A Roger Bonney no se le ha vuelto a ver desde aquella noche. Sólo unas cuantas personas comprenden lo que le ocurrió en realidad. Tuve una larguísima charla con el teniente Dolan y con Cheney Phillips, y por una vez dije la verdad. Dada la magnitud de lo que yo había hecho, me pareció que tenía que cargar con toda la responsabilidad. Al final, y después de muchas deliberaciones, llegaron a la conclusión de que marear el asunto no conducía a ninguna parte. Hicieron las gestiones que suelen llevarse a cabo cuando se investiga la desaparición de una persona, pero sin ningún resultado. Y así hasta la fecha.
Ahora, en lo más profundo de la noche, pienso en el papel que representé en la historia de Lorna Kepler, en el apaciguamiento de aquellos fantasmas. El homicidio despierta en nosotros el deseo primitivo de devolver el golpe, el impulso de infligir un daño equivalente al daño que nos han causado. Pero la satisfacción de nuestros males depende, en un porcentaje muy elevado, de los mecanismos de la justicia. Puede que hayamos creado la torpe contención de los tribunales para tener a raya nuestro salvajismo. El problema es que las soluciones de la ley se nos antojan tibias muy a menudo y nos dejan inquietos y frustrados en nuestro anhelo de reparación. ¿Qué hacer entonces?
En cuanto a mí, la pregunta con que he de cargar es tan sencilla como obsesionante: después de haberme perdido en la oscuridad, ¿encontraré el camino de regreso?
Atentamente,
Kinsey Millhone