrededor. Justo a mi lado, un reptil inmenso mordisqueaba el cuello de una mujer, la alfombra era una esponja empapada de sangre… imposible caminar sobre ella. Uno no podía asentar los pies en aquello.
—Hay que pedir unos zapatos de golf —murmuré—. Si no, nunca saldremos vivos de aquí. Te has fijado que esos lagartos andan sin problemas sobre esa basura… eso es porque tienen garras en los pies.
—¿Lagartos? —dijo él—. Si crees que tenemos problemas ahora espera un poco y verás lo que pasa en los ascensores.
Se quitó las gafas de sol brasileñas y me di cuenta de que había estado llorando.
—Acabo de subir a ver a ese hombre, a ese Lacerda —dijo—. Le dije que sabíamos perfectamente lo que se proponía. Dice que es fotógrafo, pero cuando le mencioné a Henry el Salvaje… bueno, bastó con eso; flipó. Se le veía en sus ojos. Sabe que vamos a por él.
—¿Se ha enterado de que tenemos una Magnum? —dije.
—No. Pero le conté que teníamos una Vincent Black Shadow. Se cagaba de miedo.
—Bueno —dije—. Pero ¿qué hay de nuestra habitación? ¿Y los zapatos de golf? ¡Estamos en un zoo de reptiles! ¡Y están dándoles alcohol a esos bichos malditos! Pronto nos harán pedazos. ¡Dios mío! ¡Mira el suelo! ¿Viste alguna vez tanta sangre? ¿A cuántos habrán matado ya?
Señalé al otro lado del local, a un grupo que parecía estar mirándonos fijamente.
—¡Hostias! Mira aquel grupo de allí. ¡Ya nos han localizado!
—Esa es la mesa de la prensa —dijo—. Allí es donde tenemos que ir a pedir las credenciales. Venga, qué coño, liquidémoslo rápido. Encárgate tú de eso y yo conseguiré la habitación.