1.

Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron a hacer efecto las drogas. Recuerdo que dije algo así como:

—Estoy algo volado, mejor conduces tú…

Y de pronto hubo un estruendo terrible a nuestro alrededor y el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas y chillando y lanzándose en picado alrededor del coche, que iba a unos ciento sesenta por hora, la capota bajada, rumbo a Las Vegas. Y una voz aulló:

—¡Dios mío! ¿Qué son esos condenados bichos?

Luego, se tranquilizó todo otra vez. Mi abogado se había quitado la camisa y se echaba cerveza por el pecho para facilitar el proceso de bronceado.

—¿Qué diablos andas gritando? —murmuró, mirando fijamente hacia arriba, hacia el sol, los ojos cerrados y protegidos con unas de esas gafas españolas que van enganchadas atrás.

—No es nada —dije—. Te toca conducir a ti.

Pisé el freno y enfilé el Gran Tiburón Rojo hacia el borde de la carretera. Pensé que no tenía objeto mencionar aquellos vampiros. Muy pronto los vería el pobre cabrón.

Era casi mediodía, y aún teníamos que recorrer más de ciento sesenta kilómetros. Sería duro. Sabía que muy pronto estaríamos los dos volados del todo. Pero no había marcha atrás ni tiempo para descansar. Tendríamos que seguir. La inscripción de prensa para el fabuloso Mint 400 estaba ya en marcha, y teníamos que llegar allí a las cuatro para reclamar nuestra suite insonorizada.

Una famosa revista deportiva de Nueva York se había cuidado de las reservas, y también de aquel inmenso Chevrolet descapotable rojo que acabábamos de alquilar en un sitio de Sunset Strip… y, en fin, yo era realmente un periodista profesional; así que tenía la obligación de hacer el reportaje, fuese como fuese.

Los de la revista deportiva me habían dado también trescientos dólares en metálico, la casi totalidad de los cuales estaba ya gastada en drogas extremadamente peligrosas. El maletero del coche parecía un laboratorio móvil de la sección de narcóticos de la policía. Teníamos dos bolsas de hierba, setenta y cinco pastillas de mescalina, cinco hojas de ácido de gran potencia, un salero medio lleno de cocaína, y toda una galaxia de pastillas multicolores para subir, para bajar, para chillar, para reír… y, además, un cuarto de tequila, un cuarto de ron, una caja de cervezas, una pinta de éter puro y dos docenas de amyls [1].

Habíamos recogido todo esto la noche antes en un frenético recorrido a toda pastilla por el condado de Los Angeles: de Topanga a Watts agarramos todo lo que se nos puso a mano. No es que necesitásemos todo aquello para el viaje, pero en cuanto te metes a hacer una recolección seria de drogas, tiendes a reunir las más posibles.

A mí lo único que realmente me fastidiaba era el éter. No hay cosa en el mundo más desvalida, irresponsable y depravada que un hombre sumido en las profundidades de un colocón de éter.

Y sabía muy bien que empezaríamos muy pronto con aquella mierda podrida. Probablemente en la siguiente gasolinera. Habíamos probado casi todo lo demás. Y ahora… sí, era el momento para un buen pelotazo de éter. Y luego a hacer los ciento cincuenta kilómetros siguientes en un horrible y balbuciente estado de estupor espasmódico. La única forma de mantenerse alerta con éter es añadirle muchos amyls… no todos de una vez, pero sí con cierta constancia, justo lo suficiente para mantener el foco a ciento cuarenta kilómetros por hora cruzando Barstow.

—Amigo, esto es viajar —dijo mi abogado.

Se inclinó para subir el volumen de la radio, tarareando el ritmo y como gimiendo la letra: «Una calada sobre la marcha, Dios mío… una calada sobre la marcha…»

¿Una calada? ¡Pobre imbécil! Espera que veas esos malditos vampiros. Yo apenas podía oír la radio… Espatarrado en el extremo del asiento, luchando con un magnetófono puesto a toda potencia con «Sympathy for the Devil». Era la única cinta que teníamos, así que la oíamos constantemente, una y otra vez, como una especie de demencial contrapunto de la radio. Y también para mantener nuestro ritmo en la carretera. El llevar una velocidad constante es bueno para controlar la gasolina… y, por alguna razón, esto nos parecía importante entonces. Muy importante. En un viaje así, debe controlarse muy bien el consumo de gasolina. Evitar esos acelerones bruscos que amontonan la sangre en la parte posterior del cerebro. Mi abogado vio al autostopista antes que yo.

