CAPÍTULO XII
A modo de conclusión

Tras este repaso a los grupos de comunicación no puede haber ninguna duda en recurrir al término «traficantes» como el que mejor los identifica, puesto que hemos encontrado fraudes fiscales, especulaciones urbanísticas, violaciones de las medidas contra la concentración, atropellos laborales mientras altos directivos disfrutan de sueldos millonarios y contratos blindados, ejecutivos con sentencias judiciales que les implican en connivencia con la mafia, fortunas nacidas a la sombra del nazismo, empresas que comercializan armas para dictaduras, implicaciones al más alto nivel con el franquismo… A lo largo de estos capítulos hemos levantado la alfombra de los lujosos despachos de las empresas de comunicación y hemos encontrado lo que ellas nunca incluirán en sus medios. Nuestros sistemas políticos se fundamentan en el acceso de los ciudadanos a la información, sólo así éstos pueden contar con los elementos necesarios para ser hombres y mujeres libres de pleno derecho. Lo que hemos descubierto debajo de las alfombras muestra la miseria de quienes se han apropiado del poder de la información y en quienes, voluntaria o involuntariamente, hemos delegado nuestro derecho a estar informados. El derecho a «recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión», consagrado en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948); o el de recibir información «veraz», recogido en España por primera vez en una Constitución europea, se convierte así en una marca para su cotización en la Bolsa de valores o en objeto de trueque y comercio entre grandes grupos económicos y financieros.

Por otro lado, los profesionales de la comunicación se han convertido en simples operarios obligados a producir bienes rentables y a dar forma a los criterios editoriales emitidos desde los consejos de administración de propietarios. «Mi precariedad es tu desinformación», reza uno de los eslóganes del Sindicato de Periodistas, a través del cual intentan expresar que no puede haber buen periodismo en condiciones laborales miserables. Según Dardo Gómez, secretario general de la Federación de Sindicatos de Periodistas (FeSP), «en estos momentos, más del 40 por 100 de la profesión periodística está en el paro o carece de todo tipo de contrato laboral; con lo cual los abusos se han generalizado. “Lo tomas o lo dejas” es la fórmula que aplican las empresas, con lo cual se trabaja a la medida de los intereses empresariales y tratando de satisfacer esos intereses para conservar el empleo»[435]. La realidad es que no hay código deontológico ni principios éticos de la profesión que puedan enfrentarse a la maquinaria empresarial. «Los periodistas españoles nunca han contado —como sus colegas de otros países europeos— con una normativa destinada a preservar su independencia profesional ni a garantizar a sus lectores, oyentes o televidentes su derecho a la información», afirma Dardo Gómez. «El paso de los años —en opinión de este sindicalista— ha supuesto una involución; motivada básicamente por el desinterés de las empresas por la calidad de la información y la creciente precariedad laboral que ha dinamitado el pensamiento crítico en las redacciones»[436].

Quizá eso pueda explicar que cuando en España se debatía el Estatuto del Periodista, donde se planteaba la creación de un consejo de información en el que estuvieran representados sindicatos y periodistas, las empresas de comunicación se rebelaban argumentando que «en una sociedad democrática los periodistas deben quedar fuera de la regulación política». Lo que proponían los grandes medios es que los profesionales quedasen fuera del imperio de la ley, sólo bajo el imperio de sus empresas. Y por supuesto lo consiguieron, el citado estatuto se aprobó en comisión en la anterior legislatura y se dejó en un cajón sin pasar al Congreso. A lo largo de este libro hemos comprobado que la única ley que afecta al periodismo es la de la economía, es decir, la del dinero y los propietarios. Pero una economía que, como también hemos comprobado, no es ajena a la deshonestidad y la criminalidad.

Si observamos el desarrollo histórico que nos ha llevado a esta situación vemos que, a diferencia de otros países, en España no existían grupos multimedia modernos cuando se inició la transición, en 1975. Entonces el panorama se dividía entre medios estatales heredados de la dictadura, medios propiedad de la Iglesia católica y los pertenecientes a dos familias oligarcas conservadoras, los Luca de Tena (ABC) y los Godó (La Vanguardia). Ni que decir tiene que los contenidos y la línea editorial eran idénticos en todos ellos. El catedrático de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid, Fernando Quirós, ha señalado que, ante esta situación, los primeros Gobiernos democráticos de UCD apenas reaccionaron en ninguna dirección, fueron,

paradójicamente, los Gobiernos socialistas (1982-1996) los que toman medidas destinadas a regular el sector de los medios de comunicación y lo harán, además, asumiendo como propias las tesis de las grandes corporaciones privadas, esto es: la mejor política de comunicación es la que no existe, de forma que el establecimiento de empresas y los procesos de fusión o absorción no deben tener límites, con respecto a los medios públicos, su existencia debe estar ligada a la rentabilidad. […] Las consecuencias no se hicieron esperar. En muy poco tiempo la prensa regional independiente desaparece […]. La televisión privada es entregada a quienes ya eran poderosos en otros sectores, con lo que se refuerzan los perfiles multimedia[437].

