2. COMO LE SACAMOS 300 DOLARES A UNA PUERCA EN BEVERLY HILLS

La Oficina de Nueva York no estaba familiarizada con la Vincent Black Shadow: me remitieron a la oficina de Los Angeles… que en realidad está en Beverly Hills, a sólo unas cuantas manzanas largas del Polo Lounge. Pero cuando llegué allí, la mujer de la pasta se negó a darme más de 300 dólares en efectivo. No tenía ni idea de quién era yo, dijo, y yo, por entonces, sudaba ya muchísimo. Tengo la sangre demasiado espesa para California: nunca he sido capaz de explicarme bien en este clima. Al menos, cuando sudo a mares… y tengo los ojos inyectados en sangre y me tiemblan las manos.

Así que cogí los 300 dólares y me largué. Mi abogado estaba esperándome en el bar de la esquina.

—Con esto no hacemos nada —dijo—, a menos que tengamos crédito ilimitado.

Le aseguré que lo tendríamos.

—Vosotros los samoanos sois todos iguales —le dije—. No tenéis fe en la honradez básica de la cultura del hombre blanco.

Dios mío, hace sólo una hora estábamos sentados allí en aquel sitio apestoso, sin blanca, y paralizados para el fin de semana, y de pronto va y me llama un absoluto desconocido de Nueva York diciéndome que vaya a Las Vegas y que no me preocupe por los gastos… y luego me manda a una oficina de Beverly Hills, donde otra total desconocida me da trescientos billetes sin el menor motivo… te lo aseguro, amigo mío, ¡este es el Sueño Americano en acción! Seríamos tontos si no nos montásemos en este extraño torpedo y siguiésemos en él hasta el final.

—Tienes razón —dijo él—. Debemos hacerlo.

—De acuerdo —dije—. Pero lo primero que necesitamos es el coche. Y después del coche la cocaína. Y luego un magnetófono para música especial y unas camisas Acapulco.

A mí me parecía que la única forma de preparar un viaje así era ataviarse como pavos reales humanos y enloquecer, luego cruzar aullando el desierto y hacer el reportaje. No hay que perder de vista nunca la responsabilidad básica.

Pero ¿qué era el reportaje? Nadie se había molestado en decirlo. Así que tendríamos que montárnoslo nosotros mismos. Libre Empresa. El Sueño Americano. Horatio Alger se vuelve loco a causa de las drogas en Las Vegas: Hazlo ya: puro periodismo Gonzo [2].

Estaba también el factor sociopsíquico. De vez en cuando, si la vida se complica y las comadrejas empiezan a acercarse, la única cura posible es atiborrarse de nefandas sustancias químicas y conducir como un cabrón de Hollywood a Las Vegas. Relajarse, como si dijéramos, en el claustro del sol del desierto. Simplemente bajar la capota y fijarla, untarse la cara con crema bronceadora y correr con la música a todo volumen y por lo menos una pinta de éter.

Con las drogas no hubo ningún problema, pero el coche y el magnetófono no fue fácil conseguirlos a las seis y media de la tarde de un viernes en Hollywood. Yo tenía ya un coche, pero era demasiado pequeño y muy lento para el desierto. Fuimos a un bar polinesio, y allí mi abogado hizo diecisiete llamadas hasta que localizó un descapotable de potencia adecuada y color aceptable.

—Me interesa —le oí decir por teléfono—. Estaremos ahí para cerrar el trato dentro de media hora.

Luego, después de una pausa, empezó a gritar:

—¿Qué? ¡Claro hombre, este caballero tiene una tarjeta de crédito de primera clase! ¿Pero es que no te das cuenta de con quién estás hablando?

—No le consientas nada a ese cerdo —dije, mientras él colgaba—. Ahora necesitamos el mejor equipo de sonido. Tiene que ser de primera. Uno de los Heliowatts nuevos. Con un micrófono de esos que se activan con la voz para recoger las conversaciones de los coches que se acercan.