—Vamos a llevar a ese chaval —dijo, y antes de que yo pudiese oponer ningún argumento, había parado y aquel pobre chico corría hacia el coche muy sonriente, diciendo:

—¡Demonios! ¡Es la primera vez que monto en un descapotable!

—¿De veras? —dije—. Bueno, pues ya era hora, ¿no?

El chico cabeceó animoso y salimos zumbando.

—Nosotros somos amigos —dijo mi abogado—. No como los otros.

Oh, Dios mío, pensé, ya estamos.

—Corta ese rollo —dije ásperamente—. O te pongo las sanguijuelas.

Él sonrió y pareció entender. Por suerte, el ruido era tan espantoso en el coche (entre el viento y la radio y el magnetófono) que desde el asiento trasero, el chaval no podía oír una sola palabra de lo que decíamos. ¿O podía?

¿Cuánto tiempo podremos aguantarnos? Me preguntaba yo. ¿Cuándo empezará uno de los dos a soltarle incoherencias y desvaríos al chico? ¿Qué pensará él entonces? Aquel mismo desierto solitario era el último hogar conocido de la familia Manson. ¿Establecería la lúgubre conexión cuando mi abogado empezase a aullar que caían vampiros e inmensas rayas voladoras sobre el coche? En tal caso… en fin. Tendríamos que cortarle la cabeza al chaval y enterrarlo por allí en algún sitio. Porque ni que decir tiene que no podíamos dejarle libre. Nos denunciaría inmediatamente a cualquiera de los cuerpos policiales nazis de la zona y nos perseguirían como perros.

¡Dios mío! ¿Dije yo eso? ¿O sólo lo pensé? ¿Hablaba? ¿Me oirían? Mire a mi abogado, pero este parecía abstraído, miraba la carretera, conduciendo nuestro Gran Tiburón Rojo a ciento ochenta o así. Del asiento trasero no llegaba sonido alguno.

Quizá sea mejor charlar un poco con este chaval, pensé. Quizá si le explicase cosas se tranquilizaría.

Claro. Me volví y le dirigí una majestuosa sonrisa… admirando la forma de su cráneo.

—Por cierto —dije—, debes saber una cosa.

Me miraba fijamente, Sin pestañear. ¿Estaba rechinando los dientes?

—¿Me oyes? —grité.

Asintió.

—Pues bien —dije—. Quiero que sepas que vamos camino de Las Vegas en busca del Sueño Americano.

Sonreí.

—Por eso alquilamos este coche —añadí—. Era el único medio de conseguirlo. ¿Lo entiendes?

Él asintió otra vez, pero me miraba muy nervioso.

—Quiero que tengas todos los datos, los antecedentes —dije—. Porque se trata de una cosa bastante siniestra… con posibilidad de peligro personal extremo… demonios, se me había olvidado la cerveza. ¿Quieres una?

Meneó la cabeza.

—¿Y un poco de éter? —dije.

—¿Qué?

—No, nada, nada. Vayamos directamente al grano. Mira, hace veinticuatro horas, estábamos sentados en el Polo Lounge del Hotel Beverly Hills… en el jardín, por supuesto… y acabábamos de sentarnos allí debajo de una palmera cuando se me acercó aquel enano uniformado con un teléfono color rosa y dijo: «Debe de ser la llamada que lleva usted tanto tiempo esperando, señor».

Solté una risotada y abrí bruscamente una lata de cerveza, que derramó un montón de espuma por el asiento trasero, y seguí diciendo:

—Y sabes… ¡tenía razón el tipo! Estaba esperando aquella llamada, pero no sabía quién me llamaría, ¿entiendes?

La cara del chaval era una máscara del más puro miedo y desconcierto.

Seguí machacando:

—¡Quiero que sepas que este tipo que va al volante es mi abogado! No es un mierda cualquiera que me haya encontrado por ahí en la calle. ¡Mírale, demonios! ¿Parece un tipo como tú y como yo? ¿Verdad que no? Eso es porque es extranjero. Creo que debe de ser samoano. Pero eso da igual, ¿tú tienes prejuicios?