Los Gobiernos del PP (1996-2004) —continúa Quirós— «no introdujeron ningún cambio en estas políticas, salvo para modificar las escasas barreras que a la concentración de la propiedad habían puesto los Gobiernos anteriores y aprovechar la privatización de las telecomunicaciones para crear un grupo multimedia políticamente afín». Esto último ya hemos visto que sólo consistió en reyertas financieras en torno a operaciones en Bolsa, guerras de fútbol y de plataformas digitales que el dinero y el negocio se encargaron de pacificar.

Con el transcurso del tiempo, según Dardo Gómez, «los grandes grupos y medios han aumentado su accionariado tanto por la necesidad de mayores inversiones para su expansión como por la necesidad de muchos de esos accionistas de controlar la información. Aunque también es cierto que hace poco más de un par de años también recogían ganancias interesantes. A nadie se le escapa que en España hay desde empresas energéticas a grandes tiendas o corporaciones farmacéuticas que son intocables para los medios; hasta algunos clubes de fútbol tienen esa capacidad de presión».

Mientras que el panorama de la prensa escrita ha estado a merced del mercado puro y duro, las concesiones televisivas deben corresponder a políticas públicas, puesto que es el Estado el propietario del espacio radioeléctrico. El proceso se inicia con un acuerdo del Consejo de Ministros del 25 de agosto de 1989 donde se adjudicaron a Antena 3, Telecinco y Sogecable (Prisa) tres licencias para la prestación del servicio público esencial de televisión terrestre. Después cada Gobierno iba ampliando concesiones a sus «cercanos». El Consejo de Ministros del 24 de noviembre de 2000, bajo Gobierno del PP, resolvió un concurso para la adjudicación de otras dos concesiones para la explotación en régimen de emisión en abierto del servicio público de televisión digital terrestre, los agraciados fueron Veo TV (Unidad Editorial) y Net TV (Vocento e Intereconomía). Por último, mediante acuerdo del Consejo de Ministros del 25 de noviembre de 2005, ahora con Gobierno del PSOE, se adjudicó una nueva concesión para la explotación en régimen de emisión en abierto a laSexta. Así lo expresa el catedrático de Comunicación Audiovisual del País Vasco Ramón Zallo:

La estrategia Aznar logró empresas afines al PP tanto en el ámbito estatal como autonómico y local privado (Tele 5, Antena 3, La Razón-Planeta, Vocento) e incluso que algunas de ellas se instalaran en la pura desestabilización del sistema democrático (COPE, El Mundo…), así que el Gobierno Zapatero buscó contrapesarlo, dando más espacio a grupos más afines, incluso forzando las formas legales más allá del decoro procesual. A Sogecable, que sólo operaba encriptado, le asignó la Cuatro para emitir en analógico y digital (Consejo de Ministros del 29 de julio de 2005 que modifica las obligaciones del contrato concesional derivado de la Ley 10/1988) y, asimismo, laSexta, vinculada a Mediapro y Globomedia, nacía nada menos que mediante cambio legal a la carta, con la Ley 10/2005[438].

En opinión de Zallo, «se ganó en pluralismo y se evitaba un puro sistema de RTV derechista, pero también se evidenciaba, para sonrojo del sistema mediático, el partidismo de los medios y las relaciones entre poderes y operadores. No se utilizó la vía de las obligaciones de servicio público para el sistema y de un Consejo Audiovisual que lo exigiera»[439].

Según Enrique Bustamante,

ahora el rasgo básico es la naturaleza multimedia de casi todos los grupos nacionales, con la agravante de que la regulación de todos los Gobiernos ha tendido a acompañar a posteriori la concentración en lugar de prevenirla o limitarla. Estamos en ese sentido peor que en los propios Estados Unidos, ya que ni siquiera la concentración multimedia local (entre prensa, radio y televisión) está limitada, lo que pone en jaque al pluralismo y la democracia de autonomías y municipios. Las nuevas normas de 2009, permitiendo la concentración máxima de la radio y la televisión, empeoran dramáticamente esta situación y ponen en cuestión seriamente el futuro de la diversidad, ideológica y creativa, en España[440].