Hicimos otras cuantas llamadas y localizamos por fin nuestro equipo en un almacén situado a unos ocho kilómetros de donde estábamos. Estaban cerrando, pero el vendedor dijo que esperaría si nos dábamos prisa. Pero nos demoramos en ruta porque una Stingray mató delante de nosotros a un peatón en el Bulevar Sunset. Cuando llegamos el almacén estaba cerrado. Había gente dentro, pero se negaban a acercarse a aquella puerta de cristal doble. Hasta que dimos unos cuantos golpes y aclaramos nuestras intenciones.

Por fin, dos empleados se acercaron a la puerta blandiendo desmontadores de neumáticos y conseguimos negociar la venta a través de una pequeña ranura. Luego, abrieron la puerta lo Suficiente para arrastrar fuera el equipo, después dieron un portazo y trancaron de nuevo.

—Y ahora cojan eso y lárguense de aquí —gritó uno de ellos a través de la ranura.

Mi abogado les amenazó con el puño.

—Volveremos —gritó—. ¡El día menos pensado tiro una bomba a este sitio! ¡Tengo tu nombre en esta tarjeta! ¡Me enteraré de dónde vives y te quemaré la casa!

Luego, mientras nos alejábamos en el coche, murmuró:

—Eso le preocupará. De todos modos, el tipo es un psicótico, un paranoico. Los identificas enseguida.

Volvimos a tener problemas en la agencia de alquiler de coches. Después de firmar todos los documentos entré en el coche y estuve a punto de perder el control cuando cruzaba marcha atrás el aparcamiento hacia la bomba de gasolina. Y claro, el de la agencia de alquiler se puso nervioso.

—Pero bueno… ejem… ustedes, amigos, serán cuidadosos con este coche, ¿no?

—Por supuesto.

—¡Bueno, bueno, está bien! —dijo—. ¡Pero acaba usted de pasar por encima de ese bordillo de hormigón que tiene sesenta centímetros sin disminuir la velocidad! ¡Va usted a ochenta marcha atrás! ¡Y ha estado a punto de chocar con la bomba!

—El coche no se ha hecho nada —dije—. Siempre pruebo así la transmisión. La marcha atrás. Por los factores de tensión.

Entretanto, mi abogado estaba muy ocupado transfiriendo ron y hielo del Pinto al asiento trasero del descapotable. El de la agencia de alquiler le observaba muy nervioso.

—Bueno —dijo—. ¿Andan ustedes bebiendo?

—Yo no —dije.

—Hay que llenar el depósito, amigo —replicó mi abogado—. Tenemos muchísima prisa. Vamos a Las Vegas para una carrera en el desierto.

—¿Qué?

—Nada, nada —dije—. Somos gente responsable.

Observé cómo cerraba el depósito de la gasolina y luego puse el trasto aquel en primera y nos metimos en el tráfico.

—Hay otro problema —dijo mi abogado—. Probablemente le guste mucho la «velocidad».

—Sí, deberíamos darle unas cuantas pastillas.

—Las pastillas le valdrían de muy poco a un cerdo como este —dijo él—. Que se joda. Tenemos muchas cosas que resolver antes de poder salir a la carretera.

—Me gustaría conseguir ropa de cura —dije—. Podría serme útil en Las Vegas.

No había tiendas de disfraces abiertas y no estábamos dispuestos a entrar a robar una iglesia.

—¿Para qué molestarse? —dijo mi abogado—. Además ten en cuenta que muchos polis son buenos y fanáticos católicos. ¿Te imaginas lo que nos harían esos cabrones si nos enganchan drogados y borrachos perdidos con ropa de cura robada? ¡Nos castrarían, demonios!

—Tienes razón —dije—. Y, por favor, no fumes esa pipa en los semáforos. Piensa que es un riesgo muy grande.

Asintió.

—Necesitamos un narguile grande. Que podamos poner aquí abajo en el asiento, donde nadie lo vea. Y si alguien lo ve creerá que usamos oxígeno.

Pasamos el resto de la noche recogiendo material y cargando el coche. Luego tomamos la mescalina y fuimos a bañarnos al mar.

Hacía el amanecer desayunamos en un Café de Malibú y luego cruzamos muy tranquilos la ciudad y nos sumergimos en la autopista de Pasadena, amortajada de niebla, rumbo al Este.