—¡No, no, yo qué va! —masculló él.

—Ya me parecía —dije—. Porque, a pesar de su raza, este hombre es para mí muy valioso, muchísimo.

Eché una mirada a mi abogado, pero su mente estaba en otro sitio.

Golpeé el respaldo del asiento del conductor con el puño.

—¡Esto es importante! Maldita sea. ¡Es un verdadero reportaje!

El coche dio unos angustiosos bandazos, luego se enderezó.

—¡Quítame las manos del cuello! —gritó mi abogado.

El chaval del asiento trasero parecía dispuesto a saltar en marcha, a correr cualquier riesgo.

Nuestras vibraciones estaban haciéndose desagradables pero ¿por qué? Me sentía desconcertado, frustrado. ¿Es que no había comunicación en aquel coche? Habíamos degenerado hasta el nivel de torpes bestias.

Porque mi historia era cierta. De eso estaba seguro. Y era de la máxima importancia, creía yo, que el significado de nuestro viaje quedase clarísimo. Era cierto que estábamos allí sentados en el Polo Lounge, que llevábamos varias horas bebiendo Singapore Slings con mescal y cerveza para suavizar. Y cuando llegó la llamada, yo estaba preparado.

El enano se acercó cauteloso a nuestra mesa, lo recuerdo muy bien, y cuando me entregó el teléfono rosa yo no dije nada, sólo, escuché. Luego colgué y me volví a mi abogado.

—Era de la oficina central —dije—. Quieren que vaya a Las Vegas inmediatamente y me ponga en contacto con un fotógrafo portugués llamado Lacerda. El sabe los detalles. Lo único que tengo que hacer es esperar en el hotel a que él vaya a buscarme.

Mi abogado estuvo un momento sin decir nada y luego, de pronto, revivió en su asiento.

—¡Demonios! —exclamó—. Creo que ya veo el asunto. ¡Esto suena a problema grave!

Se embutió la camiseta caqui en los pantalones de rayón, blancos y acampanados, y pidió más bebida.

—Necesitarás mucho asesoramiento jurídico mientras esto dure —dijo—. Y mi primer consejo es que alquiles un coche descapotable muy rápido y que salgas a toda prisa de Los Angeles y no aparezcas en cuarenta y ocho horas por lo menos.

Luego movió lúgubremente la cabeza y añadió:

—Con esto se va al carajo mi fin de semana, porque, naturalmente, tendré que ir contigo… y tendremos que armarnos.

—¿Por qué no? —dije—. Si hay que hacer una cosa como esta, hay que hacerla bien. Necesitaremos equipo decente y mucha pasta en efectivo… aunque sólo sea para drogas y para un magnetófono supersensible, para conseguir un buen registro permanente.

—¿Y qué acontecimiento es el que hay que cubrir? —preguntó.

—El Mint 400 —dije—. Es la mejor carrera de motocross para motos y todo terrenos de la historia del deporte organizado… un espectáculo fantástico en honor de un puerco grosero llamado Del Webb, que es propietario del lujoso Hotel Mint que está en el mismísimo Corazón de Las Vegas… al menos, eso es lo que dice la información de prensa; mi hombre de Nueva York me leyó el artículo.

—Bueno —dijo—, como abogado tuyo, te aconsejo que compres una moto. ¿Cómo podrías si no cubrir como es debido algo así?

—De ninguna manera —dije—. ¿Dónde podríamos conseguir una Vincent Black Shadow?

—¿Qué es eso?

—Una moto fantástica —dije—. El nuevo modelo tiene unas dos mil pulgadas cúbicas, desarrolla doscientos caballos de frenado a cuatro mil revoluciones por minuto. Tiene un bastidor de magnesio con dos asientos de espuma plástica y un peso total de 80 kilos justos.

—Pues parece ideal para este asunto —dijo.

—Lo es —le aseguré—. La cabrona no es nada del otro mundo en las curvas, pero es el diablo en línea recta. Es capaz de superar al F-11 antes del despegue.

—¿Despegue? —dijo él—. ¿Y podremos manejar tanto motor?

—Desde luego —dije—. Llamaré a Nueva York pidiendo más pasta.