Y llegamos a la actualidad, donde, en fechas recientes, se ha aprobado en España la Ley General de la Comunicación Audiovisual (Ley 7/2010, de 31 de marzo), una norma fundamental que desarrolla la Directiva Europea 2007/65/CE de Comunicación Audiovisual y deroga 14 leyes que hasta ahora regulaban el sector. Aprobada en el Congreso en enero de 2010 y en vigor desde el 1 de mayo, es importante acercarnos a ella para intentar vislumbrar cuál es la tendencia, al menos en cuanto a intenciones legislativas de los poderes públicos se refiere. Se trata de una norma que cede mayor poder al mercado por diversas razones y que camina en dirección opuesta a los problemas que hemos detectado y denunciado a lo largo del libro. La primera de ellas es que establece para las empresas lo que denomina «derecho a la autorregulación», modo eufemístico de llamar a la prohibición de regulación por parte de los poderes públicos. La periodista de TVE Ana Molano, en un análisis sobre el anteproyecto de esta ley[441], señalaba que la renuncia del Gobierno a la corregulación, tal como establecía la Directiva Europea, «supone la exposición a la voluntad de los intereses particulares de un bien público cedido a una actividad mercantil sin más control que su propio autocontrol».

Ahora los operadores privados pueden dejar de prestar servicios informativos o arrendar la licencia a terceros (artículo 29), es decir, comerciar con un patrimonio público, la utilización del espacio radioeléctrico. Según Molano, la ley permite «la gestión indirecta, es decir, que alguien que no ha conseguido licencia pública de emisión audiovisual puede obtenerla en el mercado», lo que, en opinión de la periodista, entra en conflicto con «la Convención de la UNESCO refrendada por el Parlamento Europeo (que) establece que las actividades, los bienes y los servicios culturales son de índole a la vez económica y cultural, porque son portadores de identidades, valores y significados, y por consiguiente no deben tratarse como si sólo tuviesen un valor comercial»[442]. El sesgo mercantilista de la ley audiovisual se vuelve a observar en que a la hora de abordar los servicios de comunicación audiovisual comunitarios sin ánimo de lucro, éstos son condenados a la precariedad y la marginalidad al establecer que «sus gastos de explotación anuales no podrán ser superiores a 100.000 euros en el caso de los servicios de comunicación audiovisual televisiva y de 50.000 euros en el caso de los servicios de comunicación audiovisual radiofónica (art. 32.6). El resultado es que las licencias televisivas se convierten en mero objeto de compraventa y las que no tengan esa vocación tienen prohibido crecer».

El ataque a la pluralidad también se observa en la nueva legislación. Como vimos anteriormente, por el hecho de permitir a una persona física o jurídica que adquiera una participación significativa en más de un prestador del servicio de comunicación audiovisual televisiva de ámbito estatal hasta alcanzar el 27 por 100 de la audiencia, si este límite máximo se supera después de la adquisición, ya no es obligatorio respetarlo. Ese límite, por otro lado, es irreal porque, como hemos comprobado a lo largo del libro, los grupos de comunicación comparten empresas de publicidad, de forma que aunque un grupo mediático no supere ese 27 por 100 de la audiencia, un consorcio publicitario sí lo puede hacer puesto que opera con varios medios. No acaba aquí el panorama que facilita la concentración, la ley permite que el accionista pueda participar en diferentes prestadores siempre que queden tres sin su presencia. Se trata de criterios que ya se pusieron en vigor en la Ley 7/2009, del 3 de julio, de medidas urgentes en materia de Telecomunicaciones. Y de la que Ramón Zallo ha afirmado que el criterio neoliberal de introducir la audiencia para autorizar o no operaciones de integración supuso que Zapatero aprobase algo a lo que «no se atrevió Josep Piqué (ministro durante el gobierno del Partido Popular)». En opinión de Zallo, estamos ante «una autopista para una gran concentración con el horizonte de sólo tres grupos dominantes, o dos dominantes y otros grupos menores, al final de la carrera»[443].

Desde los grandes emporios de comunicación se suele argumentar que la existencia de grupos empresariales fuertes favorece sinergias que les hacen más competitivos al tiempo que les garantiza poder hacer frente a presiones de Gobiernos u otros poderes, garantizándoles así la independencia. Pero la conclusión que sacamos a lo largo de los capítulos estudiados es justo la contraria, que un sistema que permite la concentración y no limita el poder lo que desencadena no es mejorar la posición del medio frente al poderoso sino permitir que sea éste —mediante bancos, financieras, grupos industriales, etc.— quien acumule todo el control y nadie pueda hacerle sombra. Al final, el poderoso lobby contra el que, nos decían, buscaban protección para garantizar la independencia, es el propio emporio dueño del medio, y, ahora como dueño, no permite autonomía ni independencia alguna a los profesionales. Para agravar aún más la situación, ese poder acaba siendo tan grande que ni siquiera los poderes públicos tienen capacidad para legislar de forma soberana frente a sus influencias y chantajes.

La citada ley audiovisual consagra también uno de los principales problemas que hemos comprobado en la preparación de este libro, el ocultamiento de la propiedad de los medios y, por tanto, el secuestro del derecho ciudadano a saber quién o quiénes son los dueños de la información que reciben. La ley audiovisual establece que «Todos tienen el derecho a conocer la identidad del prestador del servicio de comunicación audiovisual, así como las empresas que forman parte de su grupo y su accionariado» (artículo 6.1) pero, a continuación, precisa que esa identificación se limita a que en su sitio web se hagan constar: «El nombre del prestador del servicio; su dirección de establecimiento; correo electrónico y otros medios para establecer una comunicación directa y rápida; y el órgano regulador o supervisor competente». Es evidente que con esa información el ciudadano no puede conocer la identidad de quienes están detrás de una televisión o empresa televisiva.

A este panorama se añade que en España no existe ningún tipo de regulación de los monopolios de prensa escrita, el criterio legislativo es puro mercado. Lo sucedido con el nacimiento de Unión Radio (véase en el capítulo de Antena 3 la compra de Antena 3 Radio) muestra igualmente que no existe en los legisladores ningún interés en evitar la concentración de la radio.

El balance que hace Ramón Zallo de la tendencia legislativa es descorazonador:

En resumen, las últimas decisiones del Gobierno en materia audiovisual van en dirección contraria al pluralismo, anuncian el apoyo público a un proceso de concentración de pocos operadores con escasa diversidad de contenidos y pocos servicios interactivos, penalizan la comunicación de proximidad y comunitaria, minimizan el rol del Consejo Audiovisual y abandonan toda la filosofía basada en el usuario y ciudadano para convertir el ámbito comunicativo en un mero mercado[444].

En la misma línea se posiciona Enrique Bustamante:

La congelación del anteproyecto de ley audiovisual durante tres años ha dado lugar a una auténtica contrarreforma respecto al borrador de 2005. Consagra así una filosofía neoliberal de graves limitaciones del servicio público, junto a una desregulación salvaje en el campo privado. Se trata de una filosofía importada de la Francia de Sarkozy, sin instrucciones de uso. Porque aquí no tenemos ni podemos imaginar ningún «campeón nacional» privado que pueda defender ni la economía ni la cultura española. Es, en definitiva, una demostración más de cómo la crisis, provocada por el neoliberalismo, está siendo ampliamente aprovechada por este mismo para imponer un ataque al modelo europeo de sociedad del bienestar, incluso en la comunicación y en la cultura[445].

Por último, y a riesgo de defraudar, es necesario precisar que no es objeto de este trabajo proponer alternativas, por supuesto necesarias, sino mostrar, como ya señalamos en las primeras páginas, quiénes eran los dueños de los medios, cómo operaban y de qué métodos se servían para acumular poder y beneficios. Sí quisiera al menos, parafraseando la película argentina La Antena[446], precisar que estas empresas son las dueñas de la voz, pero no de la palabra. Como dijo Blas de Otero, nos queda la palabra. Ésta sigue siendo de los ciudadanos, ahora el reto es recuperar la voz para que esa palabra se pueda difundir y compartir. ¿Cómo? Por supuesto no será por medio de un humilde libro; es necesario exigir a los legisladores medidas legales que garanticen que el mercado no se adueñe de la información, debemos organizarnos colectivamente para que cada uno de nosotros no se encuentre solo y desamparado ante el alud informativo de los poderosos, y es imprescindible movilizarse porque ninguna reivindicación se logra sin luchar. Ojalá este libro sirva para levantar a algunos del sofá desde el que miran su televisor, retirar la vista del periódico, e ir al encuentro de otras personas para buscar el modo de cambiar la situación. Hemos intentado exponer suficientes razones para ello.